26

—¿Está seguro de que lo quiere dejar abierto?

El director de la funeraria estaba empezando a exasperar al hermano Pierce. En la última media hora le había formulado la misma pregunta al menos seis veces.

—Sus hermanos en Cristo quieren decirle adiós.

—Pero ¿no ve que no tiene arreglo?

No había manera de hacérselo entender a aquel hombre.

—No estamos de acuerdo con eso de maquillar a los muertos.

—Tendré que romperle los brazos. No podemos dejarle los puños en esa posición, cubriéndole la cara.

—¡Ni se le ocurra! Déjelo tal como está.

—Vea usted, hermano Pierce, tengo una reputación y he de cuidarla. ¡No dejaré salir de aquí a un pobre hombre quemado, en ese estado y, encima, que lo vean! Si hasta huele a quemado. No, señor, ni pensarlo.

El hermano Pierce observó a Fred Harris. El típico pequeño empresario de pueblo. Episcopalista. La hija era bruja. Y probablemente él mismo fuese amante de una bruja. Una pena que fuese el único director de funeraria de Maywell.

—¡Haré que la gente vea lo que esas brujas hicieron a una buena alma cristiana! —El pobre hombre había sufrido terriblemente. Que sirviera de testamento, que al menos fuera por una razón.

Harry suspiró y le dijo:

—Su muerte fue considerada un accidente. Si no hubiera estado manipulando esa gasolina…

—¿Qué sabe usted? No fue testigo… —El hermano Pierce se interrumpió. Estuvo a punto de hablar de más. Todavía nadie sabía exactamente quién había acompañado a Turner. Las brujas no habían podido aportar a la oficina del sheriff ninguna descripción particularmente clara. A Simón no le hizo falta hacer jurar a sus hombres que guardarían el secreto. Se podía confiar en que la pequeña comunidad del tabernáculo permaneciera unida ante los problemas. Miró a los ojos del suspicaz director de la funeraria y rogó al Señor que le inundara el alma hambrienta con tanta gracia que perdiera su odio hacia los buenos cristianos. Qué bendición sería presenciar cómo se levantaba la piedra de la tumba de su corazón y ver a Cristo surgir en su interior como un lirio en primavera.

Harris lo sopesó con la mirada. Simón aferró la mano que llevaba en el bolsillo. Estaba allí para recordarle todos sus pecados y que, a pesar de todas sus plegarias, no era mejor que el peor de los pecadores. Jamás podría expiar el pecado de haber asesinado a esa niña y aun así, en lo que le quedara de vida, había decidido que sólo haría el bien. Después, iría de buena gana al infierno que tan ricamente se merecía.

—Le amamos, hermano Harris, y queremos que su empresa de pompas fúnebres goce de buena reputación. Pero también amamos al hermano Turner y no podemos comulgar con su martirio si lo oculta usted bajo el maquillaje.

Fred Harris tocó el ataúd delicadamente y a Simón le pareció que lo hacía con un respeto que no había mostrado un momento antes.

—Aun así, saldrá de aquí cerrado, hermano Pierce. Supongo que lo que haga cuando lo lleve a su iglesia es asunto suyo. —Dicho lo cual bajó la tapa del ataúd donde descansaba el ennegrecido cadáver de ojos abiertos.

El hermano Pierce no se separó del ataúd. Honraría al muerto con su presencia constante.

Los dos ayudantes de Harris condujeron el ataúd hasta el Cadillac de la empresa de pompas fúnebres. Simón detestaba los coches fúnebres, que eran tan negros y solitarios como el cielo entero. Aferró con el puño cerrado la mano y no la soltó. Con los años, la culpa que le producía había dejado de ser una tortura para convertirse en un consuelo. Cuando por fin le llegara el castigo, lo recibiría gustoso. El fondo del abismo sería un alivio.

De camino al tabernáculo, volvió a repasar mentalmente el accidente. El fuego había saltado sobre el pobre Turner. Lo había envuelto. Volvió a verlo, rojo y feo, esparciéndose por todo el cuerpo de aquel hombre. Vio la agonía dibujada en el rostro de Turner, el asombro, el terror y, sobre todo, la tristeza.

A Simón le invadió una idea inquietante. ¿No había sido Turner el primero en recoger la mandrágora? Claro. Sí. Turner. Seguramente le habría afectado el hechizo maligno de la raíz.

