Réquiem por una bruja
Jamás se había celebrado en el Covenstead un funeral igual. En el profundo silencio se produjo un destello negro de movimiento: Tom saltó y se plantó sobre la tapa del ataúd.
Sus ojos eran tan fieros que Robin no pudo sostenerle la mirada más que un instante. Ardían con tonalidades verdes y eran retadores, acusadores casi.
Constance Collier avanzó hasta detenerse delante del féretro, quedando cara a cara con la enorme criatura agazapada sobre él. El viento le agitó la capa. Con voz clara y suave habló directamente con Tom.
—Oh, gran Irusan, Rey de los Gatos, guardián de las puertas de la muerte, conduce a esta hija de la vida a través de la morada de las sombras. Acógela en tu infinita ternura, guíala hasta las aguas purificadoras. Sonríe ante la caída de los vivos, oh gran Dios, mientras se internan en tus tierras de oscuridad y risa. —Se volvió y dijo—: Robin, ven aquí.
Robin hizo un esfuerzo por aproximarse a ella y al gato. Tom parecía haber crecido hasta el doble de su tamaño normal; las punta de los pelos le brillaban con una tonalidad azul y sus garras se enterraban en la tapa del féretro.
—Queremos que la invoques ahora, jovencito —le dijo Constance.
—¿Invocarla?
—Llama a Ama. La Madre Tenebrosa.
Constance se situó detrás de él, como un espectro tembloroso; respiraba ruidosamente y con la mano derecha hacía crujir la tela de su capa.
Cuando llegaron a la montaña, el viento había comenzado a soplar con mayor ímpetu. Fue como si reuniera sus fuerzas para caer sobre ellos como un enorme suspiro helado. Las velas chisporroteaban y se fundían y sus llamas eran agitadas por su increíble furia.
Robín no estaba vestido para la ocasión; sintió frío. Unos simples tejanos y un jersey no le servirían para abrigarse contra el suspiro de las cosas que se aproximarían a aquel círculo.
Buscó en su memoria pero no recordó ninguna forma familiar de llamar a Ama. Era el aspecto de la Diosa asociado con los campos desiertos y la espera invernal. Era también la dueña de los secretos.
Inventó una invocación lo mejor que pudo.
—Oh, Madre estéril, yo te invoco. Te invoco, Ama de los campos desiertos. Te invoco, Madre del misterio. Conduce a tu hija a través del placer helado de la Muerte, guíala, oh Madre gentil, hasta el País del Verano.
Su voz se ahogaba en el viento. Sin la luz de las velas, los rostros de quienes le rodeaban habían sido transformados por la luna, que surcaba el cielo en lo alto de las montañas con su cuarto creciente. Muy quedo, desde el valle, a Robin le llegó el clamor de los otros cánticos.
Agua plateada del cielo,
no dejes nunca de fluir
hasta que sepa el porqué.
La Canción de las Penas. La habían entonado muy pocas veces.
De repente, intervino el padre Evans.
—Connie, ¿puedo agregar algo en nombre de nuestros visitantes?
—Por supuesto, Al.
—Lo que os voy a decir es del Eclesiastés. Consideradlo como un mensaje de mi Dios al vuestro. —Inclinó la cabeza y añadió—: El día que los guardianes de la casa tiemblen, y que los hombres fuertes se dobleguen y los molineros se detengan porque sean pocos y quienes se asomen a las ventanas queden a oscuras y las puertas se cierren, el día que el ruido de la molienda suene quedo, y él se levante al oír el trino del pájaro, y todas las hijas de la música queden rebajadas:
»Y cuando teman al que está en lo alto y los temores sean un impedimento y florezca el almendro y el saltamontes sea una caiga y falle el deseo, porque el hombre va a su eterna morada y los plañideros deambulan por las calles:
»Cuando la cuerda de plata se afloje y el cáliz de oro se quiebre o el cántaro se rompa en la fuente o la rueda de la cisterna se despedace.
