Capítulo 9

La hora de la ceremonia se acercaba y los nervios de las mujeres cada vez se crispaban más. El vestido de Shelma era celeste, mientras que el de Megan era verde. Shelma deseaba estar bonita para Lolach, mientras que Megan, que tenía un vendaje en la cabeza, se observaba pesarosa por su apariencia. ¿Cómo podía desposarse con aquello en la cabeza? Usando su imaginación, tomó un pedazo de seda verde y lo enrolló sobre su frente. Así ocultaría su fea herida y realzaría sus bonitas facciones y sus espectaculares ojos negros.

Al caer la tarde, Axel y Magnus acudieron en busca de las muchachas. Primero se celebraría la boda eclesiástica de Shelma y Lolach, y luego realizarían el Handfasting.

A diferencia de la boda de días antes, aquellos enlaces se realizarían con pocos invitados. Al llegar a la arcada de la capilla, Megan vio al fondo a Duncan sonreír a Niall y, clavándole la mirada, reconoció que estaba muy guapo. Se había lavado y rasurado la barba, y se había puesto un kilt que dejaba ver sus robustas y fuertes piernas, una camisa de lino blanca y el tartán con los colores de los McRae. Su aspecto era cautivador.

Shelma, atontada por la mirada de Lolach, entró del brazo de Axel y, tras repetir sus votos, el sacerdote les anunció que estaban casados a los ojos de Dios y de la Santa Madre Iglesia, por lo que Shelma se lanzó a los brazos de su ahora marido, quien la besó encantado por aquella efusividad, mientras Zac aplaudía.

Acabada la ceremonia, el sacerdote se marchó y todos, menos Megan y Magnus, se dirigieron hacia lo alto de la colina, donde por orden de Duncan se había hecho un gran círculo en el suelo con piedras y flores en el que los presentes se metieron para realizar el Handfasting. El anciano Magnus, feliz por llevar a Megan cogida del brazo, comenzó a subir la colina hasta que de pronto ella le frenó de un tirón.

—¿Qué ocurre? —preguntó Magnus mirándola con curiosidad.

—Es que no puedo creerlo. —Se retorció las manos nerviosa—. ¿Qué estoy haciendo, Magnus? Hasta hace pocos días, vivía con mi abuelo y Mauled, y nunca pasó por mi cabeza dejar mi clan, mi hogar y mi aldea. Pero, ahora —susurró viendo que Duncan la observaba y comenzaba a andar hacia ellos—, estoy aquí. Desposándome con un vestido que no es mío, con esto en la cabeza —dijo señalando cómicamente el vendaje—, en una ceremonia que no deseo, sin mi abuelo, sin Mauled y sin saber lo que hago.

—Megan, creo que lo que vas a hacer es lo más acertado —comentó Magnus—. Sabes que si tu abuelo y Mauled estuvieran entre nosotros, aceptarían este enlace tanto o más que yo. A partir de ahora, disfrutarás de la libertad que siempre se te ha negado.

—¡¿Libertad?! —repitió viendo a Duncan llegar a grandes zancadas—. ¿A esto llamas libertad? ¿A no poder elegir con quién quiero pasar el resto de mi vida? Él no me quiere, ni yo a él. Por eso estamos realizando un matrimonio de un año y un día. ¡Maldita sea, Magnus! Tú ya sabes cómo soy. No soy fácil y no tengo paciencia —eso le hizo sonreír al recordar cómo la llamaban su abuelo y Mauled—, pero ¿y él? Tengo entendido que es exigente y poco piadoso. ¡Por san Ninian, Magnus! Yo no soy como Alana —gritó desesperada dando un golpe a un árbol con las flores que llevaba en la mano—. ¿Qué va a ser de mí cuando comience a desesperarle con mis actos?

—Yo mejor me preguntaría qué va a ser de ti —rugió Duncan— como no comencemos la ceremonia inmediatamente.

—¿Lo ves? ¿Ves a lo que me refiero? Y lo peor está por llegar —gritó cómicamente abriendo los brazos y mirando a Magnus, que tuvo que contener la risa.

