Aquella tarde retomaron el camino de vuelta hacia el castillo. Durante el trayecto, Lolach, que parecía un idiota sonriente, no paró de reír junto a una ingeniosa Shelma, que continuamente le contaba cosas haciéndole desternillarse de risa.
Duncan permaneció callado parte del camino, aunque cada vez que su cuerpo rozaba con el de su mujer, se le aceleraba el pulso y en cierto modo le nublaba la mente. ¿Qué le estaba pasando?
—Sabes que lo que hicisteis fue una tontería, ¿verdad? —le susurró al oído con voz calmada mientras ella iba recostada en él, dolorida de cuerpo y mente.
—Sí —asintió sorprendiéndole. Esperaba cualquier otra contestación—. Fue una auténtica locura. Pero, a partir de ahora, dormiré tranquila sabiendo que esos dos bastardos nunca más nos volverán a molestar.
Su voz profunda y sus sinceras palabras consiguieron que asintiera y finalmente la besara en la cabeza.
—Tienes más fuerza y valor del que yo pensaba, Megan. Me has sorprendido.
—Te lo dije —respondió sonriendo.
—Aunque también me has asustado cuando he visto en ti la mirada del odio y la venganza. Esa mirada sólo la había visto en los guerreros en el campo de batalla.
—Mi abuelo me enseñó que la familia es lo más importante, y yo siempre he tenido muy claro que, si alguna vez esos hombres se ponían ante mí, los mataría.
—Has acobardado a mis hombres —sonrió al recordar sus comentarios.
—Así sabrán que conmigo deben tener cuidado. Aunque pediré disculpas a todos por haber puesto en peligro la vida de mi hermana y la de Gillian.
—Y la tuya, no lo olvides —le recordó poniéndole de nuevo sus labios en la coronilla.
—La mía era la que menos importaba en ese momento —murmuró desganada.
Al escuchar aquello el highlander se tensó.
—¡¿Cómo has dicho?! —bramó Duncan haciendo una seña a Myles, que prosiguió su camino mientras su laird y su mujer se paraban.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó Megan.
—No vuelvas a decir que tu vida es la menos importante —señaló asiéndola por debajo de los hombros para volverla hacia él—. ¿Sabes la agonía que he sentido cuando no sabía dónde estabas? ¿Y cuando he visto que ese inglés atizaba tu cabeza contra el suelo? Realmente no entiendes que, si te pasara algo, yo lo sentiría.
—Duncan —susurró conmovida—, escúchame y espero que lo entiendas. Para mí, la vida de mi hermana y la de Gillian valen muchísimo, y si yo, que soy la mayor, hubiera atajado este problema sola, nada de esto hubiera ocurrido. —Con ojos cansados prosiguió—: Si algo les hubiera ocurrido, habría cargado con la culpa el resto de mi vida. Siempre he sido responsable de alguien. Nunca he tenido a nadie más fuerte que yo en el que apoyarme.
—Pero tu abuelo y Mauled…
Megan, tapándole la boca, no le dejó terminar.
—El abuelo y Mauled han cuidado de todos, pero nunca pude obviar que eran dos ancianos que hacían todo lo que podían por nosotros. Ellas podrían haber muerto, y yo no podría haber hecho nada por remediarlo y… —Ya no pudo continuar, se derrumbó contra él.
—Eh…, cariño —dijo abrazándola con dulzura.
En ese momento, Duncan fue consciente de lo duro que había sido para Megan pasar la mayoría de su vida ocupándose de sus hermanos. Sabía perfectamente de lo que hablaba y eso le hizo recordar a su fallecida hermana Johanna. Si él hubiera estado el día de su cumpleaños, nunca habría aparecido muerta en el lago.
Con un gesto aniñado que le robó el corazón, ella susurró:
—Duncan, te prometo que…
—Psss…, calla —la acunó comprobando que la venda de su cabeza volvía a estar manchada de sangre—. Megan, a partir de ahora, yo cuidaré de ti. Me casé contigo. ¡Recuérdalo! Yo te protegeré. ¿De acuerdo, cariño?