»Entonces volverá el polvo a la tierra, tal como era, y el espíritu regresará a quien lo dio.
Se produjo un largo silencio.
—Contaremos la historia del descenso de la Diosa —dijo entonces Constance—. Prestad mucha atención porque cada uno de nosotros seguirá ese mismo destino.
Todas las veces que Robin había oído aquella historia había sido en el contexto festivo del Sabbat. Y citó la introducción:
—El Señor de las Moscas, Padrino y Espíritu Santo, se detuvo ante la puerta en silencio.
Todas las brujas respondieron:
—Y la Dama bajó a él y buscó la materia del misterio de la muerte; entonces viajó a través del portal en nombre de todos aquellos que debían morir.
—Desnúdate, Dama Enjoyada, porque el frío es frío y tus huesos, huesos son.
Suave y lentamente, Tom comenzó a dar alaridos. Los gatos lloran así sólo en los momentos más raros, cuando sienten una gran pena y es de noche.
Constance continuó con su narración, su voz grave superada a veces por el llanto penetrante del felino.
—Entonces entregó sus vestiduras a la tierra y quedó atada por el recuerdo del Verano y, así, con los ojos abiertos, se internó en la voz huera del abismo.
»Se presentó ante la Muerte en la desnudez de su verdad y era tal la belleza de su desnudez que la Muerte se arrodilló y, a los pies de la Dama, depositó la Espada de las Mutaciones.
Las brujas suspiraron en consonancia con el viento y una de ellas habló en nombre de todos:
—Nuestra es la fe del viento, nuestro el llamado de la noche.
—Entonces la Muerte besó los pies del Verano y le dijo: «Alabados sean los pies que te condujeron hasta el sendero del Señor del Hielo. Deja que te ame y busque cobijo en ti».
Las brujas emitieron un sonido parecido al susurro de la nieve.
—Pero el Verano no deseaba la hora purpúrea y le preguntó: «¿Por qué pintas de escarcha mis flores?».
Las brujas canturreaban una canción sin palabras. Detrás, los vecinos de la ciudad se miraron asombrados porque jamás habían oído un sonido igual. Potente y vibrante, profundo y sin embargo alegre a la vez y lleno de la pena que todos conocemos pero que no tiene nombre en ninguna de las lenguas humanas.
—«Dama», dijo la Muerte, «nada puedo hacer contra la telaraña del tiempo. Todo lo que viene a mí, viene. Y todo lo que parte de mí, parte. Dama, déjame yacer contigo».
El cántico elevó su tono mezclándose con el llanto del gato.
—Y la Dama se limitó a decir: «Yo soy el Verano».
Entonces la Muerte la atormentó y se desataron las tormentas y volaron las cenizas.
El cántico cesó. Tom se agazapó; parecía dispuesto a abalanzarse sobre la garganta de Constance. Ella permanecía ante él con la cabeza erguida, mientras el viento le abultaba la capa.
—Y la Dama puso sonido a su amor con la fértil voz de la abeja, y la Muerte se regocijó.
»Y ahora el misterio supremo: ama a la Muerte, tú que traspondrás el portal de la luna, la puerta que conduce de vuelta a la vida.
Y todos juntos recitaron:
—Sobre nosotros, oh Verano, deposita los cinco besos de la resurrección. Alabado seas.
—Alabado seas —dijo Constance, que se había quitado la capucha. Echó una mirada a su alrededor y añadió—: Hijos míos, Cernnunos toca su cuerno de caza esta noche. Rocas, llevaos su cuerpo por la mañana y enterradlo en las montañas.
—Pero Leannan no nos permite ir más allá de la Piedra.
—La prohibición no rige para este sepelio. Quieren que Amanda se quede aquí. —Tomó las manos de Robin entre las suyas—. Conciliábulo de la Vid, ¿velaréis su cuerpo esta noche?
—Sí —contestó Robin. Y los demás miembros del Conciliábulo de la Vid se le unieron. Se mantuvieron muy juntos mientras el resto de la procesión bajaba por las rocas formando una fila serpenteante. La noche no tardó en absorber el último sonido de la multitud que se alejaba.
