Para Ivy y Robin, la gota de agua que manchó su mantel de hule de la mesa, ubicada en el centro de la cabaña de Ivy, era una gota normal.
—Aborrezco los tejados de paja —masculló la muchacha.
Desde el fondo de su pena, Robin alzó la vista y observó a su hermana, que se paseaba furiosa por la estancia.
—Maldita sea —dijo ella—, ¡diez mil veces maldita!
—Agua pasada, agua jamás encontrada.
—¡No estoy enfadada, Robin!
—No he dicho que lo estuvieras.
—Claro que no, te limitaste a recitar los dos últimos versos del hechizo contra el enfado. De todos modos, tienes razón. Estoy furiosa. ¡Un hombre murió quemado, el tejado de mi casa tiene goteras y hemos perdido a Amanda!
Robin se levantó y la abrazó. Le besó las lágrimas que pugnaban por saltársele de los ojos. Ivy apoyó la cabeza contra el pecho de su hermano.
—¿Cómo vamos a continuar sin ella? —susurró.
La pregunta ahondó la pena de Robin. Afuera, el viento del anochecer murmuraba entre la hierba. Constance lo había preparado cuidadosamente para la llegada de Amanda, por eso, cuando por fin la conoció, sintió una especie de éxtasis. Era una mujer luminosa; había valido la pena esperar todo un año, pasar por todos los rituales y las largas horas de instrucción. No la amaba, aunque le resultaba físicamente atractiva. Y hasta la Persecución Salvaje su corazón no se había abierto a Amanda. No fue su poder creciente lo que le convenció, sino más bien la forma abierta e inocente con que Amanda se había entregado a la cacería ritual, esforzándose por salir triunfante. La amaba por su valentía y su vulnerabilidad, así como por los viejos cuentos y los recuerdos vagos… cuando fue el Robin de la Doncella Marian, hacía tanto, tanto tiempo.
Y ahora estaba muerta, y su pena era como una nube oscura que se cernía no sólo sobre su amor naciente, sino sobre sus esperanzas para el futuro.
La verdad no expresada flotó en el silencio que había caído entre Robin y su hermana. La combinación de las presiones del hermano Pierce y de la muerte de Amanda podía matar el sueño de las brujas. Como una especie de peso en el aire, se podía sentir que el corazón de aquel lugar latía más despacio que antes.
Robin inspiró profundamente. Nunca lograba soportar por mucho tiempo esa clase de silencios.
—Si somos brujos de verdad, quizá podamos hacer algo.
—¿Como qué, aparte de enterrar a Amanda?
—¿Y si construyéramos el cono de fuerza?
—Con nuestro estado de ánimo jamás lo lograríamos.
—¡Entonces más nos vale cambiar nuestro estado de ánimo! ¿Qué pasaría si el Conciliábulo de la Vid levantara un cono de fuerza tan potente que pudiéramos verlo con los ojos cerrados en un día soleado?
—¿Y qué haríamos con un cono de fuerza?
—¿No lo entiendes? Lo levantamos sobre el cuerpo de Amanda y con él le enviamos nuestro deseo de que vuelva a la vida.
—Bill…
—Por favor, llámame por mi nombre verdadero. Seguimos siendo brujos.
—Lo siento, Robin. Amanda Walker está muerta de verdad. Su cuerpo se pudre en un sótano de Maple Lane. Efectuado el análisis final, ni siquiera sabemos si hay vida después de la muerte.
—Esta mañana la has sentido en el círculo de la caldera. Todos la hemos sentido.
—Hemos sentido algo, el mismo tipo de cosa extraña y enigmática que sentimos siempre.
—Era Amanda… incluso creo que llegué a verla.
—¿Te das cuenta de que todo esto de la brujería podría ser simplemente… no lo sé… una especie de autohipnosis?
—No lo es. No es hipnosis. Sabes tan bien como yo que se trata de pensamiento mágico, que es algo muy diferente. El poder de la Leannan surge del pensamiento mágico. Tú y yo podemos hacerlo hasta cierto punto. Podemos crear en nuestras mentes visiones vividas que afecten la realidad. Tú sabes cómo es, porque haces magia.
