22

La madre Estrella de Mar

Lo que los demonios no lograban comprender era que Marian no hubiera muerto desesperada, como había ocurrido con Moom. Desde su pira, había tenido visiones de la Diosa y, después, había sido depositada en el Verano, donde su alma fue renovada. Aun sabiendo que al volver la esperaría otro fuego, Amanda siguió deseando regresar al Covenstead.

—¡Pero no puedes, estás muerta!

—George me revivirá.

—Ya es tarde para eso. Él también ha muerto.

La niña de azul agitó el muñón y en el suelo se abrió un agujero.

—Anda, mira. George se ha creado un bonito infierno.

En el fondo del agujero, Amanda vio a George tendido sobre una mesa de operaciones; tenía el vientre completamente abierto con las vísceras al aire. Vio que gritaba con desesperación pero, afortunadamente, le fue ahorrada la angustia de oírlo.

Unos gatitos daban cabriolas en sus entrañas revolviéndole los intestinos como si fuesen gusanos serpenteantes.

Se sintió azorada al ver que ella misma era su demonio; se encontraba de pie, ante él, blandiendo el escalpelo con el que lo había abierto. La imagen demoníaca de sí misma levantó la cabeza y la miró, le sonrió y agitó el escalpelo como un niño agita su preciada piruleta.

—¡Basta! ¡Detenla!

—¿Cómo? Sólo él es capaz de hacerlo y está claro que no quiere.

—¿Cómo es posible que haya escogido semejante tortura y que yo se la inflija? ¡Pero si no le odio!

La niña rió tontamente.

—La imagen de allá abajo no eres tú. Es parte de él… la impresión que se ha hecho de ti.

—No soy cruel, yo jamás haría algo así. ¿Por qué…?

—Los demonios sirven a sus víctimas. Sólo tu demonio puede castigar su culpa por haberte asesinado. —Con un ademán del muñón cerró el agujero—. Basta ya de esto. Amanda, puedo enseñarte cosas hermosas.

—Mientes.

—Te ofrezco el País del Verano.

—No. Voy a regresar.

—Sin la guía de las brujas, no podrás. Y les he destruido el círculo. —Levantó el brazo manco—. Una parte de mí ha quedado en el mundo de los vivos. Mi mano sigue allí, y no está muerta. Por eso la uso para manipular la vida. —Rió sonoramente; su risa era amarga, ronca y senil.

Al reír así, la ilusión de la niña se borró por un leve instante y Amanda vio qué era lo que verdaderamente había dentro del ornado vestido azul. Era una cosa de duro caparazón, tenía infinidad de piernas, era de color rojo oscuro y llevaba el nombre de Abadón.

La miró con sus ojos de múltiples facetas y, en cada una de ellas, vio reflejado el rostro dulce y sonriente de Leannan.

—¡Tú! ¡Eras tú, todos ellos… eras tú!

—No. Soy todos menos tú. No formo parte de ti.

—Eres mi demonio. Tienes que ser parte de mí.

—¡Oh, vete al diablo, Amanda! ¿Por qué no te educaste mejor? ¿No sabes que soy no sólo Leannan, no sólo Tom, no sólo Abadón, y ninguno de ellos al mismo tiempo? ¡Mira qué clase de gato soy en realidad! —Volvió a cambiar: bufaba y sonreía a la vez; unas chispas luminosas le saltaban de las puntas de los pelos.

—¡El gato de Schrodinger!

—Eso es un mero concepto. Soy más que eso.

¿Iba contra las leyes del universo que alguien fuese sólo lo que aparentaba?

—No hay nada que vaya contra las leyes. La ley es su propia violación. Ése es el quid de todos los acontecimientos, ése es el gato de Schrodinger. Tranquilízate. Te llevaré más lejos de lo que podrías haber llegado sola. —Dicho lo cual, Abadón agitó su cola de escorpión, Tom siseó, el gato conceptual bufó y Leannan lanzó una risotada tan maligna que sorprendió a Amanda.

