Capítulo 17

A la mañana siguiente, tras una noche extraña en sentimientos en la que disfrutó mirando dormir a su mujer y después de un amanecer repleto de besos y arrumacos, Duncan se levantó sintiéndose observado por su hermano y Myles, que al verlo se miraron y sonrieron. Aquel segundo día, las mujeres fueron sentadas en el carro junto a Zac, que no paraba de jugar con Klon.

—¡Zac! Estate quieto —le regañó Shelma, harta de golpes.

—Es Klon —protestó el niño.

—Klon, estate quieto —murmuró Megan, fascinada al ver a Duncan hablar con Myles y sonreír. ¡Le encantaba verlo sonreír!

—Tengo que decirte algo —dijo su hermana acercándose a ella—. Ayer probé lo que me indicaste del agua.

Megan la miró sin entender y preguntó:

—¿De qué hablas?

—Ya sabes. Agua. Lago. Intimidad. Lolach y yo.

—¡Cállate, podrían oírte! —se carcajeó al saber sobre qué hablaba.

Su pequeña hermana se estaba volviendo demasiado descarada.

—¡Oh, Megan! Me encanta todo lo que hago con Lolach, es todo tan… tan…

En ese momento, Duncan, con gesto serio, levantó la mano y todos pararon. Rápidamente, varios guerreros se pusieron alrededor de ellas, impidiéndoles ver lo que ocurría.

—¿Qué ocurre? —preguntó Megan sujetando a su hermano.

—¡Silencio, milady! Alguien se acerca, por el camino —le susurró uno de los guerreros.

Ante ellos apareció un caballo blanco, con un hombre malherido. Tras comprobar que no era una trampa, Duncan y Lolach se aproximaron al hombre, que estaba inconsciente, y lo bajaron del caballo.

—Que veinte hombres continúen un tramo del camino —ordenó Duncan mirando a Myles—. Nos reuniremos con ellos en cuanto podamos saber qué le ha pasado a este hombre.

Myles, junto a Ewen y otros guerreros, continuaron el camino, mientras Megan y Shelma bajaban del carro e iban a ayudar al hombre. Tenía una flecha clavada en el brazo y otra en la espalda.

—¡Volved al carro! —gritó Lolach al verlas acercarse.

—¡Ni lo pienses! Este hombre necesita ayuda y yo voy a ayudarle —respondió Megan mirando a su marido, que asintió.

—Iré a por la bolsa de las medicina. —Shelma corrió hasta el carro.

Con rapidez la muchacha examinó las heridas y torciendo el gesto miró a su marido.

—Necesita auxilio. ¡Está ardiendo por la infección que le están provocando las flechas! —murmuró Megan—. Tumbadlo encima de una piel. ¡John! —gritó llamando al cocinero—. Necesito agua de vida, fuego, un hierro caliente y paños limpios para limpiar las heridas. ¡Ya!

Todos miraban obnubilados cómo aquellas dos muchachas trabajaban para sacar sin causar daño las flechas de la espalda y el brazo del herido. Con tremenda maestría, Megan cosió las heridas, mientras Shelma esparcía con cuidado unos polvos verdes por encima.

Poco tiempo después, el ardor del hombre comenzó a remitir, tranquilizando a las muchachas.

Aquella noche, sentados junto al fuego, Duncan observaba cómo ellas ponían paños fríos en la frente del herido con delicadeza.

—¡Pobre hombre! —exclamó Shelma—. ¿Quién habrá sido la bestia que le pudo hacer esto?

En ese momento, el hombre murmuró algo que hizo que Megan y Shelma se miraran. ¡Era inglés! Asustadas, miraron a su alrededor. Nadie a excepción de ellas le había escuchado.

Duncan se percató de que algo había ocurrido y atrajo más su curiosidad ver cómo su mujer se agachaba hacia el oído del hombre.

Sin darse cuenta de que la miraba su marido, Megan se agachó junto al hombre y le susurró al oído en perfecto inglés que callara.

—¡Por Dios, callaos! Estáis rodeado de escoceses. Si valoráis vuestra vida, no habléis.

Pero como éste no hacía caso, le puso un nuevo paño de agua fría en la boca y después en la frente al conseguir que callase.

Aquel desconocido a duras penas consiguió abrir los ojos al escuchar ese acento y, tras una breve pero significativa sonrisa, se desmayó.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Shelma, incómoda, mirando a su alrededor.

—De momento, curarle. E intentar que no hable —propuso Megan. Al ver que Duncan la miraba, le sonrió—. Disimula, mi marido no para de mirarnos.

