Al bajar de la montaña, Amanda tuvo conciencia, por primera vez, de la densidad de la carne. Se le habían endurecido los músculos y las articulaciones. La levedad de movimientos de la que había gozado en el otro mundo dio paso a un pesado arrastrarse que le resultaba de lo más artificial. La vida física resultaba una limitación sorprendente. Nunca antes había comprendido el verdadero efecto de la carne sobre el alma: la ahogaba en sus densos pliegues mortales.
Tuvieron que llevarla en andas el último tramo hasta la casa. Había dormido profundamente, sin soñar. Despertó con el susurro del regreso del Sol. Podía oír su luz inundando la habitación. Iluminó el suelo, amarilleando las cortinas de damasco de la cama. Apartó las mantas y abrió las cortinas para dejar entrar el brillo dorado.
La calidad de la luz le recordó el lugar donde había estado, y, sobre todo, lo que había aprendido. Por su imaginación desfiló todo aquel carnaval secreto. Era de una belleza extraordinaria; una serie de imágenes profusamente cargadas de significado. Allí estaban los terrores, Bonnie y Abadón, la niña-demonio y, por supuesto, la madre Estrella de Mar. También estaban los dos momentos fugaces que pasara en el cielo y, vistos así, en retrospectiva, le produjeron un impacto mucho mayor que el largo peregrinar por su propia culpa. Los escasos momentos pasados en el viejo patio de su infancia quedaron alojados en su recuerdo con la luz más rica que podía imaginarse, una luz que iluminaba física y emocionalmente. Saber que había sentido esa luz le causó el más intenso de los sufrimientos. Se revolvió en la cama; su cuerpo le pareció una maraña de cadenas de hierro.
Entonces recordó el breve atisbo que tuviera del verdadero destino de la madre Estrella de Mar, de su propio cielo. Oculto en aquella mujer había permanecido un espíritu grande y compasivo; con su mera fuerza de voluntad había tratado de salvar las almas de sus alumnas. ¿Sabría acaso que se había convertido en el demonio de aquellas niñas, en el árbitro de sus culpas?
Sí, lo sabía, y sobre ese conocimiento descansaba el palacio de su felicidad. Porque también sabía que les había proporcionado un medio seguro de abrirse paso a través del amargo material de la conciencia después de la muerte. Al morir, las niñas usaban el recuerdo de su maestra severa e intransigente para limpiar sus almas y prepararse así para el cielo. Y gracias a que habían tenido aquella maestra, avanzaban velozmente en la tarea. Para darles aquella gran bendición, la madre Estrella de Mar había sacrificado el amor en la tierra y aceptado una muerte solitaria.
Entendía el silencio de Lázaro. ¿Cómo podía hacerse oír la voz respirando el aire de un mundo tan bruno, después de haber estado en el cielo? Y Amanda sólo había visto los confines, no había llegado a apreciar toda su luz. Sintió un dolor físico, como si el aire entrara a la fuerza en sus pulmones y la sangre le hirviera con una urgencia más fuerte que una adicción.
Nada le apetecía más que hacerse un ovillo pequeño y esperar hasta que pudiera regresar.
Una sombra merodeó en lo alto del dosel.
—¿Tom?
No se movió. Ni ronroneó. Le pareció pavoroso después de haberlo visto sin su disfraz. Sintió deseos de poder darle las gracias, pero no sabía cómo. Era evidente que no podía darle un juguete hecho de nébeda, de los que tanto gustan a los gatos.
Bajó la vista y observó su sonrosada desnudez. Aquel cuerpo suyo tal vez fuera pesado y rústico, pero seguía amándolo. La sangre le cantaba en las venas, la piel se le encendía con el simple contacto del aire. Se tocó el muslo y saboreó la electricidad del contacto de la carne con la carne.
Había algo más: una conciencia nueva y más objetiva del mundo que la rodeaba. Vio el Covenstead como una diminuta extravagancia de la vida, el último refugio del pensamiento mágico. En su imaginación veía las azules extensiones de la razón y las formas brillantes que definían el reino interior de su magia. Tenía ahora acceso a una porción de su mente mucho mayor de la que jamás había conocido. Su atención divagó en aquel espacio vasto y nuevo. Vio a Constance, que la miraba con ojos hundidos y asustados. Y, de inmediato, la conoció. Fue un conocimiento completo, no verbalizado. La experiencia le produjo un profundo impacto emocional. Sin poder decir cómo, comprendió el significado oculto de esa figura trágica y enigmática.