Dio un paso atrás, sorprendida de descubrir que el mundo de los muertos era en parte un enorme matadero de almas y que la niña manca, contenida en todas esas otras formas, era uno de los carniceros maestros. Condujo a Amanda hacia las fauces palpitantes de algo desalmado, dispuesto a devorar los preciosos y débiles restos de seres humanos, una especie de rapaz de las Tinieblas, que se comía lo mejor de los hombres, así como los hombres comían las frutas más maduras o las partes más tiernas y exquisitas de los animales.

Nada de lo que los hombres pudieran haber hecho a sus semejantes era tan malo como aquello.

—Hemos de emprender la marcha —anunció escuetamente la cosa con forma de niña—. Oh, Amanda, te encantará el Verano profundo. No sabes cuánto me alegro cada vez que llevo a alguien hasta allí. Es lo único que hace que mi trabajo merezca la pena.

Amanda hizo lo único que le quedaba por hacer: echó a correr despavorida.

En un instante, Abadón se despojó de su disfraz y saltó sobre ella, la cogió con unas pinzas enormes y se la llevó lejos.

Amanda luchó con puños y dientes. Se había imaginado a esa criatura increíblemente fuerte y se sorprendió al comprobar que podía arrancarle el caparazón con las manos. Descubrió entonces que abrir las pinzas no le resultaba más difícil que abrir unas puertas pesadas.

Cuando se liberó, aquella cosa se desplomó, chasqueando el aguijón y aullando de ira y de dolor.

—¡Eres una tramposa, no te atienes a las reglas del juego!

—Ya te lo dije, voy a regresar.

—¡Estás muerta, no tienes derecho! Nos encontramos en la frontera del infierno, querida. De aquí a la vida existen terrores increíbles.

—¡He dicho que voy a regresar!

—¡Estás violando las leyes! ¿Has oído hablar alguna vez de alguien que haya vuelto de la muerte?

—Osiris. Cristo. Lázaro.

—Y la pequeña Amanda Walker, de Maywell (Nueva Jersey). No me hagas reír. Anda, vámonos, que te esperan en otra parte.

Amanda se dirigió al portal abierto del jardín, decidida a trasponerlo y a no retroceder. Abrió el portal y avanzó.

Ante ella se extendía un bosque, un bosque de lo más extraño. Desde donde se encontraba no tenía un aspecto demasiado agradable. Parecía formado de enormes piernas humanas, cubiertas de pústulas y secreciones.

Amanda llegó al confín del jardín. Detrás de ella, la niña de azul agitaba su muñeca cortada y reía con su risa colérica.

El bosque despedía un olor hediondo. La gangrena gaseosa debía de oler igual, imaginó Amanda, pegándose a sus fosas nasales como el aceite al agua.

—Pero si no tengo fosas nasales. Estoy muerta. Todo esto es una ilusión.

Desde lejos, a sus espaldas, le llegó un grito:

—Recuerdos para la madre Estrella de Mar.

Entonces volvió a oírse la punzante risa de Leannan, entremezclada con otro sonido muy diferente.

Ese ruido provenía de más allá del bosque y era mucho más reconfortante. Un brujo continuaba cantando.

Robín.

—¡Te escucho! ¡Ahora voy!

Cuando Amanda se internó en el bosque, el canto no se hizo más fuerte. Los muñones se hicieron cada vez más altos y absorbieron todos los sonidos. Amanda se sintió pequeña, sola. Un pajarillo blanco revoloteó alegremente.

—¡Ven conmigo!

Era evidente que el pajarillo le traería problemas. Grandes problemas. Pero, al mismo tiempo, no tenía alternativa. El único sitio del bosque que se abría para dejarle paso estaba por donde pasaba el pajarillo. Comenzó a seguirlo. No parecía posible pero, por otra parte, en todo esto no había nada definitivo. Quizá lograse salir.

El olor que se elevaba de las torres de carne putrefacta era espantoso. Se encontraban tan apiñadas que era imposible pasar entre ellas sin tocarlas. Mandy no tardó en verse cubierta de secreciones y arañazos. El pajarillo volaba con ansiedad bosque adentro.

