30

Concluida la iniciación, el grupo se retiró al granero. Sobre el suelo habían extendido unas alfombras y, en el hogar central, ardía el fuego. El granero estaba caldeado y amorosamente iluminado por las llamas. El aire olía a incienso. Uno de los miembros del Conciliábulo de la Vid tocaba la siringa; las notas dulces y prolongadas llenaban la calma. Las delegaciones cristianas se habían marchado. Después de la ceremonia, sus coches atravesaron lentamente la granja. Por el bien de la seguridad de las brujas, Amanda habría preferido que se quedasen, pero no podían permitirles que presenciaran aquello.

Amanda jamás había imaginado que pudiera existir semejante intimidad en un grupo numeroso de personas. Todos sentían un profundo amor por sus compañeros. Sobre esa base descansaba su sociedad. Amanda no lograba entender cómo podía considerarse amenazadora semejante bondad. Sin embargo, en otras épocas no muy lejanas, le habría sorprendido aquel espectáculo.

Aunque se tratara de un acto compartido por muchas personas, era tan íntimo como una noche de bodas.

Robin se tumbó a su lado, le puso la mano sobre el muslo y cerró los ojos. Ella se volvió de lado y lo contempló.

—¿Estás dormido?

—No del todo.

—Robin, soy tan feliz.

—Ahora eres una de los nuestros —le dijo besándola en la mejilla.

—Así lo siento yo.

—Al principio, cuando llegaste, hubo mucho desacuerdo. Unos cuantos conciliábulos pensaron incluso en marcharse del Covenstead.

—¿A qué se debía el desacuerdo?

—A que eras forastera.

—No soy forastera.

Le sonrió, se inclinó un poco hacia ella y empezó a besarla.

Amanda vio como un halo vago de colores alrededor de la mayoría de los presentes. Cuando las luces de las parejas se tocaban, se producía un azul intenso de una belleza desgarradora. Recordaba aquel color: era el mismo que tenía el cielo en el País del Verano. Y comprendió entonces que el amor estaba tan íntimamente ligado a la muerte que ambos eran como un matrimonio de ancianos, abrazados serenamente.

Amanda miró fijamente a Robin y paladeó la maravilla de encontrarse a su lado.

—Tú edificaste el cono de fuerza. Sin ti no habría sido capaz de encontrar el camino de regreso.

—Fue el Conciliábulo de la Vid.

—Fue cada uno de vosotros y todos a la vez. Si eres brujo, todo lo que haces es mágico. El oficio de los sabios es el arte de expresar la verdadera relación entre la humanidad y la tierra.

—¿O sea?

—Soy tan incapaz de explicar la magia como lo sería un monje japonés de explicarte lo que es el Zen. Cada ser humano es un holograma de toda la especie. Cada uno de nosotros lo contiene todo. Ésa es la base de la magia. Y la Tierra no es una bola inerte de rocas. Tiene conciencia, piensa, sabe dónde estamos. Y eso también es magia.

—¿Por qué me da frío esa idea?

—La Tierra devuelve exactamente lo que ha recibido. —Permaneció callada durante un momento y luego prosiguió—: Se supone que la humanidad ha de funcionar como un solo ser, como el cerebro del planeta. Pero, en cambio, estamos todos desperdigados, cada cual sigue su camino egoísta. Si la Tierra recibe egoísmo, nos responderá con su propio egoísmo. Has de sentir el mundo como un todo, el género humano como un todo. Y dejar de lado las apariencias. Entonces desaparecen las diferencias, las ideologías, los temores. El odio se esfuma junto con las demás apariencias. Sólo queda el amor. —Robin parecía absorto—. ¿No lo sientes? ¿El amor, la compasión?

—Me cuesta mucho imaginar cuáles son tus percepciones.

La invadió una inquietud. ¿Cómo era posible que algo tan simple le resultase incomprensible? Sin embargo, una semana antes, ¿cómo había pensado ella? Debía aportar al mundo lo que había aprendido. Pero no en ese momento. Todavía quedaba mucho por hacer. El hermano Pierce y sus seguidores llegarían en cuanto se hiciese noche cerrada; estaba segura.

En sus pensamientos, lo vio avanzar sigilosamente por el bosque, lo vio acercarse a la casa cobijado por la oscuridad… como si ya estuviera allí.

