28

Anochecer en la superficie de una estrella

En la quietud de la tarde, Amanda fue hasta las ruinas de la aldea de las hadas. Necesitaba estar sola para pensar en el problema del Covenstead. Tom le había comunicado que no había manera de huir del destino. Debían pasar por lo que el destino les tenía reservado o morir en el intento.

Subió al montículo y se aisló por completo; observó sus dominios, tal como hiciera la doncella Marian, hacía tanto tiempo. Una piedra pequeña, negra, apareció en su mano. Los años la habían suavizado, la vejez la había vuelto delicada.

Palpó en la piedra los acontecimientos que ésta había presenciado; los siglos se deshicieron en suspiros. La piedra era sabia y le traía un mensaje. Le dijo:

—Deberás abrazar el fuego.

Amanda vio el Covenstead consumido por unas veloces llamas rojas.

Las hojas y tallos crujían bajo la brisa apresurada.

—Actúa —le susurró la piedra—. Actúa.

—El secreto está en…

Vio a los caballos en el establo dando coces cuando sus melenas comenzaron a echar humo y a rizarse.

Y habló entonces la Reina de las Hadas:

—Éste es el destino de la noche: te advierto que los hijos de las hadas bailaron aquí en una ocasión, pero ahora no bailan. A través de los siglos, el demonio ha adoptado diferentes formas, pero mata siempre del mismo modo. Es el martillo de las brujas.

—¿Cómo lo detengo? ¡Dime cómo!

Por un momento vio a Leannan de pie entre una maraña de hierbas.

—No lo sé. Si lo supiera, mis hadas podrían reclamar este sitio, pero no pueden.

—¿Por qué no? ¿Qué os lo impide?

No tuvo respuesta.

Amanda se quedó sentada durante largo rato, con los ojos cerrados, escuchando cómo trabajaba su cuerpo y cómo la brisa alborotaba la hierba seca. El cuerpo sería pesado, lento, rústico, pero era maravillosamente real. Una vez probada, era imposible olvidar la vida de la carne.

La destrucción, las guerras, el fuego…

¿Acaso el hermano Pierce no tenía manifestaciones divinas?

Cuando abrió los ojos, se asombró de comprobar cuán largas se habían vuelto las sombras. Tantas horas transcurridas, y tan poco tiempo.

Su gente había formado un círculo alrededor del pie del montículo y cantaban su nombre:

—Amanda, Amanda, Amanda, Amanda.

Era profundamente conmovedor sentir en aquellas palabras el olor, el sabor de sí misma. Moom también se había conmovido así, igual que Marian.

Debes actuar, le había dicho el viento.

¿Pero cómo?

La piedra le enseñó. Por su mente fluyeron las imágenes, las palabras, los pensamientos. Vio el pesado mecanismo de la opresión. No sólo provenía del acongojado corazón del hermano Pierce, sino de las mentes yermas, desamoradas, de los legisladores fundamentalistas que atacaban a la brujería en el Congreso y de sus seguidores, que perseguían a las brujas en la oscuridad de la noche. Era como si una enorme conciencia los hubiera poseído, pervirtiendo su deseo de hacer el bien, corriendo un manto negro sobre sus ojos.

La piedra le enseñó las condiciones de otras brujas del mundo: el Bosquecillo del Unicornio, en Georgia, profanado, arrasado por cristianos fundamentalistas ante las cámaras de la televisión y el acto fue alegremente exhibido en los noticieros de la noche. Viola Oz, una bruja de Nuevo México, calumniada en un programa de televisión «cristiano», y mucho más: vio el infatigable y ensañado odio que animaba esta nueva persecución de la Antigua Religión, los hombres de gran labia, con sus trajes finos, discutiendo en el Congreso, y vio también cómo se extendía la locura de los hermanos Pierce del mundo y la tristeza oculta en los corazones de aquella gente; rogaban al Dios Resucitado al mismo tiempo que su odio los encadenaba al servicio del Señor de las Tinieblas, aquel al que Leannan ni siquiera se atrevía a nombrar.

