Aquella tarde, Duncan, Axel y algunos de los hombres salieron con sus caballos a recorrer la zona. Axel quería enseñarles varias cosas que estaba haciendo. Mientras, las criadas atendían al resto de los guerreros encantadas, soltando risotadas escandalosas cuando alguno de ellos les decía alguna dulzura e intentaba meter sus manos bajo sus faldas.
En las habitaciones superiores del castillo, Alana se probaba su vestido de novia, junto a Gillian y Megan, que se habían hecho grandes amigas.
—Gillian —preguntó Alana—, ¿se puede saber por qué has insultado a Niall?
—Sencillamente, porque se lo merecía —soltó Gillian mirando a Alana con altivez.
—¿Has insultado a uno de los guerreros? —preguntó Megan—. Y yo, ¿me lo he perdido?
Gillian y Megan se carcajearon.
—Por el bien de tu hermano y de tu clan, deberías tener más cuidado con tus palabras y tus actos —apostilló Alana.
—Tienes razón —asintió Gillian mordiéndose el labio—. Procuraré tener más cuidado.
—El Halcón no podía apartar sus ojos de ti —señaló Alana mirando a Megan—. ¿Acaso no te diste cuenta?
—No, lady Alana. —Sonriendo, se corrigió al recordar cómo la llamaba cuando estaban solas—. No, Alana. Tengo cosas más importantes en que pensar.
—Duncan es un hombre muy guapo —comentó Gillian asomándose a la ventana oval para mirar el paisaje verde de los campos.
—Y las doncellas se pelean por compartir su lecho —siguió Alana—. Es un guerrero muy deseado por las mujeres.
—No seré yo la que me pegue con nadie por un hombre —rio Megan—. Y menos por ese que tiene donde elegir.
—Deberías buscar un marido, Megan —indicó Gillian mientras observaba a algunos highlanders cepillar a sus caballos—. Toda mujer debe tener a su lado un hombre que la proteja.
—Ya tengo al abuelo, a Mauled y a Zac —bufó percatándose de lo pesadas que se pondrían aquellas dos con ese tema.
—Pero ellos no pueden calentar tu cama y tu cuerpo como lo haría por ejemplo Duncan —sonrió pícaramente Alana.
—¡Alana! —exclamó Gillian al escucharla.
—No necesito que nadie caliente mi cama. Me la caliento yo sólita sin tener que soportar a nadie.
—Oh, oh —suspiró Gillian al ver a Shelma correr hacia el castillo—. Tu hermana viene hacia aquí y no trae muy buena cara.
—¿Shelma? —preguntó Megan acercándose a la ventana.
Al asomarse vio a su hermana llegar con cara de pocos amigos y pronto supo por qué.
—¿Dónde está Zac? —preguntó Shelma a gritos mientras se retiraba el pelo castaño de la cara. Su hermano las iba a volver locas.
—Le envié contigo hace un buen rato —contestó Megan resoplando—. No te muevas, bajaré enseguida y te juro que cuando lo encuentre le arrancaré las orejas.
—Ese hermano tuyo… —indicó Gillian—. Es cabezón.
—Pero más lo soy yo —aseguró Megan mirando a Alana—. Me tengo que ir.
—No te preocupes, Megan —dijo Alana tomándola de la mano—, seguro que estará jugando por algún lado.
—Te acompaño —señaló Gillian, que conocía bien las fechorías de Zac.
Tras despedirse de Alana, abrieron la pesada arcada de madera y salieron al oscuro pasillo alumbrado por antorchas. Bajaron la escalera de piedra en forma de caracol hasta llegar a la sala principal, donde aún quedaban algunos hombres que las miraron boquiabiertos murmurando palabras en gaélico al verlas pasar.
—Juro que lo mataré en cuanto lo tenga en mis manos —despotricó Megan sin percatarse de que los hombres las miraban y reían ante ese comentario.
—Veamos en qué clase de fechoría anda metido ese mequetrefe —respondió Gillian agarrándose las faldas.
