Capítulo 1

Dunhar (Inglaterra), Año 1308

Lady Megan Philiphs no podía creer lo que estaba oyendo. Escondida tras la arcada de roble macizo escuchaba a su tía Margaret hablar con Bernard Le Cross, el obispo que tan poco le había gustado en vida, a su madre.

—Ilustrísima. Es de extrema importancia que oficiéis las bodas aun sin las amonestaciones pertinentes —dijo Margaret con su atípica voz ronca.

—Lady Margaret —asintió el obispo—, para mí será un placer ocuparme de esa doble boda.

—Tengo que decir, en favor de los caballeros, que ambos conocen a las doncellas desde pequeñas y están satisfechos con la idea de desposarse con ellas y enseñarles los modales y la clase que les falta —rio con malicia—. Además, ya cuentan con veinte y dieciocho años.

—La entiendo, lady Margaret —murmuró el rollizo obispo tomando una nueva torta de semillas de anís.

—Será un acuerdo beneficioso para todos. Además, no se han podido negar —rio sir Albert Lynch, marido de Margaret y tío de las muchachas—. Entre los favores que me deben los caballeros y el pensar en someterlas en sus camas se han animado con rapidez.

—No veo el momento en que esas salvajes desaparezcan de mi vista —escupió sin escrúpulos Margaret, mientras entregaba al sacerdote más pastas.

¡Cuánto odiaba a aquellos tres mestizos! En especial, a las muchachas. Siempre habían sido la vergüenza de la familia. Ella misma había sufrido las consecuencias de que su hermano se casara con una salvaje escocesa. Cuando todo el mundo se enteró de aquella boda, Margaret y Albert dejaron de ser invitados a los bailes y actos sociales de la época. Pero ahora que su hermano George y la salvaje de su cuñada habían muerto, ella se ocuparía del futuro de aquellos mestizos.

Incrédula, Megan escuchaba los oscuros planes de su tía, apoyada sobre la bonita arcada que su padre mandó construir. Aquella casa, que tantos momentos bonitos había albergado en vida de sus padres, ahora se había transformado en un hogar siniestro a causa de la presencia de sus tíos.

«Esta mujer está loca», pensó Megan, pálida como la cera. Al escuchar aquello, casi se le había paralizado el corazón. Pretendían que su hermana y ella se casaran con dos enemigos de su padre. Los hombres que siempre le repudiaron por el simple hecho de unirse en matrimonio con su madre, Deirdre. Aquellos que siempre las habían mirado con ojos llenos de lascivia.

—Me imagino que ambas desaparecerán de estas tierras —prosiguió el obispo con indiferencia, mientras se limpiaba las comisuras de su arrugada boca con una delicada servilleta de lino—. Con sinceridad, lady Margaret, quitaros de encima a esas dos molestias es lo mejor que podéis hacer.

—Cada día es más difícil la convivencia —reprochó Albert—. Se niegan a ser sumisas y obedientes, y a comportarse como damas. Pero claro, ¡qué se iba a esperar de ellas, teniendo la madre que han tenido y la educación que les ofrecieron!

—Se marcharán y desaparecerán de nuestras vidas —dijo tajante Margaret—. Sólo permanecerá en esta casa el pequeño Zac, bajo mi tutela. Es el heredero y, como tal, lo criaré. Eso sí, sin la influencia de esas dos salvajes. Le enseñaré a ser un buen inglés para que machaque a esos malditos highlanders.

Megan no pudo escuchar más. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas dejando surcos a su paso. Necesitaba salir de allí. Con sumo cuidado, desapareció saliendo al patio trasero de la casa, junto a las preciosas flores que su madre plantó años atrás. Tomó varias bocanadas de aire mientras corría, y se internaba en el bosque.

Necesitaba hablar con John de Lochman, el mejor amigo de sus padres, por lo que se internó bosque a través en busca de aquel que siempre les había dado consuelo, desde que sus progenitores desaparecieran.

Agotada por la carrera, paró unos instantes a descansar. La angustia le hacía maldecir en voz alta convulsivamente.

—¡Bruja! ¡Maldita bruja!

—¿Qué te ocurre, Megan? —dijo una voz junto a ella asustándola.

—¡Oh, Shelma! —exclamó al reconocer a su hermana—. Tenemos que encontrar con urgencia a John.

—Está en las cuadras con Patrick. Pero ¿qué te pasa?

—Shelma, tía Margaret pretende casarnos. A ti con sir Aston Nierter y a mí con sir Marcus Nomberg.

—¡¿Qué?! —gritó incrédula. Odiaba a esos hombres, tanto como ellos a ellas—. Pero… pero si esos hombres nos desprecian.

