Simón Pierce estudió la porción de la finca de los Collier que alcanzaba a ver desde el cerco derruido. Observaba una mata de zarzamoras que había más allá de los campos de maíz. Era una tierra hermosa, cuidada con amor. Gran parte de los campos circundantes habían sido ya cosechados. A unos trescientos metros de distancia, vio una zona con maíz sin cosechar; era lo único que tenía a mano y que merecía la pena quemar.
Los habitantes de Maywell se habían mantenido alejados de aquel lugar durante cientos de años. No se acercaba ni un paseante ocasional. Nadie entraba en la finca sin una invitación de Constance Collier. La mayoría habría dicho que lo hacían por respeto a su intimidad, pero a oídos del hermano Pierce habían llegado rumores más funestos. Algunos hechizos y maldiciones habían funcionado. Allá por 1820, Early Jones había intentado cortar leña en tierras de los Collier. Su mujer dio a luz unos gemelos horriblemente deformes. Y él murió de una extraña y progresiva debilidad en las piernas. En fechas más recientes, los hermanos Wilson habían cazado en el monte Stone. Al regresar, dijeron haber visto unos «hombres pequeñitos» que ahuyentaban a los animales. Hace dos años, los encontraron en las montañas Endless, muy lejos de la finca; yacían sin vida, junto al fuego del campamento. Ambos habían sufrido un ataque de corazón mientras dormían. ¿Causas naturales o Constance Collier?
Simón no quería internarse en las tierras de aquella mujer. Pero no le quedaba más remedio. Sus sermones incendiarios habían enardecido a su congregación. Tenían que hacer algo, y él debía conducirlos. Quemarían los campos de maíz. Era algo simple y práctico y creía que no los castigarían por eso. El trasfondo ético de semejante acción le preocupaba en demasía, sobre todo ahora que había visto con sus propios ojos con qué honorabilidad habían sido cuidados aquellos campos. Resultaba doloroso quemar una tierra buena. Le habían educado en la creencia de que la tierra es una gran fuente de prosperidad. Pero aquella tierra era buena porque estaba embrujada. Debajo de su fertilidad se ocultaba el mal.
Simón hizo una señal al hombre que había detrás de él y se dirigió camino abajo. Al principio, se mantuvo al costado del camino pero la ausencia de resistencia o de oposición lo envalentonó y comenzó a andar sobre la franja de hierba que había entre las rodadas.
—Tenga cuidado, hermano Pierce. Será mejor que se aparte del camino.
—Hemos venido a cumplir con la misión del Señor. No hay motivos para ocultarnos, hermano Benson.
—Pero es propiedad privada. Si nos vieran, el sheriff tendría motivos para despedirme.
—Si el Señor viste las hierbas del campo, que hoy son y mañana serán cocidas en un horno, ¿no tendrá más motivos para vestirte a ti, hombre de poca fe? —Simón sintió tristeza por los pobres paganos errados y encontró decepcionantes las quejas del ayudante del sheriff—. Ponte en las manos de Dios, hermano Benson. Si el Señor quiere que te despidan, te despedirán. Y ahora camina con orgullo, estás a punto de realizar una misión piadosa; enseñarás a estos ignorantes el poder del Señor.
La mente del hermano Simón le iba dando vueltas y más vueltas a la complejidad de la situación. A Simón le gustaban las cosas claras, pero distaban mucho de serlo. Necesitaba a las brujas como elemento galvanizante pero, al mismo tiempo, sentía una terrible pena por ellas. Le disgustaba herir al prójimo.
Hundió la mano en el bolsillo y buscó el talismán reseco y oscuro que representaba sus pecados. Estaba allí, anidado, y le recordaría su terrible falta por el resto de sus días. Su presencia le satisfacía. Con él solía rezar: «Señor, llévame pronto contigo. Quiero arder en el infierno por lo que le hice. Por favor, Señor, envíame a la más profunda de las hogueras». Y mientras esperaba descender a su merecido infierno, Simón Pierce se dedicaba a salvar las almas ajenas.