—Sí, ya lo sé, pero es que estoy muy abatida. Me siento como si me hubieran dado una patada en el estómago.
—¡Debemos intentarlo!
—¡Pero estás hablando de resucitar a los muertos! Eso va más allá del pensamiento mágico. Es un verdadero milagro.
—No me la imagino muerta. Estaba tan llena de vida. Cuando la oí durante la Persecución Salvaje, aquella voz desatada resonando por todo Maywell… descubrí lo poderoso que puede ser un amor repentino.
—Robin, si lo intentamos y fallamos, ¿te das cuenta que el Covenstead se desmoralizaría todavía más? La gente está desesperada. Es más, está mortalmente asustada del hermano Pierce. Van por ahí diciendo que somos víctimas de un maleficio y, por mi parte, creo que tienen razón.
—Quienes están dispuestos a creer en maleficios, también deben estar dispuestos a creer que los muertos pueden resucitar.
—¡Pero si ya lleva muerta varias horas!
—Hay casos en la historia en los que se ha hecho; no son muy frecuentes, pero existen.
—La historia es un tejido de mentiras.
Afuera se oyeron las voces de quienes regresaban tarde, después de un día de trabajo en la ciudad. Sus risas eran reconfortantes. Pero, en cuanto se enteraron de las novedades, callaron como el resto de las brujas.
No tardó en sonar el gong de las seis. La noche del duelo, de las cabañas no salió el aroma a comida ni se encendieron luces.
A pesar de los argumentos de Ivy, Robin decidió que intentarían lo imposible. Pero tenía que ir con cuidado. Porque Ivy no sería la única en oponerse. A los miembros del Covenstead les disgustaba realizar esfuerzos que consideraban fuera de sus poderes. Con los fallos, la magia se debilita; y un cúmulo de fallos puede llegar a destruirla.
Debía manejar el asunto con cuidado.
—Ya es hora de ir a buscarla —dijo—, si es que vamos a enterrarla en el Covenstead.
—En la montaña. Cerca de donde vio a Leannan.
—Sí, allí.
Salió a la aldea y comenzó a llamar a las puertas de las casas a oscuras hasta que reunió al Conciliábulo de la Vid. También quisieron participar otros grupos, cosa que a él no le molestó. El único problema era la falta de medios de transporte.
—¿Por qué el resto de vosotros no preparáis una capilla ardiente?
—¿En la casa? —inquirió una voz desde la oscuridad.
Si los enviaba a la casa, descubrirían lo acongojada que estaba Connie y, hasta ese momento, habían logrado mantenerlo en secreto. Robin sabía que la anciana se había retirado a la casa para que su gente no la viera.
—Tengo la sensación de que Amanda habría preferido que la hiciéramos en la Piedra de las Hadas.
Todos estuvieron de acuerdo en ese punto. El Conciliábulo de la Vid se puso en marcha. Fueron en las dos camionetas del Covenstead. Al atravesar la granja silenciosa, pasaron por delante del campo ennegrecido que el hermano Pierce y sus hombres habían quemado. Robin se preguntó si aquella gente no les habría echado una maldición.
La granja quedó atrás y llegaron al confín de la finca. Las luces de los vehículos jugaban sobre la cicatriz dejada por el fuego y sobre las manchas purpúreas del camino. Robin todavía llevaba las tiritas que se había puesto en las manos después de recolectar zarzamoras.
En el capó se oyó un sonoro ping.
Ivy, que iba a su lado, miró hacia adelante. Entonces oyeron otro más. Esta vez una larga grieta surcó el parabrisas.
Alguien gritó desde el asiento posterior.
Robin tocó el claxon para advertir a los de la camioneta de atrás y pisó el acelerador a fondo. El vehículo patinó y dio bandazos hasta que los neumáticos tocaron el asfalto. Entonces salió disparado; el viejo motor rugió y vibró.
Alguien gritó un encantamiento.
—Seres de la noche, dejad pasar nuestro coche.
Robin tuvo que aminorar la marcha por temor a perder el control del vehículo en la curva. En la camioneta, todos iban en silencio, estaban sorprendidos y atemorizados.
