Hija de la Luna
—De niños intentábamos imaginar cómo sería la muerte. Como una explosión, dijo una niña llamada Nancy. Nada, dijo un niño. Y murió en la Primera Guerra Mundial, lo que tampoco importaba. Por la idea que tenía de la muerte, se deduce que era aburrido de cuidado.
—Connie, debes serenarte.
—Gracias, Amanda —respondió Connie amargamente—. Necesito el consejo de alguien más anciano y más sabio. Te estoy muy agradecida.
—He venido a invitarte para que asistas a mi iniciación.
—¡Ah! ¿Iniciación a qué? ¿Al fuego?
—Al Covenstead.
—¡No logro que esa cosa que llevo sobre la cabeza se vaya!
—¡Oh, Connie!
—¡No me tengas lástima, muchacha! Apiádate de ti misma. Tú también llevas una de esas cosas; todos la llevamos. El Covenstead está acabado.
—¡Por favor, Connie!
—No te digo más que la verdad. Ten, echa un trago. —Iba a pasarle a Amanda la botella de Madeira pero se detuvo a mirarla fijamente—. Las viejas nos emborrachamos con cualquier cosa —rió—. Hay algo en el aire. ¿No hueles a… a pelo quemado? —Se levantó de la cama, se acercó a Amanda y apoyó la cabeza sobre su hombro. Amanda la abrazó—. No tengo miedo de la muerte, sino de la forma de morir. No quiero morir abrasada. —Lloriqueó, frotando la nariz contra la camisa de Amanda—. Eres tan joven, cálida y fuerte. Pero sé lista. Ni siquiera tú podrás resistirlo.
—Debo salvar al Covenstead.
—Sí. Por eso estuviste muerta. Has superado todas las pruebas. Tienes fuerza y sabiduría. —Se había puesto a temblar—. ¡Oh, Amanda, tengo tanto miedo!
Constance siempre había sido su apoyo y su fuerza. Presenciar los terrores de la anciana era algo aterrador. Pero Amanda se cuidó muy bien de expresar sus sentimientos. Abrazó a Constance con fuerza y le dijo:
—El Covenstead sobrevivirá.
—El Covenstead ha de sufrir la prueba del fuego. Recuerda que Leannan está contigo y, al mismo tiempo, en tu contra. Si el Covenstead demuestra ser débil, sin duda morirá.
En comparación con lo que la habían hecho sufrir la madre Estrella de Mar y Bonnie, la violenta embestida del hermano Pierce no parecía tan terrible. Al fin y al cabo, él no era más que una ola del exterior, consumiéndose él mismo en el exterior. Los demonios de Amanda habían provenido del interior de su propia alma.
—No moriremos. Soy más fuerte que Pierce.
—Has llegado a nosotros como Doncella guerrera —le dijo Connie aferrándose a ella—, para guiar a las brujas a través de otra época de persecuciones. El poder de los fundamentalistas aumentará, y ellos son los agentes directos de las tinieblas. —Sollozó—. ¡Son tan inocentes y tan crédulos! Posiblemente, el hermano Pierce no logre su propósito. Eres fuerte. ¿Pero qué me dices de los que vendrán después que Pierce? ¿Seguirás siendo fuerte dentro de diez, veinte años? ¿Serás fuerte en la cárcel o en el exilio? ¿Qué pasará si pierdes tus libertades, tu derecho a un juicio justo, a un proceso adecuado? Créeme, Amanda, a las brujas les espera una época negra y nunca hemos sido tan necesarias como ahora.
—No tengo miedo.
Connie la abrazó con más fuerza.
—Entonces, que recaigan en ti todos los poderes, Doncella. No sé de dónde sacas el valor.
—En primer lugar, lo consigo siendo sensata. —Se apartó de Constance y cogió el teléfono. Marcó el número de la oficina del sheriff—. Con el sheriff Williams, por favor.
—¿De parte de quién es?
—Dígale que es importante.
El sheriff se puso.
—Sheriff, habla Amanda Walker.
—¡Ah, me enteré de lo de anoche! Amanda, no sabes cómo me conmoví. Lamento no poder asistir a la fiesta de bienvenida pero ya no me fío de mi ayudante y he de quedarme en la oficina.
