21

Constance revolvía el contenido de la caldera con la furia de un poseso. Era una mujer anciana y su cuerpo se rebeló. Aquellos brazos flojos no podían continuar revolviendo para siempre.

—¡Amanda, escúchame! ¡Amanda!

A pesar de todos sus conocimientos, a pesar de que comprendía aquella situación que, en gran medida, había provocado ella misma, Constance no se esperaba lo que estaba ocurriendo. Algo inmenso y extraño bajaba por el camino, una niña furiosa y desencantada que, de algún modo, vivía en éste y en el otro mundo.

Su cuerpo se había consumido pero su espíritu ansiaba vivir su vida truncada.

En cuanto Constance presintió el rencor de aquella niña muerta, supo que posiblemente jamás lograría hacer regresar a Mandy. No hay demonio más enfurecido que aquel que no merece su destino. A la niña le habían robado la vida mediante engaños. Ahora su amargura la empujaba a causar daño a otros. Todavía no había comprendido la profundidad de la compasión. Y, como no la había aprendido en vida, quizá jamás llegara a entenderla.

Constance no imaginaba por qué ese demonio se encontraba en la muerte de Amanda. Era como si unas fuerzas ajenas al alma de Amanda le obligaran a continuar su viaje. Y se marchaba. Constance lo presentía. Revolvió el contenido de la caldera, gimió y sudó, pero los velos que penden entre ambos mundos se tornaron más densos. Sintió la soledad que sobrevino cuando un espíritu se alejó del círculo.

—¡Amanda!

La niña era la clave. ¿Pero qué le habían hecho para que fuera de ese modo? ¿Por qué seguía estando medio viva? ¿Cómo era posible semejante cosa? Una niña así debería encontrarse ya muy dentro del Verano.

La única explicación era que una parte de ella continuara en este mundo y que, mediante algún extraño proceso, siguiera aferrada a la vida física. Fuera lo que fuese, la mantenía encadenada a unos recuerdos amargos. La única manera de protegerse de ella consistía en averiguar cómo romper esta extraña relación.

Con el ojo de la mente, Constance logró ver a la niña; era bonita, vestía de azul y su brazo derecho acababa en un muñón.

Conque era eso, la mano.

Pero ¿qué era lo que le daba vida? Sólo una devota atención podía lograr algo semejante, pero ¿qué alma retorcida podía tener una relación tan intensa con la mano cortada de una niña muerta?

En su visión logró ver vagamente cómo se acercaba el hermano Pierce. Había llegado su hora. Había previsto todo aquello correctamente durante largas noches de meditación ante Leannan, sometiendo su mente a la quebrantadura guía de aquel ser poderoso. Leannan podía haberse reunido con Constance en cualquier parte, pero sus encuentros tuvieron lugar en la Mabcave, detrás del monte Stone. Constance lo prefería así. Porque a veces, en su agonía, solía tornarse ruidosa. Una sola mirada de Leannan era capaz de quebrantar el ego. En muchas ocasiones, Leannan le había mostrado los terribles detalles de la muerte que había escogido para Constance. Desconocer el futuro es duro, pero conocerlo puede llegar a ser un suplicio.

En su forma masculina, como Rey de los Gatos, Leannan tejía en el telar del tiempo. Tejía la vida de Maywell igual que hizo con el viaje de Amanda. Pero la trama era rústica. Eran la voluntad y el esfuerzo de los humanos lo que la tornaría delicada.

Así se acercaba aquel hombre delgado, carcomido por la culpa, con unos cuantos seguidores.

Tom, que había estado merodeando alrededor del círculo, se detuvo y se acurrucó en el suelo. Con una sola mirada que le echó a Constance se lo dijo todo: no había que esperar nada de la mano. Contenía una furia que no pertenecía al mundo de los vivos.

Era capaz de una inmensa destrucción.

Un momento después, las llamas rugieron llenas de vida en el extremo más alejado del campo de maíz. A pesar de las llamas y de los gritos que surgieron por encima de su crepitar, Constance y el Conciliábulo de la Vid intentaron mantener el círculo.

—Moom moom moom moom moom —prosiguió el cántico, girando y fluyendo entre los mundos, como una cosa distinta de sus creadores—. Moom moom moom moom.

