En la oscuridad, Amanda tropezó y cayó sobre el brazo quemado. El dolor le hizo proferir un grito irreprimible. No había querido gritar, sino avanzar en silencio.
No ganaba nada con mostrarle su debilidad a aquel hombre. Pierce la miró desde su altura, con el rifle cruzado sobre el pecho; parecía una torre bajo la luz de la luna. Amanda miró su cara reluciente, sus ojos del color de la amatista. ¿Se acordaría de otros tiempos, cuando fue otros hombres? ¿Conocería la relación que existía entre los dos, la larga unión? En cierta manera, era una parte del lado oscuro de su propio espíritu, igual que Tom lo era de Leannan.
¿Cómo habían podido ellos, que eran tan pocos, capturar a tantas brujas? Por un momento parecía casi imposible, incluso con la ventaja del elemento sorpresa.
Entonces supo qué los asistía.
Invisible como un humo tenue, suspendida justo al lado de él, vio a la niña manca y algo más; a la primera mirada era toda encaje azul pero, a la segunda, era toda garras que chasqueaban.
—Abadón.
—Ésa es una de las palabras de Dios. ¡No te atrevas a pronunciarla! —Empuñó el rifle—. ¡O te volaré la tapa de los sesos aquí mismo!
Amanda logró con gran esfuerzo dominar el miedo y permaneció en silencio.
El fantasma de la niña le susurró algo al oído y, después de un momento, Pierce volvió a hablar.
—Deja que te diga una cosa, mujer bruja, para que lo entiendas. Ponte de pie. —Amanda se incorporó.
Tenía que haber un modo de comunicarse con aquel hombre.
—¿Sabes qué hay ahí, unido a lo que llevas en el bolsillo? Seguro que lo sabes. Te está hablando…
Le cerró la boca de una bofetada. El golpe destelló amarillo y brillante. Se tragó la rabia lo mejor que pudo.
Amanda era incapaz de sostener aquella mirada. Los ojos de Pierce resplandecían de dolor, no de odio. La Doncella apenas podía soportar imaginar el sufrimiento de aquel hombre.
Su mirada le recordó la de otros ojos, los de la madre Estrella de Mar. Eran dos botones desolados, los ojos de una muñeca abandonada, los ojos de la culpa. La voz de Leannan le llegó como un murmullo del viento: «Recuerda que la madre Estrella de Mar forma parte de ti. Recuerda que es tu propia culpa». La voz se acalló y Amanda analizó su mensaje. Si lograba desprenderse de su propia culpa, podría liberar a aquel hombre de la suya. ¿Tendría ella la compasión de amar a alguien que le había hecho tanto daño y que se disponía a lastimarla todavía más? Luchar contra él no le salvaría la vida. Sólo el amor podría hacerlo.
—Vendrás conmigo y te darás prisa. Sí no regreso a tu aldea dentro de una hora, mis hombres prenderán fuego a vuestro establo redondo y quemarán hasta el último diablo que haya dentro, incluidos los niños. Te sugiero que avancemos.
La noche se había vuelto más fría. Temblando como una hoja, Amanda echó a andar a toda prisa. Las lágrimas le empañaban la vista. Se dijo que debía conservar la calma pero le resultaba muy difícil. Habían ascendido un poco más cuando Pierce le ordenó con voz ronca:
—Detente.
Pierce caminaba detrás de ella. Notó que se le acercaba y que el rifle se interponía entre sus cuerpos. Sintió el temblor de su aliento en la nuca.
—¿Qué sabes de hechizos?
—Tú eres uno.
—Si existe algo, una pantera negra o una estatua andante o cualquier cosa por el estilo, dejaré que mis hombres os quemen. Y a ti voy a hacerte arder a fuego lento. ¿Me has entendido?
Al pie del monte Stone, en una mata de arbustos, Amanda vio a Tom; sus ojos aparecían iluminados por la Luna. A duras penas logró contenerse para no llamarlo.
Esperaba que le saltara al cuello al hermano Pierce, que lo matara o, al menos, que se volviera enorme y lo asustara.
Los ojos de Tom estaban fijos en ella. Jadeaba.
