(Es mediodía. El cielo tiene el color de las lazadas de raso de las cortinas que adornan las ventanas, un azul translúcido, inocente. El sol reverbera sobre los llanos campos del Delta, y la puntiaguda fachada blanca de la casa es como una aguda exclamación. La desmotadora de Jake está funcionando; suena como un pulso regular a través de la carretera. Flota en el aire una delicada pelusa de algodón. Aparece Jake, un hombre grande, que sabe lo que quiere, con brazos como jamones cubiertos de fino bello rubio. Le sigue Silva Vicarro, que es el superintendente de la Plantación del Sindicato, donde se produjo el incendio la pasada noche. Vicarro es un hombre más bien pequeño, moreno y enjuto, de aspecto y carácter latino. Lleva pantalones de sarga, botas de cordones y una camiseta blanca. De su cuello cuelga una cadena con una medalla).
JAKE (Con la condescendencia bonachona de un hombre muy grande para con otro pequeño): Pues sí, señor, tengo que decirle que es usted un tipo con suerte.
VICARRO: ¿Con suerte? ¿En qué sentido?
JAKE: ¡En el sentido de que yo puedo encargarme de un trabajo así ahora mismo! Veintisiete vagones de algodón es una buena faena, señor Vicarro. (Deteniéndose ante los escalones). ¡Nena! (Muerde un buen pedazo de tabaco de mascar). ¿Cuál es su nombre pila?
VICARRO: Silva.
JAKE: ¿Cómo se escribe?
VICARRO: S-i-l-v-a.
JAKE: ¡Silva! No hay mal que por bien no venga. ¿De dónde es eso? ¿De la Biblia?
VICARRO (Sentándose en los escalones): No. Del cuento de la «Madre Oca».
JAKE: Bueno, pues afortunadamente para usted puedo hacerlo. Si hubiese estado tan atareado como hace dos semanas hubiera tenido que decirle que no. ¡Nena! ¡Sal un momento!
(Se oye una vaga respuesta desde dentro)
VICARRO: Tengo suerte, mucha suerte.
(Enciende un cigarrillo. Flora abre la puerta de tela metálica y sale. Lleva puesto un vestido de seda color sandía y aprieta contra sí el bolsillo blanco de cabritilla que lleva sus iniciales en una placa niquelada)
JAKE (Con orgullo): Señor Vicarro, quiero que conozca usted a la señora Meighan. Nena, este es un muchacho que está muy alicaído y quiero que tú le des ánimos. Cree que tiene mala suerte porque se le quemó su desmotadora. Tiene que desmotar veintisiete vagones de algodón para un pedido urgente de uno de sus más importantes clientes de Mobile. Yo le he dicho: Bueno, señor Vicarro, hay que felicitarle, no porque se le quemase la máquina, sino porque resulta que yo puedo encargarme del asunto. ¡Ahora dile tú que es un hombre con suerte!
FLORA (Nerviosa): Bueno, ya supongo que no cree que sea un suerte que se le haya quemado la desmotadora.
VICARRO (Con acritud): No, señora.
JAKE (Rápidamente): Señor Vicarro, hay quienes se casan con una chica pequeña y delgadita. Les gusta una figura menuda. ¿Comprende? Después, cuando la chica lleva una vida cómoda y tranquila, ¿qué pasa? ¡Coge kilos, naturalmente!
FLORA (Avergonzada): ¡Jake!
JAKE: ¡Ahora bien! ¿Cómo reaccionan? ¿Lo aceptan como cosa normal, como una cosa que responde a las leyes de la naturaleza? ¡No! ¡No, señor, nada de eso! Empiezan a sentirse engañados. Piensan que el destino les juega una mala pasada porque la mujercita no es tan pequeña como era antes. Porque se ha convertido en una matrona. Sí, señor, esa es la causa de muchos problemas domésticos. En cambio yo, señor Vicarro, nunca cometí ese error. Cuando me enamoré de esta muñeca que ve usted aquí tenía el mismo tamaño que tiene hoy.