Y vio el futuro, tal como podía llegar a ser, un futuro tan duro que ni siquiera podía compartirlo con Constance. Vio cárceles atestadas de brujas, rejas de acero y guardianes violadores y largas leyes agonizantes escritas en los brillantes libros digitales del futuro. Y vio rescoldos humeantes allí donde habían estado las brujas.

Con una claridad acerada y el corazón pacífico, supo qué debía hacer.

—Llevadme con los niños —pidió—. Quiero que ellos me inicien.

—Amanda, ésa no es la forma de hacerlo —le advirtió Ivy—. Hemos de darte la bienvenida, no iniciarte. La muerte ya te inició. Y el honor corresponde a los de la Vid.

—Lo tenemos todo planeado —le dijo Robín—. Hemos inventado un ritual verdaderamente hermoso.

Amanda regresó a la aldea.

Todos se preparaban para el ritual, que comenzaría al salir la Luna en el círculo de piedra que el Covenstead utilizaba para sus ritos más importantes.

No estaba bien que la ceremonia fuera imponente. Si los niños se inventaban un ritual, seguramente sería simple y divertido, poderoso y plagado de verdadera magia.

Sobre una mesita de madera, en medio del círculo, estaban las herramientas de Ivy, utilizadas tradicionalmente para la iniciación: el atanor, el cáliz, la cuerda y el látigo.

Un grupo de seis o siete personas hacían gavillas de trigo para decorar el altar. Habían tejido una corona de serbal para Amanda.

—Caminante del Viento, ¿quieres reunir a los niños, por favor?

Levantó la vista de su trabajo. Durante el día era ejecutivo de una agencia de publicidad. En el exterior, su nombre era Bernie Katz. Trabajaba con el Conciliábulo Infantil.

—Se encuentran a medio camino entre aquí y la montaña. Están jugando al juego de seguir al líder.

—Facilítales las cosas. Encuentra al líder.

El hombre recorrió la aldea llamando a Ariadne, una de las niñas medianas. Tendría unos once años y era larguirucha, de ojos castaños y sonrisa fácil. Amanda recordó cómo se había arrodillado ante ella con el plato de crêpes, igual que una esclava egipcia.

Resultaba perfecta como suma sacerdotisa de la iniciación.

No tardó en aparecer, corriendo aparatosamente: la falda verde le azotaba las piernas y el cabello le volaba al viento. Llegó con los ojos muy abiertos y se detuvo justo al borde del círculo.

—Todavía no lo hemos formado —le dijo Amanda—. Anda, pasa.

Tras ella, rezagados, llegaron los demás niños del Covenstead, veintiocho en total.

—¿Salió bien el juego?

Ariadne asintió, respirando entrecortadamente.

—Fuimos hasta la Piedra de las Hadas y después bajamos por la montaña.

Amanda se acordó de Uvas, perdida para siempre tras la Piedra. Justo después del amanecer, en el Covenstead habían celebrado una tranquila ceremonia, pero no habían despertado a Amanda para que asistiera. ¿Qué le había pasado a Uvas? ¿Vagaría también, igual que había hecho Amanda, por reinos imposibles?

Leannan volvió a hablar en la mente de Amanda, esta vez, irritada:

—Está en el País del Verano. Y es sumamente dichosa. —Amanda se asustó al oír su voz tan de cerca. Era como el viento, o una melodía recordada. Todos habrían podido oírla, si hubieran sabido escuchar.

Amanda se dirigió a los niños:

—Venid todos aquí y sentaos a mi alrededor. Quiero que hagáis una cosa. —Se vio rodeada de miles de pecas, caras manchadas y ojos sorprendidos—. Y ahora, prestad mucha atención. Cuando regrese del sudadero, seré iniciada.

—Pero si ya eres Doncella —observó un niño serio, de cabello oscuro y rostro delgado y atento.

—Pero no soy miembro de vuestro Conciliábulo. Todavía no pertenezco a los vuestros. Antes debéis iniciarme. Y quiero que los niños lo hagáis, como un favor especial.

Se quedaron mirándola, esperando más instrucciones.

—Tendréis que elegir una sacerdotisa.

Se produjo un silencio.

