Tortura
A Amanda le resultó fácil seguir a la osa porque llevaba unas campanitas que, al dar cabriolas, sonaban alegremente. Las brisas veraniegas danzaban alrededor de la cabeza de Amanda y, entre risas, fue tras la enorme bestia negra atravesando los callejones y patios de su infancia.
Se dirigían a un portal determinado, uno muy importante.
La niña que conducía a la osa se detuvo junto al ciruelo florecido de papá, el de Metuchen, en la época feliz que precediera al traslado a Maywell.
La niña tenía una cara dulce, llevaba un vestido de encaje azul y tenía la mano derecha escondida detrás de la espalda, en una pose graciosa. Hizo señas con la izquierda y Amanda no pudo resistir y echó a correr hacia el viejo portal de la parte trasera que daba acceso al patio.
El viejo portal de la parte trasera, el viejo patio: allí siempre sería un cálido día de junio de 1969, un año de extrema dicha, mucho antes de que en la familia de Amanda comenzaran los problemas.
Abrió el portal y entró. Hasta el aire olía bien. Temblaba de dicha. Al otro lado de la casa podía oír su propia risa, su voz a los seis años, aguda como la de una campana, llena de alegría. Sintió ganas de avanzar, pero vaciló. No iba en la dirección correcta. Tenía que volver a encontrar la caldera, debía ponerse en contacto con las brujas. ¿Por qué había seguido a la osa? ¿La habrían hipnotizado?
Se dio media vuelta para volver. Todo cambió instantáneamente. Se produjo un griterío y se oyeron resonancias metálicas, unos muros se elevaron, un techo de alfardas bajó de golpe y, entonces, se encontró en posición vertical y atada a una placa de madera en un aserradero. Los troncos bajaban con estrépito por una acequia. Desde el vientre le llegó un rugido enorme, vio el brillo de una sierra y supo que iba a partirla en dos. Gritó, se retorció, tiró con todas sus fuerzas. En una ventana vio a Tom, arqueando el lomo y escupiendo y, después, paseándose detrás del cristal con unos ojos terribles.
La mano derecha de la niña, la que le habían quitado, apareció en el aire y tiró de una palanca. El fragor de la sierra se hizo más estridente y la tabla comenzó a vibrar. Un airecillo le hizo cosquillas en la planta de los pies y, después, al acercarse la sierra, Amanda sintió un calor agudo.
La sierra avanzó entre sus piernas; al girar, el acero le rozó los tobillos y el costado de las rodillas.
De pronto recordó que a los diez años solía leer El Monje Loco bajo las sábanas y a la luz de la linterna.
El monje había aserrado a una mujer por la mitad. Lo había hecho lentamente.
Y ella, en su lecho estival, no había imaginado la agonía de ser partida en dos, sino el pavor más sutil producido por la brisa al soplar sobre sus partes pudendas, la brisa que señalaba la aproximación de la herramienta giratoria.
Sintió entonces aquella brisa, justo en la parte alta de los muslos. Una nube de serrín caliente voló por el aire para depositarse sobre su vientre haciéndole cosquillas. El chirrido eficaz del acero al cortar la madera no tardaría en transformarse en un sonido más líquido.
La niña inclinó su cara gentil sobre Amanda y la miró. Sus ojos ya no eran azules. Eran rojos como la piel de una manzana.
—No intentes regresar. Insistes en cometer ese error. No queremos hacerte daño, Amanda. Ni siquiera nos caes mal. Todo lo contrario, queremos que seas uno de nosotros.
Entonces sus ojos se tornaron de un color verde oscuro como el del agua estancada.
Amanda estaba disgustada consigo misma. Se había dejado engañar tan fácilmente. Qué tonta había sido al ir tras el truco barato y carnavalesco de un oso parlanchín. Pero no se enternecería, ni siquiera en ese momento. Después de todo, estaba muerta. La sierra y el cuerpo que estaba a punto de ser cortado en dos eran una ilusión.
Pero cuando el filo de la sierra la tocó y sintió el quemante horror de sus dientes en sus zonas más secretas, su determinación se esfumó.
—¡Te prometo que no regresaré!
—No te creo. —El sonido de la cuchilla cambió. Amanda sintió como si la pellizcaran despiadadamente, como si le comprimieran la piel en un punto para arrancársela.
—¡No volveré jamás! ¡Te obedeceré! ¡Lo juro!
—¿Por qué lo juras?
