Durante los días anteriores a la boda, Megan intentó por todos los medios no cruzarse con Duncan. Pero era imposible, parecía que estaba predestinada a verlo en todos lados. Alana, bastante observadora, se fijó en cómo desde que habían llegado aquellos tres guerreros, Niall, Duncan y Lolach, las mujeres del castillo se habían revolucionado. Todas intentaban ser ellas las que calentaran sus camas, e incluso sus primas habían sido vistas tonteando con un par de guerreros McRae.
Gillian, por su parte, y a pesar de discutir en todo momento con Niall, parecía buscarle desesperadamente, y Axel pudo comprobar con sus propios ojos cómo Niall, en cuanto veía aparecer a Gillian, buscaba excusas para desaparecer.
Megan, desde lo ocurrido, procuraba no estar sola en sitios públicos, como el salón o el patio del castillo. Mientras, Duncan comenzaba a enfurecerse cuando la veía huir de él sin darle oportunidad de hablar.
La única que parecía feliz era Shelma, quien sonreía como una tonta a Lolach al encontrarlo en su camino.
El esperado día de la boda había llegado y el castillo bullía en acción. Las cocinas escupían el olor de los haggis, plato indispensable en cualquier cocina escocesa, mientras la cocinera partía salmón y sus ayudantes confeccionaban tortas de harina.
Axel, el orgulloso novio, charlaba junto a los hombres en el salón esperando el comienzo de la boda. Mientras, Megan, Gillian y Shelma vestían a una relajada Alana, que notaba más nervios en las demás que en ella misma.
—Estás bellísima, Gillian —comentó Alana.
Su cuñada haría babear a más de uno vestida con aquel precioso vestido azul cielo.
—Por cierto —indicó de nuevo Alana—. ¿Dejarás alguna vez de discutir con Niall y le darás un respiro?
—No creo —respondió sonriendo—. Me saca de quicio con sus palabras soeces y sus comentarios fuera de lugar.
—Pero si el pobre ni te habla —replicó Megan recordando los hirientes comentarios de Gillian hacia él.
—Y tú, ¿dejarás de correr por el castillo huyendo de Duncan? —dijo Gillian a la defensiva—. Te he observado y, cada vez que él aparece, huyes como alma que se lleva el diablo.
—¿Qué estás diciendo? —respondió Megan intentando disimular.
—No disimules, Megan —murmuró Shelma—. Todas hemos visto cómo le miras cuando crees que nadie te ve.
—También la mira él a ella —añadió Alana—. Lo que no entiendo es por qué se enfurece cuando te ve correr.
«No pienso contar nada», pensó Megan.
—Hermanita, ¿tienes algo que contar? —preguntó Shelma.
«La mato».
—¡Cállate, Shelma! —bufó Megan—. Eres la menos indicada para criticar, cuando no haces más que sonreír como una tonta al laird McKenna. Ya te he dicho lo que pienso al respecto.
—Y yo a ti —aclaró mirando a su hermana con los brazos en jarras—. ¿Sabes? Eres muy pesada, hermanita, y no creo que por ser amable con un hombre debas decirme que sonrío como una tonta.
—Megan tiene razón —puntualizó Gillian acercándose a ella—. Estás siendo demasiado descarada con Lolach. Deja de sonreírle de esa manera o pensará que lo que quieres es que te tome en cualquier catre como a una de las que se le ofrecen cada noche.
—¡Por todos los santos! —se ofendió Shelma—. ¿Cómo puedes decir eso, cuando tú no haces más que comportarte como una niña caprichosa y arrogante ante Niall? ¡No me extraña que huya de ti!
La guerra verbal entre ellas estaba a punto de explotar.
—Veamos —indicó Alana, divertida—. ¿Qué os pasa a las tres? ¿Tan difícil es admitir entre vosotras que os gustan esos guerreros y que por eso os comportáis así?
La primera en hablar fue Shelma.
—Lo admito. Me gusta Lolach —asintió pestañeando—. Es tan guapo, tan simpático, tan maravilloso, que caería rendida en sus brazos.
—Oh… ¡Qué sorpresa! —se mofó Megan ganándose un empujón de su hermana.
—¡Vale! Lo admito —indicó con un mohín Gillian sentándose encima de la cama—. Siempre me ha gustado ese burro. Desde pequeña, he soñado con que algún día Niall llegara hasta aquí para declararme su amor. Pero, en vez de eso, ha llegado para declararme la guerra.
Al escucharla, Shelma y Megan se miraron y sonrieron.