—Vamos, discutidlo. ¿Queréis que sea Ariadne? ¿O preferís a otra?

—Feather es más simpática.

—Ariadne te sacó del pantano la semana pasada.

—Está bien, niños —dijo Amanda—, podéis votar. Levantad las manos quienes estéis a favor de Ariadne.

Contó catorce niños.

—Y a favor de Feather.

Volvió a contar catorce. Ambas niñas se habían votado a sí mismas. Amanda no habría podido imaginar un resultado mejor.

—Muy bien, pues lo haréis juntas. ¿Cuál de vosotras conoce mejor el Camino al Altar?

Ariadne señaló con un movimiento de cabeza a Feather.

—Feather será la primera sacerdotisa. Y ahora, vosotras mismas elegiréis un sacerdote.

Se consultaron durante unos momentos entre susurros, riendo con frecuencia mientras repasaban la lista de niños.

—Elegimos a Robin —anunció Feather.

—¿Robin? ¿Os referís al Robín adulto?

—Siempre has de ser iniciada por tu enamorado, ¿no lo sabías?

—Todavía debo aprender muchas cosas de la brujería. —En cuanto lo dijo, supo que no era verdad. El recuerdo de Marian contenía vastos conocimientos de la ciencia popular, de las hierbas, los hechizos y las costumbres del bosque. Y de Moom le venía la sencillez de todo ello, los cánticos y las danzas.

Alguien tocó el gong para que acudieran al sudadero. Amanda se dirigió al amplio vestíbulo del edificio, acompañada de los niños. De las dos chimeneas salía humo y los postigos de madera cubrían las ventanas. Las brujas adultas se reunían en la entrada del sudadero, colgaban sus ropas y se quitaban las botas de trabajo.

Unas sombras largas salían de debajo de los árboles y aparecían por los rincones de los edificios cuando las brujas entraban en el enorme sudadero. El vapor contenía el aroma del bosque, extraído de las hierbas húmedas colocadas sobre piedras calientes.

Amanda caminó desnuda hasta el centro de la sala y se echó sobre uno de los bancos. Los niños fueron primero a las bañeras de piedra y formaron una piña, gritando y riendo, mientras jugaban con el jabón y los cepillos de juncos.

Amanda contempló a aquellos niños marcados por el fuego. ¿Por qué debía haber tanto odio para semejante felicidad?

—¡Ey, haragana! —Levantó la cabeza, sorprendida. Ivy la empujó hacia el fondo del banco—. Vamos, Doncella, déjame sitio. —Ivy se echó a su lado—. Comprendo lo que te propones con la iniciación de los niños —dijo—. Es una buena idea —y se rió—. Vendrán muchos miembros de los conciliábulos de la ciudad y algunos cristianos. Habíamos planeado una procesión por la finca y tú irías a caballo.

—¿Hablas en serio? —inquirió Amanda riendo a carcajadas.

—No del todo —repuso y le lanzó una mirada socarrona—. La verdad es que eres imponente. Los católicos ya andan diciendo que eres un milagro. Creo que los episcopalistas apoyan la tesis médica. Pero todo el mundo está de acuerdo en que eres bastante inusual.

—Soy simplemente yo.

Ivy le sonrió y le dijo:

—Muchísima gente te vio muerta. Y Ahora estás vivita y coleando. Es natural que sientan cierto temor reverencial.

—No soy tan poderosa como tú crees.

—No me vengas con falsa modestia.

Entre el chapaleo de los niños se oyó un susurro chispeante.

—Date prisa, Amanda, cada momento cuenta.

Leannan, todavía queda tiempo.

—No. No queda tiempo.

—Creo que deberíamos advertirles —dijo Peters el ayudante del sheriff. Tenía los ojos enrojecidos y le transpiraba la cara. Simón lo observó detenidamente. Sin duda, Bill Peters tenía un susto de muerte. Incluso el tono de su voz bastaba para desanimar a cualquiera.