FLORA (Cruzando tímidamente hasta la barandilla del pórtico): Jake…
JAKE (Sonriendo burlón): ¡Una mujer no grande, sino enorme! ¡Así es como yo la quería…, enorme! Se lo dije inmediatamente, cuando le puse el anillo en el dedo, un sábado por la noche en el embarcadero de Moon Lake, le dije: ¡Cariño, si te quitas un solo kilo… te dejo! ¡Te dejo, le dije, en el momento en que me dé cuenta de que has empezado a perder peso!
FLORA: ¡Oh, Jake, por favor!
JAKE: No quiero ni tanto así menos en una mujer. No me gustan las petites, como dicen los franceses. ¡Esto es lo que quería… y lo que tengo! ¡Mírela, señor Vicarro! ¡Mire cómo se ruboriza!
(Coge a Flora por el cuello y trata de hacerle volver la cabeza)
FLORA: ¡Oh, deja, Jake! Déjame, ¿quieres?
JAKE: ¡Mire que muñeca! (Flora se vuelve de repente y le pega con el bolsillo. El se ríe y baja corriendo los escalones. Al llegar a la esquina de la casa se detiene volviéndose). Nena, atiende al señor Vicarro mientras yo me ocupo de esos veintisiete vagones de algodón. La política de buena vecindad, señor Vicarro. ¡Hoy me hace usted un favor, mañana se lo hago yo a usted! ¡Nos vemos luego! ¡Hasta después, nena!
(Se aleja con paso elástico)
VICARRO: La política de buena vecindad.
(Se sienta en los escalones del porche)
FLORA (Sentándose en el balancín): ¡Qué descarado es!
(Ríe como una boba y deja el bolsillo en su falda. Vicarro mira sombríamente a través de los centelleantes campos. Sus labios se contraen en un gesto como de niño enfurruñado. A lo lejos se oye el canto de un gallo)
FLORA: Yo no me atrevería a exponerme así.
VICARRO: ¿Exponerse así? ¿A qué?
FLORA: Al sol. Me hace unas quemaduras terribles. Nunca olvidaré cómo me abrasé una vez. Fue en Moon Lake, un domingo, cunado era soltera. A mí nunca me gustó ir a pescar, pero aquel chico, uno de los Peterson, insistió en que fuéramos a pescar. Bueno, no pescó nada, pero siguió dándole a la caña, y yo allí sentada en el bote con todo aquel sol cayéndome encima. Yo le dije: ponte debajo de los sauces. Pero él no quiso hacerme caso y, claro, se me hicieron unas quemaduras tan espantosas que tuve que dormir boca abajo durante tres noches.
VICARRO (Distraído): ¿Qué decía? ¿Ha tenido quemaduras del sol?
FLORA: Sí. Una vez, en Moon Lake.
VICARRO: Qué fastidio. ¿Se curó del todo?
FLORA: Oh, por fin, sí.
VICARRO: Debe ser muy doloroso.
FLORA: También me caí una vez al lago. Y también iba con uno de los Peterson. En otro día de pesca. Eran una panda de locos aquellos chicos, los Peterson. Yo no solía salir con ellos, pero las cosas que pasaron me hicieron desear no haber salido nunca. Una vez, quemada del sol. Otra, casi me ahogo. Orta, ¡zumaque venenoso! Bueno, recordándolo ahora, después de todo, nos divertimos bastante, a pesar de ello.
VICARRO: La política de buena vecindad, ¿eh?
(Se golpea las botas con la justa. Después se pone de pie)
FLORA: ¿Por qué no sube usted aquí y se sienta cómodamente?
VICARRO: Hum.
FLORA: Yo no… soy muy habladora.