Constance la observaba y se sorprendía al advertir que se trataba de una experiencia compartida. En cierto modo, estaban unidas. Entonces Amanda vio a Ivy, y a Kate y a Robin. El amor le brotaba por los ojos como un brillo perfumado. Robin se dirigía hacia es dormitorio, llevando consigo su inocencia y su desamparo. Amanda quería mimarlo y protegerlo. Excepto Constance, ninguno de ellos era consciente de aquel cuidadoso escrutinio. No observaba con fuerza suficiente para ver bajo aquella otra luz.
Desde el otro lado de la cama una voz diminuta la llamó:
—¿Amanda?
Apartó las mantas y levantó la cabeza para que la bañara la luz del sol. Robin se había acercado a su lecho, tal y como sabía que Io haría. De inmediato supo qué le preocupaba. Y le abrió su corazón.
—Mírame —le dijo Amanda.
Robin levantó la vista. Era fácil leer el rechazo escrito en aquellos ojos. Después del júbilo inicial por haberla recuperado, había comenzado a considerarla inalcanzablemente extraña. Amanda no podía hacer otra cosa que demostrarle que lo valoraba y lo necesitaba.
—Bésame, por favor —le dijo.
Un beso a la ligera.
De modo que estaba más enfadado que asustado.
—¿Robin?
—Tienes el desayuno servido.
Amanda saltó de la cama y se puso la bata que encontró cuidadosamente doblada sobre el respaldo de la enorme silla azul.
—Te quiero, Robin.
—Gracias. Yo también te quiero. Todos te queremos.
Sintió una punzada en su interior, un regusto a sal.
—Te quiero a ti —repitió y lo miró a los ojos—. Rey del Acebo. —¿Sabría acaso que llevaban mucho tiempo juntos, que habían pasado por muchas vidas juntos? No, no lo sabía. Se lo habían dicho, pero la conciencia de ese hecho yacía en un rincón de su mente, recubierto por las pesadas y oscuras cortinas de la duda y la confusión. El problema de la razón es que sólo constituye una parte de la mente. En él, así como en el resto de las brujas salvo Constance, la razón era algo pesado y voluminoso que las condenaba a percibir sólo lo lineal, lo esperado.
Amanda comprendió que la humanidad era exactamente igual a los dinosaurios. Esos reptiles habían escogido la grandiosidad física a expensas de otras formas de desarrollo y por eso habían perecido. Del mismo modo, la humanidad, desde el comienzo de la historia, ha aplastado todas las partes de la mente salvo la razón, hasta que el excesivo crecimiento mental amenaza con provocar su extinción.
La razón resulta útil para construir edificios, pero no sirve para edificar una vida feliz ni para permitir que un ser humano aprecie las riquezas y las cosas sagradas de la Tierra. Le impide sentir en su propia sangre lo doloroso que resulta lastimar a la Tierra. Vivimos en Maya, el lugar que para los hindúes representa el mundo de la ilusión. La mayoría de las cosas que poseemos no nos hacen falta ni son necesarias todas las transformaciones de materiales que hemos logrado.
Hemos construido una civilización que es exactamente como un veneno para la Tierra, un virus que crece, un cáncer que se extiende.
Amanda lo vio todo con gran claridad y comprendió también que el Covenstead podía ser pequeño —unas cuantas personas, al fin y al cabo— pero su importancia residía precisamente en el hecho de enfrentarse a ese error humano terrible y fundamental. Que la idea del Covenstead, rico, abierto y libre de los apetitos de la ciudad consumida, se extendiera por el mundo, liberando al hombre de su propia mente, de la tremenda hipnosis que acabará extinguiendo la especie si no logramos romper con ella.
—¡Amanda!
La voz de Robin interrumpió sus pensamientos. Amanda respiraba agitadamente y miraba con fijeza.
—Lo siento. Me encuentro bien. Estaba en otro mundo.
Con su camisa de entrenamiento negra, sus tejanos desteñidos y las botas de trabajo embarradas, Robin no podía haber tenido un aspecto más calamitoso.
—De eso estoy seguro.
—No quise decir… Oh, Robin, estaba preocupada. —¿Cómo explicarle las maravillas que percibía ahora? De su visión se había disipado la niebla. Las personas le habían sido reveladas como arquitecturas mágicas de increíble belleza, sobre todo Robin.
Se acercó a él y envolvió con sus brazos aquel cuerpo indiferente.
—Por favor, bésame. —Entreabrió los labios y esperó, recordando la hambrienta pasión de los besos intercambiados al culminar la Persecución Salvaje.
Robin la abrazó, distante.
—Robin, no soy más que una persona.
—Ya lo sé. Es que… te vi…
Amanda le puso un dedo sobre los labios y le dijo:
—No sabes lo que viste.