—Tranquila, Gillian. Comienzo a conocer a los hombres y creo que, si combates bien, la guerra la ganarás tú —sonrió Alana abrazando a su cuñada—. Pero te recomendaría que pensaras las cosas antes de decirlas.
—Eso mismo me recomendó Duncan la otra noche —se le escapó a Megan, que rápidamente se dio cuenta de lo que había dicho.
Las tres mujeres clavaron la vista en ella, y Megan resopló.
—¿Duncan? —preguntó Alana, sorprendida, acercándose a ella.
—¿La otra noche? —carraspeó Shelma.
—¿Cuándo has estado tú con Duncan? —siseó Gillian levantándose de la cama.
—¡Maldita sea mi lengua! —gruñó al mirarlas—. Hace dos noches, mientras paseaba con lord Draco, me encontré con él por casualidad en el bosque. Hablamos y me acompañó un trecho del camino.
—Eso no me lo habías contado —dijo Shelma acercándose a su hermana—. ¿Pasó algo?
La muchacha, rápidamente, negó con la cabeza.
—Megan, ¿por qué te dio ese consejo? —preguntó Alana, que comenzaba a entender la frustración de Duncan cuando ella no le miraba y salía corriendo.
—Le insulté llamándole «gusano» —sonrió tapándose la boca y mirando con guasa a Shelma, que comenzó a carcajearse—, y él me dijo que mi pelo era del color de su caballo.
—¿Llamaste «gusano» al temible Halcón? —murmuró incrédula Alana riendo con ella. Nadie insultaba a El Halcón y vivía para contarlo.
—También le empujé, le chillé y… me besó —susurró desviando sus ojos al suelo.
—¿Te besó? —gritó Gillian llevándose las manos a la cabeza—. ¡Por san Ninian! ¿Te ha besado El Halcón y no nos lo has contado?
En ese momento, se abrió la pesada puerta y ante ellas aparecieron las dos primas de Gillian, las feas y envidiosas Gerta y Landra, dejándolas a todas con la boca sellada.
—Oh…, estás preciosa, Alana —susurró Gerta, ataviada con un vestido oscuro, nada favorecedor—. El vestido es precioso, estás bellísima.
—El vestido lo hizo Megan —explicó Alana tocando la seda.
—¡Bonito vestido! Y tu pelo está precioso —asintió Landra mirando de reojo a Megan, que tenía un cabello espectacular por su densidad y sus rizos negros—. ¿De qué hablabais cuando llegamos?
—De lo nerviosa que estoy —contestó la novia mientras las demás asentían sin mirarse.
De nuevo la puerta se abrió. Era Zac. Buscaba a sus hermanas.
—¿Qué pasa, Zac? —Todavía acalorada por lo contado, Megan se acercó al niño, que las miraba con los ojos muy abiertos.
—¡Qué guapa estás! —silbó al ver a Alana vestida con aquel rico vestido.
—Gracias, jovencito —rio tocándole el pelo con delicadeza.
—Zac, ¿ocurre algo? —preguntó inquieta Shelma.
—Vine a traeros esto —dijo abriendo su manita, donde reposaban los colgantes que días antes habían originado todo el jaleo con los feriantes—. El Halcón me los dio cuando nos llevó a casa y me dijo que los guardara hasta el día de la boda. Pero esta mañana os habéis ido antes de que pudiera hacerlo.
—¡Oh, gracias, Zac! —gritó eufórica Shelma cogiendo uno color azul—. ¡Es precioso!
—Zac, deberías habérselo devuelto al laird McRae —regañó Megan con cariño a su hermano, que encogiendo los hombros sonrió.
—Lo intenté, pero me obligó a guardarlos para vosotras.
—¡Vamos! —bromeó Alana cogiendo aquel colgante de la manita de Zac para ponérselo a Megan en el cuello—. Ponte esto ahora mismo y deja de buscar tres pies al gato. Duncan lo compró para vosotras. Es un bonito detalle, por lo que deberíais darle las gracias cuando tengáis ocasión.
—De acuerdo —murmuró Megan cogiendo a su hermano para besarle antes de que éste escapara por la puerta muerto de risa.
En ese momento sonaron unos golpecitos en la arcada. Era Hilda, que indicó que todo estaba preparado. Instantes después Alana salió de su habitación sonriendo, seguida por las demás mujeres.
Al llegar al salón, las esperaba un guapísimo Duncan, que ejercía de padrino. Se le paró el corazón al ver a Megan y comprobar lo bellísima que estaba con aquel vestido marrón. Su oscuro y rizado pelo negro lucía un entrelazado de flores que flotaba a su alrededor convirtiéndola en una reina. Aturdido ante su belleza, fijó sus ojos en su redondo escote, que revelaba una piel suave y sedosa y unos pechos llenos y turgentes, donde descansaba el colgante que le había dado a Zac. Avergonzado por haber quedado atontado, miró a Alana, que con una agradable sonrisa le agarró del brazo. Y juntos caminaron hacia la capilla donde un nervioso Axel, junto a un emocionado Magnus, la esperaba con una grata y encantadora sonrisa.