—No eran balas —les explicó—, de lo contrario, el parabrisas se habría hecho añicos. Quizá fueran perdigones. No estábamos en peligro.
Pero no agregó lo que todos sabían ya, que sólo era cuestión de tiempo para que aquello derivase en una guerra abierta. Los hombres que se ocultaban en el portal estaban reuniendo valor.
—Deben de tener a alguien allí apostado todo el tiempo. No se me había ocurrido pensarlo.
—También nosotros pondremos guardias —comentó Glicina—. Será preciso.
Robin se detuvo e hizo señas a la otra camioneta para que se colocara a su lado.
—¿Estáis bien?
Uvas iba al volante. Le sonrió con la boca apretada. Prosiguieron la marcha por la calle West hacia Main y luego, por Main, cruzaron Bridge hasta llegar a Maple. Delante del número 24 de Maple Lane había un montón de coches aparcados.
De la casa salía una suave canción. Los conciliábulos de la ciudad debían de haberse reunido allí espontáneamente en cuanto Constance les comunicó la tragedia.
Robin supo que dentro de nada se encontraría ante el cadáver de Amanda. Y temió que entonces dejaría de creer en la vida de su amada. Ivy lo tocó y le dijo:
—Hermano, estás temblando.
Desde atrás, Glicina le puso la mano en el hombro y lo alentó:
—Estamos todos contigo, Robin. Recuerda que, en estos momentos, ella estará en el País del Verano. La Diosa está cuidando de su hija.
Esa nueva experiencia del dolor era muy dura.
Flor Celeste le abrió la puerta. Los dos se habían iniciado el mismo día.
Robin comenzó a acercarse a la casa. Estaba llena de gente: no sólo se encontraban allí las brujas de la ciudad, sino gran parte de la comunidad cristiana. A la mayoría de los verdaderos cristianos de Maywell, las brujas les inspiraban un cauteloso respeto. Sólo los seguidores del hermano Pierce sentían odio, y Robin no los consideraba cristianos.
Había muerto una reina, y todas las gentes buenas de la ciudad le rendirían honores. Oyó que cantaban una de las canciones del Covenstead, una de las más hermosas.
Hay un río en algún lugar.
Hay también una nueva juventud.
Dejadme beber sus aguas refrescantes.
Dejad que bañe mi alma en la verdad.
Cuando terminó la canción, el sheriff Williams subió ruidosamente las escaleras del sótano.
—Buenas noches, Robin —le saludó, abrazándolo y apretándolo contra su hombro que olía a tabaco.
—Nos han disparado, sheriff. Justo en la entrada de la finca.
—He enviado a mi ayudante.
—No lo vimos.
—Tendré que hablar con él al respecto.
Miró a Robin con ojos desencajados. El sheriff había renunciado a muchas cosas por sus creencias y por su eterno amor a Constance Collier.
—¿Bajarás al sótano, Robin?
—Sí, voy a bajar.
Para atravesar la casa tuvieron que pasar por encima de la gente; los miembros de los conciliábulos estaban sentados muy juntos, apiñados en torno a sus sacerdotes y sacerdotisas, y los católicos, los episcopalistas y los metodistas, con sus pastores. Incluso la gente que no la había conocido presentía la maravilla que se desprendía de ella.
Cuando llegaron al porche y Robin vio la puerta trampilla que conducía al sótano, se le hizo un nudo en la garganta. Había bajado a aquel lugar oscuro a enfrentarse con la muerte.
—Intentó huir —le dijo el sheriff lacónicamente—. Llegó hasta su coche. Pero él la arrastró de vuelta aquí.
Robin no soportaba oír aquello.
—Fred, vamos a bajar.
—De acuerdo.
—¿Robin?
—¿Sí, sheriff?
—Verás, es bastante desagradable.
—Quiero verla. Tengo que verla.
El sheriff sujetó a Robin por el cuello con una de sus manazas.
—Enamorado de una bruja. Hijo, sé muy bien por lo que estás pasando.
Nos reuniremos junto al río,
junto al hermoso río…
Volvían a cantar: la potente voz del párroco episcopalista guiaba al resto.
El sótano olía a tierra húmeda, y a otra cosa más; parecía un olor de cables eléctricos sobrecalentados. Algo horrendo.