—Pero tarde o temprano lo descubrirán —susurró Shelma, inquieta ante la proximidad de Lolach.

—¡Calla y disimula! —la regañó Megan.

El highlander, tras hablar con Mael, se acercó a ellas.

—Shelma —dijo Lolach tendiendo una mano que ella aceptó—, deberías descansar. Mañana continuaremos el camino. —Mirando a Megan indicó—: Tú también deberías descansar. Nos queda todavía un largo camino.

—Me quedaré un poco más —respondió con una sonrisa, mientras veía a su hermana levantarse y marcharse con él—. Que paséis una buena noche.

Una vez sola con aquel hombre, miró hacia su marido, pero no lo encontró. Había desaparecido. Se fijó en el resto de los hombres y todos parecían distraídos con sus cosas o dormidos sobre sus pieles. Con interés, observó al extraño. ¿Quién sería? Y, sobre todo, ¿qué hacía en territorio escocés?

—¿Qué piensas? —le asaltó de pronto la voz de Duncan, tan cerca de ella que dio un respingo asustada.

—Oh…, nada especial. —Intentó sonreír.

—Este hombre se salvará, y os deberá la vida a tu hermana y a ti —dijo sentándose con ella, lo que le hizo temer que el herido volviera a delirar en inglés—. ¿Quién te enseñó el poder de las plantas?

—Felda, la mujer de Mauled —sonrió Megan al recordarla—. Era una mujer muy cariñosa y siempre nos cuidó con mucho amor hasta que murió. Recuerdo cómo se enfadaba con el abuelo y Mauled, cuando nos enseñaban a hacer cosas de hombres. Pero también se sentía orgullosa cuando nos veía montar a caballo o realizar cosas que supuestamente muchas mujeres no hacen.

—¡¿Cosas?! —Duncan se tumbó poniendo los brazos tras la cabeza para estar más cómodo—. ¿Qué cosas? Apenas nos conocemos y no sé qué sabes hacer además de cuidar de tus hermanos, ser testaruda, meterte en problemas y tener el cuerpo lleno de heridas.

—Oh…, ¡calla! —sonrió al escucharle.

—Montar a caballo lo haces bien —asintió mirándola—, pero eso es algo que la gran mayoría de las escocesas saben hacer.

—Tienes razón —respondió sonriendo. ¡Él aún no la había visto montar a caballo!—. Papá y mamá me enseñaron de pequeña, pero el abuelo y Mauled perfeccionaron mi estilo.

—Me sorprende que sepas leer y escribir —recordó él.

—Cuando vivíamos en Dunhar, teníamos profesores que acudían a diario a instruirnos en diferentes materias: la señorita Fanny nos enseñaba buenos modales, idiomas, bailes de salón y costura; el señor Parker, lectura, escritura y el arte de los números. Aunque si te soy sincera, lo que me enseñaron el abuelo, Felda y Mauled es lo que realmente necesito para vivir.

—Siento lo que les ocurrió a tus padres —señaló mirándola mientras ella cambiaba el paño de agua al herido—. Debió de ser terrible perderles a los dos y pasar por las penalidades que os provocaron vuestros tíos.

Megan sonrió con tristeza.

—Vivir con mis tíos resultó una crueldad para nosotras. Para ellos éramos algo incómodo, que quitándose de en medio les otorgaba la propiedad de mi padre. Pero todo quedó olvidado cuando el abuelo, Felda y Mauled nos acogieron. ¡Ah! Y Magnus —sonrió al recordarle—. Nuestro laird siempre se ha portado bien con nosotras, a pesar de lo que hablaba la gente.

—¿Conoces el motivo del cariño de Magnus hacia vosotras? —preguntó clavándole la mirada. Quería saber hasta qué punto su mujer conocía la verdad.

—Sí, lo sé. ¿Sabes lo peor de todo? —dijo clavándole la mirada, haciéndole sentir la desolación de sus palabras—. Cuando vivíamos en Dunhar, éramos las bastardas escocesas. Ahora, en Escocia, somos las sassenachs. Es como si no perteneciéramos a ningún sitio.

—Nunca más tendrás que volver a pasar por eso —aseguró al sentir la tristeza de sus palabras—. Ahora eres Megan McRae, mi mujer, y no consentiré que nadie te haga daño, ni a ti, ni a tus hermanos.

Al escucharle Megan sonrió, y acercándose a él le dio un breve beso en los labios que él disfrutó.

—¿Crees que tu gente me recibirá con agrado cuando sepa mi procedencia?

—Como te he dicho —afirmó extendiendo la mano para tocar su mejilla—, eres Megan McRae, mi esposa. Quien no te quiera a ti, no querrá pertenecer a mi clan.