A Simón comenzó a bajarle el sudor por el cuello. Aferró la mano y la frotó. ¿Acaso los hechizos podían viajar, saltar por aquel cielo enorme y gris, para establecerse en el tabernáculo?

En su imaginación vio salir llamas de cada una de las ventanas de su iglesia y oyó el siseo del fuego en el viento y los terribles gritos de sus amados feligreses atrapados en el interior. Una mandrágora gigantesca y deformada, apoyada contra la puerta hinchada, la mantenía cerrada para que su congregación no pudiera salir.

—¡Hermano Pierce!

—¿Qué… qué?

—¿Se encuentra bien?

—Claro.

Prosiguieron viaje. Simón temblaba, cubierto de sudor. ¿Qué había hecho para que lo llamasen? ¿Habría gritado? ¿Acaso se había quejado? Sí, tal vez fuera eso. Debió de haberse quejado.

—Siento una inmensa pena por mi hermano.

—Lo siento por usted.

Simón respiró aliviado cuando llegaron al tabernáculo. Los observó mientras bajaban el ataúd del coche fúnebre y lo deslizaban por las dobles puertas traseras hasta colocarlo sobre el catafalco.

—Muy bien. Ya lo llevaré yo desde aquí.

Y cuando, por fin, el coche fúnebre se marchó, sintió una gran alegría.

Miró cariñosamente el tabernáculo, las filas de bancos comprados a la iglesia presbiteriana que habían cerrado en Compton, el púlpito que había sido atril de una sala de conferencias, adquirido por once dólares en la liquidación de muebles, después del incendio del motel de Maywell, el órgano que había comprado sin descuentos en Wurlitzer y la pintura y los vitrales simulados y la presencia por todos lados del duro trabajo de la gente del Señor.

No había imágenes, a menos que se contara la cruz vacía que había en la parte del frente.

—Guardamos su imagen en nuestros corazones, hermanos; ése es el principio y el fin de las imágenes del Señor.

En el tabernáculo hacía frío. Echó un vistazo al reloj. Faltaba una hora para el funeral. Se dirigió al termostato y lo subió a veinte grados. Cuando empezara a llegar gente, ya estaría caldeado. No tenía sentido dejar que la factura del gasóleo superara los cuatrocientos dólares al mes en otoño, y menos con todo el calor animal que generaba la congregación.

Hizo rodar el catafalco hasta el frente del tabernáculo. Sus funerales siempre eran sencillos; en esencia, no necesitaban preparación. Simón pedía contribuciones para el tabernáculo en lugar de flores, de modo que no era preciso ocuparse de las coronas. Por un momento, juntó las manos y pensó en Dios, sentado en su trono en el cielo. Dios en el cielo.

—Oh, Señor, déjame hacer el bien en tu nombre. Por favor, te amo tanto. Sé que ante tus ojos soy un hombre sucio, pero desde aquí sigo esforzándome. No me ayudes a mí pero, al menos, ayuda a mis feligreses. Dales la fuerza que necesitan para deshacerse de las brujas.

La mano casi se calentó mientras él oraba. ¡Le ayudaba tanto! Sin ella, estaría perdido. Nunca sabría qué decisiones tomar. La mano era su guía.

La recordaba blanca como la leche, colgando de su brazo delicado, los dedos ahuesados, las uñas mordidas y mugrientas de tanto jugar. Ella era como un cuadro, así de hermosa. Se le había acercado, había hecho chasquear el chicle, se había pasado la lengua por los dientes y lo había mirado con aquella mirada tranquila y limpia.

Si no hubiera estado tan triste, tan solo. Cuando ella se le acercó, la abrazó allí mismo y, después, en el centro de la sala de juegos de la casa de crianza, le acarició el pelo lacio y miró en el fondo de aquellos ojos azules y redondos.

—Sácame de aquí —le había pedido ella con un murmullo—. Esto es una pocilga.

—No puedo, cariño, no soy más que tu asistente social.

Había elevado hacia él su rostro y Simón creyó que era un ángel, a pesar de la goma de mascar.

—Adóptame, Simón —le había susurrado.

—Cariño, no puedo, no tengo dinero para criar a una niña como es debido.