Cruzaron el patio a toda prisa para llegar hasta Shelma, que al verlas gritó:
—¡Te juro que lo mato, Megan!
—Eso ya lo dijo tu hermana —sonrió Gillian para templar el ánimo de Shelma.
—Dijo que quería ir con otros muchachos a ver a los feriantes —recordó Megan.
—¡Lo sabía! —gritó Shelma.
Las tres muchachas, andando a paso rápido, se dirigieron hacia la explanada donde los feriantes comenzaban a montar sus puestos. Una explanada algo húmeda por las lluvias, y con barro.
—¡Allí está ese rufián! —indicó Megan.
Pero las tres se quedaron sin palabras cuando vieron cómo el niño se acercaba con sigilo, junto a un par de chicos del clan, a uno de los puestos y, mientras el feriante colocaba unas telas, le quitaban cosas escondiéndolas bajo sus camisas.
De pronto, unas vasijas de barro cayeron al suelo atrayendo la mirada del feriante. ¡Los habían pillado! Por lógica, el hombre cogió a Zac. Era el más pequeño.
El niño comenzó a gritar al verse sujeto por unas manos que lo zarandeaban. Al ver aquello, a Megan se le subió el corazón a la boca y, echando a correr seguida por las otras dos, se detuvo a unos pasos del feriante, quien ya le había propinado un par de azotes a Zac.
—Disculpad, señor. ¡Por favor! —susurró Megan sin aliento por la carrera—. ¿Seríais tan amable de soltar a mi hermano? Yo os pagaré lo que ha roto.
—¿Este sinvergüenza es tu hermano? —preguntó el hombre cogiéndole por el cuello mientras Zac lloraba.
—Sí, señor —asintió Shelma plantándose junto a Megan—. Es nuestro hermano y os pedimos que le soltéis.
—¡Yo no hice nada! —mintió Zac intentando zafarse del hombre.
—¡Zac, cállate! —reprochó Gillian, enfadada, notando cómo sus pies se hundían en el barro.
—¡¿Qué no hiciste nada?! —bramó el hombre dándole un bofetón que dolió más a las muchachas que al niño—. Me estabas robando y me has roto algunas jarras. ¡¿Eso es no hacer nada?!
En ese momento salió de su carro la mujer del feriante, y Megan puso los ojos en blanco al reconocer a Fiona, que se llevó las manos a la cabeza al ver los destrozos.
—¡Malditas y apestosas sassenachs! —escupió la mujer al verlas.
—¡Cállate! —gritó enfurecida Gillian.
Aquella maldita palabra había causado mucho dolor a sus amigas y a su propia familia.
—No queremos tener líos, Fiona —advirtió Shelma mirándola con recelo.
Fiona era una antigua vecina del pueblo. Durante los años que vivió allí, primero su madre y luego ella siempre las trataron con tono despectivo. Las odiaba por su sangre inglesa. Incluso en varias ocasiones, Megan y ella habían llegado a las manos.
—Entiendo vuestro disgusto, señor —prosiguió Megan mirando al feriante—. Por eso os repito que pagaré lo que mi hermano…
—¡Estate quieto, ladronzuelo! —gritó el hombre dando otra bofetada a Zac, lo que hizo que su hermana mayor perdiera la paciencia.
—¡Escuchad, señor! —vociferó Megan, enfurecida—. Si volvéis a darle un bofetón más, os lo voy a tener que devolver yo a vos.
—¡Qué tú me vas a dar un bofetón a mí! —se carcajeó el feriante, indignado.
Gillian y Shelma se miraron. Megan era capaz de eso y de mucho más.
—Pero ¿quién te has creído tú para hablar así a mi hombre? —ladró Fiona plantándose ante Megan con los brazos en jarras.
—Soy Megan. ¿Te parece poco? —aclaró mirándola con desprecio. Volviéndose hacia el hombre, escupió—: Soltad a mi hermano. ¡Ya!