—No la hemos tocado, Robin —le dijo Fred Harris—. La subiremos en cuanto llegue el ataúd.
Ataúd. Robin odiaba esa palabra. Recordó la única vez que habían hecho el amor sobre la tierra húmeda, con la luna baja y roja, y ella tan llena de la furiosa urgencia de la cacería; el cuerpo empapado en sudor, resbaladizo por los ungüentos rituales, le olía a caballo, a calor humano y al denso aroma del amor.
El frío acarició a Robin cuando se acercó a la pequeña habitación donde yacía Mandy. Los hombres del sheriff habían colgado algunas luces y la iluminación casi enceguecía.
—¿Qué es esto? ¿Qué son todos estos gatos?
—Estaba loco, pero nadie supo nunca la gravedad de su mal. Ni siquiera Connie.
—¿Dónde está él, sheriff?
—Encontramos su cinturón y algunos bolígrafos en esta zona. Y el suelo estaba manchado de sangre. No hay señales de su cuerpo.
—¿Por qué piensa que está muerto?
—Ella no está herida, de modo que la sangre debe ser de él. Está muerto, desde luego que está muerto. —Señaló la enorme mancha de sangre—. La gente que sangra tanto no vive para contarlo. Todavía no sabemos quién lo mató ni qué hicieron con el cuerpo.
—Esta habitación es…
—Amanda fue muy valiente al venir aquí.
Robin no tuvo el coraje de acercarse a ella; aquel sitio era espantoso, estaba atestado de extraños aparatos científicos de George, poseído por las fotos de los gatos.
Robin se obligó a atravesar el sótano, dejando atrás el abultado calentador, hasta llegar a la pequeña cámara. Vista más de cerca, la profusión de gatos resultaba increíble. Quizás aquellas imágenes felinas hacían que aquel lugar se pareciera tanto a George, como si formara parte de él.
—Tom es una chispa negra del ojo de la Muerte —había dicho en cierta ocasión Constance.
—Kate debió habernos hablado de esto —comentó Robin.
—Probablemente tenía miedo. Fíjate en este lugar.
Al reflexionar sobre todo aquel asunto, Robin se dio cuenta de que era imposible que Kate Walker le hubiese ocultado este secreto a Constance. Seguro que Connie lo sabía. Sabía exactamente lo peligroso que era George Walker.
Cuando Robin se asomó a la cámara de la muerte, sintió la presencia que allí había como una oscuridad creciente.
—Tom, ¿eres tú?
—¿Quién?
—El espíritu protector de Connie. El que le iba a traspasar a Mandy. Siento su presencia.
—Aquí no hay nada de eso, Robin.
—No creo que Tom vaya a mostrarse.
—Ese gato me da un miedo atroz. Para empezar, es demasiado viejo. Según mis cálculos, rondará por lo menos los cuarenta. En todo lo que llevo de brujo, apareció una vez, cuando Connie era una niña y Hobbes le disparó para convertirla en chamán… Por Dios, aquello ocurrió hacia la década de los veinte… Volví a verlo después, cuando Simón Pierce llegó a la ciudad y, ahora, merodeaba por aquí.
Robin no se molestó en mencionar que Connie tenía una pintura de Tom del año 1654.
Inspiró profundamente. No podía demorarse más; bajó la vista y miró el cuerpo que yacía sobre la mesa.
Brillaba después de muerta. Su belleza, pensó Robin, desafiaba la tumba. Su rostro había quedado inmovilizado en una expresión llena de vida. Tenía los ojos abiertos, las finas cejas fruncidas, como si algo hubiera provocado su asombro. Las manos estaban unidas sobre el regazo.
—Le quitamos las ataduras —le informó Fred Harris—. Estaba atada a la mesa.
Con su estilo mudo y particular, Robin rezó a la Diosa que le aterraba y al Dios que amaba. Dejó que las imágenes surcaran su mente: la alta y pálida de la Diosa y la de su consorte en sombras, vagando por el País del Verano. En ese momento, necesitaba su consuelo.
Por las ventanas del sótano se coló el clamor de las bocinas y el sonido rasgado de la ira humana.