—Y un cuerno que no lo sé. ¡Te vi muerta!
¿Qué podía hacer para recuperarlo? Nadie podía sentirse natural y cómodo en presencia de un milagro.
Cuando la luz del sol le agitó la sangre en las venas, comprendió que todos reaccionarían más o menos del mismo modo.
—Lo último que necesito es adoración. Sigo siendo yo, Robin. Y te quiero igual que antes. No, no, es mentira.
—Seguro que lo es.
—Te quiero un millón de veces más. ¡Más de lo que puedas imaginarte!
La expresión de Robin se tornó más hosca. ¡Qué estupidez decir algo semejante! Pero las palabras ya habían sido pronunciadas. Flotaban en el aire, haciendo vibrar todo su ser con una oscura desesperación. En ese momento, Robin pensaba que quería acabar con aquello para salir a los campos.
—No quiero entretenerte, tienes mucho trabajo con las cosechas —le dijo Mandy.
—Si tú hasta puedes leerme el pensamiento. ¿Qué eres, Amanda?
Ella le había hecho la misma pregunta a Constance. Resultaba muy amargo oírla desde la postura en la que se encontraba ahora.
—Sólo sé que te quiero.
—¡Deja de tratarme con ese aire condescendiente! Quiero saber qué te pasó. ¿Qué fue lo que averiguaste?
Amanda se preguntó cómo podría explicárselo. Si de verdad la muerte es obra de uno mismo, entonces poco le quedaba por explicar.
—Allá afuera hay algo —dijo. Robin enarcó las cejas—. El factor sorpresa es importante. No puedo negártelo.
Robin le tendió las manos. Ella se le acercó, pero su abrazo nervioso y frío le sirvió de poco consuelo.
—Cuéntamelo de todos modos.
—Hay otro mundo. Crece a partir de la mente cuando se ve libre del cuerpo. Al morir nos esperan nuestras propias conciencias. No puedo mentir. Si sufres, es porque eliges sufrir. Si vas a las tierras altas es porque te sientes preparado para aceptar la alegría del cielo.
—¿Estoy preparado?
Amanda podía ver su alma con tanta facilidad. Las culpas de Robin le parecieron tremendamente pequeñas, igual que las suyas propias. Dudaba que fuera correcto abandonar a sus padres y estaba preocupado de no poder asistirlos en la vejez. Amanda deslizó su mano en la de él.
—Deberías reconciliarte con tus padres. Madurarás en la medida en que comprendas tus verdaderos sentimientos hacia ellos.
—Hemos llegado a comprendernos bastante bien.
Amanda oyó la mentira. Pero no le correspondía a ella corregirlo. Robin tenía que recorrer su propio camino.
—Robin, ¡tengo tantas cosas que contarte! He vuelto a vivir nuestro pasado juntos.
Apenas la escuchó, estaba demasiado preocupado por lo que le parecía un abismo entre los dos. Pero su esencia la oyó y se asomó a sus ojos con una delicada ansiedad.
—¿Y eso puedes contármelo? —preguntó. La amargura de su voz, tan artificial, le pareció tonta, pero no se echó a reír.
—No elegiste el nombre de Robin por casualidad. Así te has llamado antes. Hace mucho tiempo fuimos amantes, cuando yo tenía una casa en el bosque.
¡Cómo se habían amado en las cálidas noches de Sherwood, cuando el gato los observaba desde una rama y las estrellas surcaban el cielo, por encima de la copa de los árboles!
—No me acuerdo.
Pero ella sabía que era mentira. Lo recordaba muy bien. Lo vio en sus ojos.
—¿No te acuerdas del palacio de troncos? ¿De las hadas? ¿De la llegada del alguacil de Nottingham?
—¿Me estás diciendo que fui Robin Hood?
—Sí, fuiste Robin Hood.
La miró de soslayo. Le sonrió levemente.
—De verdad, fuiste Robin Hood.
Robin lanzó una carcajada y su risa desmoronó el muro que se alzaba entre los dos. La besó sin dificultad, con avidez, con la avidez de la esencia que busca otra esencia.
—¡Oh, Amanda, cuánto me alegro de que hayas regresado! Durante toda la noche intentamos construir el cono de fuerza, pero todo parecía inútil. Estuvimos trabajando sin descanso y, en un momento dado, tuve la certeza de que te habíamos perdido. ¡Entonces vino Leannan y poco después apareciste tú! —Le cubrió la cara de besos, de besos apasionados—. ¡Eres tan hermosa, cuánto te quiero! Creí que no podría vivir sin ti.