Amanda tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no perder el control. Sentía tanto asco que a punto estuvo de volverse loca. Parecía como si las heridas le escupieran. Y tuvo la sensación de que unas manos invisibles, salidas de las grietas que había en los muñones, la acariciaban.

¿Qué criaturas impías habrían erigido su hogar en esas hórridas cosas?

—¡No me toquéis!

No recibió contestación alguna; sólo el pajarillo gorjeó con fuerza.

—¡Vamos, andando, andando!

Amanda ya no aguantaba más. Se detuvo y miró al suelo.

Vio que era una alfombra hirviente de escarabajos alargados.

—¡Oh, no! ¡Ya no lo soporto más! ¿Por qué no paran? ¿Qué he hecho yo?

—¡No respetaste las reglas del juego! ¡No quieres juzgarte! ¡No quieres juzgarte! —Los ojos del pájaro eran como alfileres plateados de odio.

—¡No soy culpable, es así como me juzgo! ¡No me juzgo culpable! —Y pisoteó la crujiente superficie que tenía bajo los pies—. Mi nombre es Amanda Walker y no soy culpable. Mi nombre es Doncella Marian y no soy culpable. ¡Mi nombre es Todas las Mujeres y no soy culpable!

Los escarabajos comenzaron a perforarle los pies. Se puso a brincar.

—¡Soy Moom, llena de sangre, de leche y de hijos!

Tú, mujer, te quemas en el testimonio de tu nombre.

Amanda se desplomó sobre la masa hirviente de escarabajos. Se abalanzaron sobre ella como una ola pero ya no le importó. Que ocurriera lo peor. Se había hecho enviar a un infierno muy especial; no era un infierno labrado por los propios condenados, sino el infierno de aquéllos que declinan enfrentarse a sus conciencias.

¡No me lo merezco!

—¡No me merezco esto!

Muy lejos de allí, algo tremendo y amable estuvo de acuerdo con ella y sintió un instante de piedad. Esto permitió a Amanda oír una música que los humanos casi nunca oyen, la sublime armonía que rige y gobierna todas las cosas.

El gobierno definitivo del mundo es esta música, que no proviene de ninguna garganta ni de ningún pájaro, sino de algo que tañe el arpa de la creación.

La música bendita del arpa de Leannan quedó ahogada por el crujir de los escarabajos. No fue mucho, pero infundió a Amanda una fuerza nueva y extraña. A pesar de los escarabajos, se irguió cuan alta era. Aun así, se encontró sepultada en insectos. En escasos segundos se había hundido tanto en aquel enjambre que quedó nadando debajo de su superficie.

Si abriera la boca…

Levantó los brazos y comenzó a arañarlos a manotazos, intentando ascender, aplastando a cientos de ellos con sus esfuerzos.

¡Era música! Sin embargo, este aspecto de la creación era una falta total de armonía.

La voz de Leannan le dijo:

—No olvides que tú lo elegiste.

Amanda sintió un hormigueo en los labios; unos tentáculos se le estaban introduciendo entre los dientes y le hacían cosquillas en la lengua.

—¡No tengo cuerpo! Por lo tanto esto no está ocurriendo realmente.

Pero lo sentía más real que el momento más agudo de su vida.

Al agitar la mano derecha, tocó algo sólido. Lo tanteó y se aferró a él. Tiró con fuerza y se izó hasta las raíces de uno de los muñones. El pajarillo revoloteaba y chillaba.

—¡Creí que habías muerto, muerto, muerto!

Amanda salió a rastras de la marisma de escarabajos. Siempre que se mantuviera encima de los malditos bichos, no representarían mayor problema. «No bajes la guardia. Jamás bajes la guardia y menos cuando intentas engañar a la muerte».

Amanda inspiró profundamente y, al hacerlo, notó un nuevo olor de lo más increíble.

Era un aroma a pan de jengibre.

Se guió por el olfato y fue en dirección al olorcillo.

—Muy bien, muy bien —chilló el pajarillo.