Durante el intercambio de votos, Megan se mantuvo junto a Gillian y Shelma, frente a Duncan, Niall y Lolach. El remolino de sentimientos y miraditas que había en aquella capilla era electrizante y Magnus se lo estaba pasando en grande.
Duncan no podía apartar su penetrante mirada de la mujer del pelo azulado, que en un par de ocasiones había rozado con sus dedos el colgante que reposaba sobre su pecho, haciendo que al guerrero se le secara la boca.
«No debo prendarme de ninguna mujer, y menos de una como ella», pensó Duncan regañándose. En el pasado, Marian le había roto el corazón y no estaba dispuesto a darle una nueva oportunidad a ninguna otra.
Niall, inquieto, procuraba no mirar a Gillian. Estaba bellísima con aquella tiara de flores alrededor de su rubio cabello y con aquel vestido azul. Lolach sonreía anonadado a una chispeante Shelma, que cada vez le parecía más fresca y radiante.
Tras la ceremonia, comenzó un opíparo banquete preparado por las mujeres del castillo. No faltaron platos típicos como el haggis, las gachas, el jabalí, estofado de venado, salmón ahumado y caldos aromatizados con romero. Las shortbread, o tortas de harina dulce, y un fino bollo recubierto con arándanos fueron la culminación del maravilloso banquete.
En el salón, en las largas y pesadas mesas de madera, abundaban los manjares en cuidadas bandejas, y al lado, en otra mesa, barriles con agua de vida y abundante cerveza. A lo largo del banquete y en repetidas ocasiones, los invitados, animados por Magnus, brindaban incitando a los novios a que se besaran, haciendo que el anciano disfrutara como un chiquillo.
Durante el banquete, Niall se fijó en cómo Gillian bromeaba con algunos hombres que él no conocía, y una extraña punzada de celos se apoderó de él. ¿Por qué les sonreía a aquellos y a él sólo le decía impertinencias?
Por su parte, Megan y Duncan mantenían las distancias. Pero a pesar de su reticencia a mirarla, se incomodó como su hermano al ver que Megan hablaba y sonreía a personas que él no conocía.
Pasado un rato, observó cómo un muchacho algo más joven que él se sentaba junto a ella, y tuvo que agarrarse a la mesa al ver que intentaba abrazarla. Aunque se relajó y se sorprendió cuando contempló cómo aquella mujercita, con un rápido movimiento, le retorció el brazo haciéndole gesticular de dolor. Poco después, el muchacho, enfadado, cruzó unas palabras con ella, se levantó y marchó, y fue Mauled quien ocupó su lugar para comenzar a charlar.
«¿De qué hablarán con tanta pasión?», se preguntó Duncan al ver cómo ella gesticulaba con las manos y el viejo Mauled se carcajeaba.
Shelma, en un par de ocasiones, hizo por cruzarse en el salón con Lolach. Sin poder contener más sus instintos, con una arrebatadora sonrisa, éste la agarró por la muñeca y la llevó hasta el pasillo del primer piso, donde la arrinconó y la besó. Llevaba días luchando contra sí mismo. Pensar en la sangre inglesa de aquella graciosa muchacha, en un principio, le desconcertó, pero sus instintos más primitivos florecieron nuevamente y sólo existió ella, Shelma.
Para Shelma, aquel beso tan íntimo fue el primero de su vida. Se asustó al notar las manos de Lolach subiendo hacia su escote, pero, tras reaccionar y agarrárselas con una desconcertante mirada, se alejó hacia donde estaba todo el mundo, dejándole si cabe todavía más acalorado.
Con los sones de las primeras bandurrias y gaitas, los presentes comenzaron a bailar. Las gentes del castillo y la aldea estaban reunidas en el patio y los alrededores de la fortaleza. Angus, junto a Mauled y los más ancianos del lugar, al caer la noche, decidieron regresar a sus cabañas, agotados de tanta fiesta. El anciano intentó llevarse a Zac, pero, ante la negativa y vitalidad de éste, lo dejó con sus hermanas haciéndole prometer portarse con cordura.
La gente bailaba con alegría, y tanto Megan como Gillian y Shelma danzaban y bebían con las personas que conocían de casi toda la vida. Sean, el mozo que rondaba a Megan, intentó estar a su lado, pero ella en cuanto podía se lo quitaba de encima, algo que él no aceptaba de buen grado.