Se produjo un largo silencio. Pierce se acercó a Amanda y le dijo al oído:
—Tú y yo tenemos un problema. Mi gente está enardecida, quiere ver sangre.
—¡Tú has quemado a Constance Collier!
—Recibí una señal del Señor.
Se encontraban muy cerca de Tom. Amanda alcanzó a ver su silueta agazapada entre las rocas. Iba a saltar de un momento a otro.
Se le acercaron más. Amanda vio cómo movía la cola a la luz de la luna. Avanzó de prisa y le dejó lugar para que saltara.
Pero ocurrió algo que se lo impidió. Fue muy rápido y doloroso: una garra, fina como una aguja, partió de la niña fantasma y por poco ciega al gato. El felino se internó en la oscuridad con un grito.
—¿Qué diablos…?
—Era sólo un gato. Yo lo vi.
—¡Sólo un gato! Tenéis unos cuantos gatos, ¿no? —Pierce se detuvo, observó los arbustos y luego continuó, empujándola con el rifle.
El temor se apoderó de Amanda. El odio dominaba sobre el amor. La flor siempre moría. Todo nacimiento acaba en muerte. Quizás aquélla fuera la verdadera lección del aquelarre que se cernía sobre ellos. El Samhain se refiere a la tragedia de los muertos, no a su persistencia en el mundo espiritual.
Igual que había hecho en sus últimos viajes, Amanda buscó consuelo en el cielo. Su inmensidad le recordó que, al final, llegaría la paz. Han ocurrido cosas peores que éstas y también mejores e, igual que la alegría, la pena tiene un final. Nadie conocerá jamás los secretos de las estrellas ni los mundos que han surgido y desaparecido.
Se encontraban a menos de medio camino de la Piedra de las Hadas. Aunque Pierce se mostrara renuente, Amanda sabía que no tardaría en volver a arder y él se encargaría de vigilar el fuego. Era un regreso al hogar muy cruel para los dos. La culpa del hermano Pierce caminaba a su lado y él ni siquiera la veía. La niña asesinada lo miraba con odio, pero él era ciego a esa mirada infantil. En la silueta de la niña, Amanda vio la imagen fluctuante del escorpión rojo sangre, de Abadón. Aquella criatura parecía terriblemente peligrosa. ¿Acaso sería un habitante de un infierno real y definitivo del que no había sospechado antes? Abadón no era una invención de la culpa del hermano Pierce. Tenía vida propia. La forma en que lo miraba, tan fijamente, con tanto… cuidado, sugería que pronto le devoraría el alma.
Alcanzaron la rocosa cumbre y los recibió el viento. Amanda comenzó a temblar de un modo incontrolable. La camiseta no era abrigo suficiente contra aquel frío.
El viento suspiró entre los árboles desnudos y silbó rozando las piedras. Y por más que escuchaba atentamente, no oyó en el silbido ninguna palabra. Sólo percibió la paz de su movimiento, mientras soplaba siguiendo sus caminos secretos.
Allí delante, brillando bajo la luz de la luna, vio la Piedra de las Hadas y, ante ella, el delgado arbusto del serbal.
—Ponte a trabajar, cariño.
—¿Y qué tengo que hacer?
—¡Recoger leña! Esto está más frío que el trasero del diablo.
La obligaría a construir su propia pira. ¿La obligaría también a encenderla? Un temblor espantoso le recorrió las entrañas, la piel y la carne, que no tardarían en rezumar grasa hirviente. La muerte en la hoguera constituía una agonía inenarrable para aquéllos que jamás habían pasado por ella. Sus piernas opusieron resistencia tornándose pesadas y sus manos volviéronse torpes. Las ramas que iba recogiendo parecían aferrarse a ella como garras.
Hasta ese momento lo había desafiado. Ahora debía intentar algo nuevo. ¿Había en ella amor suficiente para albergar a aquel ser malvado?
—Puedes liberarte de tu culpa —le dijo con tristeza, sin esperanza—. Yo puedo ayudarte. —Amanda sabía que había asesinado a la niña, lo veía en sus ojos, marcado de forma indeleble; aquel momento se repetía incesantemente en el reflejo vidrioso de su mirada—. Ella te perdonará, Simón. Ya lo ha hecho.