VICARRO (Reparando por fin en ella): No se moleste usted en darme conversación, señora Meighan. Soy de los que prefieren una comprensión silenciosa. (Flora ríe, insegura). Una cosa que siempre me choca en ustedes, las señoras…
FLORA: ¿Qué es, señor Vicarro?
VICARRO: Siempre tienen ustedes algo en las manos…, algo a lo que agarrarse. Ahora ese bolsillo…
FLORA: ¿Mi bolsillo?
VICARRO: No tiene usted ningún motivo para tener ese bolsillo en las manos. Supongo que no teme usted que yo vaya a arrebatárselo, ¿no?
FLORA: ¡Oh, por Dios, no! ¡Claro que no!
VICARRO: Eso no sería propio de la política de buena vecindad, ¿verdad? Pero usted no suelta ese bolsillo porque le proporciona algo a lo que asirse. ¿No es así?
FLORA: Sí. Siempre me gusta tener algo en las manos.
VICARRO: Claro que sí. Piense usted en la cantidad de inseguridades que hay. Desmotadoras que se queman. El departamento de bomberos no tiene un equipo decente. Nada de protección. El sol de la tarde quema. No hay protección. Los árboles están a la espalda de la casa. No protegen. La tela de ese vestido no da protección. Por eso, ¿qué es lo que usted hace, señora Meighan? Usted coge el bolsillo blanco de cabritilla. Es sólido. Es seguro. Es positivo. Es algo a lo que se puede uno agarrar. ¿Comprende usted lo que quiero decir?
FLORA: Sí, creo que sí.
VICARRO: Le da a usted la sensación de estar vinculada a algo. ¿La madre protege al niño? ¡No, no, no…; el niño protege a la madre! De quedarse sola y vacía y no tener más que cosas sin vida en sus manos. Quizá usted piense que todo esto es un poco incoherente.
FLORA: Tendrá usted que perdonarme que no piense. Soy demasiado perezosa.
VICARRO: ¿Cómo se llama usted, señora Meighan?
FLORA: Flora.
VICARRO: Yo me llamo Silva. No es oro, sino… Silva[2].
FLORA: ¿Cómo un dólar de plata?
VICARRO: No, como diez centavos de plata. Es un nombre italiano. Yo he nacido en Nueva Orleans.
FLORA: Entonces no está tostado del sol. Su color moreno es natural.
VICARRO: (Levantándose la camiseta y dejando ver el estómago): ¡Mire!
FLORA: ¡Señor Vicarro!
VICARRO: ¡Tan moreno como el brazo!
FLORA: ¡No tiene usted que enseñarme nada! ¡Yo no soy de Missouri!
VICARRO (Sonriendo forzadamente): Perdóneme.
FLORA (Ríe nerviosa): ¡Caramba! ¡Lo siento, pero no tenemos ni una Coca-Cola en casa! Anoche pensábamos ir a comprar una caja, pero con la excitación…
VICARRO: ¿Qué excitación fue ésa?
FLORA: Oh, el incendio y todo aquello.
VICARRO (Encendiendo un cigarrillo): No se me hubiera ocurrido pensar que ustedes les excitara el incendio.
FLORA: Un incendio siempre es excitante. Después de un incendio los perros y las gallinas no pueden dormir. No creo que nuestras gallinas durmieran en toda la noche.
VICARRO: ¿No?
FLORA: Cacareaban y alborotaban y aleteaban en la percha del gallinero… ¡Estaba como locas! Yo tampoco pude dormir. Me pasé toda la noche ahí tumbada y sudando.
VICARRO: ¿Por el incendio?
FLORA: Y el calor, y los mosquitos. Y, además, estaba furiosa con Jake.
VICARRO: ¿Furiosa con el señor Meighan? ¿Por qué?
FLORA: ¡Oh!, se fue y me dejó aquí en el porche sin una Coca-Cola en la casa.
VICARRO: Se fue y la dejó, ¿verdad?