—¿Qué le ocurre ahora? —preguntó desesperado Duncan al tiempo que admiraba lo preciosa que estaba con aquel vestido, y su cara realzada, por aquella seda verde que dejaba flotar su precioso pelo.

—Tiene dudas —susurró Magnus poniendo los ojos en blanco.

—Yo también tengo dudas —reveló Duncan dejándola sin habla.

—¡Maldita sea, laird McRae! —gritó Megan tirando las flores contra el árbol—. ¿Y por qué os empeñáis en desposaros conmigo?

—Llámame Duncan. Voy a ser tu esposo.

—No.

—Sí —asintió éste.

—Pero… pero… ¿tú eres tonto o qué?

Al decir aquello, Megan cerró los ojos. Su lengua, unida a su desesperación, la había traicionado. Aquella falta de respeto le podría traer consecuencias.

—Muchacha, contén esa lengua y recuerda con quién hablas —la regañó Magnus agachándose con paciencia para recoger el maltrecho ramo de flores.

—¿Nos disculpas un momento, Magnus? —pidió Duncan cogiendo a Megan de la mano. De un tirón, se la llevó hacia un lado. Cuando estuvieron solos y tras mirarla comentó—: No vuelvas a insultarme y menos en público. ¿Entendido?

—Sí —asintió mirándole asustada.

—Escucha, claro que tengo dudas. Apenas te conozco y mi anterior relación con una mujer casi acabó conmigo —se sinceró atrayendo su atención—. Desde que tengo uso de razón, me he dedicado a luchar, a ir de guerra en guerra, y si he decidido desposarme contigo es porque le di a tu abuelo y a Mauled la palabra de que te protegería y cuidaría.

—Laird McRae. ¡Una promesa! ¿Soy acaso un trozo de cuero que se pueda ofrecer? —repitió zapateando con un pie en una piedra.

—Duncan…, mujer, mi nombre es Duncan.

Al ver cómo ella le miraba, prosiguió intentando no alzar la voz:

—Escúchame, mujer. Desde que te vi por primera vez, he notado en ti algo diferente que nunca había observado en ninguna mujer. No me temes y eres capaz de llamarme «tonto» sin ponerte a llorar ante la más dura de mis miradas. —Al decir aquello la hizo sonreír—. Si tengo que elegir a la madre de mis hijos, te elijo a ti porque creo que la manera en que cuidas a Zac es maravillosa. Me encanta el color de tu pelo —declaró divertido—, me gustan tus ojos, tu sonrisa, e incluso tu cara cuando blasfemas. Además —susurró levantando una mano para acariciar su mejilla—, no estoy dispuesto a que nadie que no sea yo bese esos labios que únicamente son míos.

El corazón de Megan al escuchar aquello parecía querer explotar.

—¡Estáis loco! ¿Lo sabíais? —sonrió mirándole.

—Tan loco como tú —respondió y, señalando hacia el grupo, dijo—: He ordenado hacer un círculo de flores y piedras allí. Es un cruce de caminos. Mi madre siempre decía que daba buena suerte porque simbolizaba la unión de dos corazones.

Laird McRae y…

—Duncan —corrigió de nuevo éste.

Ella, tras mirarle, claudicó y dijo:

—Duncan. Si pasado el año y el día comprobamos que no podemos seguir unidos y no tenemos hijos, ¿podré recuperar mi libertad?

Tras mirarla durante unos instantes, clavando sus verdes ojos sobre ella, contestó:

—Dejemos pasar el tiempo, no me gusta adelantar acontecimientos —sonrió incrédulo por la impaciencia que sentía por casarse con aquella preciosa muchacha.

—Pero si apenas me conoces. ¿Por qué?

—Di mi palabra y, para nosotros, nuestra palabra es ley. Además, una vez, hace muchos años, pregunté a mi sabio abuelo cómo distinguiría, entre todas las mujeres, la mejor para mí. Él sólo me dijo que cuando yo encontrara a esa mujer, lo sentiría y lo sabría.