Aferró la dura protuberancia en que se había convertido la mano. En cierta época había sido blanca. Su tacto era suave y dulce cuando la besaba. La mano había pertenecido al cuerpo precioso de una de las más hermosas creaciones del Señor, una niña inocente. Antes de encontrar al Señor, Simón había sido un hombre confundido, inquieto, iracundo. Su madre no había sido una buena madre. Cuando su padre desapareció en una de sus interminables giras para vender Biblias, ella se prostituyó; llevaba un hombre tras otro a su casa y él escuchaba los golpes de la cama contra la pared que separaba los dos dormitorios. En una ocasión, uno de los hombres se había plantado ante él, desnudo, y su madre lo golpeó en la cabeza con una maza y lo sacó de la casa por la salida de incendios.
La madre de Simón bebía, tomaba píldoras para adelgazar y le pegaba, sin dejar de maldecirlo un solo instante, tras lo cual se hundía en un estado prolongado de furia reprimida.
A veces, incluso ahora, soñaba que se había criado en un orfanato. Tenía que hacer un esfuerzo para recordar su niñez. En su adolescencia, sumido en la miseria, se había mudado a un barrio bajo, con la piltrafa de su madre. Una noche, en un ataque de locura, la mujer intentó prender fuego a la casa con los dos dentro. La perdió cuando tenía catorce años. Fue una amarga experiencia porque, a pesar de lo malvada que había sido, sin ella se sentía muy solo.
Creció en diversos hogares para niños abandonados y supo que su pujante sexualidad de adolescente era algo sucio y retorcida. No podía amar a las mujeres, ni siquiera a las de su misma edad. Simplemente, no tenía valor para enfrentarse a ellas. Sus sentimientos se concentraron en las niñas pequeñas. Las veía tan desvalidas, y en su compañía se sentía tan seguro.
Entonces llegó a Atlanta y se produjo su conversión y su severa vida de remordimientos. Aquel día haría dos cosas buenas: fortalecer a su gente y darle a las brujas la ocasión de ver lo errado de sus costumbres.
Si lo que hacía era tan bueno, ¿por qué, entonces, le parecía tan malo? En ocasiones, veía a Cristo como un monstruo de su invención, con ojos rojos, y se preguntaba: «¿Adoro al Señor o es que he sido engañado por un demonio con barba?». Luchó por ahuyentar las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos.
El aire era cálido, el Sol proyectaba largas sombras sobre los campos. Echó un vistazo al reloj. Las cuatro y media. Para librarse de las brujas, habían decidido acudir a plena luz del día, cuando menos se lo esperaran.
Y de hecho, todo estaba en calma. Se notaba la melancolía familiar de los campos cosechados pero había algo más, algo terrible. Se podía oler. Aquel lugar era demasiado fértil. Todo parecía en orden hasta que uno se ponía a mirar de verdad: entonces se apreciaba la obscenidad. Dios nunca había pretendido que Su tierra fructificara tanto.
Aquella riqueza era un don de Satán. Considerada de ese modo, ya no dolía tanto quemarla.
—Ey, mire esto.
—¿Qué ocurre, hermano Turner?
—Aquí habrá como cuarenta kilos de zarzamoras. —El hombre bajito sonreía junto al enorme arbusto de zarzamoras que había a la derecha del portal. Levantó un cubo de acero y dijo—: ¡Podemos darnos un festín! —Los demás hombres rieron a carcajadas. Turner cogió un puñado de moras y empezó a comérselas.
Simón supo exactamente lo que debía hacer. Saltó sobre Turner, lo aferró de la muñeca y lanzó las moras a un lado.
—¡No seas tonto! ¡Son veneno de brujas!
—Parecen frescas.
—¡Si quieres comer lo que produce la granja del Diablo, has de jurar sobre su Biblia! Sólo puedes comer lo cosechado en los huertos del Señor. —Le arrancó el cubo de las manos—. ¡No oséis llevaros esta basura a los labios!