—¿Cómo diablos te has enterado de eso? ¡Seguro que el diablo te lo ha contado! —La culata del rifle silbó en el viento; salió despedida hacia la Piedra de las Hadas y la leña se desperdigó a su alrededor—. ¡Recógela! Y colócala sobre esa roca. Quiero que todo el país vea este fuego. ¡Será como un faro para el pueblo del Señor, un faro que le dirá que ya ha sido liberado!
Arrastrándose, recogió la leña. Le dolía el costado, donde recibiera el golpe, y el hombro y el brazo quemados. ¡Cuánto dolor!
Tenía que haber un modo de llegar a él. Era su única esperanza.
—Simón…
—¡Cierra la boca y sigue trabajando!
Tenía miedo y, por lo tanto, estaba lleno de odio. En apariencia, odiaba a las mujeres pero, en definitiva, no hacía más que odiar a la mujer que llevaba dentro. Y, en el fondo de su corazón, odiaba la vida.
El cautiverio del mal se centra en los errores, las recriminaciones y la culpa. Finalmente, logró reunir una buena pila de ramas.
—Ven aquí, bruja.
Se acercó a él. Miró directamente en la desolación de sus ojos.
«Estoy atrapado —decían aquellos ojos—. Y por eso te odio».
El viento siseó al soplar sobre la Piedra de las Hadas. Yo soy la mano que arrebata. La increíble fuerza de la culpa que sentía Pierce abría el puño tieso que llevaba en el bolsillo; al abrirse, los dedos huesudos le aferraban el muslo. Una pregunta, cargada de terror, se concentró en los ojos de Pierce. Amanda vio la luz de la luna reflejarse en ellos como sobre dos bolas de vidrio castaño.
—Puedo liberarte, Simón. Poseo el don de perdonar los pecados.
—Estás loca —repuso, entrecerrando los ojos.
—La mano está viva. Veo cómo se te mueve en el bolsillo. Y eso no es todo, veo a qué va unida, a una niña que conociste una vez. —Habló suavemente, intentando calmarlo con su voz. Con cuidado, tendió la mano hacia él—. Enfréntate al mal que le has hecho y el perdón llegará.
—¿El mal que yo hice? No hemos venido aquí para hablar de mis culpas, ¿verdad? Tú eres la bruja, la hechicera, la adoradora del diablo. —Soltó una risotada, intentando mofarse de ella—. Eres la encarnación del mal.
—Sólo soy una mujer. Pero lo que llevas en el bolsillo podría muy bien ser la encarnación del mal.
—¡Cierra la boca, bruja!
—Por el amor del cielo, Simón, llevas en el bolsillo la mano de una niña asesinada. No puedes venir a decirme qué es malo y qué no.
La miró con ojos llenos de sospecha.
—Sabes demasiado —murmuró—. Será mejor que vayas a acostarte sobre la leña.
Aquella terrible orden le hizo revivir el peor de los recuerdos: el tacto de la jaula en la que habían encerrado a Moom, la forma en que se habían doblado los barrotes sin llegar a romperse; los horrendos tres minutos que tardó el fuego de la hoguera de Marian en llegar hasta ella atravesando la leña y el tormento enloquecedor que le produjo cuando le tocó los pies.
Se dijo que estaba resignada. Esta vez sabía que, más allá de la muerte, la esperaba el Verano. Le llegó su olor y comenzó a oír su música.
Aun así, aquella orden la hizo hincarse de rodillas, desesperada. Su mente estaría resignada, pero su cuerpo se negaba a partir voluntariamente en medio de semejante tormento.
—Lo siento.
Pierce enredó los dedos en la cabellera de Amanda y la arrastró hasta la pira.
—Levanta los brazos por encima de la cabeza.
Cuando la aferró de las muñecas, la invadió una descarga de sabiduría. Y vio la culpa que todavía manchaba las manos de Pierce.
—Mataste a esa niña y le cortaste las manos para que no identificaran su cuerpo. Y te guardaste una de sus manos. Eso hiciste, ¿verdad?
—¡Yo soy un hombre de Dios! ¿Cómo te atreves a blasfemar de ese modo?
—Aún tienes tiempo de buscar la forma de salir de esto.