—Para la sierra. ¡Párala!
—¿Por qué lo juras?
—Por… por…
—¿Por tu propia alma inmortal?
—¡Sí, te lo juro por mi alma! ¡Sí, por mi alma! —¿Acaso los demonios podían adivinar una mentira? Amanda abrigó la esperanza de que no pudieran.
—Muy bien, te devuelvo a tu día de verano.
Instantáneamente, regresaron al viejo patio. Amanda y aquella extraña criatura. Mientras la niña caminaba delante de ella, Amanda notó que el brazo que normalmente ocultaba detrás de la espalda acababa en un muñón.
La niña no le comentó nada al respecto y Amanda no se atrevió a preguntarle, por lo que siguieron andando en silencio. Había ropa tendida en la cuerda, incluido el pijama rosa que Amanda prefería.
—¿La niñez es el cielo?
—O el infierno. Lo que tú prefieras. Muchos niños poseen un yo muerto que observa en silencio sus vidas.
—Pero el tiempo… el pasado… ¿cómo?
La niña se encogió de hombros y le respondió:
—No tiene importancia. —Se sentó en el césped y con el muñón le hizo señas a Amanda para que se sentase a su lado—. Has tomado una buena decisión al venir conmigo y con Ursa. Las brujas llaman a este sitio el País del Verano. Los cristianos le llaman Cielo. Y tu viejo patio es sólo el comienzo. Al otro lado de la carretera hay palacios alados y el placer de la visión de Dios justo detrás del autobanco.
Aquello no era el cielo y Amanda lo sabía. Miró con tristeza hacia el portal. Tom se había ido. Más allá se extendía la enorme pradera gris donde había comenzado su viaje a través de la muerte. Muy amortiguado le llegó el ronco cántico de las brujas.
—Me necesitan. Sin mí se darán por vencidos.
—No tienes por qué volver allí, Amanda. Ya has hecho bastante por las brujas.
—Pero nunca me habían necesitado de este modo. No es que me sienta culpable si no las ayudo. Ya sé que en otras vidas he hecho mucho, he visto a Moom. Pero las amo.
Por un instante, los ojos de la niña se volvieron brillantes como soles sangrientos.
—Ursa —dijo—, te necesito.
La osa se le acercó, sus campanitas tintinearon de un modo que debía haber sido alegre. Se reclinó sobre Amanda. Su aliento parecía suave, ¿lo sería en realidad? Al inspirar aquel olor denso y cálido, le vinieron a la mente las flores nocturnas, o quizá las podridas.
—De modo que Leannan y Constance lograron aliviar tus culpas y, sin embargo, quieres volver. Eres fuerte.
—Ya te lo he dicho, amo a mis brujas.
—Lo que tú amas es la tortura, porque es lo que conseguirás si regresas.
—Pues, entonces, eso es lo que conseguiré.
—Nos parecemos mucho tú y yo —dijo la niña con una sonrisa—. Eres una buena maga, Amanda, y yo soy una mala maga. —Volvió a reír—. A los ocho años ya era un monstruo y a los trece me asesinaron.
Amanda la miró a los ojos. Carecían por completo de profundidad. Daban la impresión de estar pintados. No vio nada en ellos, ni sabiduría, ni ayuda, ni siquiera odio. A veces, los demonios se parecían a las personas; a veces, a las pesadillas pero, esencialmente, se parecían a las máquinas.
—En vista de que eres tan tozuda, Amanda, voy a enseñarte un pasado muy similar al futuro que te espera si regresas.
—¿Quieres decir que tengo elección? ¿Qué puedo volver?
—Estamos a tu servicio, Amanda. Tus demonios son parte de ti.
—Voy a regresar.
—Te enseñaré el peor de los terrores que puedas experimentar.
—Hagas lo que hagas, no me detendrás.
—Te enseñaré la muerte por el fuego.
—¡He de irme ahora mismo! —Amanda se puso en pie de un salto.
—Ursa —llamó la niña lánguidamente—, por favor, detenla. —Las garras de la osa le rodearon la cara como si fueran barrotes. Su inmensa fuerza la obligó a regresar sobre la blanda hierba.
—He dicho que te enseñaré lo que te ocurrirá. Eres una tonta, ya has pasado por esto una vez. ¡Mira!