—Simón, en los papeles sería tu hija, pero en la realidad sería tu mujer.

Recordaba el olor de su aliento, dulce y jugoso.

Le había hecho cosas, unas cosas tan deliciosas que permaneció como atado a aquella silla. Jamás había conocido caricias tan bellas. Había sido tan delicioso que creyó morir.

¡Oh, Señor, soy tu siervo, y Tú eres el reino, el poder y la gloria!

Después, se había enfadado tanto que ella había condenado su alma con aquellas bonitas manos blancas. Se rió de él y echó la cabeza hacia atrás como una potranca y, entonces, él la aferró por el cuello y le apretó el cartílago de la tráquea y, de repente, su rostro perfecto y cremoso se crispó y se tornó azulado.

Oh, Dios, le había sido imposible hacerla respirar. Tenía la garganta de color púrpura allí donde sus manos habían apretado y los ojos vueltos hacia atrás; había muerto allí mismo.

Había intentado insuflarle aire en los pulmones, practicarle la respiración artificial, pero la niña no quiso resucitar, por eso él se enfrentaba ahora a ese cuerpo muerto.

—¡Señor, por favor, tengo que dejar de pensar en ello! —Si continuaba de aquella manera, estaba seguro que comenzaría a beberse la botella que guardaba en la caravana. Faltaba menos de media hora para que empezaran a aparecer los miembros de la congregación. Quizá un buen trago rápido le despejaría la cabeza.

Regresó a la caravana. Aunque no solía beber demasiado, la parte trasera de la caravana se había ido llenando de botellas con los años. No se decidía a tirarlas.

No fingía ser abstemio. Pero un predicador debía ser recto. Por eso bebía en secreto e incluso después de tomarse el más mínimo sorbo, se metía en la boca un par de Certs de menta.

Abrir una nueva botella constituía siempre una pequeña fiesta. Bebía whisky del bueno. De doce años, suave como las orejas de un conejo.

—Señor —dijo como de costumbre—, perdóname por lo que no puedo evitar. —Bebió a morro un buen trago. Una oleada de contento le recorrió todo el cuerpo—. Gracias, oh, Señor, por este don. —Se arrodilló en el suelo de la caravana—. Gracias por esta bondad.

Allí estaba él, un predicador dándole las gracias a Jesús por la bebida. Era algo que haría reír a carcajadas a un verdadero hombre de Dios.

Se acostó en la cama y recordó, una vez más, que debía cambiar las sábanas. No tenía criada, jamás permitía que nadie entrara allí.

Sacó la mano. Yacía sobre su palma, pequeña y compleja, una cosa con ángulos de garra. Una cosa cortada. Y, sin embargo, no estaba cortada. En cierto modo seguía viva.

Probablemente la muerte era sólo la nada. El fin. Claro que había un Dios, pero a Dios le importaba un bledo. Dios estaba tan, tan lejos. El paraíso se encontraba al otro lado del cielo y el cielo era demasiado grande para atravesarlo todo.

Le echó una rápida mirada a la mano. ¿No se había movido justo cuando pensaba en lo lejos que estaba el paraíso?

A veces creía que la mano podía susurrarle.

Debió haberle dado a la niña el cuchillo, debió haberle enseñado cómo cortarle el cuello a un hombre para que la sangre manara en un torrente sin fin y, entonces, ella le habría apartado el pelo, le habría vuelto un poco la cabeza y… zas. Lo habría hecho. Ella habría hecho cualquier cosa por él.

—Soy la destrucción.

Les tenía preparado un funeral magnífico. Vamos a ver, ¿cuántos Turner había? Betty y… ¿dos niños? Tres en total. Había dolor más que suficiente para un buen espectáculo.

Un cambio en la forma en que el cuero oscuro y tenso de la mano reflejó la luz, le sobresaltó. Volvió a mirarla. ¿Se había movido ligeramente, o era acaso el fluctuar de la luz?

Dejó la mano sobre el suelo, junto a su cama, y sacó la Biblia que guardaba ahí debajo. Haría una lectura de la Biblia, la referencia a la muerte que hay en Números, luego el Salmo 116 y, después, la última parte, la más importante, el pasaje sobre Abadón de Revelaciones 9. El cortejo fúnebre avanzaría serpenteando hasta el cementerio de la ciudad, ubicado al otro lado de la finca de los Collier.