Los hombres de la aldea y algunos guerreros aprovecharon y se acercaron a las jóvenes para bailar. Las primas Gerta y Landra reían acaloradas junto a unos guerreros de McRae, quienes les sacaban continuamente los colores con sus palabras. Magnus, orgulloso y feliz, disfrutaba de la velada y bebía cerveza junto a Alana y Axel, que reían y charlaban con Duncan, Niall y Lolach.
—¿A qué esperáis para bailar con las muchachas? —preguntó Alana mirando a aquellos tres ceñudos guerreros—. En estas tierras, como habréis podido comprobar, viven mujeres preciosas que estarían encantadas de recibir vuestra invitación.
—Somos guerreros, no danzarines —señaló Niall con el entrecejo fruncido mientras observaba bailar a una alegre Gillian.
—Niall —sonrió Magnus con picardía—. Acepta el consejo que te da un viejo guerrero. La vida es muy corta y lo mejor que se puede hacer es disfrutarla. Si te digo esto es porque yo, al igual que tú, pensaba que los guerreros eran sólo eso, guerreros curtidos únicamente para pelear. Pero mi amada Elizabeth me enseñó a disfrutar de los momentos que la vida te regala. Comprendí y aprendí a ser un terrible guerrero en el campo de batalla y un buen marido y padre cuando estaba en el hogar.
—El que bailes no te restará gallardía —añadió Axel, que desde hacía tiempo observaba a su hermana y a Niall, y veía cómo ambos se buscaban con la mirada, lo que no le gustaba nada.
—Creo que Niall no baila porque no sabe bailar —rio Lolach dándole un empujón.
—Sé bailar, bocazas —aseguró Niall.
—Es un excelente bailarín —acudió en su ayuda su hermano.
Duncan no paraba de observar a Megan y al mozo que intentaba asirla del brazo. Aquella muchacha le atraía como ninguna desde que pasara lo de Marian. La veía sonreír y bailar, y se regañaba a sí mismo por no ser capaz de ser él quien la hiciera sonreír de aquella manera.
—Mamá nos enseñó a los dos —afirmó Niall intentando sonreír a Gerta y Landra, que llegaban en ese momento y se ponían a su lado. Pero desvió su mirada hacia Gillian para verla acercarse a una de las mesas para tomar cerveza. Tras disculparse, desapareció seguido por Magnus, que había visto llegar a su amigo Murdock.
Axel, Duncan y compañía observaban a los bailarines desde un altillo, mientras más de doscientas personas bailaban y daban palmas alrededor del fuego. Entre ellas se encontraban las muchachas, quienes danzaban con sus vecinos, y con los guerreros McRae y McKenna.
—¡Qué descaradas son! —siseó Landra señalando hacia donde Megan y Shelma bailaban.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Alana.
—Intentan buscar un marido entre esos pobres —añadió Landra mientras Gerta le tiraba de la manga del vestido para que callara—. Pero, claro, es lógico. ¿Quién querría casarse con ellas?
—¿Por qué creéis que buscan marido? —preguntó Lolach levantando una ceja.
—Nadie quiere casarse con ellas —escupió Landra creyéndose superior, cuando era más fea que un árbol torcido—. ¿Por qué creéis que Megan no se ha casado? Tiene ya veintiséis años.
—No lo sé —respondió Duncan acercándose—. Me gustaría que vos me lo aclararais.
Aquellas dos, al sentirse el centro de atención de aquellos valerosos guerreros, se envalentonaron y Landra prosiguió:
—Está claro, laird McRae. Tanto Megan como su hermana saben que sus destinos son muy confusos. Nadie quiere casarse con ellas por su sangre sassenach.
—¡Landra! —ladró Axel levantándose acalorado—. No consiento que nadie diga semejante cosa de mi gente en mi presencia.
—Se comenta eso, Axel. —Se encogió asustada al verlo tan enfadado.
—Por comentarse —se acaloró Axel—, se dicen muchas cosas, ellas son de mi clan y no consentiré que nadie ponga en duda su sangre escocesa. Por lo tanto, no quiero escuchar más de vuestra boca ningún comentario respecto a ellas. ¡¿Entendido?!
Tras aquel desagradable incidente, todos quedaron callados mirando hacia donde las muchachas bailaban sonrientes acompañadas por el resto de los aldeanos. En ese momento, Megan se volvió hacia ellos y al verlos tan serios le susurró a su hermana:
—Oh, oh —dijo atrayendo la atención de ésta—. Creo que acaban de enterarse de nuestro pequeño secreto.