—De acuerdo —asintió besándole.
—Continuemos nuestro camino —señaló Duncan, confundido por lo que aquella joven había conseguido remover en él en tan poco espacio de tiempo.
Cuando llegaron al castillo, Axel indicó a las tres mujeres que pasaran al salón, con gesto ceñudo. Magnus las esperaba. Y, aunque su castigo no sería muy grave, como anciano les echaría una buena reprimenda. ¡Se la merecían por haber expuesto sus vidas!
Entraron seguidas de Axel, Duncan y Lolach. Al traspasar la arcada del salón, la primera persona que corrió a recibirlas fue Zac, seguido por Alana.
—¡Por fin llegasteis! —gritó el niño, y mirando a Megan dijo—: Otra vez tienes sangre en la cabeza.
—No te preocupes, tesoro —sonrió ella quitándole importancia—. No es nada.
—Gracias a Dios que estáis las tres bien —suspiró Alana abrazándolas, y mirando a Megan dijo—: Oh…, ¡por Dios! Tu herida. Ven conmigo o te quedará una fea señal para toda la vida.
Mientras se alejaba de la mano de Alana, Megan miró a su marido que, curvando un lado de la boca y guiñándole el ojo, la hizo sonreír. Poco después, estando las dos solas, Alana dijo:
—¡Fuiste muy sutil con la pócima que me diste!
—Lo siento, perdóname —se arrepintió tomándole las manos—. No quería que nada te ocurriera. Te agradeceré toda la vida que cuidaras de Zac.
—No te preocupes —sonrió con afecto Alana—. Ahora, no te muevas.
Un rato después volvieron al salón, donde Duncan se fijó preocupado en las pronunciadas ojeras de su mujer, mientras Alana corría a los brazos de Axel.
—¿Dónde están? —se oyó el bramido de Magnus.
Asustadas, las muchachas se miraron entre sí. Nunca habían oído levantar la voz al anciano Magnus y eso, con seguridad, no era buena señal.
Duncan, al escucharle, dio un paso adelante. No estaba dispuesto a que nadie le tocara un pelo a su mujer, pero Axel, con un gesto divertido, le hizo retroceder.
—Abuelo, yo quería decirte… —empezó a decir Gillian.
Pero Magnus, levantando una mano, la hizo callar.
—En todos los años de mi vida, ¡nadie!, a excepción de mi dulce Elizabeth, me ha desobedecido con la ligereza que lo habéis hecho vosotras tres —vociferó el anciano agrandando los ojos de tal manera que las tres muchachas se encogieron mientras los guerreros sonreían.
—Laird… —susurró Megan, pero Magnus levantó de nuevo la mano para ordenar silencio.
—Tenía claro que estos guerreros os localizarían y, cuando Niall regresó y me informó de que os habían encontrado, por fin pude respirar. —Luego, mirándolas con cara de enfado, preguntó—: ¿Cómo se os ha podido ocurrir hacer semejante barbaridad? ¡Os podrían haber matado!
—Lo sentimos, abuelo —suspiró Gillian.
—¡Tendréis un castigo! —gritó observando la terrible pinta que tenían.
Estaban sucias, ojerosas, llenas de sangre y desaliñadas.
—Asumiremos nuestro castigo —asintió Megan bajando la cabeza.
Magnus, que nunca había podido resistirse a aquellas mujercitas, sin pensárselo dos veces, abrió los brazos y con voz temblona les ordenó:
—Venid a mis brazos las tres. ¡Ahora mismo!
Soltando un suspiro de satisfacción, las tres se abalanzaron sobre aquel anciano de panza, gorda que realmente las quería. A Gillian, por ser su adorada nieta, y a Megan y a Shelma, por quererlas igual que a un familiar. Ellas eran su debilidad, y todo el mundo lo sabía.