Encendería con fuego a los débiles de corazón y quemaría la maldad al rojo vivo.

Iba a quemar la maldad de la ramera en el infierno de las llamas y, por fin, destruiría la abominación de la tierra que infectaba aquella ciudad y lo destrozaba todo como destroza una garra de largas uñas el corazón de los temerosos de Dios.

Otro movimiento le obligó a mirar nuevamente la mano. Lo que vio le dejó pasmado. Siempre había estado cerrada. Y aquella cosa se había disecado. Sin embargo, igual que una flor nocturna, se había abierto. La tocó, maravillado, luego la recogió. Así abierta estaba tan dura como cuando se encontraba cerrada.

Le besó la palma.

Durante un largo rato inhaló su olor seco, ligeramente orgánico, recordando el perfume dulce y salado que había tenido en vida, lo que le produjo una irreprimible agonía de pesares.

—¿Hermano?

Guardó la mano en el bolsillo y saltó de la cama. ¿Habría pasado tanto tiempo?

—Lo siento, hermana Winifred. Descansaba un poco y me preparaba para el servicio. Debo de haberme dormido. —Se alisó el pelo, se echó un poco de agua a la cara y se comió las pastillas de Certs mientras la hermana Winifred esperaba ante la puerta de la caravana.

Winifred tenía un aire de tranquila felicidad.

—Hermano —le dijo mientras iban hacia el tabernáculo—, ¿hay algo que podamos hacer por quienes se encuentran de pie en el aparcamiento?

—Un momento —dijo Pierce, deteniéndose—. ¿Quiere usted decir que el templo se ha llenado?

Winifred asintió, solemne y contenta a la vez, recordando la naturaleza de la ocasión. El hermano Pierce se cuidó muy bien de manifestar su alborozo. Lo bueno de toda la cuestión de las brujas era que servía de inspiración a la gente. Un hombre había muerto pero, si Dios lo quería, su sacrificio no habría sido en vano.

—Le diré una cosa, hermana. Coloque el altavoz del proyector de cine en la galería de la entrada. Y deje las puertas abiertas. Nos oirán. Oirán la Palabra del Señor.

Con timidez y tan rápidamente que apenas pudo notarlo, Winifred tocó el bulto de la mano que llevaba en el bolsillo. Pierce se sorprendió y retrocedió. En el rostro de la mujer vio dibujada una sonrisa de complicidad.

—Alabado sea el Señor —susurró Winifred. ¿Acaso pensaría que se trataba de su miembro viril?

Al ver el tabernáculo lleno a rebosar, lo invadió una oleada de energía. Se alegraba de ver la intensidad de aquellas caras, la sinceridad de las lágrimas. Le humilló sentir converger en él todas las miradas cuando subió al púlpito.

Paseó la mirada por todas sus caras y se detuvo en la familia Turner, que lloraba amargamente. Por el momento, el ataúd estaba cerrado. Les mostraría la revelación después de la primera lectura.

—Amados hermanos, estamos aquí reunidos para buscar auxilio en el Reino de Dios, porque Él, que nos ama a todos, nos consolará por esta pérdida.

—Oh, sí —dijeron unos cuantos.

—Ha muerto un hombre, ¡un hombre bueno! ¡Sí, era un hombre bueno!

—¡Oh, sí!

—¡Y a este hombre lo mató el hechizo de la mandrágora, un hechizo que nos han lanzado las brujas, y se quemó en el fuego de sus malvados corazones!

—¡Oh, sí!

—¡Y yo os digo, hermanos, que vengaremos su muerte, porque el pueblo del Señor no dejará que la maldad de la brujería more en él ni que crezca desproporcionadamente como el cáncer, porque en esta congregación tenemos el poder de Su santo nombre, tenemos la cura para el cáncer del mal!

—¡Tenemos la cura!

—En el Libro Santo, en el capítulo de los Números, cuando Dios habló por boca de Balak, dijo: «¿Quién puede contar el polvo de Jacob y el número de la cuarta parte de Israel? Dejadme morir la muerte del justo y dejad que mi último final sea suyo». Y yo os digo, hermanos, que me uniría a él ahora mismo si creyera que eso nos traería la paz para el tormento que nos infligen estas brujas. ¡Estas hechiceras, estos diablos que cabalgan en corceles del infierno por nuestras calles y queman a los padres de nuestros hogares, porque son el mismo fuego del infierno!