—¡Maldición! —exclamó el sheriff—, ¿es que no van a dejarnos en paz? —El bochinche de las bocinas adquirió un ritmo frenético, sus notas se tornaron más largas y amargas.
—Hoy ha muerto un hombre del grupo de Pierce.
—¡Pero Robin, ese tipo intentó quemaros la granja!
—Tuvo una muerte dura.
La gente de fuera gruñía, sus voces sonaban roncas y profundas, como la lluvia que cae sobre un lugar ya anegado.
—Será mejor que salga y los ponga en vereda —dijo el sheriff. Cruzó rápidamente el sótano.
Robin se acercó al rostro de Mandy. Quería cerrarle los ojos.
—No se puede, chico —le dijo Fred Harris—. Es demasiado tarde para cambiarle la expresión.
No quería que mirara con esa fijeza. No era la expresión de una muerta. A pesar de lo frío que estaba, su cuerpo conservaba la elasticidad del músculo vivo. En cierto modo, era mucho más horrendo que la mirada fija de un cadáver corriente.
Era tan evidente que no descansaba en paz…
—¿No hay manera de cerrárselos?
—Puedo hacer que parezcan cerrados, pero debo llevármela de vuelta a mi sala de trabajo.
Sus ojos tenían la tonalidad de la Luna cuando está a punto de amanecer. Constance había dicho:
—Cada uno de nosotros posee un nombre oculto, el verdadero. Si la llamáis para que acuda al círculo, llamadle Moom.
—¿Moon[2]? —le habían preguntado.
—No, con una «m». Moom es su verdadero nombre. Leannan la llama así.
—Adiós, Moom, que te vaya bien. —Se la imaginó en un viejo camino del bosque, con la maleta en la mano, alejándose a toda prisa. Robin suspiró acongojado.
Le fue concedida una visión de Moom: un ser humano pequeño, rechoncho y oscuro, que olía a humo y a grasa rancia, que batía palmas contra los muslos y reía alegremente. Aquélla era la joven Moom. El alma antigua parecía cernirse sobre él, con el rostro grave por la sabiduría que dan los siglos.
—La siento. Está en esta misma habitación.
—Anda, vamos, que ya ha llegado el ataúd.
Robin quiso estar a solas con ella un momento más pero había muchas otras personas esperando y, afuera, el ruido iba en aumento. Se oyeron golpes secos. Tiraban piedras contra la casa. El sheriff Williams se puso a gritar pero, al parecer, sin obtener demasiados resultados. En el piso de arriba continuaban los cánticos. «Gracia Asombrosa», y luego el «Cántico de la Estrella de Cinco Puntas».
—«Brilla estrella de cinco puntas, ilumínanos, oh, estrella de las cinco puntas, brilla…». —Ivy dirigía con su potente voz.
—Vete arriba, Robin. Diles a algunos de mis hombres que bajen a ayudarme.
—Yo te ayudaré.
—No tienes que hacerlo… arriba tengo muchos hombres.
—No me importa tocarla. Quiero hacerlo.
Tenía el cuerpo laxo y frío. Tocarla en ese estado, cuando en su imaginación la recordaba tan cálida y llena de vida, le resultó verdaderamente difícil. Pero era lo correcto. Aquel cuerpo era su responsabilidad.
La ataron a la camilla y la condujeron al pie de la escalera. Otras manos la izaron. Cuando Robín llegó arriba, la camilla giraba por una esquina y entraba en la sala. Las Abejas habían llegado portando cajas de velas hechas a mano.
Otros la desataron, la sacaron de la camilla y la colocaron en el sencillo ataúd aportado por las brujas de Maywell: una caja de pino lustrada a mano.
—Que la carne vuelva a la Madre —dijo Connie. El ataúd constituía una concesión a las disposiciones estatales sobre la sepultura de los muertos.
Rubí, del Conciliábulo de la Roca, se acercó a la cabecera del ataúd. Se quedó mirando a Amanda durante un largo rato.
—Volveremos en procesión —anunció—. El Conciliábulo de la Roca la conducirá hasta la montaña.
Entonces cerraron el ataúd y Fred Harris se les acercó apresuradamente para preguntarles:
—¿Y vais a caminar todo ese trecho? Son unos tres kilómetros.