—¡Ojalá se pudran en el infierno! —vociferó Megan—. Pretenden quitarnos de en medio, para educar a Zac y quedarse con todas las propiedades de papá. ¡Ven, debemos encontrar a John!

El corazón les latió con fuerza cuando comenzaron a correr por el florido bosque de álamos.

—Pero John ¿qué va a hacer? —preguntó llorosa Shelma—. Él no puede ayudarnos. Le matarán.

—No sé qué hará —respondió sin aire Megan—. Pero al morir papá, me pidió que, si alguna vez me veía en peligro, acudiera a él.

Cogidas de la mano llegaron hasta las majestuosas caballerizas, donde uno de los hombres de John las saludó y les indicó dónde encontrarlo. Sorteando con celeridad a hombres y caballos, llegaron hasta el lateral de las caballerizas. Agotadas, vieron, John con las riendas de un precioso caballo en sus manos.

—¡Cuánta belleza junta! —bramó John acercándose a ellas.

Aquel gigante de casi dos metros adoraba a las muchachas, al igual que había adorado a su dulce madre Deirdre. De pronto se paró en seco y, observando los ojos vidriosos de las jóvenes, rugió:

—¿Qué ocurre aquí?

—Una vez dijiste que si alguna vez nos veíamos en peligro te lo dijera —jadeó Megan agarrando a su hermana—. Tía Margaret quiere casarnos este fin de semana con sir Aston Nierter y sir Marcus Nomberg.

—¡¿Qué estás diciendo, muchacha?! —gritó mientras el corazón le latía acelerado.

Era imposible. ¿Cómo iban a hacerles aquello a esas dos adorables muchachas? Sir Marcus y sir Aston eran dos caballeros del rey Eduardo II, duros y despiadados, que nunca aceptaron el matrimonio entre George y Deirdre por el simple hecho de ser ella escocesa. ¿Cómo demonios se iban a casar con ellas?

—Entiendo que tienes que pensar en ti —prosiguió Megan, quien ardía de rabia por lo que querían hacerles—. Nosotras no queremos que tengas problemas ni con ellos ni con nadie. Pero estoy desesperada, John, no sé dónde ir, ni qué hacer para que mis hermanos no sufran la injusticia que mis tíos quieren para ellos.

—Muchacha —dijo John tocándole la barbilla con afecto—. Hace años prometí a tu padre que si algún día él faltaba, yo me ocuparía de vosotras. Después de su muerte, vuestra madre también me lo pidió, y ¡juré ante Dios que así lo haría, y lo haré!

—Pero ¿dónde podemos ir? —lloriqueó una asustada Shelma—. Siempre hemos vivido aquí. Éste es nuestro hogar. Ésta es nuestra casa.

—Os llevaré con vuestro abuelo.

—¡¿Qué?! —exclamó, perpleja, Megan—. ¿Nuestro abuelo?

—Angus de Atholl, del clan McDougall —asintió con firmeza John.

—Pero… pero… —comenzó a balbucear Shelma, pero las palabras se ahogaron en su garganta, horrorizada por tener que acercarse a los terribles highlanders.

—Vive cerca del castillo de Dunstaffnage.

—¿Crees que querrá ocuparse de nosotros? —preguntó Megan tomando aire. Salir de las tierras inglesas para meterse en zona escocesa era muy peligroso—. Nunca hemos tenido contacto con él, y quizá tampoco quiera saber nada de nosotras.

—Vosotras no. Pero vuestra madre siguió en contacto con él a través de mí durante todos estos años. Angus es un buen hombre, adoraba a vuestra madre y sufrió mucho cuando ella decidió abandonarle para correr a los brazos de vuestro padre. Al principio se enfadó muchísimo. No entendía cómo su preciosa hija se podía haber enamorado de un inglés. Pero el amor que sentía por vuestra madre y la amabilidad de vuestro padre le hizo entender y aceptar ese amor.

—¿Será buena idea acudir a él? —volvió a preguntar Megan mientras intentaba calmar a su hermana, que seguía sollozando.

—Sí, muchacha —asintió John con rabia en la mirada y en sus palabras—. Creo que ésta es la única opción que tenéis para libraros de la crueldad de vuestros tíos y de esos maridos que os quieren imponer.

—Está bien —aceptó Megan sintiendo cómo un frío extraño le recorría la espalda—. ¿Cuándo salimos? Y, sobre todo, ¿cómo avisaremos a nuestro abuelo?

—Mañana por la noche, cuando todos duerman, será un buen momento.