—Olvídese de eso ahora. Llamo para informarle que nuestro Covenstead está en peligro.
—Ya lo sé. Simón Pierce se os echará encima.
—Quiero que movilice a todo ciudadano de Maywell de su confianza y que vengan todos juntos aquí, con todas las armas que logren conseguir. Ya empieza a llegar gente para la iniciación, pero no será bastante.
—Será mejor que llame a la policía estatal.
—Hágalo si cree que ayudará. Pero quiero que los suyos estén aquí, a más tardar, a las nueve de la noche. Quiero que haga vigilar todas las entradas. —Miró a Constance, que asentía desde la cama y estaba a punto de caer de lado—. Y quiero que usted mismo proteja personalmente a Connie. Quiero que esté con ella en todo momento, ¿me ha entendido?
—Ahora mismo me pongo en marcha.
—Gracias, sheriff. Le quiero mucho. Les quiero mucho a todos. —Y colgó. ¿Dónde estaba la tímida y confundida pintora de una semana atrás, la que pintaba cuadros de elfos imaginarios? Si se pasaba el resto de su vida pintando el retrato de Leannan y lograba captar una décima parte de su belleza, entonces, su carrera habría sido un éxito rotundo. O si conseguía pintar a Tom levemente parecido a lo que en realidad era, o a Cuervo tal como había sido.
No era momento para pensar en eso. Debía regresar a la aldea para repasar el ritual de su iniciación.
Acomodó a Connie, deseando con toda el alma poder aliviar el terror de la pobre anciana. Saber cuándo se va a morir es muy duro, pero saber que uno morirá quemado debe de ser mucho peor.
Sonó el gong. Amanda arropó a la anciana, la besó en la cabeza y abandonó en silencio la habitación.
—Os lo digo yo, será mejor que vayamos tarde, así los cogeremos a todos durmiendo.
—Mejor temprano. Los tomaremos por sorpresa.
—¿Por sorpresa cuando estén despiertos? Andarán por todas partes. La casa estará llena.
—Se encontrarán en los campos. Es época de cosecha y aún les falta recoger buena parte del maíz.
El grupo no había dejado de discutir desde la aparición de aquella cosa en el garaje. Simón volvió a ver aquellos ojos. A pesar de la ayuda del Señor, Pierce se sentía francamente asustado.
En Maywell se estaban produciendo unos hechos sobrenaturales. Oponerse a las brujas se había convertido en algo más que un medio de asegurarse la lealtad de su congregación. Peligraba la propia hermandad cristiana de aquella pequeña ciudad. Las brujas podían atraer a unos demonios vivos, reales, de ojos verdes y cuerpo de pantera.
El demonio había sido terrible pero el Señor había demostrado que él era más fuerte. Simón también era pecador, claro está, pero sus faltas debían parecerle pequeñas a Dios, comparadas con las de las brujas, dispuestas a convocar la presencia de criaturas del infierno en este mundo.
—¡Debemos destruirlas!
Todos dijeron amén en coro.
Sonó el transmisor que Peters, el ayudante del sheriff, llevaba en el cinturón.
—Debo contestar —dijo. Todo el mundo quedó en silencio mientras él se ponía en contacto con la oficina del sheriff. Dijo unas cuantas palabras, escuchó y después cortó la comunicación. Los miró a todos con el rostro pálido—. Acaban de ordenarme que me presente en la oficina a las nueve. Estaré de guardia toda la noche.
—Quiere tenerte vigilado.
—Eso significa que sospecha algo. Pero sus sospechas son para después de las nueve.
—Está decidido —dijo el hermano Pierce—. Actuaremos en cuanto se ponga el sol. Seremos rápidos y golpearemos con fuerza.
Eddie Martin enrolló los mapas. Los demás comenzaron a reunir el equipo.
Más tarde, el hermano Pierce los dirigió a todos en la plegaria.
El sol cabalgaba en el horizonte. El Covenstead y muchos de sus amigos y partidarios se arremolinaron en torno de Amanda menos los niños, que estaban sentados en círculo. Habían acudido Steven, el padre de Ivy y Robin, el párroco episcopalista y el padre Evans.
La presencia de aquellos cristianos tenía sin duda por objeto recordar a las brujas que siempre quedaba abierta la posibilidad de que volvieran al seno de la Iglesia. Amanda lo aceptó. Iban acompañados de veinte de sus feligreses.