Existía una mínima posibilidad de que Constance aliviara el rencor de la niña injuriada, pero sólo si la niña lograba comprender. Para Constance estaba claro que la mano guardaba relación con el hermano Pierce. ¿Pero por qué la había conservado? Remó en el calderón con su vara de avellano en busca de respuestas.

En las aguas humeantes oscilaron unas sombras, retales del horror de la niña, de su amarga vida de fugitiva y del hombre que se había aprovechado de sus sueños para negárselo todo después.

Constance revolvió y revolvió, pero estaba vieja y gastada y el mundo que yacía en el agua no era paciente con ella. Hacía diez minutos ya que sus brazos habían sido derrotados; sólo su voluntad la obligaba a continuar. Aun así, no logró obtener ninguna visión específica de lo que le habían hecho a la niña para provocar semejante rencor. ¿Dónde estaba la mano? La llevaba el hermano Pierce. Dios Santo, la tenía en el bolsillo.

Sintió como si la vida se le despedazara; quiso soltar la vara de avellano. Tom le lanzó una mirada furiosa. En sus ojos, Constance vio la imagen de Leannan. Leannan la azotó con una visión de su propia muerte. Unas llamas azules avanzaban por el techo de su futuro y otras amarillas se abrían paso por el suelo. El fuego escabroso la convertía en un montoncito ennegrecido. Entonces le llegó el dolor: gritó en medio de una agonía, aterrorizando al pobre Conciliábulo de la Vid.

—¡Cantad! —les ordenó a los gritos—, ¡cantad como si en ello os fuera la vida!

—¡Moom moom moom moom!

Comenzaron a pasar otras brujas por delante del Conciliábulo de la Vid; llevaban en la mano capas y trozos de lona sacados de los carros de la cosecha; corrían hacia el lugar de donde provenían los gritos y las llamas. Cerca de allí, los tallos del maíz rugían con el viento del infierno.

El círculo de la caldera no era lo bastante fuerte como para ayudar a la niña enfurecida; quedaban pocas esperanzas para Amanda.

—¡Moom moom moom moom, escucha nuestra llamada! ¡Moom moom moom moom!

No debían dejar de revolver la caldera o perderían a Amanda para siempre. Unas alas negras se agitaron en la mente de Constance.

—¡Me voy a desmayar! ¡Ayudadme!

Tom le saltó a la cabeza y le hundió las garras en el cuero cabelludo. El dolor fue tan grande que habría mantenido despierto a Rip van Winkle.

—Moom moom moom moom moom…

Las aguas se enturbiaron y lanzaron pequeñas gotitas en todas direcciones; olían a hierbas y tenían forma de fronda, caldera hirviente de unas cuantas hierbas comunes, ventana que daba al alma humana. Aguas oscuras, peligrosas, interesantes.

Constance estaba desesperada. Ni siquiera las garras de Tom y su cola, que le hacía cosquillas en la nariz, podrían mantenerla consciente por mucho tiempo.

—¡Moom moom moom moom!

Las aguas negras cubrieron a Constance. Rema, rema, rema tu barca corriente abajo. Alegre, alegre, alegremente; la vida es sólo un sueño.

Despertó segundos después; se encontró con el círculo quebrado; se había perdido el último contacto de Amanda con este mundo.

En nombre de todo lo sagrado, ¿por qué George Walker no la resucitaba? Se suponía que debía haberlo hecho hacía tiempo. El plan de Constance de crear una forma segura de viajar al otro mundo no había servido de nada.

—Lo único que harás —le había advertido Leannan— es enviar a Bonnie Haver a una muerte horrenda. Cuando te toque a ti morir, ¿cómo justificarás la arrogancia de lo que has hecho? ¿Ocuparás el lugar de Bonnie en el infierno? ¿Qué harás, Constance? ¡Mira, mírate cómo mantienes la cabeza alta, arrogante criatura! No hay garantías para Amanda, como no las hay para ningún chamán que intente emprender este viaje. Si hubiera alguna garantía en su regreso, no estaría realmente muerta. Me repugna que no te des cuenta. ¿Cómo te atreves a ser tan estúpida y obstinada después de todo lo que se te ha enseñado? Amanda no podría entrar en la muerte si tuviera una garantía. Volvería con más alucinaciones. Eres una ilusa, Constance.

Aquella voz la había herido más por su tono que por las palabras que pronunciara.

—Me someto a tu piedad —había murmurado Constance con los ojos bañados en lágrimas. La risa de Leannan había tintineado en la cueva. Entonces se había presentado Tom, enorme y rugiente, una pantera con dientes de acero, y la había sacado de allí.