—¿Y el castigo? —preguntó Axel sonriendo a Duncan.
—¡Pobrecillas! Ya han sufrido suficiente castigo —respondió Magnus con cara de bonachón—. Ahora subid y cambiaos esas ropas. Os espera una estupenda cena.
—Con castigos así —sonrió Lolach moviendo la cabeza—, no me extraña que las mujeres de estas tierras sean como son.
Los highlanders se miraron y sonrieron, todos menos uno.
—Eres blando con las mujeres, Magnus —se mofó Duncan.
—Amigos. Ahora entenderéis contra qué he luchado siempre, ¿verdad? —sonrió Axel mirando a su abuelo.
—Ahora entiendo por qué estas mujeres desobedecen las órdenes —escupió Niall, apoyado en la arcada trasera.
—Cierra la boca, Niall —murmuró Lolach acercándose a él.
—Oh…, ¡cállate! —bufó Gillian sin mirarlo.
De nuevo incrédulo por las palabras de aquella pequeña bruja, Niall miró a su amigo.
—Intenté avisarte —señaló Lolach.
—Esa lengua que tienes, algún día te traerá muchos problemas —replicó Niall con severidad acercándose a ella—. Espero que tu hermano y tu abuelo consigan encontrar a un pobre hombre que te soporte, porque ¡eres insoportable!
Duncan, sorprendido por aquello, caminó hacia su hermano, pero Magnus le paró con la mirada. Deseaba asistir a aquel combate.
—¡Bastante te importará a ti cómo me comporte o no con mi futuro marido! —gruñó Gillian sorprendiéndoles—. ¿Por qué no cierras tu boca y te marchas de aquí, donde lo único que haces es molestar?
Malhumorado por lo que ella había dicho ante todos, Niall se acercó al anciano y tendiéndole la mano se despidió:
—Magnus, tengo que partir antes de que asesine a alguien. Que tengas suerte a la hora de encontrar un marido tonto y sordo para la maleducada de tu nieta.
—¡Buen viaje, muchacho! —respondió Magnus sonriendo al ver cómo su nieta zapateaba el suelo. ¡Era idéntica a su abuela!—. Recuerda, Niall, que aquí siempre serás bien recibido.
—¡Y un cuerno! —gritó Gillian con los brazos en jarras—. Espero no tener la desagradable experiencia de volver a verte por aquí.
—¡Gillian, basta ya! —la regañó Axel, que por primera vez vio las uñas a su hermana y la paciencia de Niall—. No te consiento que hables así. Cierra la boca si no quieres que sea yo el que me enfade contigo.
—¡Santo Dios! El que faltaba —se quejó ella cruzándose de brazos.
Megan, molesta por cómo se comportaba aquella sin razón, le dio un tirón en el brazo ordenándola callar.
—Niall —llamó Duncan—. Mañana partiremos. Te pido que esperes a mañana. Es un favor personal.
—De acuerdo —asintió Niall respirando con dificultad—, pero si no te importa dormiré al raso. No quiero que esta noche nadie me clave sus garras, ni me envenene —dijo echando un último vistazo a Gillian.
Con el consentimiento de Duncan, el muchacho se marchó ofuscado, mientras Gillian, con los ojos encharcados en lágrimas, corría escaleras arriba intentando contener su llanto.
—¡Espera, Gillian! —suspiró Alana corriendo tras ella.
—¡Por todos los santos! —sonrió Lolach mirando a su mujer, que seguía con la vista a Alana y a Gillian.
—Tu hermano… —comenzó a decir Axel.
Duncan lo interrumpió con voz tajante y dura.
—¡Omite lo que vas a decir, si no quieres que te diga algo de tu hermana!
Al escuchar aquello, Axel asintió con una media sonrisa y desapareció por donde instantes antes lo habían hecho su mujer y su hermana.