Aquélla era la primera prueba para Simón, y para todos ellos. Las zarzamoras eran gruesas y habían sido recogidas con cuidado. No había ninguna rota. Simón sabía que recoger zarzamoras era un trabajo meticuloso: abundaban las espinas y las moras eran muy delicadas. Llenar aquel cubo había requerido un gran esfuerzo y desparramar su contenido por el suelo requería fuerza.
—Jesús —susurró—, te amo. —Dejó caer las zarzamoras al suelo y pisoteó la masa informe—. ¡Vamos, para esto hemos venido! Es probable que vendan esta basura aquí en Maywell. ¡Vuestros hijos podrían comer las zarzamoras del Diablo!
Junto a la mata había varios cubos llenos. Simón cogió otro y lo levantó por encima de la cabeza. Por un tembloroso instante lo mantuvo allí. El cubo pesaba. Cuando lo lanzó al suelo, cayó con un ruido sordo y la fruta madura quedó reducida a pulpa.
Simón se quedó mirando el resto de los cubos. Una sensación extraña, casi de alivio, ocupó el lugar de la pena que había sentido antes. Reconoció en ella el Espíritu del Señor que trabajaba en su interior.
—¡Alabado sea Dios! —Por triste que pareciera, estaba trabajando en la viña del Señor.
Pero los otros hombres no reaccionaron. Benson, el ayudante del sheriff, seguía junto al portal; su mano descansaba, nerviosa, sobre la culata de la pistola. Simón notó que no llevaba la placa en el pecho, como si la gente no fuera a reconocerlo sin ella.
Simón se estremeció. El Espíritu del Señor se revolvió en su interior y fue a reunirse con el espíritu más suave de la mano, mano que había pertenecido a una hermosa personita, una santa a la que disgustaban aquellos malvados campos. De eso, Simón estaba seguro. La mano le reveló que la muerte bullía entre los rastrojos, como si la frontera del mundo del Señor estuviera marcada por ese portal. El hermano Turner se agachó y recogió algo.
—¿Qué es esto?
Simón examinó el abultado paquetito de ropa.
—Ábrelo.
—No quiero abrirlo.
Simón se lo quitó. Desató el cordel. En el interior del paquete encontró la imagen gastada de un hombrecito del que se desprendían infinidad de raíces. Lo arrojó al suelo.
—Mandrágora —dijo—. La ponen en los campos para obtener la bendición del Diablo.
—Me la llevaré a casa…
—Déjala, Turner. Esto no es un juego. Han cargado esa cosa con tanta fuerza satánica que, de noche, podría cobrar vida para meterse en tu boca y atascarse en tu garganta.
—Dios mío.
—No sabes lo que es capaz de hacer. Hoy en día, la gente no tiene idea del poder del Diablo. ¡Es un poder infinito! Recuerda bien lo que te digo, si te llevas esa cosa, te conducirá directo al infierno.
Los hombres se apartaron de la raíz. La mano le ordenaba a Simón que saliera de aquel sucio lugar. La mano le decía: «Cumple con el trabajo de Dios, y de prisa».
—Hermanos, nos bautizaremos aquí. Cada uno de nosotros cogerá un cubo y lo lanzará al suelo.
Busca la sangre y la sangre fluirá. Pero antes, el cuchillo ha de cortar la piel. Después de participar en la destrucción de las zarzamoras, Simón supo que sus seguidores se tornarían más osados. Y la siguiente acción les infundiría una osadía mayor, y así sucesivamente, hasta cumplir con el gran plan que Dios le había encomendado.
Echó una mirada a los anchos campos. Más allá de los campos logró divisar el tejado de pizarra de la mansión de los Collie, visible apenas por encima de las copas de los árboles.
La mano se agitó en el bolsillo; le tocaba, le hacía cosquillas le emocionaba indeciblemente.
Aquella criatura gentil le había emocionado de un modo inolvidable.
Tendió los brazos bajo el fuego del sol, porque le sobrevino una visión. Vio toda esa tierra como debía ser, purificada por el fuego, los campos negros como la muerte y la casa que se alzaba detrás de los árboles convertida en una ruina humeante.