—Puedo llegar a ser muy desesperante —le advirtió hipnotizada e incrédula por las cosas bonitas que escuchaba—. No me gustan las órdenes.

—Yo soy exigente con la lealtad y me encanta dar órdenes —sonrió al responderla.

—En casa me llaman la Impaciente.

—Entonces, ya sé quién es la Mandona —dijo haciéndola sonreír y, sin dar tregua, la agarró con fuerza de la mano para preguntarle con voz ronca—: Impaciente, ¿quieres desposarte conmigo?

Tras mirarle durante unos instantes, asintió lentamente con una encantadora sonrisa. Él le regaló un rápido y pequeño beso en la punta de la nariz, se volvió hacia Magnus y, con un gesto de triunfo, volvió junto al resto del grupo.

—Tus dudas se disiparon, muchacha —sonrió Magnus subiendo la colina.

—Oh, sí…, Magnus —sonrió llenándole de felicidad—. De momento, creo que sí.

Una vez que llegaron junto al grupo, todos se metieron dentro del gran círculo de piedras y flores. Magnus se puso frente a los novios. Tras unas palabras por parte del anciano, y mirándose a los ojos como mandaba la tradición, los futuros esposos juntaron sus manos formando el símbolo del infinito. Magnus colocó alrededor de aquellas manos una cuerda y, tras hacer un nudo, explicó en voz alta y clara los términos de aquel acuerdo temporal. Una vez que aceptaron ambos, Magnus quitó el nudo y retiró la cuerda. Duncan sacó de su sporran un bonito anillo que había pertenecido a su madre y, tomando la temblorosa mano de Megan, se lo puso, momento en el que Magnus les declaró marido y mujer por un año y un día.

Acabada la ceremonia, regresaron al castillo, donde entraron en el salón y se sorprendieron al ver que Hilda, la cocinera, se había encargado de poner los manteles de lino de las ceremonias. Junto a los guerreros McRae, McKenna y McDougall estaban algunos de los aldeanos que adoraban a las muchachas, y se emocionaron al sentir su cariño.

Con la llegada de la noche, Niall, junto a Ewen, Mael y Myles, guerreros McRae y McKenna, raptaron a los novios, que reían y bebían. Tras bailar con casi todos los hombres del castillo, las mujeres decidieron retirarse a sus habitaciones, mientras los hombres continuaban bebiendo. Aunque, antes de salir por la arcada y encaminarse escaleras arriba, una mano detuvo a Megan. Era Duncan.

—Intentaré reunirme contigo lo antes posible —sonrió haciéndola temblar—. Aunque creo que será difícil quitarme a todos esos brutos de encima.

—No te preocupes —asintió nerviosa—. Tarda todo lo que tengas que tardar.

—La acompañaré hasta vuestra habitación, Duncan. No te preocupes —señaló Alana viendo a Axel reír con sus hombres.

—¡Aquí está Duncan! —gritó el anciano Magnus—. Te estábamos buscando, muchacho.

Horrorizada por lo que aquella noche debía pasar entre ellos, Megan llegó a su nueva habitación. Alana le dejó una camisa de fino hilo encima de la cama y, tras susurrarle al oído «no te preocupes por nada», se marchó.

Megan, con la cabeza algo dolorida, se dirigió hacia un espejo, donde con cuidado se quitó la seda y el vendaje que recubría su cabeza hasta que vio ante ella su feo golpe.

En ese momento se abrió la puerta. Era Shelma.

—¡Dios mío, qué nerviosa estoy! —gritó acercándose. Al observar la herida de su hermana, preguntó—: ¿Estás bien? ¿Te duele?

—No, tranquila —sonrió mirando lo bonita que estaba con aquella camisa de hilo—. Tienes que estar tranquila y feliz. Hoy es la noche de tu boda.

—Por eso estoy nerviosa. —Bajando la voz, preguntó—: Me ha dicho Alana que me relaje, que todo será más fácil, pero tengo miedo. Hilda me comentó hace tiempo que la primera vez que se está con un hombre no es placentera, es dolorosa.