FLORA: Sí. Inmediatamente después de cenar. Y cunado volvió ya había empezado el incendio; y en lugar de coger el coche e ir a la ciudad, como él había dicho, decidió ir a echar una ojeada a su desmotadora quemada. Me entró humo en los ojos, en la nariz y en la garganta. Me irritó la nariz, estaba tan nerviosa y tan rendida que me puse a llorar. Lloré como una niña. Suficiente para dormir a un elefante. ¡Pero seguí despierta y oyendo a las gallinas enloquecidas allá afuera!
VICARRO: ¡Parece que pasó usted una mala noche!
FLORA: ¿Parece? Fue una noche horrible.
VICARRO: Así que ¿dice usted que el señor Meighan desapareció después de cenar?
(Hay una pausa en la que Flora le mira inexpresivamente)
FLORA: ¿Eh?
VICARRO: ¿Dice usted que el señor Meighan estuvo un rato fuera de casa después de la cena?
(El tono de Vicarro le hace ver a Flora su indiscreción)
FLORA: Oh, em…, sólo un momento.
VICARRO: ¿Sólo un momento, eh? ¿Cuánto duró ese momento?
(La mira fijamente)
FLORA: ¿A qué viene tanta pregunta, señor Vicarro?
VICARRO: ¿A qué viene? A nada.
FLORA: Me mira usted de un modo tan extraño.
VICARRO: ¡Desapareció por un momento! ¿Es eso lo que hizo? ¿Cómo de largo fue ese momento? ¿Puede usted recordarlo, señora Meighan?
FLORA: ¿Y qué importancia tiene? De todos modos, a usted ni le va ni le viene.
VICARRO: ¿Por qué le molestan mis preguntas?
FLORA: ¡Usted hace que parezca como si me estuvieran juzgando por haber hecho algo!
VICARRO: ¿No le gusta hacer el papel de testigo?
FLORA: ¿Testigo de qué, señor Vicarro?
VICARRO: Pues…, por ejemplo…, ¡un incendio provocado!
FLORA (Humedeciéndose los labios): ¿Un… incendio… provocado?
VICARRO: ¡Sí, la destrucción deliberada de un bien mediante el fuego!
(Azota sus botas con la fusta)
FLORA (Sobrecogida): ¡Oh! (Manosea nerviosamente el bolsillo). Vamos, no me salga usted ahora con… ideas raras.
VICARRO: ¿Ideas sobre qué, señora Meighan?
FLORA: Sobre la desaparición de mi marido… después de cenar. Puedo explicarla.
VICARRO: ¿De veras?
FLORA: Claro que sí.
VICARRO: Muy bien. ¿Cómo la explica? (La mira de hito en hito. Ella baja la vista). ¿Qué pasa? ¿No puede usted concentrarse, señora Meighan?
FLORA: No, pero…
VICARRO: ¿Se le ha borrado de la memoria?
FLORA: Oiga, yo…
(Se retuerce en el balancín sin saber por dónde salir)
VICARRO: Le es imposible recordar por qué desapareció su marido después de la cena. No puede usted imaginar qué clase de diligencia fue a hacer, ¿verdad?
FLORA: ¡No! ¡No, no puedo!
VICARRO: Pero cuando volvió…, veamos…, ¿acababa de declararse el incendio en la plantación del Sindicato?
FLORA: Señor Vicarro, no tengo la menor idea de adonde quiere usted ir a parar.
VICARRO: Es usted un testigo muy deficiente, señora Meighan.
FLORA: No puedo pensar cuando alguien me mira fijamente.
VICARRO: Muy bien. Entonces miraré hacia otro lado. (Le vuelve la espalda). ¿Se le refresca así la memoria? ¿Puede usted concentrarse en la cuestión?
FLORA: ¡Hum!
VICARRO: ¿No? ¿No puede? (Se da la vuelta con una sonrisa maligna). Bueno… ¿Lo dejamos?
FLORA: No deseo otra cosa.