La voz con que dijo esto era más grande que la niña, más incluso que la osa. Fue como si todo aquel lugar, la hierba, los árboles, el enfermizo cielo amarillo, hubieran gritado aquellas palabras Y, una por una, las garras atravesaron la piel de Amanda y se enterraron en su cráneo hundiéndose fríamente en su cerebro.
Y con ellas llegaron las visiones.
Vio la tierra tal cual era cuando el verde estiércol bullía sobre ella, cuando era como una caldera humeante, barrida por los vientos amargos, aullando la agonía de su nacimiento; el sol era una furiosa bola azul, los cometas y los meteoros, un enjambre de inquieto esplendor, el cielo destemplado y eléctrico iba infundiendo vida a aquel hervidero.
Ursa la hizo avanzar a través de los gritos de cinco mil millones de años, hasta llegar a una tarde lluviosa, sobre una colina que daba a un pueblo medieval. Cerca de allí había un castillo de construcción reciente, con unas diminutas y feas aberturas por ventanas y banderas rojas al viento.
Amanda dejó de sentirse como un fantasma.
Pero tampoco era ella misma, la Amanda con dedos y sueños de artista. Allí se llamaba Marian y odiaba aquel castillo. Pertenecía al obispo de Lincoln y odiaba más a él que a la casa.
Estaba sentada en lo alto de la colina maldiciendo el palacio que se alzaba allá abajo. Era la Dama del Bosque, la Reina de las Brujas. Las jarreteras que usaba no diferían mucho de las de Moom, aunque no iban atadas a unas piernas sucias y desnudas. Aquellas jarreteras reposaban sobre una piel pálida como la crema.
Ella era la gran soberana de los campos. Su belleza aplacaba a los corazones más violentos, que en aquella época eran muchos. Su madre había reinado abiertamente pero, por culpa de los cristianos, Marian era casi una fugitiva y subía a su colina ceremonial sólo en las grandes ocasiones. El resto del tiempo se ocultaba en los bosques de Sherwood, defendida por Robin Goodfellow y sus hombres duendes.
Sin embargo, esa mañana especial, ella se encontraba sentada en su taburete y recibía a sus súbditos. La noche anterior se había celebrado la víspera de mayo y Robin, en calidad de Padrino, había hecho bajar la Luna hasta ella. Había notado cómo entraba en su vientre y cómo brillaba allí, en los festivales de la oscuridad. ¡Cuánto habían gritado las mujeres en el bosque frondoso, mientras las gaitas gemían y los tambores balbuceaban en voz baja! Robin y sus hombres astados habían bailado y brincado hasta que su cola diabólica, rígida como una piedra, se había erguido ante él para unirse a Marian en el éxtasis mutuo.
Marian sabía que el obispo estaba furioso por aquel festival orgiástico.
Decía que le había llegado un edicto de Roma que probaba que ella y los suyos eran encarnaciones del demonio. Marian no le había contestado, aquel domingo después de la Candelaria, cuando la retó desde la escalinata de su miserable catedral. Después de todo, ella era la Doncella de Inglaterra. No podía rebajarse a hablar con un simple obispo; ¿acaso el Rey en persona no se arrodillaba ante ella en secreto? Durante los Misterios, incluso Eduardo le besaba las jarreteras en la cueva de Mab.
Y así, sentada en lo alto de Mabhill, dejó que el viento le agitara los cabellos, celebró los esponsales de quienes se habían divertido la noche anterior y fingió no darse cuenta de la llegada del obispo y sus soldados vestidos con cotas de malla.
Un joven lo vio acercarse, levantó la mano para detenerlo y le dijo:
—Arrodíllate ante la Doncella de Inglaterra. —El obispo de Lincoln se limitó a elevar los ojos al Dios Silencioso de los católicos. El joven, que llevaba sangre de duende y era ancho, bajo y fuerte, levantó la mano y le quitó al obispo la mitra blanca que tocaba su cabeza.
Sólo tenía cabellos en la zona de la tonsura y los largos bucles castaños se agitaron al viento. Las gentes buenas echaron a reír y, cuando lo hicieron, uno de los soldados atravesó al duende con una daga. El duende se tambaleó al brotarle sangre de la herida que le había dejado la punta afilada en las nalgas.
Entonces fueron el obispo y sus hombres quienes rieron a costa del duende. No tardaron en abandonar la colina y regresar al pueblo, cerrando tras ellos las puertas.
—El obispo ha desangrado a un duende —susurraba la gente.