Escuchar aquello tensó más a Megan.

—¿Recuerdas las cosas que Felda nos contaba? —preguntó y Shelma asintió—. Ella lo comparaba a cocinar. La primera vez que hizo asado, no le salió tan bueno como la segunda, que ya sabía qué condimentos echar y en qué cantidad. Además, según ella, un hombre experimentado es lo mejor que le puede pasar a una virgen. Y creo, hermanita, que tanto tu marido como el mío experimentados son.

—Pero ¿y si no sé hacerlo tampoco la segunda vez? —preguntó nerviosa Shelma.

—Estoy segura de que Lolach y tú os entenderéis a la perfección. Mañana, cuando recuerdes estos miedos, te reirás. —Dándole un cariñoso beso la despidió; necesitaba estar sola—. Venga, ve a tu habitación. No quisiera que Lolach llegara, viera su cama vacía y revolucionara el castillo.

Al marchar su hermana, sus propios miedos le retorcieron el estómago, doblándola en dos. Se asomó a la ventana para que el aire refrescara su cara. Desde allí podía ver su aldea e incluso los restos de su hogar quemado.

Recordar a su abuelo y a Mauled le llenó los ojos de lágrimas. Necesitaba visitarlos aunque fuera un momento. Sin pensárselo, se cambió de ropa, poniéndose sus pantalones de cuero, las botas y la camisa que Sean había rescatado del incendio. Tras coger su bonito y maltrecho ramo de novia, lo escondió dentro de la capa de su abuelo y con sigilo salió del castillo por una arcada trasera.

Una vez que llegó al cementerio, un lugar sombrío, oscuro y triste, se sentó abatida entre las tumbas colocando en medio su ramo de novia.

—Hola, abuelo. Hola, Mauled —susurró triste—. ¿Por qué nunca nos dijisteis que habíais propuesto a Duncan y Lolach que se casaran con nosotras? Ellos han vuelto y, como bien sabréis, se tomaron muy en serio su promesa. Nos hemos casado con ellos. Shelma, como era de esperar en ella, ante Dios y para toda la vida. Y yo, mediante la ceremonia del Handfasting. Lo peor de todo es tener que separarme de Shelma. ¿Qué voy a hacer sin ella? —susurró comenzando a llorar—. Por otro lado, tengo que intentar ser positiva por ella; es muy feliz, aunque compadezco a Lolach cuando compruebe lo mandona que suele ser… —Sonrió con melancolía mientras tocaba la fría arena del suelo—. Lolach parece un buen hombre. Espero que la cuide tanto como vosotros nos cuidasteis.

Los sollozos interrumpieron sus palabras. Echaba de menos el caluroso abrazo de su abuelo y la risa de Mauled.

—En cuanto a mí, pues no sé qué deciros. Sabéis que nunca quise desposarme, pero ahora estoy casada y pronto me despediré de todos, menos de Zac. La verdad, abuelo, tengo que agradecer a Duncan que no le importe que Zac venga conmigo. No sé si hubiera podido resistir separarme también de él. ¡Maldito sea todo, abuelo! ¿Por qué nos ha tenido que ocurrir esto? —Sollozó hasta que de nuevo pudo hablar—. El Halcón, bueno, Duncan me dijo hoy cosas muy bonitas, pero es un guerrero y no sé qué espera de mí. Bueno, sí lo sé. Espera que le llene su hogar de hijos y eso me hace sentir como nuestra vieja vaca Blondie, aquella que nos daba unos terneros preciosos. —Sonrió al recordarla—. De pronto soy una mujer casada, con una persona que dudo que alguna vez me quiera. Además, cuando descubra mi carácter y cómo soy, no sé si me va a soportar. —Tras un suspiro susurró—: Lo dudo, por eso he preferido una boda a prueba. ¿Sabéis? Antes de la ceremonia me dijo que quizá podría ser yo la mujer que buscaba. ¡Está loco ese highlander! Se ha empeñado en protegerme, cuando bien sabéis vosotros que sé protegerme yo sola. —En ese momento sonó algo a su espalda, pero la oscuridad de la noche no la dejó ver—. Por cierto, Mauled, no te preocupes por Klon, estará bien cuidado y protegido por nosotros, y te juro que lucharé con Duncan para que permita que Klon viaje con nosotros a su nuevo hogar.