Eran apenas pasadas las ocho. Quizá estuviera proyectando las imágenes de hechos que ocurrirían más tarde. No podían haber llegado aún porque no había acabado de anochecer. El sheriff no tardaría en presentarse y, entonces, el peligro habría pasado. Con todo, oyó el fuego siseante que flotaba por encima del Covenstead. Al pensarlo, se clavó las uñas en las palmas de las manos. Si todo estaba en orden, ¿por qué el peligro seguía señalándolos con su dedo?

Robin no se percataba de nada. Le devolvió la sonrisa sintiéndose inmensamente sola. Era la única que gozaba de la comprensión suficiente para proteger aquel lugar. Sintió un profundo desasosiego.

Afuera se produjo un sordo estampido, seguido de un rugido apagado, uniforme. Amanda dio un respingo y levantó la cabeza.

—Tranquilízate, es sólo un avión.

Vio fuego.

Alguien comenzó a tararear. Los demás lo imitaron y el granero se llenó de una suave música humana. Era el sonido de más de cien personas unidas en matrimonio. Por un breve instante, era como si el matrimonio fuese más grande que el Covenstead, como si se ensanchara infinitamente abarcando la Tierra entera, abarcando el aire, las rocas, las plantas, todos los seres vivos y todas las personas cuyos corazones quisieran unírseles.

El murmullo se fue apagando poco a poco, pero el rugido no. Había cobrado intensidad y lo acentuaban unos sonidos crujientes.

A Amanda se le cerró la garganta, respiraba con un largo resuello. Todos supieron de inmediato de qué se trataba. En alguna parte de la finca había un gran incendio.

Asustados, se pusieron en pie de un salto y, desnudos, corrieron hacia la puerta. Un error que Amanda subsanó en seguida.

—¡Deteneos todos! —Se detuvieron, se giraron y la miraron con las caras atormentadas por sus sentimientos—. Primero vais a vestiros. Y no os asustéis.

—Creo que es la casa —dijo Robin mientras trataba de ponerse los tejanos desmañadamente.

Amanda se puso la camiseta y los tejanos y hundió los pies en las botas. Fue de los primeros que traspusieron la puerta.

Unos titilantes reflejos rojos cubrían el monte Stone. Desde la zona de la casa se elevaba una torre de chispas. El humo surgía en densas nubes que subían al cielo.

—¡Connie!

Amanda echó a correr sintiéndose como una tonta. ¿Por qué no había hecho caso de su mente, de sus temores? Se había dejado seducir por el momento. Atravesó los montículos como una exhalación.

—¡Connie!

Las llamas que salían por las ventanas de la planta baja lamían y acariciaban los ladrillos. Las ventanas del piso superior refulgían.

Las chimeneas escupían humo. Las chispas se elevaban hacia el cielo en oleadas y remolinos.

Jamás había notado la gran distancia que separaba la casa de la aldea. Aunque continuaba corriendo, tuvo la impresión de que jamás llegaría. Comenzó a faltarle aliento y las piernas empezaron a dolerle.

Finalmente llegó al confín del huerto de hierbas aromáticas. En el aire flotaba un cargado olor a humo, a madera y algo más.

Gasolina.

—¡La estáis matando, la estáis matando!

Los cuervos de Connie volaban en círculos sobre la casa; cada vez que atravesaban las llamas chillaban horriblemente. Al ver a Amanda, volaron por encima de su cabeza enloquecidos. Se dirigió a toda prisa a la puerta de la cocina.

La recibió una oleada de calor, capaz de levantar ampollas. La cocina ardía. En el fondo vio un mar de llamas. No podría entrar por allí.

—¡Connie!

Corrió hasta la puerta principal.

Las llamas habían trepado a las columnas del porche. La columna principal había desaparecido. En el interior, Amanda logró ver los negros perfiles del mobiliario del vestíbulo. Mientras miraba, se desplomó sobre el vestíbulo un pedazo de techo y se deshizo en chispas.

Retrocedió cubriéndose la cara. Robin llegó a la carrera, seguido de otras seis personas. Tres de ellos fueron a conectar las mangueras del jardín.

Los cuervos se abalanzaban contra la ventana del dormitorio de Connie.

—¡Robin, Connie está ahí dentro!

El muchacho le rodeó la cintura con el brazo.

Ella se separó.

—¡No permitiré que muera quemada!