—No podemos, Hill, nos arriesgaríamos a tener una pelea. —Eddie Martin era justo el tipo de hombre que más convenía a Simón. Fuerte, decidido, daba la impresión de ser capaz de propinarle una paliza al primero que se le pusiera por delante. En cierta ocasión, durante una conversación privada con Simón, la señora Martin le había dicho Simón. «La Biblia dice que debe ser leal a su esposa», le había respondido ella, «y no al revés». Lo que ocurre es que los hombres le dan la vuelta. Y, de todos modos, no me es fiel. Y me grita. Lo que ocurre es que los hombres le dan la todos modos, no me es fiel. Y me grita. Una chica decente. Simón había intentado tratarla con amabilidad. Le había dado la bendición y le había aconsejado que encomendara sus problemas al Señor.

—¡Estamos hablando de asesinato, muchachos! Dios mío, si quemamos a ciento treinta personas… es que, no hay vuelta de hoja, estamos locos.

Simón escuchaba pero, en cierto modo, era como si no oyese. Llevaban bastante rato reunidos y sospechaba que todo se resolvería independientemente de lo que él dijese.

Últimamente, se sorprendía pensando siempre en el pasado como si la inminencia de la crisis lo devolviese a su propia y enorme culpa, a la mano. La había conocido sólo durante unos días pero guardaba de ella miles de recuerdos detallados: cómo se reía, las esperanzas que abrigaba, las cosas que le hacían disfrutar. Quería ser abogado y lo que más le gustaba en el mundo eran los chicles Double Bubble. Recordaba cómo hablaba, sus ideas, sus modales, la amargura y la rabia ante un destino que no podía controlar, y cómo le había gustado que la abrazaran.

La voz de Eddie Martin lo devolvió bruscamente a la reunión.

—¡Vamos a ver, Peters, estamos hablando de algo que debe hacerse! Esta ciudad tiene un cáncer. Si quieres deshacerte del cáncer, coges un tizón encendido y lo quemas.

—Te lo advierto, si quemamos esa casa, el viejo Williams se pondrá hecho un basilisco pero, al final, acabará haciendo la vista gorda. Pero si nos cargamos a una sola persona, mandará llamar a la policía del estado y al cabo de una semana estaremos todos en la cárcel.

—No tolerarás que una bruja viva —dijo Simón en tono suave, apacible.

Eddie Martin dio un puñetazo sobre la mesa.

Siguió un silencio durísimo.

—Pero también: «Que ninguno de vosotros desee el mal al prójimo». Hemos de castigarlos hasta que recuperen el sentido y, cuando lo hagan, entonces los amaremos.

Unos cuantos arrastraron los pies; otros, tosieron. Simón presintió que no lo comprendían del todo y sintió pena. Conocía la esencia del cristianismo, su profunda decencia y tolerancia. ¿Por qué, cuando predicaba, no lograba comunicarlo así? No había logrado explicárselo. Pero allí estaban. ¿Acaso Jesús se sentiría cómodo en una reunión como aquélla?

Fue Bob Krueger quien llegó a una solución de compromiso:

—Lo disponemos todo, nos retiramos al camino y, entonces, lanzamos unos cuantos disparos al aire con una escopeta. Con eso despertaremos a todas las brujas que hay desde aquí hasta el infierno. Tendrán tiempo de salir de la casa pero no de cogernos. Ni de vernos.

—Buena idea —dijo Peters, el ayudante del sheriff.

—Votemos —sugirió Eddie Martin.

Se produjo un empate. Eddie le echó una prolongada mirada a Simón.

—Hermano, tiene que decidir con su voto. —Si votara en contra de los deseos de Eddie, ¿cómo se lo tomaría?

—Buscaré el consejo del Señor.

Justo en ese momento entró la señora Turner con dos enormes cajas de pizza, seguida de su hijo, que llevaba tres paquetes de cerveza de seis unidades cada uno. No se notaba ninguna alegría cuando los hombres comenzaron a comer. Simón jamás había participado en una batalla pero imaginaba que, antes del asalto, los soldados se sentirían como aquellos hombres.

Mientras daban cuenta de la pizza, Simón abandonó el cuarto para rezar en privado. Por desgracia, Eddie Martin lo siguió. Juntos entraron en el garaje. Eddie estaba crispado de cólera.