—Deseo concedido —susurró una voz ronca tras ella.

Megan, al escuchar aquello, se levantó rápidamente y, llevando su mano derecha a la cintura, empuñó su espada sorprendiendo a Duncan, que, al haber visto una silueta escabullirse por la puerta trasera del castillo y reconocer las ropas, la había seguido creyendo que trataba de huir.

Laird McRae, ¿me estáis espiando? —preguntó enfadada mientras se alejaba de las tumbas.

—Duncan —corrigió mirándola—. Megan, eres mi mujer, y me encantaría que me llamaras por mi nombre. ¿Podrías intentarlo, por favor?

—De acuerdo.

La luna iluminó su rostro, y Duncan admiró la belleza salvaje de su mujer.

—Tienes un feo golpe en la cabeza —dijo al ver la herida—. Debe de dolerte. ¿Por qué te has quitado el vendaje?

Megan, sin ser consciente de su belleza, encogió los hombros y respondió:

—No lo podía soportar más. Necesitaba que el aire me diera en la cabeza.

—Te entiendo. —Tras mirarla, añadió—: Y ahora, respondiendo a tu primera pregunta, te aclararé que no te espío. Te vi salir y quise saber dónde iba mi mujer la noche de su boda vestida de hombre. ¿Qué haces con eso colgado a la cintura?

—Es mi espada —afirmó caminando junto a él.

—¡Tu espada! —exclamó boquiabierto—. ¿Conoces su manejo?

—Tanto Shelma como yo manejamos la espada —respondió sonriendo al ver su cara de incredulidad—. El abuelo y Mauled nos instruyeron en muchas artes, y ésta fue una de ellas.

—¿Me dejas verla? —dijo extendiendo la mano para tomar el acero que Megan le entregó—. Es más pequeña que la mía y más ligera. ¿Quién la hizo?

—Mauled —susurró mirando la espada con cariño—. Él hizo una para cada una. Incluso para Gillian. A Zac le pensaba hacer otra, pero ahora… —musitó bajito. Pero reponiéndose prosiguió—: Tanto él como el abuelo pensaron que nuestras espadas no podían ser tan grandes como las de los hombres. El peso nos vencería. Por ello nos hizo unas más pequeñas que las normales, que siempre nos han permitido defendernos perfectamente.

—Eres increíble —reconoció Duncan por las cosas que descubría de ella—. ¿Algo más que deba conocer de ti?

—Mucho —sonrió—. Como he dicho varias veces, con el tiempo descubrirás cosas que quizá no te gusten de mí.

—¿Por ejemplo? —preguntó, divertido.

Ella, tras mirarle, sonrió y con gesto pícaro dijo:

—Aparte de que conozco el manejo de las espadas con una o dos manos, sé montar a caballo, tanto de lado como a horcajadas. Cazo con el carcaj. Conozco las propiedades de las hierbas. Sé rastrear. Escalo árboles con verdadera facilidad. Sé nadar, leer, escribir. Hablo inglés, gaélico y francés.

Sorprendido, rió al escucharla. Estaba preciosa con aquel atuendo tan varonil mientras la brisa de las montañas movía su espectacular pelo azulado.

—¿Sabes? Me gusta descubrir que, si algún día mis hijos están en peligro, su madre será capaz de defenderlos. Valoro esas aptitudes en ti. Eres la primera mujer que conozco que es capaz de todas esas cosas, y estoy seguro de que más. Por eso, me he desposado contigo y sólo te exigiré que nunca me mientas, no lo puedo soportar. ¿De acuerdo, Megan?