—¿Tú crees? —se mortificó Shelma, que con una grandiosa sonrisa miró a Lolach. Pero en vez de devolverle la sonrisa como había ocurrido durante toda la noche, él se la quedó mirando muy serio. Al ver aquella reacción, Shelma sintió que se le caía el alma a los pies.
—Sí, se acabó mi sueño —asintió encolerizada.
—No seas tonta, Shelma —la regañó Megan cruzando una mirada con Duncan—. Nosotras ya sabíamos que esto podía ocurrir. Por eso te dije que no te hicieras ilusiones.
—Tienes razón —asintió con la decepción en los ojos—, pero estoy harta. Cuando vivíamos en Inglaterra, éramos las salvajes escocesas. Y aquí, en Escocia, somos las inglesas o las sassenachs. ¿Nunca seremos de ningún lado?
Ambas se miraron y Megan, tras acariciar la mejilla de su hermana, le susurró:
—Quizá deberíamos marcharnos de aquí, de este pueblo, y comenzar de nuevo en otro sitio donde nadie nos conozca, ni sepa de nuestro pasado —insinuó.
—¿Bailas conmigo, preciosa? —preguntó Sean agarrándola por la cintura con fuerza haciendo que Megan se cansara de aquel acoso.
—¡Sean! —vociferó dándole un empujón—. Si vuelves a tocarme o a cogerme una vez más, te prometo que no responderé de mis actos. Te he dicho que me dejes en paz más de veinte veces.
—Al final —le advirtió Shelma—, conseguirás que se enfade.
Pero él pareció no escucharla.
—¡Preciosa! —exigió apestando a cerveza—. Sólo quiero que bailes conmigo.
—Pero yo no quiero. ¡Déjame en paz!
—Dame un beso —demandó intentando agarrar a Megan, que al notar sus manos sobre ella le soltó un puñetazo en la nariz haciéndole caer hacia atrás.
—¿Ocurre algo aquí? —preguntó Myles, que tras una orden de Duncan se acercó a ellas.
—¡Ya no! —rio Shelma al ver a Sean tumbado en el suelo mientras su hermana se frotaba la mano.
—¿Podríais llevároslo fuera de mi vista? —preguntó Megan.
—Será un placer, milady. Nos llevaremos a este muchacho para que duerma la mona en otro lugar —rio Mael cogiendo al muchacho con la ayuda de Myles.
Ajena a lo ocurrido, Gillian reía con Gedorf, un amigo de su difunto padre, mientras bebía cerveza.
—Estás muy sonriente esta noche —señaló Niall sentándose junto a ella dejándola desconcertada.
—Hasta este momento, así era —asintió Gillian dando un trago a su cerveza.
Niall, haciéndose el sorprendido, levantó las cejas y preguntó:
—¿Te incomodo?
—No te preocupes, puedes continuar aquí sentado —respondió Gillian al recordar las palabras de Alana.
Tras un silencio entre los dos, Niall volvió a hablar.
—Bailas muy bien.
Gillian, con el corazón desbocado por la cercanía de él, respondió, levantando el mentón como si no pasara nada:
—Gracias. Axel fue mi maestro.
Al escucharla, el highlander sonrió, pero volvió a preguntar:
—Te protege mucho tu hermano, ¿verdad?
—Lo normal —musitó mirándole atontada—. Creo que como cualquier hermano. ¿Acaso no protegíais vosotros a vuestra hermana? —Pero, al decir aquello, rápidamente se arrepintió.
—Nosotros protegimos todo lo que pudimos a Johanna, pero… —murmuró el joven con la mirada oscura al pensar en su fallecida hermana.
Consciente de su metedura de pata, Gillian dijo buscando su mirada:
—Lo siento…, lo siento, perdóname —rogó al ver la tristeza en sus ojos—. No pretendía recordar algo tan triste. He sido una inconsciente. Discúlpame, por favor, Niall.
—Estás disculpada —sonrió sumergiéndose en sus celestes ojos que le invitaban a nadar en su cálido azul.
En ese momento, Gillian se fijó en Zac. Estaba detrás de Niall. Se había subido a un carro y de ahí a unas grandes piedras. Al agarrarse a las piedras, el carro se movió asustando a los caballos.
—¡Zac! Pero ¿cómo te has subido ahí? —le regañó la muchacha mientras buscaba con la mirada a Megan, que al escuchar el relincho de los caballos vio a su hermano y junto a Shelma corrió hacia él.
—Es un pequeño diablo este muchacho —sonrió Niall mientras lo observaba.