En los días sucesivos, esta terrible nueva recorrió todo el condado y todas las iglesias. La mayoría de ellas, tan nuevas que sus piedras eran aún blancas, se vaciaron.
En los meses siguientes, el obispo cayó en la indigencia y se vio obligado a dejar marchar a muchos de sus soldados.
No pasaba una noche sin que las hadas envenenaran con sus flechas diminutas a los pocos que quedaban. La víspera del solsticio de verano, el obispo se arrodilló ante Marian y besó las jarreteras de la Doncella de Inglaterra.
Aquel año de 1129, la víspera del solsticio de verano fue un jolgorio; todas las parejas desposadas la víspera de mayo saltaban sobre el fuego y el obispo y sus sacerdotes bailaron para la Diosa, junto a las buenas gentes del condado.
Pero el obispo era muy taimado. Ni por un momento renegó del Dios Silencioso ni olvidó al Papa del afamado reino de Roma. En el puerto de Grimsby atracó un buque negro, enviado, según se decía, por la fortaleza católica de Canterbury. Embarcados en el buque iban setenta caballeros altos con sus setenta criados y cabalgaduras para todos. Marcharon por Lincoln Wolds y subieron por las Heights.
—Milady —anunció por fin un duende mensajero—, han cruzado el Trent en barcas hechas con los árboles sagrados que crecen en las orillas.
Marian se limitó a asentir y dejó que el mensajero se retirara antes de ponerse a sollozar de nuevo. Sólo ella sabía cuánto había orado y cuántos hechizos había tejido contra aquellos caballeros. Y todo, para nada. Que hubieran cruzado el río Trent, significaba sólo una cosa: había llegado su hora. La Diosa llamaba a su Doncella para que regresara a la luna roja.
Pero su pueblo la necesitaba. Sin ella, su fe se marchitaría y moriría. Se volverían impíos o se convertirían al catolicismo, que era aún peor. Sola en su palacio, en las profundidades de los bosques de Sherwood, esperó y oró. Su plegaria tomó la forma de una búsqueda imaginaria de la Caldera de la Bruja Vieja. Observó largamente el guiso humeante de su propio pasado.
Antes, este tipo de búsquedas siempre se recompensaban con la sabiduría.
Pero esa vez no. No, su lang syne, el recuerdo de sus vidas pasadas, se había cerrado para ella.
¿Y qué sería de aquel fino palacio de madera y barro y de su Robin? Suspiró al pensar que las vigas se desmoronarían y serían pasto de las termitas y los hongos, y que su maravilloso Robin, su Robin danzarín, dejaría de danzar para siempre.
Cuando los caballeros hubieron cruzado el Trent, siguió una semana en que la tensión fue aumentando lentamente. No se atrevieron a internarse en los bosques, dominio de la Doncella; ni siquiera sus fuertes armaduras los protegerían porque, allí, las hadas de la Doncella podían matarlos mientras dormían o envenenando su comida.
Pero los caballeros no tuvieron necesidad de entrar en el bosque. Conocían la fría verdad: si esperaban lo suficiente, la Doncella se vería obligada a presentarse ante ellos.
Los días se hicieron más cortos y el profundo viento del norte regresó a los bosques de Sherwood. Robín realizaba incesantes incursiones al campamento de los caballeros negros pero sus defensas eran fuertes y siempre lo derrotaban. Y algo peor, las armaduras metálicas de los caballeros estaban hechas a prueba de los más diestros arqueros duendes. Sus flechas envenenadas, finas como la paja, penetraban la cota de malla pero rebotaban en la placa metálica sin producirles daño alguno.
Se acercaba la Consagración y, con ella, la costumbre inmemorial del Viaje Oficial de la Doncella. Nunca, en lo que recordaban de la historia, había dejado la Doncella de celebrar este ritual. Mantenerse oculta habría sido como admitir que la Antigua Religión carecía de fuerza o que sus ceremonias ya no importaban, como no importaba la mera vida de una Doncella.
Abrigó la esperanza de que, llegado el momento, el obispo de Lincoln no osara matarla por temor a que los campesinos se le sublevaran.
Aunque era un hombre muy astuto. Para los legos, él no tenía nada que ver con aquellos caballeros. Pero el sheriff de Nottingham era su siervo y estaba al frente de las tropas. Eran muy pocos los campesinos que sabían quién respaldaba esa expedición.