Ella le miró y con una sonrisa que le desarmó asintió y respondió:

—De acuerdo, Duncan.

Atraído como un imán, tomó con sus grandes manos su cara para besarla. En un principio, el beso fue lento y pausado, pero, cuando la lengua de Megan chocó contra la de él, el ardor en sus cuerpos les hizo reaccionar llenándoles de pasión.

Sin poder resistirlo, Megan levantó sus manos y enredó sus dedos entre el largo y oscuro pelo de su marido, que al notar sus dulces caricias se dejó hacer. Nunca nadie le había acariciado con tanta delicadeza y dulzura. Atrayéndola hacia él, quedó pegada a su cuerpo, un cuerpo caliente que le hacía enloquecer. Sus besos, sus caricias le gustaban, quería más, necesitaba más. De pronto, sintió cómo la mano de él se metía bajo la fina y gastada camisa de lino que llevaba y su piel caliente estalló a su contacto. Aturdida por aquellas caricias, se avergonzó cuando un pequeño suspiro de placer escapó de su boca. Un suspiro que murió en los labios de él.

—No he podido olvidarte en todos estos días —le susurró al oído mientras ella se estremecía al notar su mano, callosa por las luchas, acariciar sus delicados senos—. Cuando recibimos la noticia de que habíais sido atacados, creí morir de angustia al pensar que algo podía haberte ocurrido.

Escucharle decir aquello y sentir sus dulces caricias era lo mejor que le había ocurrido nunca.

—Cuando llegué y vi que estabas bien —prosiguió él—, algo me dijo que no debía separarme más de ti. Tu bonita cara hace que me olvide de mi angustioso pasado y que me vuelva loco con sólo mirarte. Es verte y desearía estar todo el día en el lecho contigo.

—He oído que nunca has tenido problemas para encontrar mujer que te caliente el lecho —indicó sin poder evitarlo mientras algo extraño llamado celos aparecía por primera vez en su vida.

—Has oído bien —asintió sorprendido mientras un fugaz recuerdo de Marian pasaba por su mente—. Nunca me ha faltado el calor de una mujer cuando lo he querido.

«Eres un presuntuoso», pensó Megan aunque continuó abrazada a él.

—No soy mujer experimentada y quizá te decepcione —suspiró Megan intentando no perder el hilo de la conversación, al tiempo que la mano de él se introducía dentro de su pantalón.

—Tú nunca podrás decepcionarme —sonrió al ver el temor al fracaso en sus ojos—. Tu boca y tu forma de mirar me dicen lo contrario.

—Quería agradecerte que Zac y Klon viajen conmigo —murmuró con sus labios muy pegados a los de él, percibiendo un salvaje estremecimiento.

—Tus deseos son órdenes para mí, cariño —suspiró metiendo más su mano, notando cómo sus dedos se enredaban en aquellos rizos que nunca habían sido tocados por nadie excepto por él.

—No deberías tocarme así. No está bien —añadió avergonzada Megan, cuando su excitación creció por momentos y toda ella comenzó a arder de pasión.

—¿Por qué no tocarte? Eres mía —dijo abriendo con sus dedos los pliegues de sus partes íntimas, ahora humedecidas por la excitación—. Mis derechos maritales me permiten tocarte donde quiera y como quiera.

Incapaz de parar el volcán de emociones que en ella bullía, al escuchar aquello olvidó su decoro y sonrió.

—Entonces, yo también probaré mis derechos como esposa —respondió con descaro. Y, sin pensárselo dos veces, pasó su mano por encima del kilt, notando en su interior algo duro y tenso.

—¡Impaciente! —Sonrió encantado por la fiereza de su mujer—. Sabía que nunca me decepcionarías. —Cogiéndola posesivamente en brazos, la llevó hasta el cobijo de unos robles—. Quiero conocer esa parte salvaje tuya que tus ojos, tu boca y tu sonrisa me dicen que está en ti —susurró apoyándola contra uno de los grandes robles iluminados bajo la luna—. Necesito que confíes en mí y olvides tus miedos.