No podía haber garantías. Y, al no haberlas, Amanda había muerto definitivamente.

—¡Constance! ¡Se está quemando un hombre!

Percibió el espantoso olor a barbacoa y gasolina del hombre en llamas y el hedor a pelo quemado. Todos lo olieron.

—Moom moom moom…

—¡Cantad!

—Connie, la hemos perdido. Ya no está aquí.

—¡Cantad!

Entonces ocurrió algo horrendo. Tom se arrojó a la caldera y desapareció en su interior hirviente con un espantoso aullido. Y de las aguas surgió la niña agitando el muñón con aire triunfante. Yo soy la mano, la mano que arrebata.

—Pobre niña.

Desde el campo de maíz, por encima del humo, se elevó un grito:

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme! ¡Este hombre se muere! —El Conciliábulo de lo se encontraba en los campos. Habían estado recogiendo comida para sus cerdos entre las hierbas de maíz.

Cuando el fuego comenzó a crepitar entre los campos de maíz vecinos, el Conciliábulo de la Vid abandonó su empeño. Ante el agotamiento de Connie, el vagabundear de Amanda y, ahora, aquella niña, perdieron toda esperanza.

Pero entonces las cosas volvieron a cambiar. El hermano Pierce echó a correr, llevando consigo la mano. Y, al alejarse, la niña desapareció en medio de una lluvia de chispas; sus ojos brillaron siguiendo la silueta en fuga.

El demonio ya no bloqueaba el camino que conducía a Amanda.

—¡Todavía tenemos una posibilidad!

—Moommoommoommoom…

Pero de Amanda no había ni rastro.

Era un gran golpe. Al morir Constance, el Covenstead continuaría existiendo, pero con menos fuerza, y se vería sujeto a las destrucciones corrientes de la vida. Sin la sabiduría de la muerte y la conexión con las antiguas tradiciones que Amanda habría traído consigo al resucitar, duraría una generación, quizá dos, y después se extinguiría.

El Covenstead de Maywell no representaría el renacimiento de una forma de vida hermosa y pacífica. La humanidad continuaría como antes, incapaz de detener el ultraje de la guerra, el desangrarse de la tierra, en su inevitable camino hacia el fin.

—¡Ayudadnos! —volvieron a gritar desde el campo de maíz.

Joan y Joringel transportaron al hombre quemado sobre una lona. Lo que tenía peor eran las manos, convertidas en dos muñones negros.

—Llevadlo a la casa —ordenó Constance.

—Es demasiado lejos. Necesita ayuda ahora.

A Constance no le hizo gracia la presencia de un extraño en la aldea, por más comatoso que estuviera. Joan y Joringel pasaron delante de ella haciendo crujir el maíz al pisarlo, indiferentes a los tallos que caían y a las mazorcas aún no recogidas.

Constance estaba desesperada por haber perdido a Amanda, pero no le quedaba elección. La situación exigía su presencia. Rompió el círculo y siguió a los demás hasta la aldea.

Tom no fue con ella porque ya no se encontraba allí. Veloz como el humo había atravesado Maywell en dirección a una determinada casa. Con paso silencioso cruzó el suelo del sótano y rápidamente se presentó en el Cuarto de la Gatita Kate.

Qué placer iba a ser encargarse de aquel maníaco que tenía fobia a los gatos. George tendría una muerte atroz bien merecida. Tom la había planeado cuidadosamente.

Pero todavía no era el momento. Todavía no.

Saltó sobre la mesa donde yacían Mandy y George. El maníaco lloraba suavemente mientras acariciaba el cuerpo de su sobrina. El gato le husmeó las piernas y miró largamente aquel cuerpo tembloroso y supino.

Tom volvió a bajar de un salto y comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa. Jadeaba de ira.

—Miau.

El sonido penetró el trance de George lo bastante como para despertarlo pero no tanto como para que fuera consciente de la presencia de un gato.

—¿Eh? ¡Oh, me… Dios mío, me he dormido! —Saltó de la mesa y corrió a los controles.

Sintió que la sangre se le helaba en las venas. ¡Había pasado un cuarto de hora! Mandy estaba irreversiblemente muerta.