—¡Alabado sea el Señor, alabado sea Su Nombre!

—Os pediré ahora que os deis el beso de la paz, y voy a abrir este ataúd, y te digo más, Betty Turner, tendrás que acercarte al féretro y abrazar a tu marido, y tus hijos harán lo mismo, porque debéis ver y recordar, todos vosotros, la obra de la horrenda mano de Satanás y, además, debéis despediros del hermano que acabáis de perder.

Algo se movió en su bolsillo. Y en su imaginación creyó oír un susurro de aprobación. La mano de la niña, cortada por muchas razones. Pierce se decía que lo había hecho para evitar que lo identificara.

No, recordaba demasiado bien la obra del cuchillo. El placer lo había impulsado, un placer asqueroso lo había impulsado a conservar una parte de la suavidad de la niña.

Ya no era suave. Se había convertido en instrumento de la obra del Señor. Alabada sea la mano, que pueda traerle el castigo con sus dedos crispados y oscuros.

Pierce bajó del púlpito y se acercó al catafalco. La tapa del ataúd se abrió con docilidad. Notó que la gente se apiñaba para ver, oyó sus suspiros de asombro, los gritos apagados. El hermano Turner era una masa ennegrecida, tenía la cabeza requemada y sin un solo pelo y sus puños carbonizados descansaban sobre el pecho. Tenía los ojos entrecerrados y los labios entreabiertos. Había muerto ahogado, con humo en los pulmones.

—¡La hermosa bruja desnuda arderá igual que él, en el fuego lento de la purificación!

Todo formaba parte del plan. Simón jamás amenazaba en vano. Vengaría al hermano perdido y purificaría las almas de las brujas.

Al día siguiente, por la noche, quemaría su elegante casa de ladrillo rojo, con sus hermosas columnas blancas; era un tipo de casa idéntico a las que ocupaban los asquerosos ricos en Houston. Después, se llevaría a esa mujer de las brujas, la de las manos suaves y blancas, la del cabello al viento, la que había sembrado el odio en Maywell cabalgando en cueros por sus calles y la ataría desnuda y la quemaría poniendo por testigo a sus feligreses.

La mano lo tocó igual que había hecho en Houston hacía tanto tiempo, con tanta intimidad que a punto estuvo de volver a gritar.

—¡Betty Turner, ven aquí a abrazar a tu esposo!

—¡Oh, por favor… no… no podemos!

—¡Podéis y debéis porque es la voluntad de Dios! ¡Os pido al resto que les ayudéis, a ella y a sus hijos, a reunir valor! ¡Acercaos y abrazad a vuestro hermano, todos vosotros, abrazadlo y tocad su carne torturada y conoced el mal que las brujas infligen al cuerpo del cordero!

La hermana Winifred fue la primera en acercarse. Valiente, la mujer. Dio un respingo al colocar la mejilla contra la cara del muerto y sentir la punzada de aquella piel reseca. Simón los exhortó recorriendo el pasillo de arriba abajo.

—¡Aquí está la paciencia de los santos: aquí están los que respetan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús! ¡Ayúdalos, dales fuerza!

El llanto de la familia Turner llenó el tabernáculo, acompañado del sonido de los pies que se arrastraban en procesión hacia el ataúd.

—«Y una voz del cielo me dijo: Escribe: Bienaventurados son los que de aquí en adelante mueran en el Señor: Sí, dijo el Espíritu, que descansen de sus fatigas; y que los sigan sus obras».

Betty Turner se echó las manos a la cara.

—¡Ciérrelo! —chilló—. ¡Por favor, ciérrelo!

—«Entonces miré y vi una nube blanca. Sobre la nube estaba sentado el Hijo de Dios y llevaba en la cabeza una corona dorada y, en la mano, una hoz afilada».

Algunos hombres comenzaron a empujar el ataúd abierto hacia el fondo de la iglesia para que otros abrazaran al santo muerto.

—«Y otro ángel salió del altar y tuvo poder sobre el fuego, y gritó con fuerza al de la hoz afilada y le dijo: Usa la hoz y roce los racimos de la vid de la tierra porque sus uvas están maduras».