Rubí era hija de Fred y, en el mundo exterior, su nombre era Sally. Robin no se habría atrevido a retarla de aquel modo.
—Somos muchos —le espetó—. Y, entre todos, hemos decidido hacerlo de este modo.
—Pero el gentío de ahí fuera…
—¡Aquí dentro hay otro gentío!
—De acuerdo, cariño, no pretendía ofenderte. Me limitaba a exponerte los hechos.
—Queremos demostrarles nuestra fuerza. Y honrar a nuestros muertos. —Dicho lo cual, se unió a Rubí el resto de su Conciliábulo. Rodearon el ataúd y aferraron las manijas de bronce brillante. Se sumó gente al grupo por delante y por detrás, tanto brujas como vecinos de la ciudad, todos portando velas.
Las iglesias locales predicaban la aceptación y las brujas, a su vez, las respetaban. El grupo entero, cristianos y brujas por igual, salió en fila de la casa para internarse en el tenebroso furor de la noche.
El hermano Pierce estaba de pie, en la parte trasera de un jeep; su mandíbula saliente brillaba bajo el fulgor de las linternas de gasolina y los potentes reflectores. Después de la invasión israelí del Líbano de 1982, el sentimiento de supervivencia bañó a su congregación como una ola. La Tercera Guerra Mundial todavía no había estallado, pero no habían abandonado los preparativos. Elegían vehículos como camionetas, jeeps, furgonetas y potentes camiones con tracción en las cuatro ruedas.
—Eres la ramera del Diablo —rugió, señalando la procesión que avanzaba—. ¡Hoy habéis matado a un hombre, demonios asesinos!
Ivy fue la primera en ponerse a cantar:
—«Gracia asombrosa, qué dulce el sonido que salvó a esta pobre ruina. Estaba perdida, pero me he encontrado; ciega era, pero ahora veo».
—¡No veis otra cosa que la oscuridad y el mal de vuestros corazones! ¿Qué hacéis…? ¿Celebrar nuestra pena?
El hermano Pierce y su rebaño habían acudido atraídos por la multitud reunida delante de la casa, no porque se hubiesen enterado de lo ocurrido a Amanda.
Su voz encendida se confundió con el himno. Por un momento, Robin vio claramente su rostro iluminado por los faros de uno de los camiones que pasaban. La suya no era una expresión de odio. Iba mucho más allá. Resultaba imposible mirarlo.
La multitud enmudeció cuando el ataúd salió por la puerta. Desde su puesto en el jeep, el hermano Pierce emitió un sonido lóbrego y siseante. Lentamente, una de las luces se concentró en el Conciliábulo de la Roca y su carga.
Tarareaban suavemente una endecha sin nombre.
El hermano Pierce los señaló.
—¡Regocijaos porque la muerte se ha llevado a uno de los malvados! —Se congratuló retorciéndose y sonriendo al cielo nocturno—. ¡Porque la maldad arde como el fuego: devorará los brezos y las espinas y prenderá en los matorrales del bosque, y ellos subirán como se eleva el humo! ¡Gloria, gloria, aleluya!
Comenzó a dar palmas y cada palmada de aquellas manos estrechas y largas penetraba en la pena de Robin como otras tantas explosiones. Pero Robin había estado en lo cierto, ¡y cómo! Pertenecían a aquel lugar, con su carga incluida.
Una canción surgió de las gargantas de los seguidores del hermano Pierce.
—¡Vamos a informar de esto al mundo! ¡Informaremos de aquello a las naciones! La batalla ha concluido, obtuvimos la victoria. ¡Hay alegría en nuestros corazones!
¡Con qué rapidez olvidaban a sus propios muertos!
La procesión abandonó por fin la calle, dejando atrás al hermano Pierce y a su alborozada multitud. El padre Evans se colocó detrás de Robin e, inclinando la cabeza, le dijo:
—Espero que puedas perdonarlos, Robin. Yo mismo lo intento.
—¿Y lo ha logrado?
—No.
—Para nosotros es mucho más difícil, padre. Sobre todo para mí. La amaba, ¿sabe?