VICARRO: No sirve de nada llorar por una desmotadora quemada. Este mundo está montado sobre el principio de que donde las dan las toman.
FLORA: ¿Qué quiere usted decir?
VICARRO: Nada en particular. ¿Le importa que…?
FLORA: ¿Qué?
VICARRO: ¿Quiere usted correrse un poco y hacerme sitio? (Flora se corre hacia un lado y él se sienta junto a ella). Me gustan los balancines. Siempre me ha gustado sentarme y mecerme en un balancín. Relaja mucho… ¿Usted está relajada?
FLORA: Claro.
VICARRO: No, no lo está. Tiene usted los nervios de punta.
FLORA: Bueno, usted me pone un poco nerviosa. Todas esas preguntas que me hizo sobre el incendio.
VICARRO: No le hice ninguna pregunta sobre el incendio. Sólo le pregunté por qué salió su marido de casa después de cenar.
FLORA: Yo se lo expliqué.
VICARRO: Claro. Es verdad. Me lo explicó. La política de buena vecindad. Fue muy fina la observación que hizo su marido acerca de la política de buena vecindad. Ahora comprendo el significado que le da.
FLORA: Pensaba en el discurso del Presidente Roosevelt. Estuvimos sentados escuchándolo una noche, la semana pasada.
VICARRO: No, yo creo que se refería a algo más próximo, señora Meighan. Usted me hace un favor y yo le hago otro, eso es lo que dijo. Tiene usted una mota de algodón en la cara. Quédese quieta un momento…, yo se la quitaré (Le quieta con delicadeza la pelusa). Ya está.
FLORA (Nerviosa): Gracias.
VICARRO: Hay muchas pelusas de algodón flotando en el aire.
FLORA: Lo sé muy bien. Me irritan la nariz. Creo que suben hasta los senos.
VICARRO: Es usted una mujer delicada.
FLORA: ¿Delicada? ¿Yo? ¡Oh, no, soy demasiado grande!
VICARRO: Su tamaño es parte de su delicadeza, señora Meighan.
FLORA: ¿Qué quiere usted decir?
VICARRO: Tiene usted un cuerpo grande, pero todas sus partículas son delicadas. Exquisitas. Deliciosas, diría yo.
FLORA: ¿Eh?
VICARRO: Quiero decir que carece usted por completo de toda… rudeza. Es usted suave. Fina. Y tierna.
FLORA: Nuestra conversación está tomando un giro personal.
VICARRO: Sí. Me hace usted pensar en el algodón.
FLORA: ¿Eh?
VICARRO: ¡Algodón!
FLORA: ¡Vaya! ¿Debo darle las gracias?
VICARRO: No, sonría solamente, señora Meighan. Tiene usted una atractiva sonrisa. ¡Hoyuelos!
FLORA: No…
VICARRO: ¡Sí, es cierto! ¡Sonría, señora Meighan! ¡Vamos, sonría! (Flora aparta la cara, sonriendo sin poder evitarlo.). Eso es. ¿Lo ve? ¡Los tiene! (Le toca con delicadeza uno de los hoyuelos).
FLORA: Por favor, no me toque. No me gusta que me toquen.
VICARRO: ¿Entonces por qué se ríe?
FLORA: No puedo evitarlo. Me hace usted sentirme un poco histérica, señor Vicarro. Señor Vi carro…
VICARRO: ¿Sí?
FLORA: Supongo que no cree usted que Jake estuviese mezclado en ese incendio. Le juro que no salió del porche. Lo recuerdo perfectamente ahora. Estuvimos sentados aquí en el balancín hasta que se inició el fuego y después fuimos a la ciudad.
VICARRO: ¿A celebrarlo?
FLORA: No, no, no.
VICARRO: Veintisiete vagones de algodón es un buen negocio para que le caiga en la falda como un regalo de los dioses, señora Meighan.
FLORA: Creí que había dicho usted que íbamos a abandonar el tema.