—Estaremos preparadas con Zac —afirmó Megan, decidida.

—Iremos a caballo, no podemos ayudarnos de ninguna carreta, por lo que coged lo justo. ¡Ah!, y llevad ropa de abrigo, en las Highlands la necesitaréis.

Aquella noche, en el saloncito azul, mientras esperaban a que terminaran de servir la cena junto a sus crueles tíos, ambas hermanas permanecían en silencio.

—Estáis muy calladas hoy, niñas —reprochó su tía mirándolas con ojos de serpiente venenosa, mientras se metía una cucharada de caldo en su arrugada boca.

—Hoy dimos un largo paseo por los alrededores de Dunhar —inventó Megan—. Creo que eso nos cansó en exceso, tía.

—Y, como es lógico, habréis estado montando a caballo como un par de salvajes, ¿verdad? —preguntó la mujer sabiendo cómo las muchachas montaban sus caballos.

—Hemos montado a caballo como nuestra madre nos enseñó —contestó Shelma mirándola desafiante.

—¡Otra salvaje! —se mofó sir Albert Lynch, su tío.

—No os permito que habléis así de nuestra madre —murmuró Megan dando un golpe en la mesa con la mano, mientras le miraba a través de sus ojos negros con odio y desprecio.

—Y a mí no me gusta que me hables con ese descaro —respondió secamente Albert.

—¡Tengo hambre! —protestó Shelma intentando tranquilizar a su hermana.

—Tranquilo, Albert —carraspeó Margaret, limpiándose la boca con la servilleta de lino—. Esta situación durará poco tiempo. Relájate y disfruta.

En ese momento apareció William, el criado de la casa. Mirando a las jóvenes con un gesto de complicidad, les guiñó un ojo y curvó su boca a modo de sonrisa. Odiaba a los Lynch. Nunca le gustó la manera en que aquellas personas se comportaban con las niñas.

—Señores, han llegado sir Marcus Nomberg y sir Aston Nierter.

Al escuchar aquellos nombres, a Shelma le dio un vuelco el corazón. Entre tanto, Megan, con una frialdad inusual en ella, contenía su rabia y rogaba tranquilidad a su hermana con la mirada.

—Oh…, qué encantadora visita —rio como una serpiente Margaret, mientras se levantaba junto con su marido para atender a los invitados—. Tomad asiento. Cenaremos todos juntos.

—Lady Margaret, sir Albert —saludó Marcus—. Pasábamos por aquí, pero no pretendemos molestar.

—Vos nunca molestáis —sonrió la mujer con su falso gesto—. Para nosotros es un honor contar con vuestra agradable compañía.

—Por favor, caballeros —indicó sir Albert—. Estamos encantados con vuestra visita. Compartid nuestra cena.

—Si insistís… —asintió de buen agrado sir Aston—. Yo estaré encantado.

Sir Marcus, un hombre alto, despiadado y estirado, se atusó su ridículo bigote al sentarse junto a Megan. Mientras, sir Aston, entrado en carnes y con su característico olor a rancio, se acomodó al lado de Shelma.

William cruzó una rápida mirada con Megan y salió del salón mientras ella le dedicaba una fría sonrisa a sir Marcus, a pesar del asco que le daba su cara marcada de viruela y sus ojos de ratón.

—Lady Megan, esta noche estáis especialmente encantadora —dijo Marcus devorándola con la mirada.

«No puedo decir lo mismo de vos», pensó ella mirando a su hermana.

—Gracias, sir Marcus —respondió con una forzada sonrisa.

Megan era una preciosa y joven muchacha que atraía las miradas de los hombres por su escandaloso pelo oscuro y sus ojos negros como la noche.

—Lady Shelma, vos también estáis preciosa con ese vestido azul —señaló sir Aston rozando con su mano el cabello castaño de la joven, dejándola sin palabras.

—¡Qué galantes sois, caballeros! —afirmó Margaret, mientras William volvía a entrar y con gesto serio indicaba a otro criado que les sirviera caldo.

La cena fue una auténtica humillación. Tanto Megan como Shelma, en diferentes ocasiones, tuvieron que apartar y sujetar las lascivas manos que bajo la mesa, una y otra vez, se posaban sobre sus faldas con intenciones nada inocentes. Agotada por los disimulados forcejeos y con ganas de chillar, Megan se levantó. Tomando a su hermana de la mano, se disculpó con intención de marcharse.

—No seáis antipáticas, niñas —las detuvo Margaret, que tenía muy claro su plan—. Seguro que nuestros invitados desearían dar un paseo por los alrededores.