—En aquella colina —dijo, señalando directamente al tejado de la casa—, construiré mi iglesia. —Y la vio con toda claridad: una hermosa iglesia de ladrillos, con un capitel alto y un gracioso pórtico. Un lugar de adoración tan adecuado como Rugged Cross, de Atlanta, una verdadera Casa del Señor, donde prevalezcan Su fuego y Su rectitud—. El Señor me ha revelado una visión. ¡De las cenizas de la casa de la bruja se alzará triunfal su Nombre!
—Oigo algo —señaló Benson, el ayudante del sheriff.
En el silencio que siguió a sus palabras, Simón también lo oyó: eran voces humanas que seguían un ritmo impío.
—¡Moom! ¡Moom! ¡Moom! —Y entre las notas más largas, unas claras voces infantiles que cantaban más de prisa—: ¡Moom moom! ¡Moom moom moom! —Y se oyó otra voz solitaria. La de una anciana que llamaba a alguien.
—¿A quién llama?
—A Amanda. Llama a Amanda.
—Amanda Walker. La mujer demonio. La amazona del diablo.
—No estamos seguros de que fuese ella. Pudo haber sido cualquiera de las otras.
Simón se volvió hacia el ayudante del sheriff. Se estaba cansando de que Benson malgastase sus energías con aquellas dudas y vacilaciones satánicas.
—¡Alaba al Señor, Benson! —Cogió un cubo de zarzamoras, se lo lanzó y le dijo—: Toma, para ti.
Antes de que lo salvaran y lo convirtieran en un hombre de ley, Benson era de ésos que siempre buscaban pelea en los bares. Sonrió enseñando la dentadura postiza.
—Sí, hermano. Alabado sea el Señor.
—¡Alaba Su Nombre! —Aquél era un momento importante. Si Benson no arrojaba al suelo las zarzamoras…
Pero lo hizo. Le dio la vuelta al cubo y los frutos se desparramaron por el camino formando una hermosa pila. ¡Oh, Señor, qué infinitos son tus caminos! Y para completar, el ayudante del sheriff levantó el pie derecho y pisoteó cuidadosamente las moras, aplastándolas bien.
El Espíritu de Dios cayó sobre todos ellos. Los que habían vacilado se dispusieron voluntariamente a destruir el resto de las zarzamoras. El hermano Pierce se mantuvo alerta escuchando el cántico diabólico. Quién sabía cuántos demonios había más allá de aquel campo de rastrojos. No se había presentado en aquel lugar con toda su fuerza, aún no, y no resistiría un ataque sobrenatural.
No quería que su gente acabara huyendo de allí. Quería que se marchara por su propio pie.
Una cosa como aquélla debía ser construida lentamente. La osadía crecería con el éxito.
El camino, la hierba seca que lo bordeaba y los zapatos de algunos de los hombres estaban cubiertos de zarzamoras y su jugo. Simón habría sido capaz de besar aquellos zapatos manchados y hubiera sido como besar los sagrados pies del Señor.
—Creo que deberíamos encender el fuego en esos rastrojos. Se extenderá al maíz no cosechado.
—El suelo está muy embarrado —observó Turner.
—Pero el Sol ha secado los rastrojos. Todo saldrá bien.
Turner levantó la lata de gasolina y dijo:
—Insisto en que deberíamos prender el maíz. No vamos a causarles ningún daño si les quemamos un campo cosechado.
—El fuego se extenderá. El Señor no quiere que nos acerquemos demasiado a los demonios. —El cántico hizo que a Simón le entrara un picor en la cabeza.
Se internó un poco en el campo. Era un cántico hipnótico, embriagador. Tenían que darse prisa.
—Vamos, moveos, rociad la gasolina en una línea que atraviese el camino. Nos pondremos detrás de ella. Y vendrán corriendo en cuanto vean el humo. Por eso el fuego tiene que quedar entre ellos y nosotros.
—Buena táctica —comentó Benson, el ayudante del sheriff—. Así no nos cogerán.
—Cumplimos con la obra del Señor, hermano Benson. Me enorgullezco de actuar en Su Nombre.
—Sí, pero aun así, no me gustaría que me cogiera un puñado de malditas brujas.