Amanda se abandonó a sus abrazos. Volvieron a la cama; le bajó los pantalones y los calzoncillos y se abrió la bata para él. Y, en el secreto de la cama, ocultos tras las cortinas, hicieron el amor con alegría, furiosamente, entre risas y besos. Amanda se abrió a él y le dejó buscar el centro de su placer.
Cuando él se apagó, Amanda alcanzó un éxtasis tan intenso que por un instante perdió el conocimiento. Después fue como si la rica oscuridad de su vientre vibrara anunciando la presencia de una nueva vida.
Supo que habían concebido un hijo. Pero eso seria para otra fase de la vida en el Covenstead. Por el momento, no diría nada de su nuevo estado.
Permanecieron unidos durante un rato. Amanda siguió el recorrido de su semen, sintió cómo avanzaba esforzadamente internándose por las trompas de Falopio, como un cataclismo arremolinado en la oscuridad hasta que, finalmente, una brillante partícula de Robin alcanzó el óvulo produciendo un estallido de luz lleno de música. La unión con el óvulo se mantuvo firme y una nueva voz comenzó a hablar en ella. Amanda sonrió, feliz con su condición de mujer.
—¿Sabes guardar secretos?
—Claro.
Amanda supo que Robin no tenía la fortaleza suficiente para hacerlo. Guardar un secreto es una de las disciplinas más difíciles.
—Tendrás que callártelo al menos durante tres días. ¿Crees que podrás?
—Claro, vamos, dímelo.
—Pues lo has hecho, acabo de quedar embarazada.
Robin la miró con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Pero ¿cómo…?
—Lo he sentido. Lo he sentido todo.
Se abandonó sobre ella con un desborde de pasión.
—Me dabas miedo, amor mío. Un miedo de muerte, pero me has curado. No sé cómo, pero lograste que me abriera a ti.
—Tú mismo lo hiciste. Cuando comprendiste que todavía había sitio para la risa.
Posó sus labios sobre los de ella. Amanda le acarició todo, palpando su delicioso cuerpo.
Robin siguió besándola, gozando lentamente de aquella bendición, introduciéndose en el milagro de sus cuerpos unidos.
Finalmente, se acurrucó a su lado. Y, con un susurro apenas articulado, le preguntó:
—¿Es sólo oscuridad la muerte? ¿Me has dicho la verdad?
Amanda lo abrazó y repuso:
—Puedes esperar de ella grandes maravillas.
Robín se incorporó y se apoyó sobre un codo.
—No puedo creérmelo. Has resucitado. Es un hecho científico. Y conservas recuerdos y conocimientos del mundo de los muertos. Es increíble.
Tenía que perdonarlo; Robin no pretendía hacerla sentir sola.
—Cuanto mejor te conozcas antes de morir, mejor te irá.
—¿Existe un orden moral? ¿Existe el pecado? ¿Hay un infierno?
—En lo que respecta al orden moral, somos nosotros quienes elegimos. Somos nuestros propios jueces. Y nunca nos equivocamos.
—¿O sea que si Hitler cree que hacía bien, irá al cielo? ¿Es así?
—Después de la muerte se desvanecen todas las ilusiones. Nos conocemos a nosotros mismos tal como somos. Me parece que llegué a vislumbrar a Hitler.
—¿En el cielo?
El recuerdo le asqueaba tanto que repuso con un grito:
—¡No!
Tom asomó la cabeza entre las cortinas. Por un momento, ambos lo miraron. Estaba muy lejos del suelo y tampoco colgaba del dosel.
—¿Hay una silla ahí fuera? —inquirió Robin, nervioso.
—Que yo recuerde, no.
Tom sacó la lengua y comenzó a lamerse las heridas lenta y sensualmente.
—Tiene que estar… tiene que estar…
—Supongo que es su manera de hacer bromas. No te enfades por eso.
—¡Ese gato está flotando en el aire y tú me dices que no me enfade! ¡Cielos! ¡Fuera, maldito seas!
Pero Tom se les acercó jugando en el aire.
—Creo que está celebrando algo.
Pasó flotando por el otro extremo de las cortinas.
Robin permaneció en silencio durante un momento. En un par de ocasiones estuvo a punto de decir algo. Pero se limitó a sacudir la cabeza.
—Si mal no recuerdo —dijo por fin—, te gustan las crêpes.
—Así es.
—¿Te apetecería comerte unas ahora?
Amanda lo contempló con gran ternura y repuso:
—Muchísimo.
Se vistieron; Amanda se cepilló el pelo, se lavó la cara y bajaron juntos. Esperaba encontrarse con mucha luz y actividad, pero la cocina estaba fría.
—Están todos en la aldea —le dijo Robin—. Te han preparado una fiesta. Como te imaginarás, hay mucha agitación. Hasta ahora sólo te ha dado la bienvenida el Conciliábulo de la Vid.
