Las niñas estaban sentadas ante su maestra esperando la clase de la una.
La madre Estrella de Mar daba cabriolas con el hábito al vuelo, la toca en el suelo, bamboleándose la cabeza de madera al descubierto, sonriendo mientras iba de un lado a otro, pellizcando a sus alumnas y regañándolas como un loro.
A Mandy la deshacían a pellizcos. Lo peor de todo era cuánto se echaba de menos a sí misma.
—¡Ayudadme! —aulló—, ¡que alguien me ayude!
—¿Te sirvo yo? —inquirió Bonnie Haver volviendo a aparecer.
—¡Sacadme de aquí! ¡Por favor, que alguien me saque de aquí!
La madre Estrella de Mar pedía con gran estruendo que le prestaran atención.
—¿Quierres salirr? ¡Cuernos, cuernos, sal del agujero del infierno! De acuerdo. Conviértete en fantasma, tienes derecho. ¡Alma, remonta el vuelo!
¡Por asombroso que pareciera, Mandy quedó libre! Volaba como una mota de polen en el viento otoñal, volaba a través de unas enormes montañas negras.
Unas montañas que le resultaron conocidas.
Las montañas Endless. Y allá estaba la Piedra de las Hadas. A Mandy se le encogió el corazón cuando vio a las brujas acurrucadas para protegerse del viento, rodeando su propio féretro.
Era noche cerrada en las montañas Endless. Mandy se había convertido en parte del viento que agitaba la llama de las velas que rodeaban el féretro y silbaba atravesando jerseys y capas, acariciando a los que había amado y perdido.
Se encontraba entre ellos, pero indefensa. ¿Eran así los fantasmas?
Tan cercana de su gente y, sin embargo, tan alejada, Mandy experimentó la desolación de la pérdida. Apenas lograba permanecer quieta el tiempo suficiente para tocar su propio ataúd; regresar al cuerpo contenido en él le resultaría imposible. Fluctuó por el aire mientras ellos rezaban a aquella oquedad oscura. Se acercó a Robin y el dolor de aquel rostro la atormentó.
—Te quiero —le dijo, y el aliento de sus palabras hizo estremecer a Robin—. Estoy aquí contigo. ¿No me oyes?
El muchacho se arropó como pudo y agachó la cabeza ante las ráfagas persistentes del espíritu de su amada.
Amanda rugió enfurecida porque no podían verla, pero no logró otra cosa que apagar sus velas. Entonces, se apaciguó.
En la montaña, la noche se tornó calma como un dormitorio. Mandy oía sus voces quedas al darse ánimos los unos a los otros. Estaba tan cerca, pero tan indefensa.
En vida, creemos que los fantasmas son algo raro. No sabemos que cada crujido, cada chirrido, cada ramita que se agita, cada gemido del viento contra los aleros, es alguien que pasa en los viajes de la noche.
Mandy vio el primer rayo de esperanza desde que había muerto: Tom corría por el cielo. Sus ojos eran dos estrellas; su cuerpo, el firmamento entero, y su cola, una nebulosa de la Vía Láctea.
Mandy quiso golpear sobre su ataúd, hundirse en su cuerpo. ¡Por favor! ¡Dejadme volver con ellos!
Mientras fluctuaba en el aire, vio a Leannan y a sus guardias cruzar la montaña. Al treparse al serbal, Mandy tuvo la extraña idea de que se podía considerar a las hadas como una especie que había desarrollado una tecnología del mundo espiritual, así como el hombre ha desarrollado una tecnología de lo físico. Utilizando esta magia, la Reina de las Hadas podía gobernar aquí y también andar en el mundo de los muertos. La ciencia que la respaldaba tenía que ser algo glorioso y extraño… teorías experimentadas como sueños, trocitos de canciones como máquinas poderosas.
Pero Mandy ni siquiera podía controlarse a sí misma. En un momento dado se encontraba cerca del suelo y, al siguiente, volaba en el aire. Podía posarse sobre el cabello de Robin para escabullirse luego entre las piedras.
¿Acaso Leannan se decidiría a besarlo? Abrigó la esperanza de que lo hiciera, porque así lo ayudaría. Comenzó a rogar en nombre de su amado:
—Por favor, Leannan…
Entonces, muy cerca de ella, volvió a ver las risas malévolas de los títeres.