Simón se permitió sonreír levemente. El hermano Benson se vería en grandes aprietos para explicar su actitud a su jefe. En serios aprietos dado que el sheriff era brujo. Quién lo sabía, hasta el bueno del hermano Benson podía resultar espía para las brujas.
La gasolina olía bien. A Simón siempre le había gustado aquel aroma. Cuando era pequeñito y las cosas todavía no se habían torcido y su papá llegaba con el motor del DeSoto caliente después de pasarse todo el día viajando, Simón solía sentarse en el parachoques para oler las emanaciones de la gasolina que salían por la rejilla. Era un olor maravilloso y lo había recordado con cariño a través de los años.
—Apartaos —ordenó Benson. Llevaba una cerilla encendida. Se inclinó hacia adelante y la lanzó sobre la hierba embebida en gasolina. Se produjo un sonido crepitante y una pared de fuego se extendió a lo ancho del campo elevándose en el aire.
—¡Oh! ¡Oh Dios, Dios, Dios!
¡Turner se había prendido fuego! En los brazos y en el pecho le florecieron unas llamas rabiosas de color naranja. Desesperado, agitó las manos. Las llamas resonaron en el aire como un toldo que se agita.
Benson lo cogió y una mano envuelta en llamas le rozó la mejilla. Se apartó cuando el fuego ya le había prendido el pelo y el hombro.
—¡Nos ha caído encima la maldición de las brujas!
Turner se quemaba; su cara era una horrible máscara de terror y agonía; tenía el pecho y los brazos en llamas.
—¡Ayudadme! ¡Aaagh, Dios! ¡Aaaahh! —Echó a correr y cayó en medio del camino. Se golpeaba la cabeza con las manos en llamas y el cabello le ardía con tonalidades azules.
Dos de los hombres se quitaron las chaquetas. Se abalanzaron sobre Turner y apagaron las llamas. De sus chaquetas se desprendió un humo grasiento.
Cuando lograron apagar las llamas que envolvían a Turner, Simón se acercó a su seguidor y se arrodilló a su lado. A punto estuvo de lanzar un grito al comprobar el terrible daño que había provocado el fuego. Tuvo que hacer un esfuerzo para templar la voz.
—Te pondrás bien —le dijo—. Dios te curará.
Pero el hombre distaba mucho de encontrarse bien. Tenía el cabello reducido a una masa negruzca, las mejillas y los hombros enrojecidos, cuando no requemados. Y sus manos, las manos de aquel pobre hombre eran como dos muñones chamuscados.
Simón no pudo controlarse más. Y se echó a llorar. El pobre Turner volvió los ojos al cielo.
—¡Venid aquí!
Una muchacha en tejanos saltó a través del fuego, seguida de otras dos y, después, de tres muchachos. Simón se puso en pie de un salto. Estaba aterrorizado. Aquello era una maldición y un hechizo: el fuego no afectaba a las brujas.
—¡Oh, Jesús, son la encarnación del demonio!
Simón se volvió y comprobó que la mayoría de sus hombres se habían diseminado por el camino; corrían con todas sus fuerzas. A la cabeza iba Benson, el ayudante del sheriff, cubriéndose con un pañuelo la mejilla que Turner le había quemado.
Simón miró a los dos hombres que se habían quedado con él. Después bajó la vista y observó a Turner, cuyos ojos giraban en las órbitas, y cuyas piernas se movían lentamente, como si en una terrible pesadilla continuara huyendo del fuego que lo había consumido.
Los brujos se habían detenido. Permanecían juntos, observando con cara de sorpresa al hombre quemado. Simón vio unas caras duras, inhumanas, con sonrisas malévolas.
—¡Vámonos! —gritó.
—¿Y él?
—Es hombre muerto.
Otros tres brujos saltaron a través de las llamas. Llevaban unas palas. Al otro lado del muro de fuego alguien gritaba instrucciones.
Simón se echó a correr, presa del pánico incontrolable que había vencido al resto del grupo. Mientras corría, oyó a sus espaldas, muy cerca de él, cómo golpeteaban en el suelo los pies de sus dos últimos seguidores.