—No hay manera de…

¡Si le hubiera pedido al sheriff que fuera a las ocho en lugar de las nueve! Un millar de si más; al diablo con ellos. Iba a hacer todo lo posible. Los demás ya intentaban salvar lo que podían de la biblioteca. Un grupo fue al cobertizo de herramientas a buscar una escalera. No se atrevieron a usar la que había en el sótano. Amanda comenzó a subirse a un canalón. Los ladrillos de la pared que había detrás ardían. El humo se colaba por entre sus juntas.

La pared se había hinchado, estaba a punto de desmoronarse y el canalón se había soltado. Amanda siguió subiendo, poniendo una mano sobre la otra, sujetándose apenas con los pies.

—¡Amanda, baja! Es muy peligroso.

Luchando con el canalón flojo, continuó su ascenso. Junto a ella, las ventanas de abajo vomitaban llamas. Notaba el olor de su pelo que comenzaba a chamuscarse. Unos metros más arriba, los cuervos se abalanzaban una y otra vez contra una ventana. Sintió que algo frío le corría por la espalda; intentaban protegerla del calor con las mangueras del jardín. De los ladrillos comenzó a desprenderse una nube de vapor.

¡Qué tonta había sido de no haber organizado antes las cosas! Perdiendo el tiempo con rituales y placeres.

Se encontraba ya a la altura de la ventana. Los cuervos volaban enloquecidos y olían a pluma chamuscada. Tendió una mano e intentó meter los dedos por el borde inferior del marco de la ventana. No pudo abrirla, estaba atascada. Subió un poco más. El agua jugaba a su alrededor, tornándolo todo peligrosamente resbaladizo. Pero los de abajo no pensaban en eso. Temían que muriera quemada.

¿Cómo era posible que alguien creyera que otro ser humano merecía semejante horror? Con la mano que le quedaba libre aporreó el cristal.

—¡Connie! ¡Connie!

Lentamente, de mala gana, el cristal comenzó a ceder. Amanda lo aporreó una y otra vez. Finalmente, unas rajaduras comenzaron a cuartear su superficie.

El canalón crujió. Amanda sintió que se alejaba de la pared.

—¡Se está cayendo! —gritó Robin—. ¡Tienes que bajar!

El vidrio se hizo añicos. Amanda quitó los fragmentos y acodándose en el marco logró sentarse en el alféizar. Los cuervos entraron volando en el dormitorio.

Connie estaba tumbada en la cama con las manos pulcramente cruzadas sobre el pecho. Tenía la cara serena. Las llamas empezaban a colarse por las tablas del suelo. Un manto de fuego cubría la puerta. Mientras Amanda observaba, las ropas de la cama prendieron con un chasquido.

Los cuervos revoloteaban locamente por el cuarto, convertidos en ígneos meteoros humeantes que ardían cerca del techo recalentado. Graznaban ahítos de dolor e intentaban proteger a Connie con sus cuerpos.

—¡Connie, despierta!

Por fin, los gritos de Amanda y los graznidos de los cuervos lograron su cometido. Connie abrió los ojos. Durante un buen rato se quedó mirando fijamente el techo, cubierto por las llamas que salían de la puerta como largos dedos rojos.

—¡Connie, acércate! ¡Date prisa!

Sus ojos se encontraron con los de Amanda.

—No seas tonta. No puedes protegerme de mi destino. ¡Sal de aquí!

—Ven conmigo.

La anciana se sentó en la cama y, al hacerlo, le ocurrió algo horrendo. Por encima del nivel de la cama debía de haber una capa de aire recalentado. El cabello se le incendió de repente.

Lanzó un grito y comenzó a dar golpes a la cabeza en llamas. Saltó al suelo. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y los labios dejaban al descubierto los dientes apretados.

—¡Diosa!

Comenzó a arderle el tronco. Connie se puso a dar saltos y a emitir una especie de ladridos. Lo roció todo con su orina. Y cayó al suelo quemándose furiosamente. Martilleó el suelo con las piernas mientras con los brazos describía arcos en el aire.

Sobre el corazón de Amanda cayó la losa al rojo vivo de la pena y la rabia. Robin le gritó por encima del rugido del fuego:

—¡Amanda, date prisa! ¡Que la pared se va a desplomar!

Las voces desesperadas y el calor la obligaron a alejarse de Connie. Tuvo que acurrucarse para que su cuerpo no prendiera. El dormitorio no tardaría en convenirse en una masa ígnea.

Llegó a la ventana, salió y se colgó del canalón. Con un crujido violento se separó de la pared. El suelo daba vueltas debajo suyo. Del techo caían trozos de alquitrán ardiendo como si fueran meteoros. Sí no salía de allí, acabaría convertida en una antorcha.