Con desgana y malhumorada, Megan anduvo hacia la puerta, pero una mano la atrapó por la cintura haciéndola frenar.

—¿Tan cansada estáis? —escuchó la voz pastosa de sir Marcus, mientras notaba cómo los dedos de éste la agarraban con fuerza de la cintura.

—Hoy hemos tenido un día agotador —se disculpó Shelma.

Sujetando con firmeza a las jóvenes, sir Aston y sir Marcus salieron de la luminosa estancia del salón. Sin importarles los gestos contrariados de las doncellas, tras bajar los escalones de la entrada, se desviaron hacia un lateral de la casa. Un lugar oscuro y sombrío. Una vez allí, nada pudieron hacer para continuar juntas. Sir Aston tomó un camino diferente llevándose del brazo a Shelma, mientras Megan bullía de rabia.

—¿A qué se debe ese gesto tan serio? —preguntó sir Marcus.

—Considero que sería más apropiado que los cuatro permaneciéramos juntos —contestó Megan intentando corregir la dirección—. No me parece adecuado quedarnos a solas. No está bien visto.

—Escocesa, existen tantas cosas que no están bien… —rio sir Marcus empujándola contra la pared de la casa y comenzando a manosearla.

—¡¿Qué hacéis?! —gritó enfurecida Megan dándole un fuerte empujón—. ¿Os habéis vuelto loco?

—Loco me tienen tus cabellos, tus ojos —respondió aplastándola contra la pared, mientras intentaba meterle su asquerosa lengua en la boca y sus manos luchaban por subirle el vestido—, tus lozanos pechos, y no veo por qué esperar más tiempo, si finalmente serás para mí.

Asustada y rabiosa, se vio inmovilizada por aquel hombre que le sacaba apenas una cabeza. Notó cómo la mano de él se introducía por su escote para tocar salvajemente sus pechos.

—¡Soltadme, asqueroso patán! —gritó ahogada por la impotencia de verse así y observar en la lejanía que su hermana estaba en la misma tesitura—. O juro que no seré consciente de mis actos.

—Tu fiereza me hace ver que serás ardiente en mi cama, escocesa —no entre dientes al verse manejando la situación—. Una vez que te tenga desnuda en mi lecho, harás todo lo que a mí se me antoje.

—Os lo advertí —bufó levantando una de sus rodillas y dándole con todas sus fuerzas donde sabía que le dolería.

Inmediatamente se vio liberada y a sir Marcus rodando por el suelo aullando de dolor.

—¡No volváis a tocarme en vuestra vida! O no responderé de mis actos —escupió Megan.

En ese momento se escuchó un nuevo aullido. Era sir Aston, quien tras haber recibido un empujón por parte de Shelma había caído al suelo clavándose las espinas de los rosales. Shelma, sin esperar un instante más, se reunió con su hermana. Juntas entraron rápidamente en la casa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Margaret, sentada frente a la lujosa chimenea.

—Esos hombres se han propasado con nosotras —gritó Megan echando fuego por los ojos—. ¿Qué es lo que pretendéis hacer? ¿Qué es eso de que seremos para ellos?

—La verdad —sonrió Albert—. A partir de ahora tendréis que ser cariñosas y complacientes con vuestros prometidos.

—¡Ellos no son nuestros prometidos! —chilló Shelma.

—Lo son —sentenció Margaret viendo entrar a aquellos hombres en la habitación con gesto contrariado—. En pocos días, os desposaréis con ellos y nadie lo podrá impedir.

—Me niego a… —comenzó a decir Megan, pero sir Marcus le soltó una bofetada que la hizo caer al suelo.

Al ver aquello, Shelma se abalanzó sobre él, pero sir Aston, rojo de rabia, la asió por el cuello y la tiró también.

—¡Caballeros! —intervino Margaret sin levantarse de su silla—. Entiendo que estas salvajes os hagan perder la cordura, pero, aunque sólo sea por la memoria de mi queridísimo hermano George, esperad a estar desposados para tratarlas como se merecen.

«Sois lo peor», pensó Megan mirando a su tía.

—Será un auténtico placer —gruñó sir Marcus, quien tras un saludo salió de la habitación seguido por sir Aston.

—¡¿Unirnos a estos hombres?! ¿Cómo podéis permitir semejante osadía? —vociferó Megan mientras ayudaba a su hermana a levantarse del suelo.

—He dispuesto con el obispo vuestros enlaces. No se hable más.

—Mis padres no consentirían esta barbaridad —manifestó Megan, tocándose su dolorida mejilla.

—Querida niña —rio con altivez Margaret—, no olvides que ellos ya no están aquí, y la que decide vuestro futuro soy yo. Casar a dos mestizas, en los tiempos que corren, no es nada fácil.