El aullido del viento y el crujido de los matorrales secos, aplastados al paso de Tom, interrumpían de vez en cuando el silencio. Los del conciliábulo se cogieron de las manos.
—Mirad allá, junto al serbal —dijo Glicina en voz baja.
Hasta ese momento, Robin no había pensado en las hadas. Pero habían estado presentes, observándolo todo. Las vio; eran unas siluetas pequeñas y oscuras que salían agazapadas de los arbustos. Sus chaquetas y gorras apenas reflejaban la luz de la luna.
El corazón de Robin se desbocó. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Tendió los brazos y encontró las manos de los demás miembros del conciliábulo.
Las hadas se acercaron; eran por lo menos doce y se detuvieron a unos cuantos metros, delante del conciliábulo. Llevaban arcos de unos dos palmos de largo y a Robín le pareció que sus flechas eran insignificantes. Pero sabía que no debía moverse, porque eran letales. Constance les había contado que, en el pasado lejano, con ellas habían matado mamuts.
El crujir de matorrales y ropas se hizo más fuerte.
Las hadas despedían un olor penetrante y dulce que no se parecía en nada al de los seres humanos. ¿Tenían barba los duendes? ¿Serían viejos o jóvenes? Robin no logró verlos.
Entonces se produjo un cambio. En un momento dado, sobre el féretro no había nada y, al instante siguiente, apareció una mujer pequeñita. Brillaba bajo la Luna o quizá fuera que despedía luz propia. Robin miró su rostro y en él vio tanto amor y alegría que se puso a batir palmas como un niño, sin poder refrenarse.
Temblorosa, Glicina le tendió las manos. Ella se inclinó hacia adelante y tocó los dedos de Glicina. Entonces, el resto de los miembros del Conciliábulo de la Vid se arremolinó alrededor del féretro y fueron tocados por Leannan.
Al acercarse más, Robin logró ver la perfección de su cuerpo, la suavidad y el brillo sobrenatural de su piel. Se puso frente a frente con él. Mil sentimientos rugieron en su mente: la locura, y la pasión lasciva, el amor tierno, el terror, la lujuria, el placer, la risa, los extremos más salvajes del corazón.
Leannan separó los labios, cerró los ojos y levantó la cabeza para que la besara. Robin temblaba tanto que a duras penas logró mantener los labios abiertos. Se acercó a ella y lo envolvió un aroma cargado de sus recuerdos más profundos e íntimos. En el instante que duró el beso evocó su pasado, desde el momento en que encontró a Moom partiendo nueces en el bosque hasta la horrenda noche en que había visto a los hombres del obispo capturar a Marian; pasó por todas las casas tristes de todos los años transcurridos hasta el momento presente.
Por su mente pasaron en tropel bosques adustos, danzas miles y, después, Leannan se apartó de él y se alejó en la oscuridad.
Parecía estar ascendiendo y todas las miradas la siguieron. Al principio, lo que vieron les resultó incomprensible. Fue entonces cuando Uvas gritó. En el cielo, aparecieron dos enormes ojos felinos, tan enormes que ocultaron las estrellas.
Fulguraron hasta obligar a las brujas a volver sus rostros y a acurrucarse como conejos bajo el vuelo en círculos del halcón rapaz.
Pasó un rato antes de que nadie se moviera o hablara. Poco a poco, uno por uno, volvieron a elevar los ojos al cielo.
Estaban solos con la noche.
A Robin lo invadió una energía desconocida, jamás experimentada, ni siquiera en los rituales más intensos. A su alrededor, el resto de los miembros del conciliábulo sentía lo mismo; sus ojos brillaban con la luz emanada del cuerpo de Leannan.
Supo que debía hacer algo o bien darse por vencido.
—Por favor —dijo—, intentemos llegar hasta Amanda. Intentemos erigir un cono de fuerza.
Sin protestar, formaron el círculo. Todos estaban con él.