—¡No, todavía no! ¡No me llevéis de vuelta!
—Pero, Mandy, éste es el momento perfecto.
—¡Dijisteis que tenía derecho!
—Claro que sí, pero ya has ejercido ese derecho.
En cuanto logró oler el aroma penetrante de caramelo de la cabaña, comenzó a caer por su chimenea de regaliz. Había regresado al aula del infierno.
Robin oyó el quejido del viento; el eco de su voz resonó por las montañas Endless, hacia el norte, y su llanto se oyó en el sur, en los picos escarpados de las Peconics.
No lograba iniciar la construcción del cono de fuerza; el beso de Leannan le había vencido. Su belleza lo había dejado mudo.
Había hecho algo más, le había invadido con una corriente en la que lavó cada célula de su cuerpo dotándola de una nueva sensibilidad. Miró el mundo con otros ojos y el mundo no fue el mismo. Bajo sus pies, la tierra parecía como un cuerpo lleno de vida. Cada piedra era un ojo, cada hoja de hierba una terminación nerviosa. La tierra no sólo estaba viva, sino algo más: estaba asombrosamente consciente. Lo conocía a él como conocía a cada hombre, mujer y niño, a cada árbol y a cada animal que vivía sobre su cuerpo. Los observaba a todos en silencio, infinitamente, como una madre que sueña con sus hijos.
Glicina comenzó a edificar el cono de fuerza y Robin le estuvo agradecido. Unas manos firmes tomaron las suyas. El conciliábulo confiaba en sus ritos; poseían el equilibrio de los profesionales. Levantaron el cono con una serie de sonidos llamados Cánticos de los Tonos Largos.
Glicina comenzó a tararear muy quedo.
Otras voces se le unieron; Robin las conocía a todas, voces de personas que eran mucho más que un amigo o una amante.
Las personas que ejercen juntas la verdadera magia intiman de un modo inefable.
Le cantaron al silencio de las montañas, al viento, al cielo vivo. Robin miró al centro del círculo, justo por encima del ataúd, y buscó la luna roja que los del conciliábulo solían ver cada vez que levantaban el cono de fuerza.
Pero sólo encontró oscuridad.
Al principio, Mandy no logró comprenderlo. ¿Qué serían esas articulaciones que los demonios estaban uniendo…? ¿Nudillos de madera? Construían manos, brazos, un nuevo títere.
Entonces se puso a gritar, tiró de las ataduras que volvían a sujetarla a la silla. Sobre la mesa de la maestra había una brillante cabeza esmaltada. Y, en aquella cabeza, se veía una caricatura de su propia cara.
—No puedo sonreír de ese modo. ¡Jamás he odiado a nadie como para sonreír así!
—¿Ah, no? Nosotros somos tus demonios, Mandy. Y hacemos todo lo que sirva a tu culpa. ¿Crees que la verdadera madre Estrella de Mar estaría en el infierno? ¡Ni pensarlo! ¿Esa buena mujer en el infierno? ¡Mira!
Y de pronto, en el regazo de Mandy apareció un espejo brillante y en el espejo se produjo una explosión de belleza como no había visto en su vida: unas colinas suaves, frescas y verde y la voz perfecta de la alegría, el canto de una muchacha. Dolía ver con tanto realismo a la madre Estrella de Mar.
—Jamás se enterará de que la escogiste como demonio. —La monja títere chasqueó las mandíbulas—. ¡Es una santa! Yo soy tu pecado, no el de ella.
Riendo sarcásticamente, Bonnie y la monja montaron la nueva marioneta. Mandy las observó, vencida por las ataduras.
La madre Estrella de Mar se le acercó. Llevaba una mascarilla de cirujano. Y en la mano sostenía una sierra.
—Voy a sacarte el cerebro y lo meteré en esta cabeza. —Bonnie abrió la tapa abisagrada de la cabeza del títere—. Imagínate, un milagro de la ciencia moderna.
Mandy miró desesperada a su alrededor. Bonnie se encontraba detrás de ella. Unas manos fuertes le sujetaron la cabeza. La madre Estrella de Mar le apoyó la sierra sobre la sien.
«No es más que una ilusión —pensó con tristeza—. No tengo cuerpo».