Un cuarto de hora de la dulzura más inefable. Se había acostado encima de ella, había besado la quietud de sus labios, había sentido cómo sus cejas le hacían cosquillas en las mejillas, había apretado sus entrañas contra el sepulcro tranquilo de su cuerpo.

Lloró sin tapujos al comprobar lo que había hecho. Había sido su última oportunidad y el placer de acariciar su cuerpo muerto le había hipnotizado. Lo había echado todo a perder.

Ahora no era más que un homicida.

—Miau.

¿Qué diablos era aquello? No podía tratarse de un gato; allí, imposible, imposible un gato vivo allí dentro.

Aborrecía a los gatos torturadores que pendían de las paredes de aquel cuarto, con aquellos ojos inquisitivos y sus pelambreras inflamables. Pero su habilidad felina para causar dolor le fascinaba.

Algo había salido tremendamente mal. ¿Y si los gatos torturantes fueran…?

Pero no eran más que recortes de revistas. Él mismo los había sacado, seleccionando a través de los años las mejores y más espectaculares fotos de felinos que había visto en su vida.

Un enorme gato negro atravesó el cuarto y con un siseo débil se transformó en Silverbell en el momento en que moría quemada.

—¡No! ¡No puedes ser tú, estás muerta! —Se apartó de la silueta ennegrecida y humeante de Silverbell.

Silverbell gruñó. Avanzó cojeando ligeramente, porque tenía una pata completamente quemada. Se colocó entre él y la puerta.

—¡Sal de ahí!

George se dijo que no era real. Que estaba muerta. Silverbell, que parecía haberse olvidado del detalle, volvió a gruñir.

—¿Es que no vas a perdonarme? ¡Perdóname, por favor!

—Perdónate a ti mismo —gruñó una voz de mujer sumamente ronca.

La voz era tan diminuta que apenas logró oírla, pero se aventó sobre su alma con la fuerza del huracán. Ante semejante fuerza, sólo quedó en él la verdad, y la admitió a gritos:

—¡No puedo! ¡No puedo!

La gata se encontraba tan cerca ahora que George vio su lengua, cual costra chamuscada, abrirse paso entre los dientes, negros como el carbón.

Pateó a la gata con todas sus fuerzas; la piel requemada se rompió en mil pedazos. Pero los músculos y los huesos, aunque desperdigados, continuaron inmediatamente con la persecución dejando un rastro líquido por el suelo.

—¡Dios mío! Dios mío, me he vuelto loco. Estoy completamente loco.

Pisoteó los restos resbaladizos de la gata; los pisoteó una y otra vez hasta que no fueron más que una mancha húmeda sobre el suelo.

—Señor mío, ha sido una alucinación espantosa. Me tendré que poner suero con Thorazine si sigo con estas visiones. Tengo que sobreponerme. Vamos, hombre. Tienes que deshacerte de un cadáver.

Se oyó otro maullido. Confundido, George miró hacia el techo, de donde había provenido.

Era un hervidero de gatos vivos. George ni siquiera atinó a gritar antes de que comenzaran a caer al suelo, gruñendo y bufando enfurecidos.

Después, las paredes cobraron vida. Ante sus ojos, de un enorme bulto líquido surgió un gato persa que le saltó al cuello. Lo aferró por los hombros con sus fuertes garras. Y le hundió los dientes en el cuello. Notó cómo le perforaban la tráquea interrumpiendo el paso del aire.

Del techo, de las paredes, salieron todos los gatos que tanto había temido, para morderlo, arañarlo y cubrirlo hasta ahogarlo con su abultado peso. Cuando ya no soportaba el sofoco, comenzó a quitárselos de encima. Pero otros ocuparon su sitio, hasta que quedó reducido a un bulto agotado en medio del enjambre.

Lo mató la carne viva de sus culpas.

Los gatos lo devoraron, arrancándole la piel a trozos para tragársela entera, hasta que no quedó más que un cinturón, un par de zapatos y tres bolígrafos Bic.

Los gatos regresaron al techo y a las paredes. El cuarto quedó en silencio. Mandy yacía completamente inerte.

Poco después, entró una mosca en el Cuarto de la Gatita Kate. Voló en círculo durante unos instantes, buscando el lugar adecuado donde comenzar su proyecto.

Aterrizó sobre el labio superior de Mandy. Se atildó cuidadosamente, dio unas cuantas vueltas y comenzó a poner sus huevos.

Los depositó en la nariz de Mandy. En la catedral de su fosa izquierda.