—Apenas recuerdo el descenso de la montaña. Estaba muy cansada.
—Caminabas como un zombi. —Vaciló ante sus propias palabras y apartó la vista, como si acabara de señalar alguna deformidad de Amanda.
Los dos salieron a encontrarse con la mañana.
Más de un veterano pertenecía a la congregación de Simón. Su llamada había sido atendida por no menos de siete exsoldados, tres de ellos jóvenes y rudos trabajadores del acero en cese indefinido. Durante la guerra de Vietnam todos habían recibido instrucción sobre las técnicas modernas de infiltración.
A petición de Betty Turner, el puesto de mando se instaló en su casa. Simón estaba sentado ante su escritorio provisional, en la sala de la casa, rebautizada con el nombre de Sala de Operaciones.
—Tengo las radios, hermano —le informó Tim Faulkner, depositando en el suelo una enorme caja—. Justo lo que nos ha recetado el médico. Tres radios portátiles para transmisión local, sintonizadas en la misma banda.
Charlie Reilly entró a grandes zancadas con un mapa que procedió a desenrollar para colocarlo sobre la pared.
—Échame una mano, Tim, quiero pegar el mapa.
Simón jamás había visto un mapa topográficamente tan minucioso. Mostraba las curvas de niveles con mucho detalle: unas líneas pardas contra las diversas tonalidades del color de fondo.
—Es la actualización que hizo la Guardia Nacional en el 63 a partir del mapa del Estudio Geodésico del Cuadrante de Maywell —dijo Reilly.
Él y Tim Faulkner terminaron de fijar el mapa a la pared.
Le dio un aire militar a aquel cuartel general. A Simón le complació la atmósfera calmada y profesional. Había procurado no pensar en la mano resucitada. Era prácticamente la única cosa en la que podía pensar. O bien se trataba de un milagro que había que proclamar, o bien de un hechizo del que debía proteger a su gente. Pero ¿cuál de las dos cosas era?
—Davis ha ido al Tribunal del Condado —informó Peters, el ayudante del sheriff—, a buscar los mapas de la finca de los Collier. En cuanto los traiga, estaremos en condiciones de programar toda la operación.
Habló entonces Eddie Martin. Vestía un uniforme verde de fajina y un chaleco de camuflaje.
—Quiero realizar un análisis de la misión con las órdenes operativas detalladas. Y no quiero que nadie lleve armas ni gasolina sin saber bien lo que hace. No somos un puñado de imbéciles. Estamos organizados, contamos con una estructura y la razón está de nuestra parte. O sea, que vamos a obrar en consecuencia.
Incluso los hombres originales de Simón habían adquirido nueva eficacia. A él no le restaba más que observar. El martirio había llenado a su gente de la gracia de Dios. Amaba a esa gente profundamente, sin límites, con toda su alma. Se ayudarían a sí mismos y también a las brujas. Que los pobres sufrieran en esta vida para alcanzar la felicidad en la otra. Sólo una persona entre todos ellos no iría al cielo. Era tal su alegría y su profunda tristeza que Simón lloró en silencio y las lágrimas resbalaban fríamente por sus mejillas. Permaneció encorvado, ante su mesa de juego, tocando con nervios lo que llevaba en el bolsillo.
El granero de las brujas estaba atestado. En el centro había una enorme mesa redonda, llena de todo tipo de manjares. La gente estaba de pie, alrededor de la mesa, o sentada en el suelo. Al entrar Amanda y Robín, el intenso alboroto cesó de repente.
Amanda no se sorprendió de ver a Constance sentada en un rincón, convertida en una triste sombra de sí misma. Iba a necesitar mucho apoyo y confianza. Sobre ella se cernía su destino; Amanda lo veía como un dedo ígneo que apuntaba directamente al centro del cráneo de la anciana.
—¿Connie?
Cuando sus ojos se encontraron, Amanda supo que Connie también había visto aquel dedo.
Después de haberse pasado toda la vida entre los dos mundos, la anciana temía la muerte. Los cuervos negros de Connie estaban posados en fila sobre una alfarda, encima de su ama.
Amanda se abrió paso entre la multitud silenciosa y se acercó a su benefactora. Se sentó en el suelo, frente a ella.
—Connie, ¿cómo puedo ayudarte?
—No tengo miedo de morir. Lo que me aterra es sufrir.
Amanda vio a Connie agonizando entre las llamas; sus cuervos se arremolinaban sobre ella con las alas ardiendo.
—¡Oh, Connie!
—¡Habla en voz baja!