—Vuestra sangre escocesa y salvaje —continuó Albert riendo como una hiena— será derrotada.

—Sois… —balbuceó Megan a punto de abalanzarse sobre su tío.

—Estamos cansadas —interrumpió Shelma obligando a su hermana a mirarla—. Ahora, si nos disculpáis, deseamos retirarnos. Buenas noches.

Sin detenerse, corrieron hacia sus habitaciones encontrándose por el camino con Edelmira, la mujer de William, quien sin pensarlo las abrazó, acunándolas como cientos de veces lo había hecho durante aquellos duros años.

—No podemos continuar aquí —sollozó Shelma.

—Ay, niñas mías —susurró Edelmira—. ¿Qué podríamos hacer para ayudaros?

—No te preocupes, Edel —la tranquilizó Megan abrazándola—. Algo se nos ocurrirá.

Al día siguiente, la mañana amaneció soleada. El cielo era azul cálido, pero el humor de ambas era oscuro y desafiante. Shelma se asustó al ver la mejilla hinchada de Megan. Debían escapar. ¡Sus vidas corrían peligro!

John, que no había dormido la noche anterior preparando el viaje, se horrorizó al verlas en aquella situación. Pero, tras tranquilizarse, les informó que había conseguido la ayuda de dos hombres, y que las esperarían de madrugada en la parte trasera de la casa, junto a la arboleda.

Aquella noche, mientras cenaban con Margaret y Albert, se alegraron de que éstos no tuvieran ganas de charlar, por lo que pronto se retiraron a su habitación.

En la quietud de la noche, Megan fue hasta el cuarto donde dormía su pequeño hermano Zac: un niño de apenas un año, rubio e inquieto. Lo cogió con delicadeza y, tras envolverlo en una capa de piel, salió con todo el cuidado que pudo para no despertarlo. Shelma esperaba en la puerta, vigilando que nadie les escuchase. Bajaron con cuidado las escaleras. Cuando atravesaban la cocina, de pronto una voz las paralizó.

—Os hemos preparado algo para el camino —dijo William saliendo de las sombras junto a Edelmira—. Quiero que sepáis que nunca me olvidaré ni de vos ni de vuestros padres, y siento en el alma no poder ayudaros en nada más.

—¡William, por Dios, no digas nada! —pidió Megan hablando en susurros para no despertar a Zac.

—Ay, niñas mías —sollozó Edelmira con tristeza mientras le daba a Shelma un paquete con queso, pan y leche para Zac—. Os echaré mucho de menos.

—Y nosotras a ti —susurró Shelma acercándose para darle un beso—. Ahora, marchaos. Nadie tiene que saber que nos visteis. No queremos ocasionaros problemas.

Alargando la mano, Megan tomó la de William, quien, con una triste sonrisa, asintió antes de soltarla.

—Que la felicidad sea la dicha de vuestra futura vida —suspiró el anciano mayordomo.

—Gracias, William —le agradeció Megan con una sonrisa en la boca mientras Edelmira la abrazaba.

—Cuidaos, por favor —murmuró el hombre asiendo a su mujer antes de desaparecer entre las sombras.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó Margaret, que llevaba una vela encendida en las manos. Al descubrir a las jóvenes, preguntó—: ¿Qué hacéis, insensatas?

Paralizadas con el pequeño Zac en brazos, no supieron qué hacer hasta que William y Edelmira, saliendo de las sombras sin pensárselo, empujaron a Margaret hacia un lado, con tan mala suerte que la vela que ésta llevaba en la mano cayó sobre el cesto de la ropa sucia, prendiendo todo con la rapidez de la pólvora.

—No es momento de pararse a mirar —indicó William—. Corred. Corred y no miréis atrás.

—Pero William… —gritó Megan viendo a Edelmira en el suelo junto a su tía.

—Por favor, marchaos y buscad la felicidad —gritó empujándolas.

La intranquilidad se apoderó de ellas desde el momento en que comenzaron a correr. Pero, a mitad de camino, un grito desgarrador procedente de la garganta de William hizo que Megan se parase en seco y mirase hacia atrás. El fuego se había apoderado de toda la cocina y comenzaba a subir hacia la planta de arriba. Con los ojos encharcados en lágrimas, las hermanas Phillips comprendieron el triste final de aquellos dos ancianos que las habían ayudado. Cuando las manos de John las agarraron y las llevaron hasta la arboleda sin perder tiempo, comenzaron un peligroso y agotador viaje, hasta el hogar de su abuelo, muy lejos de Dunhar.