—¡Eres una bruja embustera y morirás quemada!
Le cruzó las manos y se las ató con el extremo de una larga correa. Y le enrolló un alambre alrededor de los tobillos.
Recordó que cuando era Marian había mirado las nubes. Ahora se concentraría en las estrellas.
Pierce ajustó la correa. Mientras la mantuviera firmemente tirante, podría luchar cuanto quisiera, pero no podría escaparse.
Mientras Pierce continuaba con su tarea, Amanda vio la tristeza de sus ojos. Su personalidad exterior podía odiarla, podía disponerse a quemarla viva pero, en su esencia más profunda, Pierce lamentaba lo que estaba haciendo. Una fugaz visión de sí misma, huyendo por el monte Stone, cruzó su mente.
—Ibas a dejarme marchar. ¿Por qué has cambiado de idea?
—¿Cómo sabes tanto de mí? No hay nadie en el mundo que sepa lo que tú sabes.
Amanda se acordó de Connie cuando se daba golpes en la cabeza llameante.
¿Por qué nos queman? Quieren desterrar la oscuridad.
Moom piensa: «Pero yo soy la oscuridad. ¡Los críos nacen de la oscuridad!».
Y la voz de Uvas: «Amanda, te estoy esperando. Esta vez no vagarás por los infiernos. Volverás a casa».
—¡Basta de mascullar idolatrías! ¡Te lo he advertido, déjate ya de hechizos!
Amanda sintió que su alma iba reuniendo los recuerdos que llevaría consigo en el viaje y que se aprestaba a esperar ante la puerta de salida del cuerpo.
—Diosa —susurró—, ábrela rápidamente cuando el fuego comience. Por favor, no me dejes sufrir mucho tiempo.
Pierce ajustó de un tirón la correa que le sujetaba las muñecas. La presión hizo que se le hincharan las manos. Durante unos instantes permaneció callada. Al respirar, se le escapó un quejido. Y después, un sollozo.
—Has matado a una niña, Simón. Pero puedes expiar incluso esa culpa. Puedo ayudarte a que lo hagas.
—¡No soy culpable! ¡Ante Dios no soy culpable! —La miró a los ojos y le preguntó—: ¿De veras podrías ayudarme?
—Claro que sí. ¡Claro que sí!
El tormento de la correa se le hizo más llevadero. Por la Diosa iba a dejarla ir. Entonces, Pierce suspiró largamente, volvió a ajustar la correa y la tumbó cara arriba sobre las ramas secas.
La decepción la hizo estallar en llanto. A pesar de su sufrimiento, siguió esforzándose por comprenderlo, por encontrar la clave de cómo ayudarle. Amanda sabía que Pierce buscaba su ayuda. ¿Por qué no se permitía aceptarla?
Entonces vio la naturaleza del infierno que había creado para sí mismo. Sería devorado eternamente en el centro de su culpa. Resultaba sorprendente que no lograra ver aún la sombra de su demonio, la niña fantasma, porque cuanto más odio reunía Simón en su interior, más real se volvía la niña. Desde todas las direcciones, las piernas largas y nudosas de Abadón se aproximaron arrastrando los pies.
Pierce era el primer ser humano que conocía que se había condenado a sí mismo al infierno eterno.
Tom revoloteaba en el horizonte; un felino enorme entre las montañas con una silueta negra como una nube que acariciaba las laderas. Le lanzó una intensa mirada.
Amanda continuó intentando llegar a Simón.
—La niña te dejará expiar tu culpa.
Pierce la miró a la cara. Su boca despedía un penetrante olor a pizza.
—Lamento haberlo hecho. Es que… de repente… me tocó y me gustó tanto pero, de repente… oh, Dios, de repente ya estaba allí tirada, muerta. Una niña tan pequeñita y muerta.
Juntó las manos y miró a Amanda a los ojos. Su esencia parecía gritarle: «Ayúdame, no permitas que me haga esto. ¡Ayúdame!».
El chasquido de las pinzas de Abadón se confundió con el rumor del viento que alborotaba las ramas del serbal.
A Amanda le dolían tanto los brazos que tuvo que esforzarse por no gritar. Sólo había un modo de salvarse: primero tenía que salvar a aquel hombre.