—¡Qué maravilla de juventud! —se mofó Magnus dándoles unas palmadas en la espalda a Lolach y Duncan—. Mejor no nos metamos en sus problemas o saldremos escaldados. ¿No creéis? —Y abrazando a las mujeres de aquellos valerosos lairds y a Zac, exclamó—: ¡Os extrañaré muchísimo a los tres!
Las muchachas le miraron con adoración y sonrieron.
—Siempre serás bien recibido en nuestros hogares, Magnus —sonrió Duncan al ver el cariño que demostraba—, y por supuesto ellas podrán visitarte a ti.
—Eso espero, al igual que las tratéis bien. Si no, os las tendréis que ver conmigo —señaló mirándoles—. Y no olvidéis nunca que ellas son unas McDougall, a pesar de todas las tonterías que dicen por ahí.
—En eso estás equivocado —corrigió Duncan acercándose a su emocionada mujer—. Ahora ella y Zac son unos McRae.
—Y mi mujer una McKenna —apuntó Lolach.
—¡Por todos los demonios! —bramó el anciano al ver cómo aquellos bravos guerreros habían sucumbido al hechizo de sus mujeres—. Espero que seáis tan dichosos como lo fuimos Elizabeth y yo. Ahora subid a vuestras habitaciones y vosotros —dijo señalando a Duncan y Lolach— hablad seriamente con estas dos valientes fierecillas e intentad que acaten vuestras órdenes a partir de hoy.
—No lo dudes. Conseguiré domarla —asintió Duncan mirando a su mujer, que ponía los ojos en blanco al escucharle.
—Ven conmigo, Zac —llamó el anciano—. ¿Qué te parece si volvemos a visitar los potrillos que nacieron esta mañana?
Al entrar en la habitación, Megan se alejó de Duncan dirigiéndose hacia la ventana. No quería mirar la cama, ni la bañera que con humeante agua la esperaba.
Duncan, intranquilo por las reacciones que le producía su mujer y sin quitarle el ojo de encima, comenzó a desvestirse dejando su espada encima de un baúl. Se quitó las botas y el pantalón, quedando sólo con una camisa blanca que comenzó a desabrochar con despreocupación. Al mostrarse desnudo ante Megan, ella bajó la mirada, avergonzada. Duncan, con paciencia, se metió en el agua y soltó un suspiro de placer cuando el líquido le cubrió por completo.
—Te vendría bien un baño —señaló Duncan con voz ronca, conteniendo sus ganas de besarla y hacerle el amor.
—No me apetece ahora —susurró sin poder apartar su mirada de aquellos anchos y poderosos hombros morenos, que desprendían fuerza y calidez al mismo tiempo.
—Tienes dos opciones, Megan —indicó apoyando su cabeza en la bañera—. O vienes tú sola, o voy yo a por ti. Decide.
Al escucharle, Megan tragó saliva. Despacio, se sacó las botas, dejó su daga y su espada junto a la de Duncan y se quitó los gastados y sucios pantalones.
Duncan no quería atosigarla. Tenía alerta todos sus sentidos y podía intuir por los sonidos qué era lo que ella se quitaba y eso le excitó. Cuando por fin quedó sólo con la camisa blanca, se acercó a la bañera y, plantándose ante él más confundida que otra cosa, dijo:
—Si no te importa, me meteré con la camisa puesta.
Al escucharla, él sonrió. Pero, al ver su precioso y cansado rostro, asintió.
—De acuerdo, mujer. Por esta vez, te lo permito.
Con sumo cuidado, Megan levantó la pierna para meterla en la bañera y, tras aceptar la ayuda de Duncan, se agachó hasta sentarse frente a él dentro de la bañera. Al sentir el agradable calor del agua, los músculos de Megan se relajaron, siendo ella la que suspiró de placer, sin percatarse de cómo él disfrutaba observándola.