La víspera de la Consagración, salió la luna roja y las hadas se presentaron con el carruaje de plata, obra de un duende orfebre que había vivido hacía siglos. El carruaje tenía forma de ranúnculo montado sobre ruedas de plata. Tiraban de él ocho caballos duendes, criaturas diminutas pero más fuertes que sus amos.
Avanzaban por los senderos bajos del bosque, donde los árboles era tan tremendos que los espacios libres que dejaban apenas daban cabida al hermoso vehículo.
Aquella víspera de la Consagración, nunca llegó a Mabhill. En cuanto salieron del bosque, el sheriff de Nottingham le preguntó a gritos desde detrás de un largo muro:
—¿Sois vos la Reina de las Brujas?
Ella no le contestó.
—Seáis o no la Reina de las Brujas, no podéis pasar. Busco a la Doncella de Inglaterra para besar sus jarreteras y divertirme con ella. ¿Sois vos?
No podía negarse a su petición; hacerlo sería una herejía.
—Yo soy la Doncella, buen caballero —repuso ella. Y se levantó las faldas para que él le besara la jarretera.
Pero no se le acercó. Sus caballeros saltaron de sus oscuros agujeros y la sujetaron con manos de acero. Los duendes lucharon con sus pequeñas espadas, pero no estuvieron a la altura de las circunstancias. Dos de los caballeros cayeron rendidos por el veneno; la suerte había querido que los disparos certeros se colaran por las rendijas de sus armaduras pero casi todas las demás flechas, disparadas desde el refugio del bosque, caían al suelo sin provocar daños.
—¡Mirad, los pictos pretenden derrotarnos con ramitas! —observaron los poderosos soldados católicos.
El Dios Silencioso no era tan débil como había pensado Marian.
La metieron en una jaula hecha de eneas y la transportaron durante toda la noche; a la mañana siguiente llegaron al poblado de Lincoln. La Doncella jamás había estado antes en un poblado y se asombró al ver gallinas y cerdos arremolinados en torno a los desperdicios de los ciudadanos. Con razón los de los poblados estaban enfermos y eran peleones. El humo volaba bajo por las calles y los enanos vagaban pidiendo limosnas. En las casas, almacenaban el pan en grandes cantidades y los odres de vino descansaban junto a las puertas. Había muchos barriles llenos de manzanas y cedros. Los enfermos yacían tirados en los rincones y los niños mugrientos corrían de un lado a otro con trozos de basura en las manitas ennegrecidas. Sin salir de su asombro, desde su jaula diminuta, observaba las maravillas y los horrores de aquel sitio.
Finalmente, por el camino apareció el obispo de Lincoln. Venía precedido de sonoras trompetas y de soldados con blancas armaduras; montaba sobre un caballo cuyo pecho dorado brillaba a la luz, tocado con un yelmo de bronce bruñido.
Su aspecto era majestuoso, pero Marian era la Doncella de Inglaterra, la Diosa Tierra, y lo miró directamente a los ojos, a pesar de encontrarse presa en la jaula. El obispo no dijo nada porque se sentía orgulloso en su campo y se imaginaba que dominaba la tierra. Pero ¿cómo era posible? ¿Acaso construiría una prisión alrededor de los frondosos bosques? ¿Atraparía el cielo, tal vez? ¿Cómo pretendía capturarla?
Bailando en procesión la condujeron por las calles enlodadas hasta las altas puertas de madera del palacio del obispo. Sobre aquella puerta vio algo terrible que la heló por dentro. Estaba salpicada de púas y de cada una de las púas pendía la cabeza de un duende o un hada. Algunas cabezas aparecían ennegrecidas por la descomposición, otras eran cráneos de hueso blanco y, algunas, aún sangraban.
¿Cómo se atrevía aquel hombre a matar a las hadas? Le echarían una maldición. Lo envenenarían.
Pero no lo habían logrado porque cabalgaba erguido y arrogante, ¿o no?
Ocurriera lo que ocurriese, jamás le rezaría al Dios Silencioso. Su vida pertenecía a la Diosa, en realidad ella era la Diosa. En los Misterios se revelaba que toda mujer es la Diosa. Es agua y garganta sedienta, y abrevadero a la vez. Y el Dios Astado, el Padrino al que los católicos llaman Diablo, es la Muerte, su consorte, que posee el don de dar y quitar la vida.