El primer corte le atravesó la cabellera. Sintió entonces una terrible migraña, como un fuego en el cráneo, como si le enterraran miles de uñas entre el hueso y el cerebro; le saltaron las lágrimas y comenzó a gotearle la nariz. A cada zumbido rítmico del la sierra, los ojos le daban agónicas vueltas en las órbitas.
Cuando concluyeran con aquello, no podría regresar jamás, jamás, estaba segura. A partir de aquella espantosa experiencia, iba a convertirse en una parte increíble del infierno.
Entre tinieblas, notó la presencia de tres nuevas alumnas al frente del aula; estaban probando las articulaciones del títere, haciéndole chasquear las mandíbulas y los dedos.
Sumida en la agonía y la desesperación, logró, de algún modo, tener una idea. ¿Qué era lo opuesto a la rabia del demonio? No era el amor. Se reirían a carcajadas de eso. Era la compasión, una compasión rica, profunda, duradera. Eso lograría apagar el fuego de su propia culpa.
Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y se obligó a pensar, de formar las palabras para hablar.
—Os perdono —dijo—. Os perdono a todas.
El sonido de la sierra se detuvo.
Las niñas que jugaban con el títere lo soltaron y la miraron con ojos vidriosos.
Bonnie le soltó la cabeza.
—¡Maldición! —dijo la madre Estrella de Mar.
—Os perdono… y os amo. Os amo a pesar de todo lo que me hagáis.
Se produjo un pesado silencio. Entonces, la madre Estrella de Mar se echó a reír a carcajadas.
—¡El viejo cliché! ¡Ama al prójimo! ¡Pura mierda!
Pero había tirado la sierra al suelo.
—Desatadme.
Bonnie avanzó, obediente. En un instante, Mandy quedó libre. Se puso de pie y se volvió.
Había lágrimas en los ojos que la observaban. Aquellos demonios formaban parte de ella, aunque en otros mundos se hubieran convertido en otra cosa.
—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió decir. No es difícil dar la espalda a las propias culpas. Al fin y al cabo, lo hecho, hecho está, incluso las cosas malas. Comprendió que se había apartado de sus padres en lugar de abrazarlos cuando más la necesitaban. Pero el pasado era eso, pasado, no necesitaba que esos demonios la castigaran. Sus padres estaban muertos. Aunque había hecho todo lo posible, no había bastado para cicatrizar sus vidas. Los esfuerzos hechos por ellos habrían fallado igualmente. Pero debería haberlo intentado.
Y había aprendido la lección. Era posible aplacar el fuego de las iras de la madre Estrella de Mar con la primavera de su propia alma. Con compasión, pero con auténtica compasión, aceptándose a sí misma. «He hecho mal y ya he pagado». Abandonó el aula de los demonios.
Tras ella se oyó el fragor de las articulaciones de las marionetas. Pero continuó andando. Eran trágicas y no podía ayudarlas, aunque jamás olvidaría aquellas partes de sí misma.
Al avanzar por el bosque, los muñones se balanceaban y daban la impresión de hacerle señas para que se acercara a sus costados en descomposición.
La muerte jamás se daba por vencida.
—Os dejo, no puedo ayudaros.
No tardó en alcanzar el confín de aquel terrible bosque. El corazón le latió con fuerza y su mente cantó victoria.
Ante ella se abrió un panorama tan vasto, tan sobrecogedor, que a punto estuvo de perder el equilibrio.
Más allá del límite informe del mundo de los muertos, se agitaba una galaxia entera; un universo de estrellas brillaban con tonalidades tan sutiles y exquisitas que resultaban indescriptibles. La luz de las estrellas representa sus voces; su lenguaje es el color de esa luz.
La Tierra, una diminuta pelota verde, aparecía posada sobre la palma colosal y envejecida del mal. Era tan grande que desafiaba toda imaginación.
Yo soy la mano. La mano que arrebata.
A su alrededor pululaban otros imperios de estrellas. Cientos de millones de seres ígneos girando en las órbitas de su tiempo, llevando planetas, vidas, ríos, tormentas.
Las voces de las estrellas tocaron a vísperas porque el universo entero anochecía.
Yo soy la mano.
Pero no sólo eso. La muerte es también la resurrección. En el acto mismo de arrebatar la vida, la devuelve a la Tierra. La primavera fluye del invierno; la rosa arraiga en la carne podrida de la musaraña.