Tenerla frente a él, con la camisa mojada y los pezones duros transparentándose, era lo más excitante que había visto en su vida. Megan, ajena a aquel erotismo, lo miró con curiosidad, mientras su larga trenza azulada flotaba en la bañera.
—Nunca vuelvas a hacer lo que has hecho —dijo Duncan con voz ronca.
—¿A qué te refieres? —preguntó Megan.
—Lo sabes muy bien, Impaciente —señaló echándose hacia delante—. Nunca vuelvas a ir a ningún sitio sin que yo lo sepa.
—¿Me estás diciendo que —contestó retándole con la mirada—, a partir de ahora, todos mis movimientos serán cuestionados por ti?
—Exacto, mujer.
El control de Duncan, con cada gota que a Megan le resbalaba por el cuello, se desvanecía. Notaba cómo su excitación palpitaba y su cuerpo le pedía más. Tener a Megan semidesnuda estaba siendo una dulce tortura. No pudo aguantar mucho, por lo que, cogiendo con sus húmedas manos la cara de la muchacha, acercó su boca a la de ella y la besó. Al principio, Megan se quedó paralizada, pero, cuando la atrajo hacia él, le besó con avidez y pasión hasta que Duncan la separó.
—Nunca imaginarás la angustia que he pasado por ti.
Escucharle aquello y ver sus ojos fue todo lo que Megan necesitó para caer rendida en sus brazos.
—¿Temiste por mi vida? —susurró dejándose abrazar.
Sin responder, Duncan la levantó con sus fuertes brazos y la apoyó contra su fornido torso, aprovechando el momento para sacarle la camisola por la cabeza. Los dos quedaron desnudos en la bañera.
—Descansa tu cuerpo contra el mío. —De pronto, Duncan vio varios cortes recientes y con rabia preguntó—: ¿Esto te lo hizo el bastardo inglés?
—Sí, pero no me volverá a tocar —respondió cerrando los ojos al pensar en sir Marcus Nomberg.
—Ven aquí, cariño —susurró besando la herida del hombro—. Eres mía y nadie osará tocarte.
Excitada, se acomodó junto a su esposo. Con placer recibió el calor que desprendían aquellas enormes manos alrededor de su cintura, mientras sentía con deleite los dulces besos que Duncan repartía por su cabeza. El calor que desprendía el hogar y la cercanía de su esposo la estaban volviendo loca, y sintió que se derretía cuando él le susurró con voz ronca:
—No te muevas, cariño.
Disfrutando del momento, notó cómo la palpitante excitación de Duncan le cosquilleaba en su zona más íntima al estar sentada encima de él. Las grandes manos mojadas de Duncan resbalaban lentamente por todo su cuerpo. Ella se arqueó de placer por aquel sensual y maravilloso contacto.
—Eres preciosa y, a pesar de tus malas contestaciones y cabezonería, me enloqueces, cariño —le susurró al oído, mientras con una mano le deshacía la trenza negra que flotaba entre los dos—. Y juro ante Dios que te voy a cuidar como siempre has merecido.
Al escuchar aquello, le entraron ganas de llorar. Levantando una mano, tocó con deseo el cabello castaño de su marido y echando la cabeza hacia atrás buscó su boca. Ahora fue ella la que le mordió el labio y la que jugó con él; luego, con un rápido movimiento, se volvió a dar la vuelta para quedar frente a él.
—Te agradezco tus bonitas palabras —sonrió dejando a su marido embelesado—. Quiero ser una buena esposa para ti, pero necesito tiempo. No conozco la vida en pareja.
—Yo te la enseñaré.
Duncan tomó su boca con desesperación e, izándola sobre él, asió su ardiente sexo. Lo colocó entre los suaves pliegues del sexo de Megan y, mirándola a los ojos, la dejó caer poco a poco sobre él, enloqueciendo ambos de placer. Con las rodillas a ambos lados del cuerpo de él, Megan se agarró a la parte trasera de la bañera, y comenzó a buscar su propio placer. Enloquecido por su sensualidad, Duncan le succionó los pezones y le agarró los pechos para atraerlos hacia él.