—Le corté las manos y la tiré a un río. No quería que la identificaran. Lo siento, lo siento terriblemente. —Hasta su pena era fea.
—No tienes por qué soportar tu culpa. Podrás aliviarla si tienes valor.
—¡Tengo tanto miedo! —susurró—. Me merezco la condenación eterna por lo que hice.
—Te mereces lo que tú escojas merecer. Tu culpa puede terminar, Simón. Desátame y hablaremos.
Durante un largo rato permaneció inmóvil. Al menos, en su interior se producía una cierta lucha, o eso parecía.
Amanda continuó abrigando alguna esperanza pero cuando por fin la miró a los ojos, la pena que vio en ellos le llenó de desesperación. No se habría mostrado tan afligido si hubiera decidido soltarla.
—Tienes razón al pensar que esto me resulta muy penoso. No disfruto haciendo sufrir a la gente. En realidad, nada me gustaría tanto como dejarte marchar. Pero, entonces, estaría cometiendo un verdadero pecado. Necesitas el dolor que voy a infligirte. Te ahorraré el fuego de Dios quemándote en el mío. Lo que pasa es que no comprendes que esto que hago es una obra de bien. Cuando hayas muerto y estés en el cielo, me lo agradecerás. Quince minutos de tormento te evitarán la eternidad del fuego espiritual.
Con una sonrisa tímida y fascinada en el rostro, encendió el mechero. Amanda apartó la vista. Se le revolvió el estómago; las entrañas se contrajeron alrededor de la diminuta vida que albergaban.
Pensó en el Covenstead. Aquél iba a ser el último Samhain. ¿En qué se habían equivocado? ¿Por qué los habían abandonado los poderes?
Un clic y un chispazo naranja, otro clic y Simón logró encender su mechero. Cubrió la llama fluctuante con sus manos y luego la aplicó a unas hojas secas del borde de la pira.
—Rezaré contigo todo el tiempo que pueda.
—¡Apágalo!
—Cuando el fuego arda, permite que purifique su alma, oh Señor.
Amanda intentó salir rodando, pero no pudo. Se retorció y gimió. Recordando la muerte de Marian se concentró en el cielo. El Verano me espera, se dijo. Las llamas pasaron del azul al naranja y comenzaron a bailar en el viento. Cuando le llegó el primer hálito de calor, el fuego se encontraba ya muy cerca de su muslo.
Entonces se acercó la niña. Resultaba asombroso que Simón no lograse verla aún. Amanda la miró de frente. Tenía los ojos tan fijos, tan enfurecidos… y cuánto sabían aquellos ojos. Bajo la luz de la luna, Amanda le vio las pecas de la nariz.
—Crees que irás al infierno, ¿no es así, Simón? Crees que no tienes escapatoria. Pero sí la tienes.
En los ojos de Simón se produjo un chispazo de interés.
El fuego se acercó más. Tiró tanto de la correa que Amanda creyó que se le romperían los brazos. El humo acre le hizo toser. En el centro de las llamas logró ver las brasas. Cuando luchaba, las chispas volaban hacia el cielo.
—¡Simón! El Señor te quiere en el cielo. Ama a todos sus hijos, ¿no?
El calor iba rápidamente en aumento.
—Oh, Señor, en nombre de tu hija, te pido piedad y perdón en su hora de agonía. Deja que tu fuego purificador la limpie de los pecados de la tierra.
Tom se acercó al círculo de luz proyectado por el fuego. Amanda le gritó:
—¡Ayúdame, por favor!
Simón se lamió los labios resecos. El fuego se reflejó en sus ojos. El calor que sentía a la altura del muslo se convirtió en un tormento. De la ropa comenzó a salirle humo. Simón se había puesto a temblar.
—Le pides a Dios que me perdone pero eres tú quien necesita el perdón. Aquí el pecador eres tú, Simón. La mano lo prueba.
—Yo soy la luz…
—¡No eres mejor que el resto de nosotros! Estás asustado y perdido y te sientes culpable. Apaga este fuego y vuelve a formar parte de la raza humana.
—Yo la maté. Lo reconozco. Lo confieso. ¿Pero de qué sirve? Sigue muerta.