—¿No puedes impedirlo? Tiene que haber un modo, estoy segura.
—Cuando mi fuego arda, allí estaré. No hay nada que pueda cambiar eso.
Amanda lo sabía. Cuanto más se acerca el futuro al presente, más son las posibilidades que se tornan probables. Hasta que se hacen inevitables.
Connie sonrió; era el vivo retrato de la tristeza.
—La naturaleza debe alimentarse, Amanda.
—Sí, Connie. Puedes apoyarte en mí, ahora. Puedes contarme todos tus temores. No hay nada oculto para mí.
Constance se desmoronó. Sus ojos se llenaron de una profunda gratitud.
—Te necesito. Te he necesitado durante muchos años.
Habría abrazado a la anciana allí mismo, pero otra mujer se le acercó, todo reverencias, y le ofreció un tazón de yogur dulce. Constance parecía muy triste.
—Sólo los espíritus independientes pueden hacer magia. Las brujas no durarán mucho si se convierten en tus siervas, jovencita.
—No quiero eso.
—¡Por supuesto que no! Están asustados por tus conocimientos sobre la muerte, pero todos llevan ese mismo conocimiento oculto en sus corazones. Lo que ocurre es que se nos olvidan durante un tiempo, de modo que no te aproveches de la mala memoria de tus semejantes.
—Procuraré no aprovecharme. —En lugar de dejar que la mujer se humillara ante ella, Amanda aceptó el tazón que le ofrecía y se comió el yogur mientras el Conciliábulo de lo, encargado de los productos lácteos, la observaba con orgullo—. Es propio de la naturaleza humana buscar la confirmación de los príncipes —dijo—. Por eso las familias reales se ven obligadas a dedicar tanto tiempo a realizar inspecciones. Puedo enseñarles que no me consideren como una reina.
—Deja que te teman, pero permíteles también que tomen sus propias decisiones. Te resultará difícil, sobre todo porque tú ves más allá que ellos. Pero han de aprender de sus propios errores.
—Ya lo sé. No podemos enseñar nada a nadie. Cada uno ha de tener su propia experiencia.
Constance metió las manos debajo del vestido y sacó una antigua jarretera ennegrecida.
—Esto es tuyo —le dijo—. La he guardado para ti. —Y así, sin ceremonias, le estaba ofreciendo la jarretera de la Doncellez. La reconoció de tiempos pasados y la aceptó. El cuero era muy, muy viejo, negro como el carbón. El broche era de hueso. Débilmente, como si fuera el eco de un grito, Amanda se acordó de Moom. De la risa de Moom, del dolor de Moom, de la valentía de Moom. Había parido seis hijos y había muerto antes de cumplir los quince.
Moom había tenido dos jarreteras. Igual que Marian.
—¿Dónde está mi otra jarretera, Connie?
Constance hizo un amplio ademán con la mano y respondió:
—Se quemó en la época de Inocencio VIII. —La estancia olía a encierro y al pesado aroma de la comida. Dos niñas, Ariadne y Feather, se arrodillaron cuando le llevaron un plato de crêpes.
Amanda sabía que tenía que actuar rápidamente para no convertirse en la Diosa-Reina vitalicia. Estaba bien que las brujas tuvieran una reina, pero sólo debía ser la primera entre sus iguales.
Manteniendo la jarretera alzada, dijo:
—Me han entregado esto. Pertenece al Covenstead y sólo puede llevarla una sacerdotisa iniciada. ¿Es así?
Se oyeron unos murmullos afirmativos.
—Bien. Iniciadme como lo haríais con cualquier aprendiz. Y, si me elegís, llevaré vuestra jarretera lo mejor que pueda. —Pensó en Moom, que habría despedazado a cualquier mujer que se atreviese a quitarle la jarretera. Y en Marian, a quien le resultaba imposible pensar que nadie pudiera cometer el sacrilegio de quitársela. Se la metió en el bolsillo y tomó a Connie de la mano—. Connie, ¿qué te apetecería comer?
—Nada —repuso con voz apenas audible—. Sabes por lo que estoy pasando.
—Sí, lo sé.
—Me gustaría que me abrazaras.
—Te abrazaré cuando estemos a solas. Siempre que quieras. Estaré contigo, Connie, hasta el final.
—¡Me siento tan rara sin la jarretera! ¡Y tan triste!
Tomó la mano de Connie entre las suyas y se la estrechó con fuerza. La intimidad entre ambas se tornó más profunda. Pero Amanda sabía que debía poner fin a ese momento. Aunque deseaba con toda el alma consolar a Connie, se debía al Covenstead.
—Si no me acerco a esa mesa y me sirvo yo misma, me van a abrumar con tanta reverencia.