—Laird Mc… Duncan —respondió mirándole a los ojos—. Intentaré ser una buena esposa para ti, si tú me prometes que serás bueno conmigo y con Zac.

—Deseo concedido —susurró perdiéndose en sus ojos.

«¡Por san Fergus!», pensó Duncan al ver cómo ella lo besaba olvidando su vergüenza.

Ver que, desinhibida, se acoplaba contra su cuerpo, le estaba llevando a la locura. Quitándose la capa y echándola sobre el mullido manto verde, la tumbó en el suelo para ponerse sobre ella sin dañarla.

—Eres preciosa.

—Y tú, Halcón, un adulador —sonrió al escucharle moviéndose inquieta.

Nunca había sentido el calor de un hombre sobre ella. Sin darle tiempo a pensar, él le quitó las botas y los pantalones de cuero marrones, dejándola desnuda de cintura para abajo. Avergonzada, trató de estirarse la camisa de lino blanca, pero Duncan la cogió de las manos, excitado y, tras sujetárselas encima de su cabeza, la inmovilizó con una mano mientras con la otra acariciaba aquel cuerpo seductor.

—Creo… creo que no deberías seguir tocándome así.

—¿Estás segura? —preguntó mirándola con sus ardientes ojos verdes mientras sus caricias eran cada vez más posesivas.

—Sí y no —suspiró haciéndole sonreír—. Sí, porque creo que es indecente que tú y yo estemos aquí, en el bosque, medio desnudos. Y no, porque me estás haciendo sentir cosas que nunca había sentido. —En ese momento notó cómo uno de los dedos de él le abría los pliegues de su sexo y con delicadeza lo introducía en su interior, lo que le hizo susurrar con dificultad—: ¡¿Duncan?!

—Esto no es nada para lo que te haré disfrutar, cariño —indicó al notar cómo ella se estremecía y aquella parte íntima se humedecía y contraía.

—¡Dios mío, no pares! —susurró abriendo los ojos mientras le cogía del pelo y acercaba su boca a la de él, haciéndole soltar un gruñido de satisfacción.

—¡Psss…! Tenemos todo el tiempo del mundo. No seas impaciente. Todo llegará —le susurró al oído con una sonrisa lobuna al sentir cómo ella respiraba agitada.

Comenzó de nuevo a besarla con pasión, esta vez en el cuello, mientras ella se estiraba y estremecía con cada nueva exigencia. Pero cuando su caliente boca alcanzó uno de sus rosados pezones y lo succionó con avidez, ella no pudo ahogar otro chillido de placer. Las manos de él parecían estar por todas partes, por todos lados. Abandonada a sus caricias, nada le importó. Sólo quería disfrutar de lo que él le ofrecía hasta que éste posó su boca encima de su sexo.

—¡Duncan! —gritó horrorizada y jadeante, sin fuerzas para quitarle—. ¿Qué haces ahí? ¡Maldita sea, no creo que eso esté bien! No, por favor, no sigas haciéndome eso —susurró mientras él jugaba con aquel botón que de pronto parecía florecer entre sus piernas.

Ya no pudo protestar más. Le gustaba cómo la lamía, cómo la chupaba, cómo la saboreaba. Y disfrutando aun sintiéndose como un animal, se dejó llevar por la pasión abriéndose totalmente para él.

Tan abstraída estaba con aquellas caricias, que se sobresaltó al escuchar un chillido. ¡Su chillido! Y, llevándose las manos a la boca, se la tapó avergonzada mientras sus caderas se movían.

—Cariño —susurró Duncan, enloquecido de deseo—. Esto no acaba aquí. ¿Quieres que continúe o prefieres que subamos a la intimidad de nuestra habitación?

—Sigue…, sigue —imploró haciendo que Duncan comenzara a perder la cordura—. No pares.