En la última hora, el Conciliábulo Infantil había trabajado ruidosamente y con ahínco para crear el ritual. Ariadne y Feather estaban en el centro del círculo y Robin se encontraba detrás de ellas. La gran espada del Covenstead yacía en el suelo, ante las dos niñas. Ariadne sujetaba las cuerdas, Feather, el látigo. De una mesita utilizada como altar, Robin cogió el atanor y abrió con él simbólicamente el círculo para que entrase Amanda.
Los cristianos comenzaron el ritual con una bendición:
—Oh, Señor —oró el padre Evans—, que la luz ilumine sus corazones, que tu mano les bendiga.
En el instante en que el Sol tocó el borde del horizonte, Amanda entró en el círculo. Ya antes de su experiencia con la muerte, había considerado el círculo como un lugar simbólico. Pero los símbolos de este mundo son la realidad concreta del otro. Recordó vívidamente el círculo de la caldera y a Connie revolviendo su contenido y llamándola. La caldera, repleta de la energía de los hechizos, había sido tan real como una roca, y la gente agrupada a su alrededor eran sombras vagas y fluctuantes.
Robin se colocó entre las dos niñas. Los tres se desataron las capas y las dejaron caer al suelo. Amanda hizo lo mismo. Los cuatro quedaron desnudos en el aire fresco. Amanda sintió que se le erizaba la piel. Como hacía frío, el resto de los miembros del conciliábulo permanecieron vestidos. Steven se encontraba justo fuera del círculo, observando a su hijo. El padre Evans tenía una expresión absorta.
Feather le entregó a Robin una hoja de papel en la que una docena de manos jóvenes habían escrito algo en lápiz rojo. Robin leyó en voz alta:
Éstos son los Deberes del Conciliábulo;
En tu corazón nuestros secretos has de ocultar.
Si no logras dominar nuestras costumbres,
más te vale no empezar.
Perfecciona tu visión interna
para que tu luz al círculo puedas aportar.
El Oficio de Sabio has de buscar.
Por ello mira en todas partes,
para poderlo encontrar.
Esta noche, ante el dios y la diosa,
realizarás tu promesa de dar
todo de ti al sínodo oculto.
¿Cumplirás con estos Deberes?
—Sí, cumpliré —repuso Amanda con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Entonces habló Feather.
—Arrodíllate y toma nuestra estrella. —Le entregó a Amanda una estrella de plata con cinco puntas, rodeada de un círculo de oro—. Y ahora repite conmigo: Me han sido leídas las Obligaciones del Conciliábulo. Ante el Dios y la Diosa y todos los sabios, juro que me las he grabado en el corazón.
Amanda sintió a su alrededor la presencia de las brujas, la fuerza susurrante del círculo, la proximidad de Leannan. Embargada por la alegría, prestó juramento.
Sonó el gong del Covenstead.
Robin tomó el papel en el que habían escrito los deberes y lo quemó en un cuenco dorado.
—Por el humo, por el fuego, que estas palabras queden grabadas. Por el viento, por el aire, por la tierra, que se cumplan.
Se acercó a Amanda y se arrodilló a su lado. Feather permaneció de pie, detrás de la Doncella, y Ariadne se arrodilló al otro lado. Formaron un círculo; Ariadne y Robin entrelazaron sus manos izquierdas y las colocaron delante de las rodillas de la Doncella. Se cogieron luego de las manos derechas y las mantuvieron levantadas detrás de su cabeza. Feather apoyó las suyas sobre las de ellos. Los tres dijeron al unísono:
—¿Das todo lo encerrado entre estas manos al Dios y la Diosa, sin reservas ni vacilaciones?
—Sí, lo doy todo.
—Entonces repite estas palabras: Soy una criatura de la Tierra y el Sol, soy hija de la Luna.
Amanda repitió las palabras.
—Amo al planeta donde nací, a la estrella de mi vida y a la Luna que me concedió mi humanidad.
Amanda repitió las palabras.
Y todo el círculo dijo entonces:
—Por nuestra voluntad y la bondad de la Diosa, que todos los poderes de este arte entren en tu cuerpo y, especialmente, la sabiduría secreta de nuestro conciliábulo. —Sus voces se convirtieron en un susurro—. Sé como los animales. Su sencillez empequeñece sus iras y engrandece su amor.