—Dios ha perdonado pecados mucho peores. Si tienes valor, puedes expiarlo… ¡por el amor de todo lo sagrado, me estoy quemando!
El viento hizo que el fuego le acariciara las caderas.
—¡Te lo ruego, por favor, te ruego que lo apagues!
—¡Lo siento! ¡Cuánto lo siento!
Amanda se retorció tristemente. Tenía que haber un modo de llegar a aquel hombre.
—¡Por favor! —Un momento más y las llamas la cubrirían.
Bajo la luz del fuego, el rostro de Simón parecía el de un niño.
Amanda se retorció, pateó, dio alaridos.
Al observarla, la expresión de Pierce cambió. En ella apareció el brillo de algo que no había visto antes, algo que podía ser el remordimiento.
—La mano es la…
—La culpa. Tu culpa. Pero puedes expiar tu crimen. ¡Te enseñaré cómo! —Las llamas habían comenzado a lamerle la pierna.
—¡No puedo! ¡Jamás podré expiar mí pecado!
—¡Empieza por apagar el fuego!
Las llamas se le extendieron por la falda.
—¡Oh, por favor, apágalo! ¡Apágalo!
No se decidía; tendía las manos hacia ella y luego las apartaba. El calor le impedía acercarse.
—¡Te liberarías, Simón! ¡Te liberarías de tu culpa! —Su cuerpo quería entregarse a la enloquecedora angustia del fuego pero tenía que seguir intentándolo—. Piensa, Simón. ¡En todos estos años no has tenido ni una sola noche de sueño tranquilo! ¡Podrías encontrar la paz, Simón!
—Oh, Dios… —Se echó a llorar. Entonces avanzó, protegiéndose la cara con la mano y, de repente, la correa se aflojó y Amanda pudo ponerse en pie de un salto y rodar para liberarse.
El dolor le ardía en el pecho y la pierna, pero lo había logrado. Estaba libre, ya no se quemaba, y Simón Pierce estaba arrodillado entre las brasas rotas, mientras buscaba desmañadamente en el bolsillo; sacó una cosa pequeña y extraña del bolsillo, la mano, salpicada ya en algunas zonas de carne viva.
La sostuvo en el hueco de las dos manos.
Amanda se apartó, porque algo inimaginable estaba ocurriendo junto a Pierce. El aire se llenó de un sonido suspirante, como si miles de niños se hubieran puesto a murmurar que querían volver a casa, mientras los restos de una niña de doce años se convertían en una realidad absoluta, tangible.
Una silueta diminuta y oscura correteó hacia el serbal. Allí estaban las hadas, incluso quizá Leannan.
La niña tendió el brazo y le quitó la mano a Simón.
—Oh, no —dijo él—. Oh, Betty, no.
La niña giró bajo la luz del fuego. Tenía las manos, que habían vuelto a ocupar su lugar, desplegadas. No sonreía.
—Has de perdonarme, cariño. Fue un crimen de pasión, como suelen decir. Pero tú estás muerta, cariño. ¡Por favor, no quiero verte así! Estás muerta.
Un viento rugiente salió del cielo y con él una voz furiosa, enloquecida, gritó todas las palabras soeces en todas las lenguas conocidas por el hombre.
La furia de la niña asesinada atravesó a golpes el paisaje y su eco retumbó de valle en valle. Simón se encogió ante su presencia, ante aquellos gritos capaces de partir las rocas.
Entonces volvió a hacerse el silencio, roto únicamente por la agitada respiración del hermano Pierce.
—¡Es el Diablo! ¡Oh, Señor, esa niña es el Diablo que viene a buscarme!
—No soy el Diablo —le dijo—. Yo te quería, de verdad. —Le sujetó la cara por la barbilla y lo obligó a mirarle a los ojos.
Amanda vio a Abadón oculto en el cuerpo de la niña, dispuesto a saltar sobre Pierce y hundirlo. Tenía que ayudarle.
—¡Eres culpable, pero no eternamente, Simón! Nadie es culpable por toda la eternidad.