—El párroco me contó lo importante que era ella para ti. Aun así, eso de cabalgar desnuda…
—¡Son nuestras costumbres!
—De acuerdo, no hablemos de ello. Pero ten presente que ha molestado a los católicos. No deberíais hacer cosas que van en contra de las ordenanzas de la ciudad.
—Contábamos con el permiso para desfilar.
—Sí, pero así, desnuda…
Robin no tenía ganas de discutir con el padre Evans.
—Dudo mucho de que haya otra Persecución Salvaje. Probablemente, este Covenstead se disgregará.
—Si en algún momento me necesitáis…
—Gracias, padre.
La procesión avanzaba lentamente; era una fila sinuosa de luces; un murmullo de canción de vez en cuando. Quienes iban delante de los que portaban el féretro cantaban en voz baja para darse ánimo. El Conciliábulo de la Roca estaba decidido a conducirla todo el trayecto. Constituían un equipo de trabajadores fuertes; se ocupaban de los trabajos de albañilería y reparación de carreteras del condado, desenterraban tocones, levantaban armazones de juncos, edificaban cabañas, cargaban vigas. Sin embargo, en aquel féretro llevaban un peso que les hacía encorvar la espalda mucho más que el más pesado de los tocones.
A su paso, la procesión se fue engrosando con quienes salían de sus casas hasta que llegó un momento en que todo el pueblo que no apoyaba al hermano Pierce formó parte del cortejo.
—¿No hay más velas?
—¡Papá!
—Connie me llamó. Es algo terrible, hijo.
Robin no pudo contestar. Su madre también había acudido. Caminaba junto a Ivy, un poco más atrás.
Traspusieron el portal principal de la finca, que se hallaba abierto de par en par para la ocasión.
—¿Quién era ella, hijo? ¿Quién era en verdad?
—Hacía mucho, mucho tiempo que se estaba acercando a nosotros. Le pertenecíamos.
El inmenso bosque antiguo que separaba la finca de la ciudad de Maywell, rebosaba la paz que da la naturaleza. Entre los árboles, alguna criatura pequeña chilló y se oyó el batir de unas enormes alas.
Cuando la procesión dejó atrás la casa, se había convertido en una masa compacta, en parte porque había más gente y, en parte, porque el Conciliábulo de la Roca, que luchaba en la cabeza con el ataúd, había aminorado el paso.
La casa estaba completamente a oscuras.
Robin tardó unos momentos en divisar a Constance, de pie en el porche principal. A su alrededor se apiñaban los cuervos, sumidos en un silencio inusual. Vestida con su capa negra, con la capucha puesta, podía muy bien haber sido una estatua, un tanto siniestra a la luz de la luna. Levantó la cabeza y Robin creyó que se disponía a hablar. Pero en vez de hacerlo, se acercó al cortejo y se unió a la procesión. Robin se alegró.
Los miembros de los conciliábulos habían iluminado el sendero que subía a la montaña con una serie de velas, colocadas entre piedras y rocas para evitar el peligro de incendios. Aun así, el camino era duro y no todos estaban preparados para semejante viaje. Algunas brujas de la ciudad quedaron rezagadas, al costado del camino. Se unieron a otras que estaban en los campos, y Robin las oía cantar mientras avanzaba por el escarpado sendero.
Allí delante, el Conciliábulo de la Roca luchaba denodadamente con su carga.
Cuando Robin llegó a la Piedra de las Hadas, el ataúd ya estaba dispuesto sobre ella. A su alrededor, la gente formó un círculo de velas que se fundían goteando al viento, proyectando las sombras de los miembros de la comitiva fúnebre sobre la superficie lustrosa del ataúd. Las brujas formaron un círculo. Los vecinos de la ciudad, que habían logrado subir hasta allí, se sentaron detrás de las brujas o permanecieron de pie.
Cayó un pesado silencio. El viento gimió a lo lejos y el eco de su voz retumbó por las montañas Endless.
La Luna brillaba en lo alto, rodeada de estrellas. Robin levantó la cabeza y la viva intensidad de su mirada le infundió temor.
«Esta noche —pensó—, la vieja Luna es un ojo que atisba la eternidad».