Se hizo el silencio.
Amanda oyó el viento que alborotaba la hierba y los gritos plateados de los pájaros al anochecer.
Detrás de ella, Feather le ordenó:
—Levántate. Voy a ponerte la marca de las brujas. —Tomó el aceite con hierbas que olía a herrumbre y menta y marcó una X sobre los labios de Amanda—. Bendita sea la boca que proclama su amor por la tierra. —Después marcó los pechos de Amanda—. Bendito sea el corazón que late al son de su amor por la vida. —Después marcó los genitales de Amanda—. Benditas sean las entrañas que paren al mundo.
Amanda pensó en la vida que crecía en su interior, apenas presente, pero tan real. Su oscuridad floreció.
Ariadne cogió el látigo y dijo:
—Éste es el Deber del Recuerdo. —Le propinó un latigazo en las nalgas con fuerza suficiente para que le provocase dolor—. Recuerda que eres polvo y en polvo te has de convertir. —Volvió a azotarla—. Recuerda que perteneces al conciliábulo y que jamás te marcharás. —Las cuerdas volvieron a tocar la carne de Amanda—. Recuerda que eres hija de la Luna.
El gong sonó tres veces más; el eco de su voz se perdió en la vastedad del monte Stone.
—Adivina una cosa —dijo Feather—, eres una bruja real y viviente. —Le sonrió y añadió—: Ya es oficial.
Los niños del Conciliábulo Infantil se amontonaron a su alrededor y, riendo, la abrazaron y se abrazaron entre sí. Muy cerca, comenzó a sonar un arpa. El ritmo se fue haciendo cada vez más intrincado y veloz; al principio los incitaba a bailar y luego fue algo así como una exigencia.
Amanda y Robin comenzaron a dar vueltas y más vueltas; los niños los imitaron; desde fuera del círculo, las brujas y sus invitados hicieron otro tanto. La música del arpa avivaba la sangre.
La Luna, enorme y roja, se elevó veloz en el cielo púrpura.
El último de los hombres de Simón escaló el muro y se dejó caer sobre las hojas que cubrían el suelo.
—Hasta aquí, todo bien —susurró Simón a los otros—, andando.
Eddie Martin los guió. Anduvieron en fila bordeando el muro hasta que encontraron el camino que se internaba en la finca desde el portal principal. La oscuridad era casi absoluta; las ramas secas rozaban y arañaban el rostro de Simón. De ese lado del muro debía de haber un bosque virgen. Los árboles eran como gigantes dispuestos a aplastarte.
Eran quince hombres divididos en tres grupos de cinco. Eddie bautizó al grupo cabecilla con el nombre de Equipo de Represión. Su misión consistía en eliminar a todo aquel que se opusiera a su avance. El segundo grupo era el Equipo de Incendios. Tres de sus miembros llevaban gasolina en unos rociadores de veinte litros. Los otros dos debían encargarse de las espoletas de tiempo. El último grupo era el Equipo de Apoyo, del que formaba parte Simón. Su misión consistía en mantenerse en la retaguardia, a unos centenares de metros del resto, para cubrir a sus compañeros y crear distracciones en caso de necesidad; tenían por misión abrir fuego si era preciso.
Aunque el Sol acababa de ponerse y la Luna comenzaba a salir, el bosque estaba tan oscuro que, de vez en cuando, Eddie tenía que iluminar el camino con la linterna. Simón, que avanzaba en compañía de sus hombres, no se sorprendió al descubrir que estaba asustado. Todos lo estaban. En cierto modo el miedo hacía que la tarea que les encomendara el Señor pareciese más importante.
Desde la vanguardia les llegó un aviso susurrado. Habían encontrado el camino. El grupo se reunió. Simón tenía frío y no lograba orientarse. Afortunadamente, a Eddie Martin y a los demás se les daba bien todo aquello. Sabían muy bien lo que hacían.
—Vale, venid todos aquí. —Encontraron calor en el grupo que se arremolinó en torno a Eddie—. Debemos actuar de prisa. Incluso en este momento podrían tenernos bajo vigilancia.
En silencio, febrilmente, Simón rezó:
—Señor, que se haga Tu voluntad.