No tardó en surgir otro aroma, de chocolate caliente. Y otro más, de caramelos de goma. Y, después, un indicio, un perfumillo… ¿De qué era…? ¿De bistec quemado?

El pajarillo salió como una saeta, bajó de repente y la escrutó con sus ojitos de plata. Amanda siguió adelante porque aquellos aromas provenían de la vida. El recuerdo le hizo saltar las lágrimas. Le encantaba el pan de jengibre y solía hornearlo.

Era el aroma esencial de lo mejor de su pasado, un olor a su mamá que se remontaba incluso a antes de que Amanda aprendiera a hablar. Pobre mamá. ¡Qué tragedia abandonar la vida sin haber expiado sus culpas! Porque, después, todo es mucho más difícil.

—¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado! —chilló el pajarillo y se internó en un claro. Los ojos de Amanda estuvieron a punto de saltársele de las órbitas cuando vio lo que allí había. Acurrucada en el centro del claro, bajo su propio manantial de luz amarillenta, se alzaba la más deliciosa cabaña. Estaba decorada con grageas de chocolate, caramelos de goma y espirales de arrope. El tejado y las paredes estaban hechos de placas de pan de jengibre, la chimenea era de brillante regaliz macizo. Escupía un humo denso y verde que se elevaba en el aire neblinoso.

Amanda se preguntó de quién sería aquella silueta que se movía tras la ventana de caramelo ácido.

Los árboles se cernieron sobre la cabaña. La criatura del interior se movía de un lado a otro, pasando delante de la ventana empañada, y el humo continuaba saliendo por la chimenea de regaliz. El pajarillo levantó el vuelo en espiral y se perdió en el cielo. Pajarillo de la suerte.

Amanda no tenía intención de entrar en la cabaña. Pero no había razón para preocuparse, la puerta se estaba abriendo.

El viento rizaba el humo que se alzaba por encima del claro y Amanda aspiró su tufillo a cochinillo quemado. Un olor extrañamente familiar. A comida de colegio.

En el portal oscuro se alzaba una silueta oscura. Amanda la observó, sin poder creer lo que veía, aquel largo hábito negro, el velo blanco rodeándole la cara, la cruz plateada sobre el pecho.

¿Qué hacía una monja en un lugar como ése?

—Soy la madre Estrella de Mar. Me alegra que hayas venido a verme.

Amanda decidió que sería mejor no saludar.

—Pasa, Amanda querida. Es hora de comenzar la lección.

Sí, era ella, desde luego que era ella, a pesar de que ahora tenía la voz gruesa de un estibador.

—Prefiero quedarme aquí fuera.

—Oh, no, querida. Tengo montones de cosas ricas para ti… caramelos, tartas, pan de jengibre.

—No, aquí fuera estoy bien.

La madre Estrella de Mar se le acercó, dando saltitos y pasos afectados, con los brazos en jarras. Bamboleaba la cabeza de un lado a otro y le crujía la mandíbula.

Quizá pretendiera parecer divertida, pero no podía haber escogido un aspecto más desagradable. Desde que tenía tres años y la persiguiera un hombre disfrazado de cacahuete, Amanda había odiado todo tipo de marionetas. Las marionetas pequeñas le ponían la piel de gallina y las grandes, de tamaño natural… le sonreían ruidosamente en las pesadillas.

Aunque la madre Estrella de Mar era una marioneta tremenda, se movía con una siniestra determinación humana. Un segundo más y aferraría a Amanda con aquellas manos llenas de bisagras.

Sus ojos pintados parecían ausentes, aunque curiosamente ávidos.

Cuando Amanda se dio media vuelta para echar a correr, chocó contra la pulpa gomosa de uno de los árboles que rodeaban la cabaña. La corteza, gris y débil, cedió.

En el interior, una cosa se revolvió sobre sí misma… Era algo gordo, marrón, como una serpiente lubricada por una mucosidad amarillenta.

Tenía cabeza humana. La cara le resultó familiar. ¿Sería Hitler? ¿Stalin? No estaba segura. Balbuceaba unas palabras.