Al amanecer, cuando el campamento comenzó a despertar, Megan salió de la tienda con sigilo para visitar al hombre herido. Le tocó la frente y sonrió al comprobar que no tenía fiebre. Con delicadeza, le levantó el vendaje del brazo, puso un poco de ungüento y volvió a taparlo.

—Gracias, milady —susurró el hombre mirándola.

Sorprendida al escucharle, ella le miró.

—Psss… —señaló Megan mirando hacia los lados—. No habléis; si ellos se enteran de que sois inglés, tendréis problemas.

—Vos también sois inglesa, aunque también la esposa del laird Duncan McRae.

Al saber que conocía aquello preguntó:

—¿Escuchasteis nuestra conversación?

—Sí, milady —asintió el hombre—. Hablabais delante de mí.

Ella sonrió.

—¿Entendéis el gaélico?

—Sí.

—Bien —suspiró aliviada—. Entonces, a partir de ahora, hablad sólo en gaélico. Os evitará problemas. Pero respondedme: ¿qué os ocurrió?

En ese momento, apareció Shelma, que, al verlo despierto, le dedicó una sonrisa y le dijo en inglés:

—Me alegra veros mejor.

—¡Cállate, tonta! —la regañó Megan abriendo los ojos—. Sabe hablar gaélico.

—Oh…, mejor —se alegró Shelma—. Una pregunta: ¿cómo…?

—Mi nombre es Anthony McBean. Mi madre, al igual que la vuestra era escocesa, y mi padre, inglés.

—¿Cómo sabe lo de papá y mamá? —preguntó extrañada Shelma.

—Anoche nos escuchó hablar a Duncan y a mí —respondió Megan volviendo a concentrar su atención en el herido—. ¿Qué ha pasado para que estéis en estas condiciones?

Milady, mi cuñado, Sean Steward, ha intentado matarme.

—¡Qué horror! —se estremeció Shelma—. ¿Por qué?

—Por lo mismo que anoche hablabais con vuestro marido —dijo mirando a Megan—. Me casé con Briana y todo fue bien hasta que Sean se enteró de que mi padre era inglés. A partir de ese momento, nuestra vida comenzó a ser un verdadero infierno. Hace unos días, conseguí llevar a Briana con mi madre, pero mi cuñado, junto a unos cuantos hombres, intentó matarme por sassenach. Mi mujer, al verlo, se entregó a cambio de que no me mataran. No dejaron que nadie me ayudara. Me abandonaron en medio del bosque, a lomos de mi caballo. El resto ya lo conocéis.

—Dios mío, qué terrible historia —señaló Shelma al escucharlo.

—Qué terrible es lo que está ocurriendo entre escoceses e ingleses —asintió Megan viendo a Duncan salir de la tienda—. Y lo peor son las horrorosas consecuencias que pagamos los hijos nacidos de esas uniones.

Milady, mi mujer está embarazada —suspiró Anthony—. Nadie lo sabe aún, pero temo por lo que podría ocurrir si alguien llegara a saberlo. ¿Qué le harían a ella o a mi hijo? Necesito regresar —dijo sentándose mientras su cara se crispaba de dolor—. Tengo que encontrarla antes de que esos locos le hagan daño.

Cuando Duncan llegó hasta ellos, los tres callaron, confirmando las sospechas que intuía. Con una sonrisa en los labios, Megan se levantó y tomó la mano de su marido para decir graciosamente:

—Hoy nuestro enfermo se encuentra mejor. —Señalando a su marido dijo—: Anthony, os presento a mi marido, el laird Duncan McRae.

Con gesto serio e implacable Duncan habló.

—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó sin dejarle hablar.

—Anthony McBean, laird —respondió intentando levantarse, pero Duncan no se lo permitió. No sabía por qué, pero aquel hombre le parecía buena persona.

—No os mováis, o acabaréis con todo el trabajo de mi mujer y su hermana.

—Os agradezco vuestra amabilidad, laird McRae. —Suspiró de dolor—. A partir de este momento, quedo en deuda con vos.

Duncan, sin apartar su mirada de él, preguntó:

—¿Qué os ha ocurrido?

—Le asaltaron en el camino —se apresuró a responder Megan, mientras su marido levantaba con curiosidad una ceja.

—Y al ver que no llevaba más que unas monedas —continuó Shelma viendo a su marido acercarse—, se enfadaron tanto con él que casi lo matan.

—Estoy hablando con él —suspiró Duncan intentando mantener la calma mientras Lolach se ponía a su lado—. ¿Seríais tan amables las dos de marcharos un rato y dejarnos? Necesitamos hablar con él.