Puede que sea la mano que arrebata pero también es una niña que corre por un sendero, entre parterres de lilas, bajo la sombra amable de unos robles centenarios que platican a su paso, en una nueva explosión del verde más puro.
Mandy no lograba ver la tierra en detalle. Ni siquiera sabía sobre qué estaba parada. Estaba allí, a millones de kilómetros, suspendida en el espacio, perdida.
Entonces oyó un sonido humano conocido, el murmullo distante de un cántico.
El conciliábulo. ¿Cómo era posible oírlos… desde tan lejos, desde donde la Tierra parecía un punto en la noche?
Sin embargo, si los oía, quizá pudiera encontrarlos. A sus espaldas se hallaba la muerte y, ante ella, un espacio infinito. Hizo lo único que podía hacer: saltó. Salió despedida hacia abajo y rogó en silencio poder aterrizar en el lugar justo.
Oyó una voz infantil que le hablaba al oído:
—Iré contigo. Cuando aterrices, te estaré esperando. Soy la muerte y no te escaparás. —La niña manca partió veloz, dejando tras de sí una estela ardiente en el cielo.
Tal como le había ocurrido al morir, Mandy se sintió caer interminablemente. Procuró dirigirse en dirección del cántico. Hacia allí estaba su hogar.
Por encima del círculo de las brujas, un meteoro surcó el cielo, brillando ante la cara de la Luna. Llevaban dos horas esforzándose, pero el cono no había aparecido. Con frecuencia, el Cántico de los Tonos Largos se veía interrumpido por los sonidos de Ivy al aclararse la garganta. Uvas temblaba. Y, poco antes, Glicina había tenido un fuerte acceso de tos.
El viento los empujaba, los retaba, poniéndolos a prueba. Cada vez que sus ráfagas gélidas lo bañaban, Robín se quedaba boquiabierto y, por un instante, olvidaba el cántico.
Pero lo intentó, todos lo intentaron y, cuando lo hacían bien, el cántico era muy, muy fuerte, un sonido que era viento y agua a la vez, el crujido de la tierra en las profundidades de una mina, el silencio furioso del ave de rapiña cazando de noche.
Robin juntó fuerzas para realizar un intento más. Inspiró, cerró los ojos, y entonó su canción desde el fondo de las entrañas.
Yo soy la mano.
La voz no era la de Mandy, pero se agitaba por encima del ataúd.
—¿Quién eres? —susurró Uvas.
Soy la mano que arrebata.
Era una voz amarga, gélida. Robin siguió cantando, lleno de pavor. Esa mañana algo del otro mundo había entrado en el círculo de la Vid desplazando al fantasma de Mandy. Esa cosa era una niña tullida que había saltado por las cinco puntas de la estrella durante un momento y luego se había marchado velozmente. ¿Habría regresado?
Los miembros del conciliábulo cantaron con desesperación intentando mantener el círculo despejado para Mandy.
Bajó una ventisca por la ladera de la montaña. La mente de Mandy, su corazón, todo su ser concentrado en una sola cosa: encontrar el círculo.
Glicina se encogió toda. Uvas e Ivy se apretujaron la una contra la otra. Hasta las manos unidas se habían tornado frías. Hacía rato que la Luna había surcado lo alto del cielo. Ya no había meteoros que trajeran un instante de maravilla a aquel esfuerzo desolador. El Cántico de los Tonos Largos se tornó más grave, pero el cono de fuerza espiralado no aparecía.
Robin observó el cielo en busca de otra señal y aguzó el oído.
Pero no oyó sonido alguno y en el cielo no había más luz que la de la Luna y las estrellas.
La magia no es más que la física de otra realidad, se dijo. Es perfectamente creíble. La física le serviría cuando él lo quisiera. Pero el cono de fuerza se negaba a aparecer. La magia. En un momento te infundía ánimos y, al siguiente, intentaba convencerte de que no existía.
Si es otra física, sin duda, es redomadamente contradictoria.
Robin pudo haber visto un gato cruzar el cielo. Pudo haber visto una bruja pasar delante de la Luna. Pudo haber oído una voz.
Y se repitió muy, muy quedo:
—Por favor… —Y eso fue todo.
—¡Ey! ¿Lo habéis oído? ¿No era la voz de Mandy?
—Está aquí.
—¡Moom moom moom moom moom moooom!