—Es un gran diablo —afirmó Gillian viéndole trepar por la piedra hasta lanzarse contra la rama de un árbol—. ¡Por todos los santos, Zac! ¿Qué diablos intentas hacer ahora?
Duncan y Lolach miraron hacia donde las jóvenes corrían y descubrieron con sorpresa cómo Zac se había encaramado a unas ramas de las que colgaba peligrosamente.
—Yo subiré, lady Megan —se ofreció Ewen, uno de los soldados McRae.
—¡No! —gritó la chica agradeciéndole el detalle—. Eres muy grande y la rama no aguantará tu peso.
—Disculpadme, no quiero ser grosero, pero creo que el vuestro tampoco —calculó Ewen.
—¡Vaya, gracias! Últimamente no hacen más que decirme cosas bonitas —se mofó Megan al recordar el comentario de Duncan respecto a su pelo y su caballo—. Pero es más probable que aguante mi peso que el tuyo —respondió mientras ataba sus faldas para que no le molestaran al subir.
—Esperad —intervino Myles acercándose junto a Mael—. Me subiré en los hombros de Ewen y así podremos coger al muchacho.
Pero el intento fue imposible. Zac estaba más alto, y ambas hermanas se encaminaron decididas hacia el árbol.
—Zac, no te sueltes y no te muevas. Intentaré llegar hasta ti —dijo Megan. Y sin pensárselo dos veces comenzó a trepar por el árbol como una gata, seguida por Shelma.
—Se me ha enganchado el pantalón a una rama, Megan. No me puedo soltar —apuntó el niño moviéndose nervioso.
—Maldita sea, Zac. ¡Para! —gruñó Megan al sentir cómo crujía la rama.
—Muchacho, no te muevas si no quieres que tus hermanas caigan —le regañó Mael, impresionado por la forma en que aquellas jovencitas se colgaban de las ramas sin ningún miedo a caer.
Pero Zac, como niño que era, no hizo caso y continuó.
—Por todos los santos, Zac. No te muevas —gritó Shelma, furiosa.
—No os preocupéis —las tranquilizó Myles de pie bajo el árbol—. Aquí estaremos nosotros para sujetaros, por si caéis. Llevad cuidado y ¡tú, muchacho!, no te muevas.
—¡Oh, Dios mío! —susurró Alana mientras Duncan, Axel y Lolach bajaban para ayudar.
—¡Me pica un bicho, Megan! —gritó el niño al notar que algo le pinchaba la piel.
—Ya voy, Zac —susurró rozando con los dedos el cabello del niño—. Tranquilo, sabes que no dejaría que te pasara nada.
Shelma, intuyendo el peligro que su hermano corría, subió a unas ramas más altas y desde allí se descolgó para poder desenganchar el pantalón.
—Zac, tranquilo —suplicó Gillian—. Ya te tienen.
—¿Qué hacen esas locas? —clamó Niall junto a Gillian al ver a las muchachas trepar y descolgarse por las ramas para coger al niño.
—Proteger a su hermano —recordó, y con gesto de enfado preguntó—: ¿A quién has llamado locas?
En lo alto del árbol, las muchachas intentaban ayudar a su hermano.
—Zac, te tengo —susurró Megan con sumo cuidado.
—¡Me pica el bicho otra vez! —volvió a gritar el crío moviéndose con apuro tras desengancharle Shelma el pantalón, lo que provocó que la rama se rompiera y cayeran los tres al suelo.
El primero en llegar hasta ellos fue Magnus, que atendió a Megan; se había dado un fuerte golpe en la cabeza. Myles cogió a Shelma, y Ewen, a Zac. Instantes después, apareció un ofuscado y preocupado Duncan, con cara de pocos amigos. Tras acercarse a Megan, se la quitó de los brazos a Magnus.
Al verla pálida e inerte entre sus brazos, a Duncan se le heló la sangre. Con el gesto contraído observó a Zac, que asustado no se movió hasta que Duncan bramó:
—¡Ewen, quédate con el muchacho! —Y mirando al niño espetó—. ¡Zac, no quiero que te muevas de ahí! ¡¿Entendido?!
El niño, muerto de miedo, asintió mientras Magnus le seguía asombrado por aquel arranque de rabia.
Con celeridad entraron en el despacho de Axel, donde depositaron con sumo cuidado a las dos muchachas encima de un banco, al tiempo que Gillian traía agua.
—Gracias a Dios, respiran —musitó Alana—. ¡Menudo golpe se han dado!
—Angus se enfadará mucho cuando se entere de esto —advirtió Magnus—. Ese muchachito es la personita más inquieta que he conocido en mi vida.