—¡Imposible! —gritó Megan—. Tenemos que curarlo.

—Lo curarás después —sentenció Duncan—. Quiero hablar a solas con él.

—Shelma —gruñó Lolach al percibir la tozudez de ellas—, si no queréis problemas, coge a tu hermana y alejaos ahora mismo de aquí.

A regañadientes se alejaron, aunque Anthony las calmó con una sonrisa. Una vez que quedaron los tres a solas, Duncan hizo las presentaciones.

—Éste es el laird Lolach McKenna —dijo mirando al hombre para después volverse a Lolach y continuar—: Su nombre es Anthony McBean y, según tu mujer y la mía, le asaltaron en el camino para robarle algo más que unas simples monedas. —Dicho esto, Duncan clavó la mirada en el hombre y en un perfecto inglés preguntó—: ¿Estáis seguro de que ellas dicen la verdad?

Al sentirse descubierto, Anthony no quiso mentir.

—No, laird McRae —respondió en inglés sorprendiendo a Lolach—. Y, por favor, disculpad a vuestras mujeres, lo han hecho para ayudarme.

—¿Sois inglés? —preguntó Lolach, incrédulo.

—No, laird McKenna. He sido criado en Inverness y, al igual que les ocurre a vuestras esposas, la gente me llama sassenach por el hecho de que mi padre era inglés.

Duncan y Lolach se miraron. Aquel hombre había cometido el mismo delito que sus mujeres. Ninguno.

—Agradezco tu sinceridad, Anthony —prosiguió Duncan mostrándole su confianza—. Y quiero que sepas que eso te acaba de salvar la vida. —Mirando a Lolach continuó—: Nunca hubiera creído que unos ladrones no se llevaran la comida y las monedas que encontré en tu caballo junto a unas notas escritas en inglés.

—¿Qué ocurrió realmente? —suspiró Lolach mirando a Megan y Shelma, que no les quitaban el ojo de encima.

Con la angustia reflejada en sus palabras, Anthony volvió a relatar lo que momentos antes había contado a las mujeres. Duncan, furioso por aquella mentira, intentó calmar su ansiedad. Su enfado era tal que deseó coger a Megan del cuello y azotarla.

—No te muevas, Anthony —dijo Lolach apiadándose del hombre. Si alguien le obligara a separarse de Shelma, por el hecho de que su padre era inglés, enloquecería—. Descansa; cuando estés algo más fuerte, hablaremos.

—Haz caso a lo que dice Lolach. Descansa y reponte —asintió Duncan leyendo el pensamiento de su amigo—. Necesitarás todas tus fuerzas para recuperar a tu esposa. —Mirando a Megan y a su cuñada dijo—: Te voy a pedir un favor, Anthony.

—Vos diréis, laird. —El hombre inclinó la cabeza.

—Nuestras mujeres no deben saber que conocemos la verdad.

Laird McRae… —Se movió incómodo por tener que continuar mintiendo—. Ellas han sido muy amables conmigo y no sé si podré…

—Tendrás que poder —ordenó Lolach entendiendo lo que su amigo quería comprobar.

—Te lo ordeno, Anthony —endureció la voz Duncan—. Si deseas que te ayudemos a recuperar a tu esposa, debes cumplir esa orden.

—De acuerdo, laird McRae —asintió temeroso de hacer enfadar a El Halcón.

—Ahora, descansa —dijo Lolach alejándose junto a su amigo.

—Veremos de quién es la lealtad de nuestras mujeres, si de un extraño que acaban de conocer o de sus maridos —refunfuñó Duncan haciendo sonreír a Lolach.

—¿Crees que esas aprendices de brujas serán capaces de mantener la mentira?

—Estoy totalmente seguro —asintió Duncan mirando a su mujer, que en ese momento corría detrás de Zac y de su perro.

Al día siguiente, algo cambió. Extrañada, Megan percibió que su marido la observaba con mirada oscura y penetrante. Ya no la sonreía, ni buscaba su compañía. Shelma, al igual que su hermana, también notó el cambio en Lolach, y eso le estaba comenzando a enfadar. ¿Por qué no le hablaba su marido? La noche anterior le estuvo esperando hasta tarde. Deseaba contar con su compañía, pero él prefirió dormir al raso con el resto de los hombres.

Montadas en sus respectivos caballos, miraron hacia la carreta.

Zac hablaba con Anthony y con Ewen. Parecían haber hecho buena camarilla los tres.

—¿Crees que Anthony conseguirá llegar hasta su mujer? —preguntó Shelma.