—Este sassenach —gritó con desprecio el feriante— es un futuro delincuente, y como tal debería ser tratado.
«Se acabaron las contemplaciones, Fiona», pensó Megan mientras se retiraba el pelo de la cara. Aquella rolliza muchacha había hecho mucho daño a su abuelo con sus terribles comentarios y estaba harta.
—Yo no soy sassenach —aulló Zac, que a su corta edad aún no llegaba a comprender por qué a veces la gente se empeñaba en insultarle de aquella manera.
—No lo puedes negar, mocoso —escupió Fiona—. Tú y tus hermanas oléis a distancia a la podredumbre de los sassenachs.
«Oh, Dios…, te mataría con mis propias manos», pensó furiosa Megan al escucharla.
—Y tú hueles a excremento de oso cruzado con una bruja —gritó Shelma muy enfadada, momento en que Fiona se abalanzó sobre ella.
Megan intentó separarlas, pero la corpulenta mujer de otro feriante se abalanzó sobre ella. La lucha estaba servida.
Al ver aquello, Gillian comenzó a gritarles a todos que era la hermana de Axel McDougall y que éste les echaría de sus tierras. Pero nadie le hizo caso. Las mujeres continuaban tirándose de los pelos y arrastrándose por el barro, por ello Gillian no se lo pensó dos veces y, sin importarle nada, se tiró encima de ellas.
Los gritos y la algarabía que se organizó atrajeron las miradas de todo el mundo. ¡Había pelea!
De pronto, el fuerte ruido de los cascos de varios caballos y un rugido atronador provocaron que todos se parasen en seco. Ante ellos tenían a su señor Axel, a El Halcón y a algunos hombres más.
—¡¿Qué ocurre aquí?! —preguntó Axel con gesto de enfado, montado en su enorme caballo blanco.
Su sorpresa fue tremenda cuando reconoció entre aquel amasijo de cuerpos a su hermana, a Megan y a la hermana de ésta. Desmontando con rapidez e intentando mantener el control, ayudó a Gillian a ponerse en pie. Tenía el pelo revuelto, estaba empapada y con la ropa pringada de barro.
—Gillian, por todos los santos. ¿Qué haces? ¿Qué ha pasado?
Enfurecida por aquella intromisión, se apartó de su hermano y, ayudando a Megan y Shelma a ponerse en pie, gritó encolerizada:
—Esas malditas mujeres, Axel. Se abalanzaron sobre nosotras.
Niall, contemplando la escena divertido a lomos de su semental, se acercó al bullicio junto a Lolach.
—Veo que por aquí las cosas no cambian —bromeó Niall. Pero una mirada dura de Axel le indicó que callara.
Los feriantes se quedaron de piedra al ver al señor de los McDougall matándoles con la mirada. Tras él se encontraban El Halcón, Niall y Lolach, quienes les observaban muy serios, conteniendo las ganas de reír ante semejante cuadro.
—El muchacho robó y rompió varias vasijas —se defendió el feriante en un tono diferente, mientras aún sujetaba a Zac—. Es más, si le registráis encontraréis bajo su camisa algo del botín.
—¡Soltad a mi hermano! —bramó Megan acercándose con la cara enrojecida y arañada—. Soltadle ahora mismo o juro que os mataré.
La rabia en su mirada y el coraje en sus palabras dejaron sin aliento a los guerreros, quienes vieron en Megan a una mujer con mucho carácter. Aquella fuerza atrajo aún más la curiosidad de Duncan al reconocer a la morena.
—Pero ella… —comenzó a decir Fiona señalándola.
—Cuida tus palabras cuando hables de mi hermana o te las volverás a ver conmigo —advirtió Shelma.
—¡Qué carácter tienen las mujeres de esta tierra! —susurró Niall a Lolach, quien nuevamente tuvo que contener la carcajada.
El feriante soltó a Zac, que corrió a esconderse tras Megan, quien tenía el rostro arrebolado.
—Zac, ¿has robado? —preguntó con su voz ronca Duncan atrayendo las miradas de todos, mientras bajaba de su oscuro y enorme caballo.