VICARRO: Esta vez lo sacó usted.
FLORA: Por favor, no trate de confundirme de nuevo. Le juro que el incendio ya había comenzado cuando él volvió.
VICARRO: No es eso lo que me dijo usted hace un momento.
FLORA: Lo entendió usted todo al revés. Fuimos a la cuidad. El incendio estalló y nosotros no lo sabíamos.
VICARRO: Creo que dijo usted que se le irritó la nariz del humo.
FLORA: ¡Oh, Dios mío! Me hace usted decir lo que quiere. Será mejor que haga un poco de limonada.
VICARRO: No se moleste.
FLORA: Iré a hacerla en seguida, pero en este momento me siento demasiado débil para ponerme de pie. No sé por qué, pero apenas puedo mantener abiertos lo ojos. Se me cierran… Creo que es demasiado dos personas en un balancín. ¿Me hará usted el favor de sentarse de nuevo allí?
VICARRO: ¿Por qué quiere usted que me levante?
FLORA: Hace demasiado calor para estar aquí los dos sentados.
VICARRO: Un cuerpo sólo puede dar fresco a otro.
FLORA: Yo siempre oí decir que los cuerpos dan calor.
VICARRO: No en este caso. Mi cuerpo está fresco.
FLORA: No me lo parece.
VICARRO: Estoy tan fresco como un pepino. Si no me cree, tóqueme.
FLORA: ¿Dónde?
VICARRO. Donde quiera.
FLORA (Levantándose con gran esfuerzo): Perdóneme. Tengo que entrar. (El la sienta de nuevo). ¿Por qué hace usted eso?
VICARRO: No quiero verme privado tan pronto de su compañía.
FLORA: Señor Vicarro, me trata usted con mucha familiaridad.
VICARRO: ¿No le gusta jugar y divertirse?
FLORA: Esto no es divertido.
VICARRO: Entonces, ¿por qué se ríe?
FLORA: ¡Tengo cosquillas! Deje de fustigarme, por favor.
VICARRO: No hago más que espantar las moscas.
FLORA: Pues déjelas tranquilas, por favor. No hacen daño a nadie.
VICARRO: Creo que a usted le gusta que la azoten.
FLORA: No es verdad. Le agradecería que se estuviese quieto.
VICARRO: Le gustaría que la azotasen más fuerte.
FLORA: No, no me gustaría.
VICARRO: Esa señal azulada de su muñeca…
FLORA: ¿Qué le pasa?
VICARRO: Tengo una sospecha.
FLORA: ¿De qué?
VICARRO: Se la han retorcido. Su marido se la retorció.
FLORA: Está usted loco.
VICARRO: Sí, se la ha retorcido. Y a usted le gustó.
FLORA: Nada de eso. ¿No le importaría separar el brazo?
VICARRO: No sea tan asustadiza.
FLORA: Muy bien. Entonces me levantaré.
VICARRO: Vamos.
FLORA: Me siento tan débil…
VICARRO: ¿Mareada?
FLORA: Un poquito. Me da vueltas la cabeza. Quisiera que parase usted el balancín.
VICARRO: Apenas se mueve.
FLORA: Aún así es demasiado.
VICARRO: Es usted una mujer delicada. Una mujer muy grande también.
FLORA: Así es América. Grande.
VICARRO: Qué observación tan curiosa.
FLORA: Sí. No sé por qué la hice. Me zumba tanto la cabeza…
VICARRO: ¿Le molesta la pelusa?
FLORA: La pelusa y… este zumbido… ¿Tengo algo en el brazo?
VICARRO: No.
FLORA: ¿Entonces qué está usted limpiando?
VICARRO: El sudor.
FLORA: Déjelo estar.
VICARRO: Déjeme enjugárselo.
(Le limpia el brazo con un pañuelo)
FLORA (Riendo débilmente): No, por favor, no lo haga. Siento una sensación rara.