Entonces, en los recovecos de las montañas se oyó el tañido de unas enormes campanas. A cada toque, un rebaño de días no vividos revoloteaban transportados en alas de mariposas nocturnas. La vida que le había sido negada a la niña, las noches exquisitas, los días agotadores, el dolor increíble del nacimiento, las viejas sombras y el campo segado de la experiencia, todo surgió para volver a desaparecer, disolviéndose en el polvo lleno de sombras.
Simón vio lo que le había negado a la niña y Abadón comenzó a retorcerse en el cuerpo de la pequeña.
—Tendrá otra vida, muchas vidas. Le queda tiempo —dijo Pierce, y se desplomó. Se cubrió la cabeza y emitió un largo sonido mucho más profundo que un sollozo—. Betty —murmuró—, Betty, Betty, Betty. No puedo devolverte la vida, Betty. No puedo devolverte lo que te quité.
—Simón, piensa en todos los que han quitado vidas. Millones. No eres el único y no te mereces la condena eterna. Acepta tu culpa y expía tu error, pero no pretendas que parezca peor de lo que en realidad es.
—¿Expiar mi pecado? Sólo con el infierno eterno.
—Tu expiación es lo que le satisface y no te tendrá atado por toda la eternidad. No eres tan malo.
Un terrible silencio había caído sobre el Covenstead. La aldea estaba sumida en la oscuridad y las sombras. No vio a nadie.
Se acercó al granero.
Desde el interior le llegó un débil sonido, un cántico suave y triste. Al menos, los suyos seguían con vida. Pero su tono lo decía todo, se preparaban a morir.
Escudriñó por el sendero, entre las cabañas. ¿Dónde estaban los hombres del hermano Pierce? No se veía un alma.
Entonces vio a Tom agazapado, frente a las sombras, junto al sudadero. Era enorme y asombrosamente terrible, un león negro grandioso, con la melena al viento y los ojos dorados. Tenía el tamaño de un coche. Acurrucados, delante de él, se encontraban los hombres del hermano Pierce.
Tom bostezó. Cerca de allí, comenzó a sonar el arpa de Leannan. Resultaba extraño pensar que pudiera encontrarse al mismo tiempo en la montaña con Simón, tocando el arpa en estas sombras y acechando como Tom. Amanda amaba a Leannan Sidhe, y el calor de su corazón endulzó más la música. ¿Será acaso que Dios está solo? ¿Es por eso que existimos?
Amanda comprendió lo que había ocurrido. Como ya habían cumplido su cometido, Leannan se llevaría también a los hombres del hermano Pierce. ¿Podría hacerlo? Tal vez no tuviera derecho; tal vez no les había llegado la hora de morir.
Tom miró fijamente a Amanda y agitó la cola destrozada. Por un momento, entre los dientes asomó su lengua rosada y se lamió los morros bigotudos. Amanda recogió un revólver calibre 30 y, al notar que estaba descargado, probó un fusil. Le quedaban dos balas. Al apuntar a los hombres de Pierce, silenciosos y expectantes, Tom saltó convertido en una lluvia de chispas y volvió a convertirse en gato. Después, cerró los ojos y no tardó en ronronear; era la primera vez que lo oía ronronear.
Abrió de par en par la puerta del granero con un grito de alegría.
—¡Estamos salvados! ¡Hemos ganado! —Robin la levantó en brazos.
Siguió un momento en que todos se abrazaron, felices de seguir con vida, pero sin olvidar a sus muertos. Llamaron al sheriff Williams y los hombres del hermano Pierce fueron conducidos a la cárcel del condado.
El silencio de la noche se abatió sobre la aldea y no tardó en llegar el descanso a aquel grupo exhausto.
En cuanto al hermano Pierce, al día siguiente, la oficina del sheriff y la policía estatal organizaron su búsqueda. No encontraron nada, ni el más mínimo rastro, ni siquiera el envoltorio de un chicle.
En las semanas siguientes, revisaron los pozos de agua, dragaron la laguna de Maywell, recorrieron las montañas.
Tom correteaba al lado de los buscadores, meneando la cola en los altos pastizales y levantando la oreja sana por si captaba algún sonido.
Pero nunca se oyó nada; jamás encontraron nada.
Nunca más volvieron a ver a Simón Pierce.
Fin