—Señor —comenzó a decir Shelma intimidada ante El Halcón—, es un niño y…
—Estoy hablando con vuestro hermano —musitó Duncan mirándola.
«Maldita sea, Zac. Ahora, ¿cómo salimos de ésta?», pensó Megan al ver que aquel enorme guerrero se acercaba a ella.
Zac continuaba escondido tras su hermana mayor, que por primera vez miró a los ojos a aquel highlander sintiendo un extraño ardor en sus entrañas viéndole caminar hacia ella. El de ojos duros e implacables era El Halcón, el terrible guerrero del que tantas historias macabras habían oído y el que, según Alana, la había estado observando. Su figura era imponente e implacable, tanto por altura como por la anchura de sus hombros, sobre los que descansaba un brillante pelo castaño.
—¡Zac! Has desobedecido mis órdenes —reprochó Axel, enfadado—. Y eso conlleva un castigo.
—¡No! —gritaron al unísono Megan y Shelma.
—¡Axel! —gritó Gillian, horrorizada—. Por el amor de Dios. ¡Es un niño! Y ellos no aceptaron la oferta de Megan de pagarles lo robado y roto. Sólo se han dedicado a humillarlas e insultarlas, y luego…
—Mañana, Zac —prosiguió Axel indicándole a su hermana que callara—, quiero verte en el castillo para hablar sobre tu castigo.
Niall y Lolach, al escuchar aquello, se miraron. Conocían a Axel y sabían que el castigo que impondría al muchacho no iría más allá de ayudar en las cocinas del castillo.
—Zac —lo llamó Duncan agachándose para ponerse a su altura—. Podrías salir de las faldas de tu hermana para que pueda hablar contigo como un hombre.
El niño, pálido y asustado por sus actos y por aquel enorme guerrero, salió con valentía. Duncan lo miró y estuvo a punto de blasfemar cuando contempló aún marcado en su cara el bofetón del feriante.
—Enséñame qué has robado —indicó Duncan.
Sin necesidad de repetir la pregunta, el niño metió sus manitas bajo la camisa sucia y sacó algo que depositó en las grandes y callosas manos de Duncan.
—Quería que mis hermanas fueran guapas a la boda y cogí estos colgantes para ellas.
—Oh, Zac —susurró Megan agachándose junto a él, incapaz de pronunciar una palabra más.
Al agacharse junto al crío, Megan quedó muy cerca de Duncan, que admiró su belleza a escasos centímetros y percibió su olor a musgo fresco. Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que el color negro tenía más de una tonalidad al perderse en los ojos de la muchacha. Sus labios le invitaban a besarlos, a tomarlos, y la calidez de su rostro, aún embarrado y sucio, le dejó sin palabras.
—Zac, cariño —susurró Megan—. Nosotras te lo agradecemos, pero no queremos que robes nada, ¿no lo entiendes?
—Robar es algo que no está bien —recalcó confuso Duncan, turbado por la presencia de la joven—. Muchos hombres van a las mazmorras, mueren o son azotados por ello. ¿Quieres que te ocurra algo así?
—Señor —saltó rápidamente Shelma—. Si mi hermano tiene que ir a las mazmorras o ser fustigado, ocuparé su lugar.
Al escuchar aquello, a Megan le hirvió la sangre y se le aceleró el corazón. ¡Nunca lo permitiría!
—¡¿Qué dices?! No consentiré algo así —aclaró Megan. Y mirando de frente a los ojos de Duncan, con más valor que muchos guerreros, añadió—: Ambos son mis hermanos, señor. Soy responsable de ellos. Ante cualquier cosa que ellos hagan, la responsabilidad es mía. Si alguien tiene que ir a algún lado o pagar algo, no dudéis que seré yo.
Aquellas palabras dejaron mudos a todos. Lolach se asombró por la fuerza de aquellas mujeres, en especial por la joven que respondía al nombre de Shelma, quien le miró en un par de ocasiones y le sonrió.