En la luz proyectada por las llamas, unas siluetas oscuras corrían de un lado a otro. Las mangueras del jardín escupían agua con desesperación. Un dolor insoportable le atravesó el hombro, lisiaba empezando a arder pero no podía apagar las llamas sin perder su precario equilibrio en el canalón.

Por la ventana del cuarto de Connie comenzaron a salir llamas a raudales. Por encima de la ventana, el tejado era una columna de fuego.

Las mangueras lograron apagarle el fuego del hombro pero otro trozo de alquitrán la golpeó en el brazo. Lanzó un grito agónico. El canalón comenzó a romperse. Se preparó para una caída de nueve metros.

La rodearon unos brazos, unos brazos enormes, potentes.

El padre de Ivy y Robin.

—¡Steven! —Se encontraba en la cima de la escalera más alta que habían logrado encontrar. Procurando mantener el equilibrio y gruñendo por el esfuerzo, la bajó.

Otras manos la aferraron y, con dificultad, la sacaron de allí a rastras. Logró incorporarse y corrió con los demás justo a tiempo. Con un rugido estrepitoso y despidiendo una oleada de espantoso calor, el costado de la casa se desplomó.

Cuando llegaron al otro extremo del huerto de hierbas aromáticas se volvieron a mirar. La casa era un infierno.

A lo lejos, titilaban unas luces rojas. Los bomberos voluntarios de la ciudad estaban en camino.

Cayó el silencio sobre las brujas. Ya nada podían hacer; nada podían hacer los bomberos más que controlar el fuego para impedir que se extendiera al bosque y a los campos. El camión contra incendios se detuvo en el patio de delante y los bomberos comenzaron a desplegar las mangueras.

Amanda notó que tenía el rostro bañado en lágrimas. Sentía más amargura que tristeza y estaba terriblemente furiosa consigo misma por haber sido tan descuidada. A pesar de los más claros presagios y advertencias, había subestimado al hermano Pierce y a sus seguidores.

El sheriff Williams se acercó corriendo, revólver en mano. La aflicción se reflejaba en sus ojos.

—¿La han cogido? ¿La han matado?

Sus caras contestaron las preguntas. Dejó caer el revólver y se hincó de rodillas cubriéndose el rostro con manos temblorosa

—¡Constance, te quiero! ¡Te quiero! ¡Oh, Diosa, ayúdame!

Steven abrazó a Amanda y Robin le besó la cara con desesperación. Con los ojos le dijo cuánto miedo había sentido al verla dentro de la casa.

Ivy se le acercó a toda prisa y le cubrió el brazo y el hombro con un ungüento.

—Las del brazo son de tercer grado —masculló—. Aunque la superficie afectada no es tan grande.

El ungüento la alivió.

Regresaron el padre Evans y la mayoría de personas que había asistido a la iniciación.

—Mi querida muchacha, lo siento mucho por todos vosotros. Quiero que sepas que no ha sido obra de mi gente. Siempre he predicado que no sois malos, sino que hacéis las cosas de un modo distinto. —Miró la casa en ruinas—. Señor, perdona a quienes lo hayan hecho.

—Ha sido el hermano Pierce —dijo el sheriff Williams—. ¡Voy a encerrarlo por el resto de su vida! Y voy a clausurarle el tabernáculo por constituir una amenaza a la seguridad pública.

—Hágalo —le dijo Amanda. Tenía el corazón lleno de pena y de un odio fiero hacia quienes oprimían así al Covenstead. Su intención era convertir Maywell en sitio seguro para la gente que amaba. Tenían tanto derecho a gozar de la libertad de practicar su culto como cualquiera y nadie iba a quitarles esa libertad.

Después de proferir sus amenazas, el sheriff inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Y se quedó allí, balanceándose en silencio.

—Sheriff Williams —le dijo Amanda rodeándole los hombros con el brazo—. Vamos. Ahora lo necesitamos.

—¡Está muerta! La quería, ¿sabes? La he querido todos los días mi vida durante cincuenta años. Era una mujer extraordinaria. Una de las más grandes.

—Ya sé cuánto la quería. Y respeto mucho sus sentimientos.

—Espero que sea feliz. Confío en que así sea.

—Sé dónde ha ido —le dijo Amanda—. ¡Y le puedo asegurar que es feliz!