Mientras les ponían paños húmedos en la frente, todos las miraban preocupados.
—Pero ¿es que ese niño nunca va a crecer? —se quejó Gillian, angustiada—. Hoy ha sido ésta. Hace unos días, el problema con los feriantes. La semana pasada, su caída al lago. Con anterioridad, se metió en el corral con los caballos y habría muerto aplastado si Megan no le hubiera sacado y protegido con su cuerpo.
Duncan escuchaba los lamentos de Gillian sin apartar ni un instante su mirada de Megan.
—Estas sassenachs tienen la cabeza dura —bromeó Lolach, que de pronto sintió cómo un puñetazo se estrellaba contra su cara. En concreto contra su nariz.
Había sido Shelma, que lo primero que escuchó al despertar fue esa palabra que tanto odiaba.
—¿Qué hacéis? —se quejó dolorido por el golpe—. Era una broma, mujer.
—No volváis a llamarnos así —gritó enfadada, y mirando a su hermana chilló—: ¡Dios mío, Megan! ¿Está bien? ¿Qué le pasa?
—Os habéis dado un buen golpe —susurró Axel mientras veía con curiosidad a Duncan observar cómo Megan comenzaba a moverse.
«¿Cómo un guerrero fiero y temido por ejércitos puede quedarse tan blanco por ver a una mujer caerse de un árbol?», pensó, divertido.
—Buen golpe, hermanita —susurró Megan abriendo los ojos y llevándose la mano a la cabeza—. Si no le llegas a dar tú, le hubiera dado yo.
Magnus, admirado por el desparpajo de las muchachas ante aquellos fieros guerreros, y la pasividad de Duncan y Lolach, estuvo a punto de saltar de emoción. Las sensaciones que llevaba notando todo el día se confirmaban.
—Gracias a Dios, estáis bien —suspiró Niall con alivio.
Al escucharle, Gillian le miró con rapidez y con gesto fiero dijo.
—Como verás, las mujeres de estos lugares somos fuertes, no tontas damiselas que se desmayan ante cualquier cosa.
—Sois sorprendentes —asintió Niall con una encantadora sonrisa que deslumbró a Gillian e hizo resoplar a Alex.
—Me alegro de que estéis bien, muchachas —suspiró Magnus, y dejó solos a los jóvenes.
Megan, incorporándose, se tocó el chichón de la cabeza mientras se sentía mareada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Duncan a pocos centímetros de su cara.
—Sí, señor. Un poco dolorida. ¿Dónde está Zac?
Casi no podía moverse, pero sus fosas nasales se inundaban de la fragancia masculina que aquel enorme highlander desprendía. Una fragancia que le gustaba.
—Tranquila. Zac no se hizo nada. Está acompañado por los guerreros McRae —respondió Alana retirándole el pelo de la cara.
—Ewen está con él —intervino Duncan—. No le quitará el ojo de encima.
Pasados los primeros instantes de confusión, todos parecían más relajados.
—Será mejor que os llevemos a casa —dijo Lolach cogiendo a Shelma por el brazo, pero ésta le rechazó de un manotazo sorprendiéndole. ¡Nunca una mujer le había rechazado!
—No hace falta, laird McKenna —siseó rabiosa—. Podemos ir solas, no necesitamos que nadie nos acompañe.
—Es mejor que os acompañe alguien —murmuró Axel, divertido al ver a sus dos amigos tan desarmados ante aquellas dos mujercitas.
—Yo os llevaré —afirmó Duncan observando el chichón en la cabeza de Megan—, y me da igual lo que digáis, no podéis ir caminando en este estado.
—¡No! —gritó Megan alejándose de un salto—. Mi hermana tiene razón, podemos ir solas. No necesitamos vuestra ayuda, laird McRae. Os lo agradecemos, pero no queremos ocasionar más problemas. Continuad con la fiesta.
—Pero acabáis de recibir un fuerte golpe en la cabeza —se quejó Lolach mirándolas.
—La tenemos dura, ¿recordáis? —gruñó Shelma haciendo que Lolach maldijera haber hecho aquel ridículo comentario.
Con tesón, Megan, ayudada por Shelma y Gillian, salió por la puerta del despacho de Axel. Al llegar a la entrada, se encontró con un asustado Zac, quien al verlas corrió a abrazarlas mientras Ewen sonreía. El muchacho había llorado angustiado por sus hermanas.
—Gracias por vuestra ayuda, habéis sido muy amables toda la noche —agradeció Megan a aquellos tres gigantes.
—No hemos podido evitar que cayerais al suelo, milady. ¿Os encontráis bien? —susurró angustiado Myles señalando el chichón de la cabeza.