—A… ayúdame… —Entonces gruñó, su cuerpo se proyectó hacia afuera y en un instante la envolvieron unas espirales duras como el hierro.

Vio chispazos y oyó una vieja canción, Lili Marlene, una canción alemana de la Segunda Guerra Mundial. Sintió que unos cables calientes se le enterraban por todo el cuerpo, sepultándose en ella y explorándola.

Sintió que desaparecía para convertirse en menos que nada.

Los cables eran los dientes de aquella cosa: le estaban comiendo el alma.

Pero, entonces, en la carne dura se formó una ondulante agitación y la canción se convirtió en una invectiva vociferante, en un Gótterd’ámmerung en alemán. La escupió.

Entonces Amanda quedó libre.

—¡No te acerques a esos árboles! —le advirtió la madre Estrella de Mar.

—¡No lo sabía!

—¿Quieres hacer el favor de seguirme? La clase está esperando.

—¿La clase?

—Claro. Nuestra Señora de la Gracia es un colegio, ¿no? Por lo tanto tenemos clases, ¿o es que todavía no has logrado asociar esos dos hechos aparentemente inconexos, mi niña lista? —Con una de sus manos mecánicas le retorció una oreja y comenzó a arrastrarla hacia la cabaña—. Estos bosques son mucho más peligrosos que ningún otro lugar de la Tierra. Lo peor que puedes hacer allá es morirte. Pero aquí… ¡ay, querida!

Nuestra Señora de la Gracia había sido un lugar triste, un conglomerado de edificios góticos lleno de monjas pálidas y niñas semidelincuentes vestidas con jubones sin mangas y zapatos de cordones.

—¡Pero yo fui a una escuela pública!

—No cuando tenías once años. Entonces estuviste con nosotras.

Era verdad.

—Pero sólo fue por unos meses. —Mamá había enfermado de hepatitis aquel año y papá no podía con todo; no eran católicos pero Nuestra Señora era el colegio más cercano donde podían dejar a Amanda.

La madre Estrella de Mar dio unas palmadas.

—¡Estoy en el infierno de todas mis niñas! Es tan estupendo que te necesiten…

Amanda había odiado Nuestra Señora. Les daban salchichas y no tenía más remedio que comérselas aunque las encontrara grasientas y asquerosas y había que arrodillarse ante la Virgen en el vestíbulo de arriba cuando una era mala. Y te lanzaban unas filípicas que te hacían sentir culpable por el mero hecho de estar viva.

—Usted me enseñaba música.

—¡Y sigues bailando al ritmo que yo te marco!

—No.

—Muy bien, ahora entra de una vez.

La cabaña era en realidad un aula. Aquella aula.

Era el sitio más terrible de su vida, tan terrible que en su recuerdo lo había cubierto con una densa capa de amnesia. Allí había aprendido lo que era la injusticia, había aprendido a odiar, había aprendido lo que era el mal.

—¿Tan sencillo fue, querida mía? ¿Acaso no os amaba? ¿No te consolaba cuando llorabas porque tu padre te enviaba a clase con un ojo negro? Amanda, me has hecho daño. Has ensuciado mi hermoso nombre. ¿No te da vergüenza?

El olor a polvo de tiza del aula la obligó a cerrar los puños con firmeza. Recordó que, en cierta ocasión, Bonnie Haver le había robado sus lápices de colores. Cuando Amanda se quejó, la madre Estrella de Mar la regañó por no haber terminado su trabajo y la castigó, mientras Bonnie se salía con la suya.

—Es que le tenía miedo a Bonnie, querida mía. Me destruyó, ¿sabes? No podía castigarla y tuve que dejarla ir.

Aquella tarde, después de la clase de gimnasia, Bonnie y otras dos niñas, Daisy y Mary, habían…

—¡Me pintaron con lápices de colores! Me pintaron toda y usted me obligó a arrodillarme ante la Virgen del vestíbulo por ser una niña sucia y cochina. Me pintaron con mis propios lápices y usted me castigó, me castigó una y otra vez, y me dijo que algún día la vería arder en el infierno. ¡Vieja malvada y sádica!