Los miembros de la congregación se pusieron a batir palmas suavemente. Simón hizo una seña a Winifred, que comenzó tocar en el órgano, muy quedo, «Reuníos en el río». Lo mejor es recurrir a las canciones sencillas y conocidas, sostenía siempre el hermano Pierce. Era la forma de entrar en la mayoría de los corazones y las almas.

Se sintió satisfecho de la fuerza de los sentimientos de sus feligreses.

Ese funeral iba a dar a los hombres el valor que necesitarían la noche del día siguiente. Haría falta algo más que sus penosos sermones para animar a aquellos hombres a volver a enfrentarse a las brujas.

Harris le hizo una seña desde la puerta. Esperaba con su coche fúnebre, pues el cementerio de la ciudad cerraba al oscurecer.

—Queridos hermanos, recitaremos el Salmo 116, mientras salimos a la oscuridad, para devolver la carne al polvo de la tierra.

Comenzó a leer el salmo.

—«Amo al Señor, porque ha oído mi voz y ha atendido mis súplicas».

Colocaron el ataúd en el coche fúnebre. Simón subió al coche junto con la familia Turner. El dolor sonrojaba a Betty, una mujer guapa; sus pechos se elevaban rítmicamente bajo el vestido negro y el maquillaje de los ojos le corría por las mejillas. Tenía una hija rubia con aspecto de meretriz y un hijo pecoso con cabello color arena, cuyo rostro brillaba lleno de confianza a pesar de su pena. Simón se puso a leer mientras el coche avanzaba hacia el cementerio.

—«Las penas de la muerte me circundaron y los dolores del infierno se apoderaron de mí: encontré tristeza y dificultades».

Betty Turner reclinó la cabeza sobre el hombro de Simón.

—Siento mucho no haber podido abrazarlo. Pero me fue imposible y ahora ya no lo veré más.

Simón apoyó su mano sobre la de ella.

—«El Señor preservó al humilde: caí muy bajo y me ayudó.

»Regresa a tu descanso, oh alma mía; porque el Señor ha sido generoso contigo».

Betty Turner aspiró entrecortadamente. Los ojos de su hija se velaron.

—Vamos, cariño, no empieces otra vez —le dijo Betty—, que me harás llorar a mí también.

Buscad el consuelo en la Palabra del Señor —les dijo Simón—. Ésta es su Palabra. «A los ojos del Señor preciosa es la muerte de sus santos». Su marido era un santo, querida hermana. ¡Un santo!

El rostro del hijo ensombreció. Simón supuso que estaría recordando la verdad de sus miserias. A Simón no le cabía duda de que la vida con Turner había sido miserable. Turner había sido un pobre borracho de cara enrojecida y pelo grasiento, asqueroso como un cerdo y dos veces más gordo.

—«Dejad que Israel diga que su piedad duró para siempre».

—Hermano Pierce, ¿se sabe usted toda la Biblia? —le preguntó la hija.

Simón sonrió. Era una pregunta tan simple y pura la de aquella niña querida, delicada. ¿Cómo podían unos labios ser tan rojos, o unos ojos tan azules, o unas manos tan suaves? Luchó por derrotar la avidez que sentía; se esforzó porque su rostro pareciera apacible.

La mano se movió.

Simón se retorció, dio un respingo, pero la mano se mantuvo apretada contra él. Hizo un esfuerzo para contestar la pregunta de la niña.

—Me sé más o menos la mitad. Cada día aprendo un verso nuevo.

—¿Tenía nuestro padre alguna cosa que pueda hacernos sentir orgullosos? —inquirió el niño.

—¡Willy!

—Perdona, mamá.

—Hijo, hay un verso del Salmo 119. Dice así: «Éste es mi consuelo en mi aflicción: porque tu palabra me ha dado vida. Los soberbios se han mofado de mí: aun así no he renegado de tus leyes. Recordé tus juicios de antaño, oh Señor, y me han reconfortado». Todos nosotros debemos hacer lo mismo, hijo.

El niño se quedó pensando y luego preguntó:

—¿Podré ver cuando queme a las brujas?

—¡Cállate, hijo! ¿Quién te dijo que iba a hacer algo semejante?