Muy excitado, Duncan se contuvo para no hacerle daño, pero, cuando no pudo más, la tomó por la cintura y, asiéndola con fuerza, la ayudó a subir y a bajar sobre él. Mirándose a los ojos, jadeaban derramando el agua de la bañera con cada movimiento, hasta que Megan arqueó su cuerpo hacia atrás y gimió de placer. Al escucharla y notar cómo su cuerpo vibraba, Duncan la apresó y, descargando toda la fuerza de su deseo, dio un masculino bramido que hizo que Megan abriera los ojos y le mirase asustada.
—¿Estás bien? ¿Te hice daño? —preguntó tomándole la cara.
—Psss… Impaciente —río al ver la inexperiencia de ella. ¡Creía que le había hecho daño!
Tras abrazarla, la cogió en brazos y salió con ella de la bañera. La posó sobre la cama y se tumbó sobre ella, con cuidado de no aplastarla. Mirándola con dulzura, le susurró haciéndola temblar.
—Me has dado un placer enorme, no me has hecho daño. Pero si quieres —dijo viendo que ella comenzaba a sonreír y que su sexo de nuevo se tensaba—, puedes volver a repetir lo que hiciste. Me encantaría gritar de placer de nuevo.
—Oh… Duncan. Deseo que vuelvas a gritar de placer —sonrió mientras navegaba en la profundidad de sus ojos.
—Deseo concedido, mi amor —sonrió tomando su boca—. Deseo concedido.
Aquella noche, cuando Megan y Duncan bajaron al salón del castillo se encontraron en la larga mesa sentados a todos. Shelma, al ver a su hermana con una media sonrisa, supo que ¡era feliz!
—¿Alguien avisó a Niall? —preguntó Alana atrayendo la mirada ofuscada de Gillian—. Quizá tenga hambre y quiera comer algo.
—No te preocupes —dijo Axel acariciando la mano de su esposa—. Un highlander puede estar sin comer varios días. No sería la primera vez que Niall pasa hambre. Además —prosiguió clavando sus ojos en los de su hermana—, no creo que le apetezca comer.
—Pero ¿qué necesidad tiene de pasar hambre? —señaló Megan mirando a Duncan, que desde que había salido de la intimidad de la habitación había vuelto a adoptar una expresión seria y hosca.
—Mi hermano estará bien —respondió con voz ronca.
La cena transcurrió con celeridad. Magnus se dio cuenta de la prisa que aquellos tres jóvenes matrimonios tenían por volver a sus habitaciones. Con una sonrisa, les despidió uno a uno, quedando a solas con Gillian, una vez que se marchó Zac con Frida.
—Pareces triste, pequeña mía.
—Me da tristeza que mañana Megan y Shelma se marchen —respondió evitando decir más—. Las echaré muchísimo de menos.
—Entiendo —asintió Magnus sentándose a su lado—. ¿Te he contado alguna vez cómo conocí a tu abuela Elizabeth?
—No. Siempre hablas de lo buena que era, pero nunca de cómo os conocisteis —señaló mirándole a los ojos. Sabía por Axel que hablar de ella le dolía en el corazón.
—Hace muchos años, cuando yo era un fornido, gruñón y joven guerrero, mi padre, Veléis, me envió junto a Marlob, el abuelo de Duncan y Niall, a Edimburgo. Debíamos entregar un mensaje a un enlace. En el camino, encontramos varios pueblos quemados y devastados por el mal inglés —indicó el anciano endureciendo la voz—. Les ayudamos en lo que pudimos, pero continuamos nuestro camino, prometiendo que a nuestra vuelta les llevaríamos comida. Cuando llegamos a Edimburgo, nuestras vidas corrieron auténtico peligro. Nadie nos avisó de que el poder inglés se había hecho muy fuerte en aquella zona, por lo que a duras penas pudimos culminar nuestra misión. Una noche, cuando nos arrastrábamos por las calles de Edimburgo en busca de nuestro enlace, escuchamos los gemidos de una mujer. Marlob, que siempre fue muy impetuoso, se lanzó a buscar la procedencia de aquellos gemidos. Nos encontramos algo terrible. Ante nosotros, una joven mujer con un bebé en brazos lloraba enloquecida la muerte de su hijo. Ni que decir tiene que intentamos ayudarla, en especial Marlob. Yo era demasiado huraño como para implicarme en algo así y más siendo una inglesa la que lloraba con desesperación. Como pudimos le quitamos el bebé de los brazos y lo enterramos.