No dejó de repetir la oración una y otra vez a medida que iban avanzando. Las brujas eran seres humanos: no lograba borrárselo de la cabeza. Tocó la mano.
—Equipo de Represión, un paso al frente. —Se oyó el rumor de pasos de las siluetas ensombrecidas—. Dejad que sincronice mi reloj. Bien, tenéis dos minutos de ventaja, después os seguirá el Equipo de Incendios. ¡Marchaos!
Avanzaron de prisa; las hojas que cubrían el camino amortiguaban sus pisadas. Una luz titilante marcaba de vez en cuando su avance.
—¡Ese maldito Faulkner! —murmuró Eddie—. ¡Es incapaz de mantener apagada la linterna! —Su reloj no tardó en emitir un pitido—. Bien, Equipo de Incendios, en marcha. —Cuando se internaron al trote en la oscuridad, Bob Krueger sincronizó su reloj. Era el jefe suplente del Equipo de Apoyo. Simón se alegró de cederle el mando. A Simón que le dieran un púlpito y convencería a los nabos de que bailaran, pero las maniobras militares no eran para él. En 1962 no había pasado las pruebas físicas para incorporarse al ejército por motivos que la junta de reclutamiento se había negado a revelar, incluso a él mismo.
Poco después, Simón notó que avanzaban por una ligera cuesta. El olor del bosque era casi sobrecogedor. La presencia de las brujas en Maywell le había sensibilizado con respecto a las costumbres del diablo y ese bosque se encontraba decididamente infectado de fuerzas demoníacas.
Se internaron cada vez más en el bosque. Simón presintió que se agolpaban a su alrededor unas cosas invisibles. A duras penas logró refrenar el impulso de quitarle el arma a uno de los hombres y empezar a disparar a diestro y siniestro.
Al llegar a la cima de la cuesta, la negrura que se extendía delante suyo de ellos comenzó a cambiar y a iluminarse. Se acercaban al final del bosque.
—¿Qué diablos es aquello?
—¡Silencio!
—Algo se mueve.
Simón no supo precisar quién hablaba pero logró oír el lento arrastrarse de pies. Emergía del bosque, manteniéndose paralelo a ellos.
—Dios mío.
—Callaos.
Culebreó una luz.
No había nada. La luz se movió a la izquierda, a la derecha y otra vez a la izquierda. Entonces Simón lo vio… una estatuilla en piedra de un hombre de hombros anchos y no más de noventa centímetros de altura, un hombre fuerte con un rostro furioso y gesticulante.
—Es una especie de hechizo. No os detengáis.
Continuaron caminando. Simón se volvió para mirar sólo una vez. Tuvo la impresión de que la sombra de aquella cosa se movía lentamente camino arriba.
—Alto —ordenó Krueger. Habían llegado a un pastizal. Lo único que los separaba de la casa eran unos cientos de metros de campo.
La Luna cabalgaba sobre la copa de los árboles derramando su pálida luz sobre la escena de abajo: unos campos vacíos, sin cultivar, atravesaban el camino. Y, por aquel camino, avanzaban a paso firme dos grupos de oscuras siluetas separados por unos centenares de metros.
—Vale, muchachos, nos toca el turno a nosotros. Avanzad.
El Equipo de Apoyo emprendió la marcha. Simón notó la luz de la luna en la nuca, como si fuera un dedo vivo. La oscuridad había sido dura pero aquello lo era mucho más.
—Oh, Señor —oró—, tu cayado y tu cetro…
A la distancia se oyó el graznido de unos cuervos. Sus gritos despedazaron el silencio, reverberando en el valle. Simón se agachó. Recordaba aquellos malditos pájaros; alguien tendría que haberse encargado de ellos. Durante la cabalgata en cueros de la otra noche habían salvado a las brujas atacándolos fieramente a picotazos.
Cuando el Equipo de Apoyo llegó a la casa, el clamor de los pájaros se hizo más intenso. Los cuervos revoloteaban nerviosamente sobre el patio del frente, pero no los atacaron. Cuando Simón subió los escalones hasta el porche, notó la cargada presencia de la casa.
Por entre las graciosas columnas logró distinguir que la puerta principal estaba entreabierta. De las sombras del interior le llegó un potente olor a gasolina.