—De acuerdo, pequeña fiera —sonrió al ver el deseo que ella demostraba. Quitándose el cinturón que sujetaba su kilt, dejó al descubierto aquello tan masculino, oscuro y sedoso—. ¡Ven, quiero que me toques y no tengas miedo! —Con sumo cuidado llevó la mano de Megan hasta él. Ella lo tocó con suavidad, intuyendo que aquello le daría muchísimo placer—. Cariño, escúchame —dijo atrayendo su mirada—. Te haré un poco de daño al principio, pero es inevitable. Si ves que te daño en exceso, dímelo y pararé. ¿De acuerdo?

Con ojos asustados, Megan asintió. Él se colocó entre sus temblorosas piernas, y tras humedecerla con su saliva y separarle de nuevo las piernas, se acomodó entre sus agitados muslos. Megan sintió que algo suave y caliente entraba dentro de ella poco a poco haciéndola vibrar.

Duncan, controlando sus movimientos, comenzó a penetrarla con cuidado hasta que llegó a un punto en el que el cuerpo de ella parecía no ceder. Enloquecido de deseo, comenzó a besarla y a acariciarla, mientras notaba cómo la humedad volvía nuevamente a ella. Y cuando estuvo preparada y él no pudo más, un empujón profundo y seco hizo que la mujer chillara. Chillido que quedó sofocado contra la boca carnosa y sensual de él. Poco después, al notar cómo Megan jadeaba de dolor, con sumo cuidado separó su boca de la de ella. Al ver unas lágrimas rodar por su mejilla, murmuró con dulzura y sin moverse:

—Lo siento, cariño. Intenté hacerlo con cuidado, pero era inevitable.

El cuerpo de Megan se acoplaba a la anchura de aquel poderoso y endurecido músculo, mientras el fuego de la pasión ardía en el interior de él.

—Lo sé. Lo sé —asintió entre lágrimas, notando que el dolor iba remitiendo y su cuerpo le pedía movimiento.

—Psss…, Impaciente —sonrió jadeante al sentir cómo ella comenzaba a mover las caderas—. Tranquila, da tiempo, tranquila.

—No puedo —suspiró enloqueciéndolo—. Muévete, por favor, Duncan.

—Intentaré hacerlo con cuidado.

Apretando los dientes, comenzó a bombear su cuerpo contra el de ella. Al principio, despacio. Pero, según el placer les llegaba, sus embestidas se hicieron más fuertes, más enloquecedoras, hasta que un calor intenso explotó entre ellos y Duncan se derrumbó sobre ella soltando un gruñido.

Acabada aquella nueva experiencia, se quedó tumbada aguantando el peso del cuerpo medio inerte de aquel gran guerrero encima. Instantes después, éste rodó hacia un lado con la intención de no aplastarla y pasó una mano bajo el cuerpo de su mujer. Era la primera vez que un hombre le había hecho el amor y la acunaba de aquella manera entre sus brazos. Le gustó la experiencia de poder cerrar los ojos y relajarse, una experiencia que llevaba sin ejercer muchos años.

—Sabía que serías deliciosa —susurró Duncan cogiéndole el rostro con languidez para besarla, mientras ella le miraba con una extraña sonrisa.

—Me gusta tu sonrisa —señaló mirándole—. ¿Por qué siempre estás serio?

—Porque soy el temible Halcón —respondió haciéndola sonreír—. Pero tú me haces sonreír.

Con más pereza que otra cosa, se levantaron de aquel improvisado lecho. Megan, al incorporarse, se asustó un poco al ver sus muslos manchados de sangre, pero luego recordó que Felda dijo que la primera vez las mujeres sangran. Duncan se acercó con caballerosidad hasta un riachuelo, mojó parte de un pañuelo y con delicadeza le limpió los muslos excitándola, aunque ella no lo manifestó.

Tras vestirse, la cogió con posesión entre sus brazos y, arropándola con su propia capa, entraron por la arcada trasera que antes Megan había utilizado para salir. Con sigilo, llegaron hasta su habitación, donde Duncan la depositó con delicadeza encima del cobertor. Abrazados y agotados por todo lo ocurrido en los últimos días, durmieron.