—Por eso estás aquí. Porque te sientes culpable de haberme odiado. Así debe ser. ¡Y serás castigada! —Su voz se tornó ronca, como el gruñido de un puma salvaje—. Siéntate.

—Los bancos tienen… correas. Me parece que no…

—¡He dicho que te sientes, maldita sea! Soy tu maestra. Estás aquí para aprender cosas sobre ti misma. Vamos, siéntate de una vez.

Amanda se sentó. Con un sonoro matraqueo de los dedos, la madre Estrella de Mar la ató al banco.

—Ya está. Querida Bonnie, es hora de que salgas a jugar.

—Oh, no, ella no. Eso no…

—¿Que era una bravucona? Claro que sí, ya era una bravucona cuando tenía once años. Es una pena que no la hayas visto últimamente. Se ha vuelto verdaderamente perversa.

Amanda se retorció. No comprendía nada. ¿Por qué se encontraba allí? Aquél no era su infierno. En Nuestra Señora no había hecho nada de lo que pudiera avergonzarse. Había sido una niña buena.

—No debiste odiarme. Es un pecado llamado calumnia.

—¡Se lo tenía merecido! ¡Se lo merecía!

—Merecía compasión. Me habría calmado como la lluvia.

Las pocas maldades que había cometido, las había realizado por aquellos meses pasados en Nuestra Señora. Había odiado y hecho daño, y había sembrado la decepción, pero sólo porque se había sentido muy triste.

Bonnie bajó por el pasillo dando cabriolas; rubia y deliciosa con su uniforme verde, la cola de caballo bailoteando tras ella, enarbolando en la mano una regla de aspecto ominoso.

—Abre las manos.

—No he hecho nada.

—No, pero tengo derecho a divertirme. Abre las manos. Esto te dolerá más a ti que a mí.

Aquello era una locura. Iba a ser víctima de las mismas injusticias padecidas en Nuestra Señora; no había una razón lógica.

—Las dos manos. A ver si, a golpes, aprendes. Recuerda, querida, podríamos ser tus amigas.

De mala gana, y con la certeza de cometer un error, Amanda obedeció. La regla emitió un silbido conocido y cayó con un potente craac sobre las palmas temblorosas.

—¡Una!

Desde el frente del aula, la madre Estrella de Mar aplaudió con un sonoro estrépito de maderas.

La regla volvió a caer. Aunque no quería, Amanda gritó. Volvió a caer. Una y otra vez. Se le pusieron moradas las palmas de las manos. El eco de sus gritos y de la risa de su torturadora retumbaban en el aula vacía.

—Oh —dijo Bonnie apartándose un rizo del ojo izquierdo eso sí que fue divertido.

Los demonios torturaban a los condenados del infierno de modo artístico.

—¡Dejadme salir de aquí, por favor!

—¿Qué? ¿Que deje salir al cerdo del matadero? Vamos, querida, no hay manera de huir. Sonríe o te echaremos a los árboles para que te coman. —Bonnie la miraba desde su altura con los ojos echando chispas—. Esta cabaña es el corazón del bosque. Y la madre Estrella de Mar es el mismo Satanás.

Amanda se miró las manos palpitantes y destrozadas.

—Si ella es Satanás, ¿tú quién eres?

—Su esposa.

Las correas estaban muy tensas. Amanda inclinó la cabeza, derrotada, apenada. Lloró; sus lágrimas eran reales.

En el sótano, donde descansaba su cadáver, eran la primera señal de vida, un milagro en la oscuridad secreta. Caían de los ojos muertos y abiertos, rodaban por sus finas mejillas y empapaban uno de los bolígrafos Bic que se le habían caído a George al producirse su propia muerte.

Caían también sobre el Covenstead, en la tarde triste, bañando la cabaña de Ivy. Siguieron su curso a través del tejado de paja y golpearon el suelo, delante de Robín, que permanecía sentado, inmovilizado por la pena, mirando fijamente la mesa y la nada.