—Tú no necesitas reverencias. Anda, cumple con tu deber.
Había jarras de sidra y un poco de zumo de zarzamoras. Aunque no habían servido zarzamoras enteras. Lástima. Amanda las había visto en los arbustos, gordas y de aspecto delicioso. Había crêpes de bayas de saúco, pasteles de calabaza, chayote cocido con hierbas y miel, unas enormes hogazas de pan oscuro y queso de cabra. Había jarras con crema y leche y té muy aromático. Lonchas de tocino del cerdo Hiram. Amanda sació su voraz apetito sin alcanzar a probar todos aquellos manjares. Su cuerpo quiso confirmar la renovada conexión con la vida, y lo hizo comiendo.
Se movió a través de una niebla de miradas fascinadas y mudas.
—No había comido nada desde ayer por la mañana —dijo—. Si alguna vez volvéis a resucitar a alguna otra persona, no os olvidéis de alimentarla. El regreso da mucha hambre.
El comentario fue recibido con risas nerviosas, tan tímidas como su intento por aliviar la tensión. Connie puso la mano sobre el brazo de Amanda y la apartó a un lado.
—Aprende de Marian. Fue una reina muy inteligente. Sabía gobernar sin coacciones y reinar sin provocar el temor de sus súbditos. Pero, aunque jugara al escondite con los niños o hiciera carreras de caballos con los hombres, nadie olvidó nunca que era la reina. Es todo un ardid, Amanda, esto de ser al mismo tiempo la primera sin diferenciarse de los demás. —Entonces, Connie dijo algo que preocupó a Amanda—. Es una ilusión, como la paz y la felicidad de este momento.
—¿A qué te refieres?
—Sal y mira el cielo. Míralo con tus nuevos ojos.
Amanda se puso de pie, le pidió a Robin que se quedara y sola se internó en la aldea silenciosa. De la chimenea del sudadero se elevaba un penacho de humo.
Con la mirada siguió el humo que iba ascendiendo hacia el cielo y a punto estuvo de caerse del espanto. Vio el costado de una pierna colosal cubierta de una pelambre negra y brillante. Era tan tremenda que casi no se veía.
Con la vista recorrió la espesa pelambre negra hasta alcanzar a ver el enorme pecho, ubicado a unos trescientos metros del suelo; recorrió aquella inmensidad hasta encontrar la sonriente cara de un Cheshire, del gato más enorme y amenazador que había visto en su vida.
Y Tom le devolvió la mirada. Entre ellos la comunicación fue instantánea, más profunda que las palabras. Tom constituía al mismo tiempo un elemento de aquello que amenazaba y protegía al Covenstead. Leannan se proponía poner a prueba a las brujas. El fin de aquella otra oscuridad, la controlada por el hermano Pierce, era destruirlos, y destruir todo aquello que proporcionara a la humanidad una oportunidad para sobrevivir y crecer.
El Samhain, o fin del verano, era en verdad una estación de aprendizaje y de muerte.
Lo que amenazaba al Covenstead era mucho más grande y ominoso que Tom. En realidad, se cernía por encima del gato como una inmensa presencia de odio que barría Maywell y surcaba el cielo, sacando fuerzas del inmenso corazón del mal y de los corazones más pequeños de los hombres y mujeres dispuestos a matar lo que no comprendían, dispuestos a odiar las formas de vida distintas de las suyas. Lo vio claramente, a pesar de que la visión se alejara al aparecer ella.
Lo que había poseído al hermano Pierce y a los que eran como él se alimentaba del miedo, y odiaba tanto al hombre como a Dios.
—Este largo pasillo central me indica que debemos forzar la puerta principal y avanzar con los rociadores de gasolina hasta la cocina, que está aquí. Después, salimos de ahí a todo correr. Al recibir la señal de radio, el Equipo de Incendio hace el mismo recorrido anterior. Colocamos en los fusiles un cronómetro fijado en dos minutos. Cuando la casa comience a arder, nos encontraremos a unos trescientos metros de distancia, justo en el confín del bosque.
—Preferiría que nos dieras un margen de tres minutos —comentó el hermano Pierce. No quería otro caso como el de Turner.
—Si lo dejamos encendido mucho rato, olerán el humo.
—¿Cuántos habrá en el lugar? —inquirió Bill Peters.
Fue Bob Krueger quien le contestó:
—Diariamente, unos veintiuno viajan a Nueva York y Filadelfia. Además, explotan una granja de unos trescientos acres y no usan máquinas. Por lo menos deben de tener unas setenta personas trabajando en los campos. Contando a los niños y sumándole un diez por ciento más para estar seguros, me imagino que deben de ser unos ciento treinta.