«Os oigo, sí os oigo, os oigo allá en las colinas, en la oscuridad. Y os veo. Esta vez no me han enviado ellos, por lo que no podrán hacerme regresar. He llegado aquí por mis propios medios».
Mandy comenzó a viajar hacia el tenue brillo formado por el círculo del Conciliábulo de la Vid. Volvía a ser un fantasma, un espectro, pero ahora el círculo la dirigía y le ayudaba. El viento de sus propios demonios no soplaría para desviarla.
Allá delante apareció Tom, agitando su cola. Cuando sus ojos se encontraron con los de Mandy, la muchacha se detuvo. Jamás había visto semejante amenaza. No podría pasar ante aquel gato, todavía no.
Después de aquel único y débil grito, las brujas no volvieron a oír nada más. Intentaron con todas sus fuerzas volver a conjurarlo, pero acabaron exhaustas.
Todos los miembros del Conciliábulo de la Vid se habían dormido, excepto Robin. Permaneció sentado, inmóvil, mirando el ataúd a través de una nube de lágrimas heladas.
Faltaba poco para el amanecer. Robin se puso de pie para calcular el tiempo. La Luna había salido y se había puesto; sólo las estrellas iluminaban el cielo. Puso la mano sobre la tapa del ataúd y observó la constelación reflejada sobre la madera brillante. La Osa Mayor. La Gran Osa, el símbolo del coraje femenino.
Hacia el este, el cielo comenzó a encenderse levemente.
Robin se preguntó cómo haría para enfrentarse a aquel nuevo día. Se preguntó cómo se enfrentarían a él los de la Vid, cuando despertaran tiesos y doloridos después de aquella helada vigila, recordando cómo lo habían intentado y cómo habían fallado.
Del ataúd surgió un sonido que lo sobresaltó profundamente. Apartó la mano como si la tapa quemara. Volvió a oírlo más fuerte. Sonaba como el… como el murmullo del trueno, como un carraspeo… sonaba casi como una ventosidad.
Los dedos de Robin fueron a las aldabillas. Creyó que algo extraño le ocurría al cadáver. Abrió el ataúd.
La vio bajo la escasa luz, clara y pura, acostada con su arrugado traje de seda; en los pies le brillaban los zapatos de Gucci. Pero su cara… aquella belleza lo descolocó. Le pareció imposible que semejante criatura fuera humana. Lo sacudió un sollozo entrecortado.
Si el amor mataba, Robin quiso morir en ese instante. Quizá así, la muerte volviera a reunirlos.
Entonces Mandy suspiró y Robin se dio cuenta de qué eran todos aquellos ruidos: emanaciones gaseosas del cadáver.
Con gran pesar, cerró la tapa y se apartó del ataúd. Se dirigía hacia el arbusto del serbal cuando un movimiento en sus sombras lo asustó. Entonces notó que las hadas habían vuelto. Se distribuían a su alrededor y no eran unas cuantas, sino decenas de ellas; los hombres vestían chaquetas negras, las mujeres, unos trajes verde oscuro y los niños, que pululaban por todas partes, eran criaturas traviesas y diminutas que correteaban entre sus padres.
Había muchos, incluso llegaba a verlos en las laderas más alejadas, bordeando los precipicios desnudos como matas oscuras de arbustos.
Habían venido a rendirle honores, a celebrar alguna de sus ceremonias secretas al amanecer. Ni siquiera Constance había asistido a un funeral de las hadas. ¡Quién podía saber cuáles eran sus rituales!
El ataúd se movió. Las hadas rodearon a Robin y se pusieron a batir palmas y a reír.
Robin supo entonces que aquello no era un funeral.
Tuvo miedo. El misterio se había apoderado de aquel lugar y él ni siquiera se había enterado. Una ola de energía eléctrica le puso todos los pelos de punta. Se estremeció y se dio la vuelta.
El ataúd continuaba cerrado. Pero, entonces, el trueno sonó en la garganta de Robin como un rugido de alegría asombrada sentada sobre el ataúd estaba Amanda Walker.
Robin cayó de rodillas, incapaz de hablar, incapaz de mirarla. Las ideas no bulleron en su mente ni se sintió inundado de dicha. Todo lo contrario, sintió una gran paz interior.
Oyó el sonido de un arañazo cuando Mandy bajó del ataúd
—¿Robin?