Los católicos sostenían que los hombres nacían del pecado. ¿Pero qué era aquello? Marian jamás había visto un pecado. ¿Podía ser vertido de un cuenco o vendido en el mercado? No. Decían que el pecado vivía en el alma. ¿Pero dónde? Allí vivía la Bruja Vieja de la Caldera y, en su guiso, la caldera contenía sólo la verdad. Lo sabía porque lo había probado muchas veces.
La condujeron hasta una sala oscura, de techos altos, labrada artísticamente en piedra. Comparado con aquello, su propio palacio era muy rústico. Pero su casa al menos olía a bosque, no como aquélla, que apestaba a fuegos grasientos y a cerveza rancia.
—Comenzaremos inmediatamente —ordenó el obispo.
Le hicieron bajar por una serpenteante escalera de piedra. Una joven la adoró un momento, le dio un sorbo de leche y luego se marchó sin ser vista. El obispo no tardó en bajar las escaleras a grandes zancadas. Vestía humildes hábitos castaños.
—Verdugo, el primer grado.
No le importó cuando la desvistieron. Estaba acostumbrada a estar desnuda ante los demás. Las ropas sólo protegían contra el viento. Pero cuando posaron sus manos sobre las jarreteras, fue tal su asombro que sintió un vahído. Y luchó para desprenderse de aquellos dedos desmañados. Luchó con toda la furia de la legendaria doncella Boadicea, que había peleado contra los romanos y no dejó de luchar ni siquiera cuando veinte de aquellos hombres se le sentaron encima, risueños y flatulentos, la mayoría con las vergas duras como la madera de tanto forcejear con ella.
Finalmente, le arrancaron a la Diosa sus antiguas jarreteras y fue la primera vez, desde el inicio de los tiempos, que no se encontraban en los muslos de la Doncella de Inglaterra. Gritó como una posesa y, finalmente, se dirigió al obispo:
—Tú, mi siervo, te ordeno que me hagas soltar y que me devuelvan mis jarreteras.
—Torturadla.
Y así comenzó un sufrimiento inenarrable. La ataron a una cama de madera para que no pudiera incorporarse. La cama crujió y, al hacerlo, le recorrió brazos y piernas el dolor más espantoso. Al cabo de un instante volvió a crujir y una agonía caliente le recorrió la espalda. Las ataduras le destrozaron el vientre. La bilis subió a su boca y, cuando la escupió, a su alrededor estallaron las carcajadas.
—Confesad que sois bruja y una envenenadora.
—Soy la Doncella de Inglaterra, señor. Debéis saber que soy bruja. ¡Claro que soy una bruja!
—Habéis envenenado los manantiales de Lincolnshire. Confesadlo.
—Es la maldición de las hadas, señor. Devolvedles las cabezas de sus muertos, no volváis a perseguirlas y levantarán la maldición que pesa sobre vosotros.
—Verdugo, por favor, el segundo grado.
Los hombres la arrancaron de la cama de madera y le ordenaron que permaneciera en pie, pero no pudo. La hicieron arrodillar ante el verdugo para que le cortase las trenzas. Qué largas y negras se veían, tendidas sobre el vil suelo de piedra. Les cantó durante un instante y lamentó que dejaran de acompañarla.
Le rociaron la cabeza con un licor negro y le prendieron fuego. El tormento fue horrendo; un dolor atroz le recorrió las orejas y el cráneo, como si le estuvieran arrancando la carne del hueso. Su cuerpo quería echar a correr pero, cuando lo intentó, cayó de bruces sobre el suelo. Unos nudos enormes le sujetaban las piernas y no podía moverlas por nada del mundo.
—Estoy rota —gimió.
—Entonces admite que eres una bruja y una envenenadora. ¡Tú has envenenado los manantiales de Lincolnshire!
—Os lo he dicho, entregadles las cabezas de los muertos… Oh, cuánto padezco, señor, de verdad. ¿Acaso ignoráis que soy la Diosa consagrada? Oh, ¿dónde están mis jarreteras?
—El tercer grado.
Le dolía tanto la cabeza que ya no podía pensar. Pero todavía logró sentir cuando la izaron en lo alto y la sujetaron de unos aros por las muñecas. La azotaron sin piedad. Se desmayó; y entonces se le presentó la Diosa en persona y le prometió algo que le infundió valor.
—Hija mía, sufrirás sólo un poco más. Tu cuerpo no tardará en liberar el espíritu y yo te recibiré.