—No estoy diciendo que nadie tenga que ser azotado —aclaró Duncan, confuso por la reacción de las muchachas—. Sólo le estoy haciendo entender a Zac que robar le puede acarrear en el futuro muy serios problemas a él y a su familia.
—En eso tiene razón mi hermano —asintió Niall—. Zac debe aprender desde pequeño que cierto tipo de situaciones le pueden traer problemas.
Duncan, con pesar, retiró su mirada de la muchacha para fijarla en el niño y decir:
—Prométeme que nunca más volverás a robar o serán tus padres, responsables de ti, los que paguen tus problemas.
—No tengo padres —indicó el niño muy serio, sintiendo el dolor en los ojos de Megan al escuchar aquello.
—Pero tienes hermanas —respondió Duncan—. Ellas desean que algún día seas un valeroso guerrero que las defienda, ¿no crees? Además, estoy seguro de que a tu señor le gustaría poder contar con guerreros como tú.
—Os lo prometo, señor —respondió con timidez el niño. Él quería ser guerrero.
—¡Guerrero, ese rufián! —se mofó Fiona por aquel comentario—. Pero si ellos son…
—¡Cállate! —gritó Gillian intuyendo lo que aquella bruja iba a decir—. No vuelvas a insultarlos o te las verás de nuevo conmigo.
—¡Vuelve a decir esa palabra! ¡Vuelve a insultarnos! —vociferó Megan levantándose para encararse con la mujer—. Y te juro que te arranco los dientes y me hago un collar con ellos.
Al escuchar aquello, Duncan miró a su hermano y a Lolach sorprendido. Nunca había conocido una mujer con ese carácter.
—Fiona —ordenó Axel al intuir lo que ocurría—. Recoge tus mercancías y sal de mis tierras.
—Pero, señor… —susurró el feriante cogiendo a su mujer por el brazo para que callara.
—Sin preguntar intuyo lo que aquí ha ocurrido —prosiguió Axel, serio—. Si alguno más desea marcharse con ellos, ¡adelante! Pero a mi gente nadie la insulta. Por lo tanto, y entendiendo que la noche se acerca, la única opción que soy capaz de razonar es que paséis la noche aquí. Pero por la mañana no os quiero ver en mis tierras. ¡¿Entendido?!
—Sí, señor —asintieron los feriantes alejándose de Fiona, que echaba chispas al ver cómo aquellas muchachas sonreían.
—¡Zac! Recuerda tu promesa —señaló Duncan muy serio. Con tranquilidad, se dirigió al feriante, que estaba pálido de miedo—. Yo me haré cargo del pago.
—¡No, laird McRae! —exclamó Megan agarrándole del fornido brazo para llamar su atención—. No os preocupéis, lo pagaré yo.
—No es necesario —susurró Duncan a escasos centímetros de ella.
En ese momento, Megan fue consciente de su osadía al tocarle y, dando un paso hacia atrás, se alejó de él. Duncan, aún con la mirada puesta en ella, sentía la mano caliente y palpitante de la muchacha sobre su piel. ¡Su suavidad había sido muy agradable!
Como un halcón eligiendo a su presa, clavó sus verdes ojos en ella y, durante unos instantes, ambos se miraron a los ojos, como si no existiera nadie más.
—De momento —tosió Axel interrumpiendo—, lo que vais a hacer es ir a vuestras casas a cambiaros de ropa y quitaros el barro de encima. Más tarde, seguiremos hablando. —Luego, volviéndose hacia los feriantes, dijo—: Mañana por la mañana, al que piense como ellos, no lo quiero ver por aquí.
—No sé aún lo que ha pasado —aseveró Duncan señalándolos—. Pero, por mis tierras, no os quiero ver.
—Ni por las mías —concluyó Lolach.
—Ven aquí, Gillian —llamó Axel a su hermana—. Te llevaré al castillo para que te cambies de ropa y vuelvas a ser una dama.