Le invadió la locura. Sin poder evitarlo, avanzó tambaleante Se llevó los puños al pecho y un sonido, mezcla de gruñido y quejido, se le coló por entre los dientes apretados. Sabía que todo aquello estaba ocurriendo, pero como a distancia, como si estuviera produciéndose sobre un escenario.
Mandy se inclinó ante él, le sujetó la cara. Sus manos estaban tan maravillosamente vivas como las de Leannan. Quiso hablar pero no pudo.
—Estoy aquí —le dijo Mandy.
Entonces, la emoción estalló dentro de él. Alzó la cabeza y cantó gloria. A su alrededor, las hadas también cantaron, produciendo un sonido de aguas al pasar por un molino.
Glicina despertó. Sonrió y siguió haciéndolo. Entonces Ivy abrió los ojos. Cuando vio a Mandy lanzó un grito capaz de sacudir las montañas desde allí hasta Pennsylvania.
Su grito despertó al resto, salvo a Uvas. Tan alegres estaban que no notaron que la muchacha seguía acurrucada en su sitio.
Amanda los abrazó uno a uno y, después de hacerlo, todos notaron que sentían más calor. Y cuando deslizó su mano en la de Robin, el muchacho sintió un arrebato de alegría.
—Bajemos —dijo Amanda—. Acabemos cuanto antes con el dolor de los demás.
Cuando se disponían a partir, Ivy advirtió que Uvas no se había movido.
—Robin, ayúdame. Parece increíble, pero Uvas no se ha despertado.
—No —dijo Amanda—. Me temo que no está dormida. Ha muerto.
Robin miró a los ojos a su amada, sólo por un instante. No había manera de describirlos. Eran sencillamente aterradores.
—No está muerta, Amanda, está… ¿Uvas? ¡Uvas!
El cuerpo se desplomó. Estaba frío y tieso. De repente, las hadas lo rodearon. Una de ellas le hizo algo en la rodilla a Robin y éste se alejó de Uvas.
—Dejad que se la lleven.
—Pero… ¿por qué murió?
—Se ofreció a cambio de que yo volviese. No se puede engañar a la muerte.
Robin se acercó a Amanda. Quería besarla pero, aunque le parecía dulce como toda mujer hermosa, no se atrevió. La luz vacilaba en el cielo cuando el conciliábulo emprendió el regreso a la aldea. Hacia el este, el horizonte se tiñó de un verde amarillento; Saturno era una linterna en el último fulgor azul de la noche. Mientras se alejaban, las hadas pusieron a Uvas en el ataúd que había pertenecido a Amanda y la internaron en las profundidades de las colinas.
—Honradla y alegraos por ella —les dijo Amanda.
Al bajar la montaña les embargó una gran felicidad; se pusieron a cantar:
¡Viva el sol! ¡Viva el sol!
Alegres y contentos vamos,
¡a recibir la nueva mañana!
Tom los observaba con la furia del amor reflejada en sus verdes ojos. Yacía donde la noche se rezagaba, al oeste del horizonte.
Su mirada se apartó de la procesión triunfal, fue más allá del confín de la finca de los Collier, hasta la ciudad dormida aún. Se dirigió a cierta caravana, detrás de cierto tabernáculo y se posó en un objeto en el bolsillo del pijama del dormido hermano Pierce. Aquel objeto encerraba la clave que daría fin al drama, la última confrontación.
Hubo movimiento en el bolsillo. Alguien más, aparte de Amanda, había utilizado el cántico como faro. La dueña de la mano también había vuelto. Como de su cuerpo físico sólo quedaba la mano, centró su considerable energía en ella.
Aprendió a utilizar otra vez la carne muerta. Lenta, persistentemente, la mano muerta y ajada se cerró y se abrió, se cerró y se abrió una y otra vez.
El hermano Pierce seguía durmiendo.
La mano se abrió. La mano se cerró. Así como el amor había infundido nueva vida a Amanda, el odio hacía lo propio con la mano. Si el odio hubiera sido visible, habría aparecido bajo la forma de una niña asesinada, vestida de azul.
O bajo la forma de Abadón, el escorpión de la verdad de la Revelación.
Yo soy la mano, la mano que arrebata.
La parte visible, encerrada en el bolsillo del predicador, se cerró y se abrió, se cerró y se abrió produciendo un crujido seco. Entonces tocó al predicador, lo acarició.
No lo despertó, pero le hizo suspirar.