—Tú…

—Lo sé. De verdad.

—No sabes lo que significa para mí que me lo digas. —Permaneció callado durante un momento—. Recuerdo su primer conciliábulo. Fue allá por 1931. ¡Eramos unos niños! Yo apenas tenía veinte años. Era el Conciliábulo del Manzano. Nos reuníamos alrededor de un manzano silvestre, justo donde empieza el bosque. —Con el brazo señaló hacia la oscuridad—. Hobbes, Connie, Jack y yo, y otras cinco o seis personas. Lo hacíamos muy en secreto. —Hizo una pausa. Un sollozo le agitó los hombros—. Era tan hermosa. Igual que tú. Tenía la piel como una perla. Me enamoré de ella perdidamente. Y, desde entonces, la he apoyado. —Se dio un abrazo a sí mismo—. Por lo que a mí respecta, era la personificación de la Diosa. —Se produjo un largo silencio—. ¡Pero aquello acabó tan mal… eran tiempos tan difíciles! Hobbes… —El sheriff sollozó—. ¿Por qué no pudo marcharse en paz? ¿Por qué tuvo que morir quemada?

—Vi cómo ocurrió. Ni siquiera se dio cuenta. No sintió nada.

Era mejor que ocultara la verdad. Necesitaba que aquel hombre se sosegara. Era muy importante para las brujas.

El sheriff sacó algo del bolsillo.

—Éstas son las piedras del infortunio —dijo, sopesando un pequeño objeto en la mano—. Para mí, el infortunio es un pedazo de piedra. —Lanzó la piedra—. ¡Tierra, escóndela, que nadie la encuentre!

Inspiró profundamente, contuvo la pena, al menos por el momento, y dijo:

—Bien, pongamos manos a la obra. ¿Se puede hablar de incendio provocado?

—Todo el piso inferior prendió al mismo tiempo —repuso Robin—. Y todos hemos olido la gasolina.

El sheriff fue a su coche y habló por la radio.

—Aquí Williams. Constance Collier acaba de morir en un incendio provocado. Quiero que encierres a ese hermano Pierce hasta que yo llegue para interrogarlo.

—¿De qué se le acusa?

—¡En primer lugar, de asesinato! ¡Muévete, imbécil! —Colgó el micrófono del gancho del tablero de instrumentos—. Debí despedir a ese maldito Peters hace meses. —Meneó la cabeza—. ¿Quién iba a decir que cometerían semejante locura?

De la casa sólo quedaron en pie cinco chimeneas y dos columnas ennegrecidas.

El resto eran escombros ardientes.

Amanda pensó en los tesoros que se habían perdido con Connie. La biblioteca había quedado reducida a dos pilas de libros chamuscados y mugrientos. El magnífico ejemplar de País de las Hadas, de Hobbes, no estaba entre ellos.

Steven no se apartó de Amanda. La muchacha sospechó que se sentía tan ligado a ella como su hijo.

—Gracias —le dijo y le dio un beso en la mejilla. Saboreó sus lágrimas.

Robin la abrazó.

Amanda notó que el Covenstead la rodeaba. Por un momento sintió miedo pero, entonces, los siglos de experiencia acudieron en su auxilio. Y habló en nombre de todas las brujas:

—Acabamos de sufrir una pérdida. Una terrible pérdida. Pero no quiero que penséis en lo que nos ha sido arrebatado sino en lo que Constance Collier nos dio antes de morir. Y en lo que querría que hiciésemos. En lo que nos exigiría si siguiera entre nosotros. Todos queremos llorar. Yo misma siento ganas de ocultarme bajo una roca y olvidarme de que el mundo existe durante un tiempo.

»Pero no podemos hacerlo, ninguno de nosotros puede hacer eso. Si lo hiciéramos, Connie nos reprendería. Debemos salvar al Covenstead y, para ello, hemos de comenzar a protegerlo de mayores daños ahora mismo, esta misma noche. No creo que podamos suponer que Pierce se detendrá hasta que haya destruido todo este lugar.

»Tampoco podemos suponer que se haya ido. Todos estamos en peligro. Quiero que todos los conciliábulos sepan en todo momento dónde se encuentra exactamente cada uno de sus miembros. Que nadie se separe. —Le hizo una seña al sheriff Williams—. Antes de que nos organicemos, averiguad si falta alguien. Mirad a vuestro alrededor. ¿Estáis todos presentes?