—Espero que sí —asintió Megan—. Pobre Briana, su vida debe de ser un sufrimiento. Me satisface mucho que nuestros maridos hayan variado el camino para intentar ayudarlo.

—Mejor, así permaneceremos más tiempo juntas —sonrió Shelma.

En ese momento, Lolach pasó cerca de ellas. Shelma lo miró y le dedicó una coqueta sonrisa, que él no le devolvió.

—No entiendo —se quejó Shelma—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué no me habla?

—Duncan está igual —suspiró Megan mirando las anchas espaldas de su marido, y con una media sonrisa dijo—: Quizás están celosos por los cuidados que le prestamos a Anthony.

—Pero anoche no entró a dormir en la tienda —se quejó al ver a Lolach reír con Mael—. ¿Acaso no sabe que es el único hombre que me hace suspirar?

—Quizá tengas que recordárselo —señaló Megan—. Ve e intenta hablar con él. Seguro que ese detalle le gustará.

Con una sonrisa picara, Shelma tomó las riendas de su caballo y se puso al lado de Lolach y Mael, que no se percataron de la cercanía de la mujer, hasta que ella habló.

—Lolach, ¿cuánto camino nos queda aún?

Al escucharla, Lolach hizo una seña a Mael y éste se retiró.

—Bastante —respondió con voz dura y sin mirarla.

—Tengo ganas de conocer las tierras. ¿Son tan hermosas como Dunstaffnage? —volvió a preguntar intentando mostrar afabilidad.

—¡Son más hermosas! —respondió conteniendo su deseo por besarla y ahogarla. Estar enfadado con ella le resultaba una auténtica tortura. Shelma era lo más delicioso que había visto nunca. Su mujer le encantaba. Pero aquella absurda mentira le consumía.

—Tenías ganado, ¿verdad? —continuó sin darse por vencida.

—Sí.

—Anoche esperé tu compañía —susurró bajando la voz.

Lolach resopló y dijo:

—Tenía cosas mejores que hacer.

—¿Dormir con tus hombres, por ejemplo? —preguntó ofendida.

—Mis hombres y mi clan son lo más importante. —Sin mirarla, dijo en tono duro—: Vuelve con tu hermana. Estoy tratando temas importantes con Mael.

Confundida, le miró con más odio que otra cosa. Contuvo su lengua, levantó la barbilla, tiró de las riendas de su caballo y volvió al lado de su hermana.

—¡Le odio! —gruñó enfadada—. Dormir con sus guerreros y su gente es más importante que yo.

—Tranquila —suspiró Megan—, intentaré hablar con Duncan.

Sorteando a varios guerreros, Megan consiguió ver la espalda fuerte y varonil de su marido. Hablaba con Myles, por lo que con tranquilidad trotó hasta ponerse a su lado. Al verla, Myles la sonrió y los dejó solos.

—¿Qué deseas? —preguntó secamente Duncan.

—Percibo que tu humor es magnífico —sonrió con frialdad. Mirando hacia los lados, vio cómo varios hombres la observaban.

Sin apartar la vista del camino, el highlander dijo:

—Regresa con tu hermana.

—¡No! —susurró para que nadie la escuchara excepto él—. Me apetece hablar contigo.

—Muy bien. —Quizá le confesara lo que ansiaba oír—. ¿De qué quieres hablar?

—Pues, no sé. Tal vez sobre cuánto camino queda, sobre qué es para ti el amor, o quizá por qué no me hablas.

—Respecto a tu primera pregunta, quedan varios días. A la segunda, no creo en el amor. Y, en cuanto a la tercera, prefiero no hablar.

—¿No crees en el amor? —preguntó viendo que no la miraba—. ¿Y por qué me dices a veces palabras bonitas?

—Porque a las mujeres os gustan —bramó con enfado.

Ofendida por aquello Megan resopló.

—Yo nunca te las he pedido —se quejó ella con rabia—. Por lo tanto, si no las sientes, no me las vuelvas a decir. Porque si alguna vez me dices «te quiero», me gustaría que fuera porque lo sientes, no por regalarme los oídos.

—Esa maldita palabra no saldrá de mi boca —soltó consiguiendo que le mirase con ganas de matarlo.

—¡Eres un salvaje insensible!

—¡Fuera de mi vista! —exclamó Duncan cada vez más enfadado.

—Pero ¿me puedes decir qué te pasa?

—¡Fuera de mi vista! —rugió.

La rabia que vio en sus ojos inyectados en sangre hizo que Megan retrocediese confundida sin decir nada más. Pero ¿qué le ocurría?