—Qué triste, abuelo —susurró Gillian.
—Nunca olvidaré su tristeza y su mirada perdida el día que nos despedimos de ella. Tiempo después, conseguimos encontrar a nuestro enlace. Al finalizar nuestra misión, intentamos regresar a casa. Pero fuimos interceptados en el camino y hechos prisioneros.
—¿Fuiste prisionero de los ingleses?
—Sí, tesoro. Estuvimos cerca de dos meses en las mazmorras de la gran fortificación de Edimburgo. Fue terrible. Estábamos rodeados de muerte y putrefacción. Las ratas nos despertaban por la noche mordiéndonos los pies, pero una noche, cuando pensábamos que nuestro fin estaba cercano, apareció ante nosotros una mujer con exquisitas y elegantes ropas, que con la ayuda de unos hombres nos sacó de allí. Nos llevó a un lugar seguro y cuidó de nosotros hasta que las fuerzas regresaron a nuestros cuerpos. Aquella mujer era la misma que tiempo atrás lloraba con el bebé en brazos. Poco después, nos enteramos de que era la hija del barón William Potter. Éste había renegado de ella y la expulsó de su hogar por ayudar a algunos sirvientes de ascendencia escocesa. El niño que aquella noche ella portaba muerto en sus brazos no era su hijo. Era el hijo de su sirvienta Hedda, que antes de morir le rogó que cuidara de él. Pero el barón Potter, al enterarse de que su hija cuidaba al bebé, lo cogió y lo lanzó por la ventana.
—¡Qué horror! —murmuró Gillian llevándose las manos a la cabeza.
—Aquello cambió la vida de mi preciosa Elizabeth —sonrió el anciano al recordarla—. La noche que Marlob y yo la dejamos, volvió a la casa de su padre y, tras recuperar escasas ropas y algunas monedas, comenzó a auxiliar a todo inglés o escocés que lo necesitara. Una tarde se enteró de que dos guerreros escoceses habían sido capturados, y ella, junto a un grupo de proscritos, redujo a los carceleros y liberó a los presos. Ni que decir tiene que, a partir de ese momento, ella pasó a ser tan proscrita como nosotros, por lo que Marlob y yo decidimos no abandonarla. Si la cogían, moriría decapitada por traición. —Tomando aire, Magnus prosiguió—: Por aquel entonces, Marlob intentó cortejarla, pero ella ya se había fijado en mí. Un gruñón y arisco guerrero que ni siquiera la miraba, a pesar del agradecimiento que sentía por ella. En nuestro viaje de regreso, pasamos por el pueblo donde los ingleses habían sembrado la muerte y la miseria. Ella, sin amilanarse por su sangre inglesa, ayudó una por una a todas las mujeres y niños de la aldea. Ahí fue cuando me fijé en ella y comprendí que, además de ser una bonita mujer, era la mejor persona que había conocido en mi vida. Ella, que podía haber vivido feliz en el calor de un lujoso hogar, se desvivía por ayudar a los menos favorecidos, arrastrándose a la miseria y a la penuria.
—Debió de ser muy especial —sonrió Gillian a su abuelo, que asintió.