La Diosa se le apareció en el sueño bajo la forma de un oso. Pero cuando Marian despertó, allí había otro animal, un enorme gato negro al que conocía muy bien. El gato se paseó por la cámara gruñendo y bufándole al obispo.
—¡Mirad, su espíritu protector ha venido a salvarla! ¡Capturadlo y lo quemaremos junto a ella!
Al hombre que tocó al viejo Tom se le cayó la carne del dedo dejando el hueso al desnudo. Tom saltó a las alfardas. Y entonces sólo se vieron sus ojos verdes. Agitó la cola, lanzó un gruñido iracundo y desapareció.
—¿Lo ves? Tu diablo te abandona.
—La Diosa no puede abandonarme, como no puede abandonarme el aire.
—El cuarto grado.
La colocaron en una caja de madera con unas tablas entre las piernas. A martillazos hundieron unas cufias entre estas tablas y le destrozaron los huesos de las piernas, provocándole un tormento tan grande que se destrozó la garganta gritando.
—Admite que has envenenado los manantiales.
Pero había perdido el conocimiento y no pudo admitir nada.
El canto lejano de los gallos la despertó. Un niño asustado se acercó a ella, le colocó unos emplastos sobre las piernas y la espalda, le dio a beber una cerveza densa, toda la que le apeteció, y la adoró un momento.
—Oh, Diosa —murmuró—, los campesinos lloran porque los de la ciudad te han atrapado.
—Mi niño. —Y no pudo decir nada más porque un acceso de vómito le impidió continuar.
Se oyó el lúgubre canto de las cuernas y los sacabuches y entonces regresó el verdugo. Al verlo, gritó aterrorizada pero, cuando se encontraron a solas, él también la adoró y lloró amargamente. Le colocó la mano sobre la cabeza para que supiera que compartía su desgracia, pero no tuvo fuerzas para hablarle.
Los soldados reaparecieron y le colocaron sobre la cabeza una corona cónica de papel. La tomaron de las manos y la sacaron a rastras a la mañana brumosa. En el centro del patio del obispo habían erigido una hoguera. El alguacil principal de policía de Lincoln y el de Nottingham estaban allí, y los demás lores; el alguacil principal leyó en voz alta la acusación:
—Se os ha considerado culpable de traición al rey por haceros llamar reina de Inglaterra y por haber llevado a cabo una maquinación contra sus súbditos mediante el envenenamiento de los manantiales. Además, tenéis espíritus protectores y sostenéis que sois bruja. Por la autoridad en mí investida, en mi calidad de alguacil de este condado, ordeno que seáis atada a esta estaca y quemada hasta morir, por traición. Ordeno asimismo que vuestras cenizas sean arrojadas al río sin que puedan ser enterradas en suelo consagrado, porque sois una bruja.
No lograba concebir un horror mayor que ser consumida por el fuego. Aterrorizada, volvió los ojos al cielo y luchó a pesar del dolor que sentía en las piernas. Estaba débil a causa de las heridas y no logró huir. No tardó en encontrarse apoyada contra la alta estaca de madera, atada con tanta firmeza que creyó que quedaría despedazada. Lloró abiertamente ante los nobles y las damas del condado, muchos de los cuales la habían adorado, y el terror le hizo olvidar que era la Doncella.
—¡No traigáis antorchas! —gritó—. ¡Lleváoslas! ¡Lleváoslas de aquí!
Pero el verdugo, con lágrimas en los ojos, la acercó a los haces de ramas que descansaban a los pies de la Doncella.
Fue terrible observar cómo avanzaba el fuego y se apoderaba de la madera.
De pronto, le traspasó los pies como hierros siseantes. No podía soportarlo y sacudió la única parte del cuerpo que podía mover, la cabeza. Entonces las llamas prendieron en la túnica con que la habían envuelto y comenzaron a comerle la carne.
—¡Oh, Diosa, Diosa! —Levantó la cara al cielo para ver si encontraba a la Señora de las Nubes, y allí la halló. Allá estaba la Señora en su interminable y cambiante gloria de formas, bailando en la mañana, alegre como nunca, en aquel día de mayo.
Mientras las llamas la devoraban, miró las blancas formas danzarinas de las nubes, serenas en aquel infinito azul.
Y entonces expiró.
Amanda, recostada indolentemente en el País del Verano, comprendió el mensaje de este recuerdo. Con un pavor tremendo previó lo que le esperaba si regresaba a la vida: una hoguera más lenta.