—No estoy satisfecho, hermano Pierce. Siete de ellos votaron contra mí. Siete cobardes.

—Ellos se consideran prudentes.

Eddie inspiró ruidosamente y le preguntó:

—¿Y cómo los considera usted, hermano?

Aquella situación requería mucha mano izquierda. No quería perder a ninguno de los dos grupos.

—Hermano Martin, creo que recorremos el sendero del Señor y que llevamos a cabo Su obra, en Su viñedo. Confío en Su sabiduría.

—Yo también confío en Su sabiduría. Por eso tenemos que hacer las cosas a lo bruto. Debemos quemarlos. Y asegurarnos de que los supervivientes se vayan y no vuelvan jamás… si es que queda algún maldito superviviente.

—Williams vino a verme y me hizo toda clase de preguntas sobre el pobre hermano Turner, que en paz descanse. Si las brujas mueren, no le cabrá ninguna duda de quién lo hizo. Y será un delito de importancia nacional. Nosotros quedaremos como los malos y ellos como mártires.

—Nos disponemos a quemar una casa que puede valer fácilmente un cuarto de millón de dólares. Quizá más. Williams va a hacer muchas preguntas de todos modos. —Eddie Martin se acercó más a Simón. Olía a aceite lubricante para la limpieza de armas. Tenía los ojos enrojecidos—. Le diré lo que deberíamos hacer. Deberíamos capturar hasta la última de esas perras y a sus hombres repelentes y ejecutarlos públicamente. Y, cuando Williams venga a meter las narices, deberíamos pegarle un tiro en la cabeza. ¡Lo haría yo mismo y me sentiría muy orgulloso!

Aquello era demasiado y Simón lo sabía. Jamás había visto una mirada como la que se reflejaba en los ojos de Eddie Martin.

—Vaya con cuidado, hermano.

—¿Por qué? ¿Sabía que más de la mitad de la ciudad está de su parte? ¡Como me llamo Eddie! Están de su parte incluso algunos episcopalistas que no ven con buenos ojos que los conciliábulos de la ciudad se reúnan en su maldito sótano. Y algunos católicos que se molestaron por esa cabalgata en cueros. Rayos, si están de su parte todos los encargados de hacer valer las leyes, excepto el sheriff. Y Tom Murphy, que es comandante de la policía estatal de Elsemere, gobierna todo el condado. Ha ido al tabernáculo un par de veces. He visto a ese hombre rezar como un condenado con usted, hermano Pierce.

Lo que Eddie decía era cierto. Cuanto más actuaban en público las brujas, más poderoso se volvía Simón. Lo sabía, pero ignoraba cómo manejar la situación. Si votaba a favor de advertir a las brujas, seguramente perdería a Eddie y a sus seis seguidores. Si votaba en contra de advertir a las brujas, probablemente no perdería a los otros.

Pero se arriesgaban a cometer un delito de extraordinaria ferocidad, un delito para el cual no encontraría justificación en la Biblia. ¿O quizá sí? «No soportarás que una bruja viva».

Eddie ya había permanecido fuera de la casa bastante tiempo. Simón quería exponerle la situación al Señor.

—Hermano Martin, cuando se trata de vidas humanas, tengo que rezar. Por favor, déjeme solo unos minutos.

Cuando Eddie se marchó, Simón se arrodilló junto a la vieja camioneta Dodge de Turner, de cara a la puerta trasera del garaje. En el suelo, entre él y la puerta, había un viejo muñeco rotoso cuya cabeza había sido destrozada, sin duda en el curso de un juego infantil. Notó entonces que en un estante, junto a la puerta, había una serie de muñecas, todas con la cabeza rota. En casa de los Turner había mucha ira.

—Oh, Señor —susurró—, por favor, ayúdame. Está en mi mano enviar a las brujas a la hoguera de tu divina justicia. Escúchame, oh Señor, e indícame qué debo hacer. —Permaneció allí arrodillado, mirando las muñecas. La dureza del suelo de cemento comenzó a hacerle doler las rodillas—. Oh Señor, envíame alguna señal.