—Perfectamente —asintió, y con gracia señaló—: ¡Tenemos la cabeza dura!
Al mirar hacia atrás, Megan se encontró con el ceñudo gesto de Duncan, que la seguía con la mirada. Eso la puso más nerviosa.
—Estamos acostumbradas a las fechorías de este pequeño diablillo —sonrió Shelma—. Muchas gracias y buenas noches.
Cuando las muchachas se alejaron, los tres gigantes se miraron sorprendidos.
—¿Han dicho que están acostumbradas? —se mofó Mael sonriendo a Myles.
En ese momento apareció Duncan, que con cara de pocos amigos se resignó a no acompañarlas. Tras hacer un gesto a aquellos tres gigantes, éstos entendieron y, dejando que las muchachas abrieran el camino y se alejaran unos metros, comenzaron a seguirlas.
En el camino de vuelta, Megan cojeaba mientras Zac corría delante de ellas como si no hubiera ocurrido nada.
—Te duele mucho, ¿verdad? —preguntó Shelma, preocupada.
—Un poco —asintió con complicidad—. Aunque más le tiene que doler el puñetazo que le has dado en la nariz a Lolach. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer semejante cosa?
—Se lo merecía, por idiota —sonrió con picardía al recordarlo—. Así nunca podrá negar que una sassenach le puso la nariz como un pimiento.
Al decir aquello ambas rieron, aunque al final Megan dijo:
—¿Sabes los problemas que nos puede acarrear ese puñetazo? No olvides que es el laird McKenna.
—Tranquila. No pienso volver a verlo en mi vida.
—Oh, oh… Creo que nos siguen —informó Zac mirando hacia atrás.
Ewen, Myles y Mael las seguían a distancia.
—¿Por qué nos seguís? —preguntó Shelma con las manos en las caderas.
—Cumplimos órdenes, milady —explicó Ewen.
Las muchachas se miraron incrédulas. ¡Malditos cabezones!
—Nuestros lairds quieren saber que llegáis sanas y salvas hasta vuestra casa —apuntó Mael.
—Marchaos y continuad con la fiesta. No se lo diremos a nadie, será un secreto entre nosotros —indicó Megan haciéndoles reír.
—Pero nosotros sabremos que no hemos cumplido nuestras órdenes —señaló Myles sin darse por vencido.
—Oh… ¡Maldita sea! No digáis tonterías —se quejó Megan, a quien el golpe en la cabeza la estaba empezando a molestar—. Volved a la fiesta y dejadnos en paz.
Pero aquellos highlanders no se daban por vencidos.
—No os molestaremos, continuad vuestro camino —sonrió Ewen.
—Pensamos descansar en el lago antes de llegar a casa —añadió Shelma, dolorida.
—Es nuestro sitio preferido —informó Zac mirando con simpatía a Ewen.
—¡Zac! —le regañó Megan.
Nadie tenía que enterarse de cuáles eran sus sitios preferidos.
—No os molestaremos. Os lo prometemos. Apenas notaréis que estamos ahí —volvió a repetir Ewen sin darse por vencido.
—De acuerdo —aceptó Megan a regañadientes.
No tenía fuerzas ni para discutir con aquellos tres gigantes. Cuando llegaron al lago, se refrescaron la cabeza y se tumbaron sobre el verde manto de hierba que crecía en una de las orillas. Los tres highlanders se mantuvieron a distancia, por ello las jóvenes pudieron cerrar los ojos durante unos instantes y relajarse.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero de pronto Megan abrió los ojos sobresaltada. A su lado, Shelma y Zac dormían. Con disimulo miró hacia donde había visto por última vez a los highlanders. Allí continuaban, apoyados en un árbol hablando de sus cosas.
—Los feriantes ya se habrán ido —protestó Myles—. ¡Qué rabia! Querría haber comprado algo para Maura y la pequeña.
—No te preocupes. Maura estará contenta sólo con ver que vuelves —respondió Ewen.
—Ya lo sé —asintió Myles.
—¡Por todos los santos! —se quejó Mael tocándose el brazo—. El maldito corte que tengo en el brazo me está matando de dolores.
—No seas blando —rio Ewen—, cortes peores has tenido.
—Sí, pero éste es muy molesto.
Decidida a regresar a casa, Megan despertó a Shelma, que miró desorientada a su alrededor. ¿Se habían quedado dormidas?
Con sumo cuidado, cogieron a Zac en brazos y no se sorprendieron cuando Ewen se acercó a ellas y tomó al muchacho entre sus fornidos brazos. Y así lo llevó hasta la casa. Después, los highlanders se marcharon.