—¡Soy una dama! —gritó enfadada al verse izada por su hermano ante la cara de guasa de Niall—. Pero las injusticias pueden conmigo.
—Vamos, Zac —apremió Megan cogiéndole de la mano y comenzando a andar.
—¡Duncan! —gritó Axel mientras volvía su caballo en dirección al castillo—. ¿Podrías ocuparte de que Megan y sus hermanos lleguen a casa sin que se metan en más líos?
—¡No! —gritó Megan intentando alejarse lo antes posible de aquellos hombres—. Nosotros iremos andando, mi señor. Está muy cerca. Además, nos encanta pasear.
Pero los guerreros ya habían tomado su decisión.
—Ni lo soñéis —intervino Lolach acercándose a Shelma, a quien izó sin previo aviso para sentarla ante él, dejándola con la boca abierta—. Será un placer acompañaros.
—Os lo agradezco, laird McKenna —sonrió Shelma acomodándose a su lado, dejando a su hermana sin palabras por aquella ligereza, y en especial por su cara de tonta.
—Tenéis un poco de sangre aquí —susurró Lolach tocándole con la punta del dedo en el cuello, quedando atontado al ver aquella vena color verde latir ante sus ojos.
—Oh, no os preocupéis —sonrió Shelma limpiándose como si nada—. Son rasguños sin importancia.
«Shelma, pero ¿qué haces coqueteando?», se preguntó Megan, incrédula, al ver cómo aquella pestañeaba.
—Cualquier mujer se horrorizaría por marcar su piel de esta forma —rio Niall al ver la cara de bobo de Lolach.
—Nosotras no somos cualquier mujer y menos aún nos asustamos por un poquito de sangre —contestó sonriendo Shelma, dejándoles asombrados por su seguridad.
Tras tenderle al feriante unas monedas, que éste recogió con una falsa sonrisa en los labios, Duncan, en dos zancadas, llegó hasta su caballo y de un ágil salto montó en él.
—¡Niall! Coge al muchacho y agárralo bien, no se te vaya a caer —ordenó con voz alta y clara, como estaría acostumbrado a hacer.
Y, sin decir nada más, se acercó a Megan tendiéndole la mano para que subiera. Algo desconcertada y molesta por el giro de los acontecimientos, aceptó su mano y, tras notar cómo él la levantaba como una pluma y la sentaba ante él, dijo más tiesa que un palo:
—Gracias por pagar la deuda, laird McRae, pero mis hermanos y yo podríamos ir andando.
—Ni hablar —respondió rodeando con su brazo izquierdo su cintura para tenerla asida con fuerza—. Yo te llevaré hasta allí y me aseguraré de que no te pase nada.
El camino no era muy largo, y menos a caballo. La humilde cabaña de Angus McDougall estaba próxima a las caballerizas y junto a la herrería. Shelma y Lolach rieron durante el camino por los comentarios de Niall, quien maldecía su mala suerte por tener que llevar a un muchacho y no a una dulce dama.
Duncan, por su parte, no podía pensar en otra cosa que no fuera la mujer que tenía entre sus brazos. Sentada ante él, pudo aspirar mejor aún su aroma, un aroma diferente al que nunca hubiera olido. Cada vez que ella volvía la cabeza para ver si sus hermanos les seguían, Duncan podía admirar la delicadeza de sus rasgos; incluso una de esas veces su mentón chocó con la frente de ella, sintiendo de nuevo la suavidad de su sedosa piel.
Megan, incómoda por estar en aquella absurda situación, intentó mantener la espalda rígida. Echarse hacia atrás suponía sentir la musculatura de aquel guerrero contra ella, y no estaba dispuesta. Ver su imponente figura, cuando él se había bajado del caballo para acercarse a ella y a su hermano, la había dejado desarmada. Aquél era El Halcón, el guerrero más temido por los clanes y más codiciado por las mujeres. Pero ante ella había demostrado humanidad al hablar a Zac con delicadeza y lógica, y no podía olvidar cómo éste le escuchó y le sonrió.