No hubo nada. Simón continuó de rodillas un rato más, con la mente llena de mudas plegarias. Finalmente, entristecido de que su necesidad no hubiera sido suficiente para llamar la atención del Señor, comenzó a incorporarse. En ese momento oyó algo extraño, como un maullido proveniente del otro extremo del garaje. Sacó la cabeza por el costado de la camioneta.

El sonido se repitió con más fuerza. Miró por encima del techo del vehículo y no vio nada. Pero, cuando miró debajo, lo vio muy bien.

En el garaje había una pantera negra.

Cuando comenzó a incorporarse, el animal cruzó sin hacer ruido por debajo del capó y le cerró el paso. Y allí se quedó, enorme, meneando la espesa cola recortada, y paró la oreja sana en su dirección.

Se quedó atónito. En Maywell no había panteras.

—¡Socorro!

El animal lanzó un gruñido y se le abalanzó al cuello, dejándolo si aliento. Después, se le montó encima. Simón no podía creérselo.

Una pantera de ojos terribles, risueños, verdes y crueles.

—¡Auxilio!

—¡Ya vamos!

Los hombres traspusieron la puerta en tropel y se detuvieron en seco, asombrados. La pantera había derribado a Simón y éste supo que se disponía a matarlo.

—¿Qué diablos…?

—Traed un revólver. Me despedazará de un momento a otro. —El aliento le olía a carne podrida. Procuró controlar los temblores porque parecían excitar al animal, que comenzó a respirar más ruidosamente, lavándolo en aquel olor asqueroso.

De repente, el gato lanzó un maullido desesperado. Algo invisible le tiraba del potente cuello y apartaba su cabeza de Simón.

Alabado fuera el Señor, ya lo comprendía. El gato era un hechizo de las brujas y el Señor lo estaba protegiendo de él.

Sus hombres se habían apiñado ante la puerta. Iban armados, pero Simón sabía que las balas no dañarían a aquella pantera. Era un espíritu, tenía que serlo… a pesar de la oreja cortada y la cola torcida.

—¡Vamos, ánimo!

Se oyó el clic del seguro de las armas y la pantera ni siquiera pestañeó. Se limitó a abrir la boca bien grande y, abalanzándose hacia adelante, buscó la yugular de Simón.

—¡Oh, Dios!

El felino se quedó boqueando, incapaz de alcanzarlo. Alrededor del cuello del animal, Simón vio el leve trazo de unos dedos inmensos. Y, detrás de él, vio algo tremendo y negro sujetando a la bestia.

Era todo tan extraño que Simón sintió un terror inenarrable. Sonó un disparo por encima de sus gritos.

El enorme gato saltó en el aire chillando de rabia. Y la silueta negra saltó tras él.

Simón se sentó. Se palpó la garganta. No estaba herido.

—Oh, mi adorado Señor —dijo. El corazón le galopaba en el pecho y la sangre le rugía en las venas.

—Está allá arriba, en las alfardas —dijo Tom Faulkner en voz baja—. Que nadie se mueva. —Con la linterna iluminó la oscuridad, justo encima de Simón, que continuaba sentado en el suelo.

Tom fue el primero en gritar. Después Bill Peters lo imitó y, un segundo más tarde, todos vociferaron, retrocediendo en dirección de la puerta, mientras Simón se arrastraba por el suelo al tiempo que intentaba incorporarse, demasiado aterrado para obligar a su cuerpo a responderle.

En lo alto, lo único que quedaba era un par de ojos y una enorme sonrisa de gato. Después, los ojos se cerraron y la sonrisa se esfumó.

—Se ha ido —gritó Eddie Martin—. ¡Esa maldita cosa acaba de evaporarse!

Los haces luminosos de seis linternas confirmaron que el garaje estaba vacío.

—Eso, amigos míos, es lo que se denomina un hechizo. ¡Alabado sea Dios, era algo que nos fue enviado desde las profundidades del infierno! Y el Señor me ha salvado de él. El Señor me ha salvado. Gloría, aleluya, he visto la mano de Dios.

Simón ya sabía exactamente lo que Dios quería.

¡No soportarás que una bruja viva!