Se produjo un movimiento generalizado.

—Los chotacabras están en el cuerpo de bomberos. Se encuentran junto a la autobomba.

—¿Falta alguien más aparte de los chotacabras? Bien. Quiero que todo aquél que sepa cómo manejar un revólver o un rifle dé un paso al frente. —Cerca de un tercio de los presentes, la mayoría de ellos de la ciudad, se agolparon alrededor de Amanda y el sheriff. Normalmente, las brujas de la ciudad tenían armas. Las armas que había en el Covenstead se habían guardado en la casa—. Nómbrelos ayudantes.

—Ya lo hice antes de venir, tal como me pediste por teléfono. Estaba acabando cuando se dio la alarma de incendio. Planeábamos llegar un poco antes de la hora convenida para asegurarnos.

A Amanda le dolió saberlo, pero continuó:

—Creo que deberíamos dividirnos. El grupo principal irá a la aldea, acompañado de algunos miembros armados. Y llevaos unos cuantos extintores del camión de bomberos. Estoy segura de que tienen. Los tejados de paja podrían arder en cuestión de segundos si nuestros amigos lograban acercarse a ellos con antorchas. Quiero que el Conciliábulo de la Roca permanezca conmigo.

—Si disparáis —les advirtió el sheriff Williams—, que sea sólo en defensa propia.

La mayoría de los miembros de los conciliábulos se dirigieron a la aldea. Amanda los vio partir; la luz de la Luna continuó brillando sobre sus armas mucho después que se hubieron perdido de vista.

—Quiero que el resto de vosotros vigile el Covenstead. Me refiero al portal principal, a la entrada de la calle West, cerca de los arbustos de zarzamoras y el viejo camino que atraviesa el cementerio. —Dejó que se organizasen y se dirigió a la autobomba. Dos de los hombres estaban sentados en el estribo, bebiendo café—. ¿Cuánto pensáis quedaros?

—Hasta que estemos seguros de que no volverá a arder. Con un fuego de esta envergadura, quizá sea toda la noche.

—Bien. Vigilad el horizonte. Especialmente en dirección de los campos y de la aldea. Quienes provocaron el incendio quizá no hayan acabado. —Dicho lo cual, regresó junto al sheriff.

—Amanda —le dijo—, ojalá pudiera convencerte de que te ocultaras en la ciudad hasta que tengas a Pierce tras las rejas.

Era imposible.

—No puedo abandonar el Covenstead.

—Ya lo sé. Sólo expresaba un deseo en voz alta.

—Robin, Ivy, volvamos a la aldea, donde debemos estar.

Cruzaron el sendero por el huerto de hierbas aromáticas y descendieron hacia la oscuridad de los montículos de las hadas. La Luna cabalgaba en medio del cielo.

Mientras caminaban, Amanda lloró en silencio, íntimamente. Sin decir palabra, Ivy y Robin la cogieron de las manos.

La aldea estaba en silencio.

—¿Dónde están? —inquirió Ivy, de pie entre las cabañas—. ¡Hola!

—No os mováis ni un milímetro. Ni os atreváis a respirar.

La voz sonó dura, asustada y llena de odio. Un hombre avanzaba titubeante entre dos cabañas. En una mano llevaba un fusil. Titiló la luz de una linterna y se detuvo un momento sobre el rostro de Amanda. Se le cerró la garganta; sintió la lengua hinchada. Iban a ser capturados en el centro mismo de su propia aldea.

—Fijaos con qué nos hemos encontrado —dijo otra voz. Resultaba tremendo oírla, enloquecida pero poderosa, cruel, pero muy suave. Amanda la recordaba bien. El odio avanzó bajo la apariencia de un hombre sonriente—. El resto de los vuestros están bajo vigilancia en aquel granero —le dijo el hermano Pierce. Era el Alis de los alesianos, era el obispo de Lincoln.

Otros hombres hicieron ir hacia las aldeas al resto de miembros de los conciliábulos que montaban guardia.

—Al parecer, os hemos cazado, muchachos —dijo el hermano Pierce—. Estuvimos esperando y vigilando. Sabíamos que caeríais en nuestra trampa. —Con un movimiento les indicó que fueran al granero, junto a los demás—. Tú no, jovencita. Tú vendrás conmigo. Quiero darte una lección.

El hermano Simón Pierce pasó una cuerda alrededor del cuello de Amanda, la ató y la condujo hacia la oscura ladera del monte Stone.