Bill se frotó la mejilla con la mano derecha y preguntó:
—¿Y dónde cuernos viven?
—En la misma granja —contestó Eddie Martin—. No hay otra posibilidad. En la ciudad hemos descubierto veintitrés casas cuyos propietarios son brujos, pero los de la finca no viven en estas casas, de lo contrario los veríamos cada día yendo y viniendo de la granja.
Bill dio un golpecito al mapa y dijo:
—Me juego la cabeza que no viven en esta casa. A menos que lo hagan unos encima de otros.
—Es posible que les guste. De todos modos, eso no es ningún problema.
—Y tanto que lo es. Tenemos que saber dónde están todos. Estás hablando de meter sólo a dieciséis hombres en nuestro grupo. Jamás podríamos enfrentarnos a más de cien. Y, si no vamos con cuidado, podrían acabar haciéndonos prisioneros o algo peor. Y, de esa gente, hay que esperarse lo peor.
Simón pensó en la casa presa de las llamas y, bajando la vista, volvió a pedirle al Señor que lo guiase. Eran brujas y seguramente tenían que ser gente malvada, ¿pero le correspondía a él emitir sentencia? Sintió la tentación de decirles que se olvidaran del ataque porque el Señor le había dado una idea mejor.
Por desgracia, el Señor no le habló y a Simón no se le ocurrió una idea mejor.
—Por favor, Señor —dijo desde el fondo de su corazón—. Ayúdame a cumplir tu voluntad. Ayúdame, oh, Señor.
Amanda levantó la mirada hacia la criatura del cielo. Sus enormes ojos reflejaban un odio inmenso. La bestia esperaba y Amanda tuvo la sensación de que quedaba poco tiempo. ¿Pero qué quería que hiciese?
Amanda miró aquellos ojos. Eran demasiado sagaces para ser inofensivos pero, al mismo tiempo, eran muy, muy buenos. En algún rincón de aquella mirada había incluso humor. En un instante, se agazapó y saltó.
Amanda dio un paso atrás. Vio la inmensa cara superpuesta a la aldea, lo oyó respirar, incluso llegó a oír el sonido húmedo que producía al parpadear. Podía notar que la llamaba. A pesar de la pavorosa fuerza de aquel felino, sin ella no haría nada.
—¿Cómo puedo ayudarte? ¡Dímelo, por favor!
En sus ojos, vio unos hombres corriendo por calles oscuras, vio las latas de gasolina y el fuego ardiente y naranja y oyó los gritos agónicos de Constance.
—¿No puedes detenerlos, Tom?
Entonces, en los ojos brillantes del gato, Amanda vio el Covenstead en llamas. Se horrorizó tanto que dio un salto atrás y cayó al suelo.
Miró fijamente hacia el cielo de la mañana. Y en él vio lo que tanto temía. Un dedo llameante señalaba el granero, un dedo igual que el que había amenazado a Constance.
Amanda regresó al granero y bebió un largo trago de sidra. Se agolparon a su alrededor y uno por uno comenzaron a besarla. Amanda los besó a su vez; los labios suaves de las mujeres, los labios finos de los hombres, los labios húmedos de los niños. Los besó abierta e íntimamente, como había besado a Robin, y compartió con ellos su aliento.
Algunos se alejaron sorprendidos, y todos quedaron en silencio.
Sólo Amanda y Constance vieron los dedos, y la anciana permaneció en su rincón, sacudiendo de vez en cuando la cabeza como para apartarse de aquello que siseaba en el aire, encima de ella.
Pero ésa no era la forma de huir. Era un problema que atormentaba a Amanda. Por eso la habían devuelto a su gente. Estaba allí para salvar el estilo de vida de aquella gente.
Al parecer, no sabía qué hacer ni hacia dónde ir. Presintió que sería más fácil cambiar el curso del Amazonas que alterar el destino del Covenstead.
Conocía la emoción que la embargó, la conocía demasiado bien. Era absoluta e irracional. Luchó contra ella, pero no la venció. El miedo era como un trozo de hielo instalado en el fondo de sus entrañas que lo helaba todo, congelaba toda esperanza. Veía al hermano Pierce a través de una bóveda nocturna, veía su espíritu torturado, su determinación. Personificaba el profundo temor visceral del hombre hacia lo desconocido. ¡Cuánta ignorancia y cuánto odio! Amanda carecía de fuerza para luchar contra eso.
Pero tenía que encontrar esa fuerza. Debía salvar al Covenstead. Vio a Simón Pierce, solo, en el centro de su noche. Llevaba en la mano una antorcha y fuego en los ojos.