Simón comenzó a sentir frío. Había hablado muy poco de sus ideas y, sin embargo, las estaba oyendo de boca de un niño. Seguramente habría muchas murmuraciones entre los miembros de la congregación. A veces se preguntaba quién era el líder, si él o el espíritu intangible del grupo.

—No regañe a su hijo, hermana Turner. El Señor suele hablar por boca de los niños.

Cuando el coche se detuvo, el atardecer casi había concluido. Betty Turner se reclinó en el asiento y exclamó:

—¡No sé cómo podré pasar por todo esto! Temo el momento del entierro. —Miró a Simón con ojos asustados—. No tiene usted motivos para decir que era un buen hombre. Bebía. Nos pegaba. Era un holgazán y me engañaba. Nos dejó en la pobreza. Pero era una persona. —Echó una mirada por la ventanilla trasera, hacia la luz del sol que continuaba aferrada a los precipicios del monte Stone—. Esas brujas lo mataron justo cuando más esfuerzos estaba haciendo por salvarse. Porque él quería vivir con Cristo. ¡Pero la carne es débil!

La viuda y sus hijos bajaron del coche fúnebre con los ojos anegados por las lágrimas y se dirigieron hacia la tumba siguiendo el ataúd del padre muerto.

Habían acudido al menos unos cien coches. El hermano Pierce se dirigió a la tumba que los ayudantes de Harris habían cubierto con césped verde artificial, colocando en lo alto una eslinga para el ataúd. Simón notó que aquél sería el funeral más importante en la historia del tabernáculo. Era fantástico pero, al mismo tiempo, significaba que entre la multitud podía haber espías brujas y gente enviada por el sheriff.

Pues muy bien. No amenazaría a nadie, ni siquiera mencionaría la visión que le invadía: la joven bruja cabalgando desnuda abrasada por el fuego, sin poder huir, quemándose entera mientras sus gritos surcaban la noche. Y, por unos instantes, Simón es feliz. Ni siquiera necesita la mano. Y es porque durante esos pocos instantes logra vencer el pecado de esa pobre niña descarriada.

Sólo podría estar en paz, decidió, si enviara un alma al cielo.

Había brillado en la noche como una diosa, Amanda, la del cabello ondeante. Por supuesto que era ella. Se había fijado en su pelo la noche que había visitado el tabernáculo en compañía del loco de su tío. Claro que sí. El tío estaba muerto, muerto en ese ataúd que habían sacado de su casa.

El ayudante del sheriff había dicho que era ella la que iba en el ataúd, pero estaba confundido. Ella era joven y perfecta. No, en el ataúd iba el tío. Si alguien desenterrara el féretro, en su interior encontraría al viejo científico alcahuete.

Simón se irguió en la oscuridad creciente, entre la gran multitud. El ataúd se encontraba detrás de él, listo para ser introducido en la tumba. Betty Turner se hallaba a la derecha de Pierce, la hija a la izquierda de éste, y el hijo, junto a su hermana.

Simón comenzó a recitar las conocidas frases del Génesis 3:

—«Ganarás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra; porque de ella saliste, porque polvo eres y en polvo te has de convertir».

Hizo una pausa. Notó la calidez de la mano y la sintió más pesada. Parecía viva. Simón miró hacia abajo pero el bulto que llevaba en el bolsillo era el mismo de siempre. Mejor sería achacarlo al nerviosismo y olvidarlo. Las brujas lo tenían asustado.

—Todo el mundo sabe por qué estamos aquí. Hemos venido a enterrar a uno de los nuestros. Y estamos aquí para hacer una declaración que esas brujas no deben olvidar. Os conocemos y en nosotros arde el odio que sentimos por el mal que albergáis, hijos de Satanás. Porque en la frente tenéis escrito: «Y llevaban colas como escorpiones y en las colas tenían aguijones. Y un rey cuyo nombre es Abadón, ángel del abismo infinito, las gobernaba». —Con el dedo señaló más allá del montón de tierra de la fosa cavada, hacia la montaña.

Permaneció en silencio sin dejar de señalar.

Que los espías adivinaran qué significaba aquel gesto. Su gente lo sabía. Significaba mañana por la noche y fuego.

Movió la palanca que hacía bajar el ataúd y luego hurgó en el bolsillo para asegurarse de que no le ocurría nada malo a la mano.

Entonces entrelazó con los suyos los dedos cálidos y llenos de vida.