VICARRO: ¿Qué siente?
FLORA: Me hace cosquillas. De arriba a abajo. Basta ya. Si no me deja en paz voy a llamar.
VICARRO: ¿Llamar a quién?
FLORA: Llamaré a aquel negro. Al negro que está cortando hierba al otro lado de la carretera.
VICARRO: Vamos. Llámelo, pues. TISORA (Débilmente): ¡Eh! ¡Eh, muchacho!
VICARRO: ¿No puede usted levantar más la voz?
FLORA: Siento una sensación tan rara. ¿Qué me pasa?
VICARRO: Se siente usted relajada. Es usted grande. Un tipo de mujer grande. Me gusta. No se excite tanto.
FLORA: Yo no estoy excitada, pero usted…
VICARRO: ¿Yo, qué?
FLORA: Sospecha. De mi marido. Y piensa cosas raras de mí.
VICARRO: ¿Como por ejemplo?
FLORA: Sospecha que él quemó su desmotadora. Y no es cierto. Y yo no soy ningún pedazo de algodón. (Reuniendo todas sus fuerzas). Voy adentro.
VICARRO (Levantándose): Creo que es una buena idea.
FLORA: Dije que iba adentro yo, no usted.
VICARRO: ¿Por qué yo no?
FLORA: Podríamos estar demasiado apiñados si entramos los dos.
VICARRO: Tres es multitud, pero nosotros somos dos.
FLORA: Usted se queda fuera. Espere aquí.
VICARRO: ¿Qué va usted a hacer?
FLORA: Voy a hacer una jarra de limonada fría.
VICARRO: Muy bien. Entre.
FLORA: ¿Y usted qué va a hacer?
VICARRO: Yo entraré detrás de usted.
FLORA: Eso es lo que me figuraba que pretendía usted hacer. Nos quedamos los dos aquí.
VICARRO: ¿Al sol?
FLORA: Nos sentaremos ahí a la sombra. (El se le pone delante). No me cierre usted el paso.
VICARRO: Usted me lo cierra a mí.
FLORA: Estoy mareada.
VICARRO: Debería usted echarse.
FLORA: ¿Cómo voy a echarme?
VICARRO: Entre.
FLORA: Entraría usted detrás de mí.
VICARRO: Y si lo hiciera, ¿qué?
FLORA: Tengo miedo.
VICARRO: Está usted empezando a gritar.
FLORA: ¡Tengo miedo!
VICARRO: ¿De qué?
FLORA: De usted.
VICARRO: Yo soy inofensivo.
FLORA: Estoy mareada. Se me doblan las rodillas como si estuvieran llenas de agua. Tengo que sentarme.
FLORA: Entre.
FLORA: No puedo.
VICARRO: ¿Por qué no?
FLORA: Usted me seguirá.
VICARRO: ¿Y eso sería tan espantoso?
FLORA: Tiene usted en los ojos una mirada maligna y no me gusta el látigo. Con toda sinceridad le aseguro que él no fue. ¡Él no lo hizo, se lo juro!
VICARRO: ¿No hizo qué?
FLORA: El incendio…
VICARRO: Vamos.
FLORA: ¡Por favor, no!
VICARRO: ¿No, qué?
FLORA: Déjelo. El látigo, por favor, suéltelo. Déjelo aquí fuera, en el porche.
VICARRO: ¿Qué es lo que le asusta?
FLORA: Usted.
VICARRO: Vamos.
(Ella se vuelve sin fuerzas y se dirige a la puerta. La abre del todo)
FLORA: No entre. Por favor, no entre.
(Se tambalea, insegura. El la empuja con la mano. Ella entra. Él la sigue. Se cierra la puerta sin ruido. La desmotadora sigue funcionando con su ritmo lento y uniforme al otro lado de la carretera. Del interior de la casa brota un grito salvaje y desesperado. Se cierra de golpe una puerta. Se repite el grito más débilmente)
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