—Tu abuela me enseñó que a las personas se las debe querer y respetar por cómo son. No por lo que los demás se empeñen que son. Al principio, tuvo que luchar mucho para que la gente no la mirara como una sassenach, pero lo consiguió, y la gente la adoró, olvidando su pasado. Recuerdo que mi padre, cuando se enteró de su procedencia, se enfadó muchísimo conmigo. Pero ella, día a día, supo ganarse su cariño y respeto. Al final, mi padre y mi gente la querían tanto como yo.
—Es parecido a lo que les pasa a Megan y Shelma, ¿verdad?
—Oh…, esas muchachitas —sonrió al pensar en ellas—. Su fuerza me recordó muchas veces a la de mi adorada Elizabeth. Sobre todo Megan. Siempre está luchando por quien es, no por quien algunas malas personas dicen que es.
—Abuelo, ¿por qué me has contado esto?
—Porque, tesoro mío —sonrió el anciano mirándola—, las personas importantes en nuestras vidas se merecen una segunda oportunidad. Escucha, Gillian, quizá no sea yo la persona con la que debas hablar de estos temas. Pero veo cómo miras al joven Niall y cómo él te mira a ti. Sois el fuego y el agua. Si de verdad deseáis estar juntos, debéis encontrar vuestro equilibrio.
—Oh…, abuelo —gimió mirándole—. Creo que eso es algo que nunca podrá ser. Somos tan diferentes que terminaríamos matándonos.
—Querida, Gillian —sonrió al escucharla—. Si te he contado la historia de tu abuela y mía es para que te des cuenta de que las personas, cuanto más diferentes, más se atraen. Tu abuela y yo lo teníamos todo para matarnos: yo escocés, ella inglesa; yo un guerrero bruto, ella una señorita de buena familia; yo un huraño mandón, ella un encanto con carácter. ¡Dios mío, recuerdo nuestras peleas!
Las carcajadas de Magnus al recordar retumbaron en el salón. Gillian, mirándole, dijo:
—Pero tú no eres huraño, abuelo. Eres amable, protector, siempre velas por nosotros.
—Todo eso se lo debo a ella. Me enseñó que en la vida existen más cosas aparte de blasfemar, mandar y pelear. Me enseñó a sonreír, a querer y a cuidar de todos vosotros. Cuando vuestros padres murieron, recuerdo que ella luchó porque tanto tú como Axel fuerais felices y, cuando enfermó, me hizo prometer que nunca permitiría que ninguno de vosotros fuera infeliz. Me recordó lo importante que era el amor para encontrar la felicidad en la vida. Si te digo esto, es porque sé que ese McRae está loco por ti, tesoro mío. Se lo veo en los ojos. —Y mirándola con ternura añadió—: ¿Me vas a negar que a ti te ocurre lo mismo que a él?
—Tienes razón, abuelo —asintió mirándole a los ojos—. Pero, de momento, nada se puede hacer. Está demasiado empeñado en ser el mejor guerrero. Un guerrero sin cargas familiares como una esposa e hijos.
—Démosle tiempo para que se dé cuenta de que en la vida existen cosas más importantes que ser el mejor guerrero —reflexionó el anciano al escuchar aquello—. Y, si no es así, ya se nos ocurrirá algo, tesoro mío.
Con un gesto dulce, Gillian besó a su abuelo y éste sonrió.
—La sigues echando de menos, ¿verdad?
—Todos los días de mi vida. No hay un solo día que no recuerde a mi adorada Elizabeth —dijo levantándose junto a su nieta—. Ahora vayamos a descansar. Es tarde.
Tras despedirse de su abuelo, conmovida por lo que le había contado, subió conteniendo las lágrimas hasta las almenas, donde se desahogó. Desde allí, buscó entre la oscuridad de la noche la silueta de Niall, pero era imposible distinguirla. Poco después, entristecida y enfadada, se dirigió hacia su alcoba sin saber que aquel al que buscaba la miraba entre las sombras mientras se preguntaba qué iba a hacer para olvidarla.