Las brujas constituían un grupo bien organizado. Dominaban ya el fuego; malditos fueran sus negros corazones. Cuando Simón llegó al portal se volvió para observar sus progresos… y sus pies volaron por los aires. Aterrizó con un ruido seco y un chapoteo. Había resbalado en la pulpa de las zarzamoras. Davis y Nunnally pasaron por su lado a toda carrera. Por un momento, Simón creyó que iba a ser atrapado por unas fieras brujas que se acercaban por el camino con sus capas al viento. Blandían unas varas largas de madera. Arrastrándose por el suelo, se puso de pie y continuó corriendo. La pierna derecha le dolía terriblemente y llevaba las manos y las ropas manchadas de zumo púrpura.
—Simón —oyó que alguien lo llamaba—. Simón Pierce, idiota. —Era una voz familiar, muy familiar—. ¡No huyas de mí! No tengas miedo.
Vaciló. ¡Era la voz de alguien de su propia iglesia! La había oído elevarse en los cánticos y las plegarias. Había oído a esa mujer cuando recibía la salvación. Era una de las tantas que habían abandonado a su marido, llevándose a sus dos hijos más pequeños. Simón se volvió.
—Effíe, por el amor de Jesús, deja que te lleve a casa.
—No, Simón. No puedo hacer eso. —Se acercó a él con las mejillas encendidas y los ojos brillantes—. Cometes un grave error. Esta gente también es del Señor. Sólo que tenemos un culto diferente.
—El culto a Satán es muy distinto del culto al Señor.
—No lo entiendes. Es el mejor lugar, el más feliz, moralmente el más puro que he visto en mi vida. Estoy sana y fuerte. Hasta se me ha curado la alergia. Y tendrías que ver a Feather, es el nombre brujo de Sally, ya no es la niña tímida a la que su padre solía golpear. Ahora es suma sacerdotisa del Conciliábulo Infantil, y es muy devota. Oh, Simón, este lugar está lleno de amor, igual que Cristo. No se puede ser cristiano y albergar tanto odio.
—¡Sirves al Diablo!
La mujer levantó la cabeza, orgullosa y desafiante.
—No, tú eres el que lleva una antorcha en la mano. Si hay un diablo, entonces tú eres su siervo.
Simón tendió la mano hacia su seguidora perdida, pero ella se apartó. Las brujas se fueron amontonando a su alrededor, mientras otras volvían con Turner. Simón giró sobre sí mismo y salió de sus tierras a paso vivo.
El furgón ya se había puesto en marcha cuando él se presentó.
—¡Deteneos! ¡Esperadme! —Eddie Martin iba al volante, era su furgón. Simón dio un golpe en el costado del vehículo negro—. ¡Por favor, Eddie!
Finalmente, se detuvo. La puerta trasera se abrió y Simón subió. Era un furgón cómodo, con asientos en los costados y una enorme nevera justo detrás del conductor. Eddie solía llenar la nevera con cerveza Bud cuando iba de cacería a Pennsylvania. En las montañas Endless se podía matar más ciervos de los permitidos por las leyes de veda.
—¡Hemos abandonado a Turner! ¡Cielos, hemos abandonado a Turner!
—Cálmate, Benson —le dijo Eddie desde el volante—. Considéralo de otro modo. Hemos dañado la granja de Satanás y la mayoría de nosotros vive para contarlo.
Simón no habría podido expresarlo mejor. Eddie era el tipo de hombre que el Señor necesitaba.
—Las brujas podían habernos matado a todos —añadió Simón—. No os avergoncéis de haber huido porque lo hemos hecho para servir al Señor. ¡Lo importante es que regresaremos!
—Ha muerto un hombre. Aquí se va a armar una bien gorda. Hace veinte años que en Maywell no se producía un homicidio, desde que el viejo Coughlin perdió el juicio y disparó contra la Iglesia Unitaria.
—¿Quién ha hablado de homicidio, hermano Benson?
—¡Ese hombre fue presa de las llamas y todo por… por un hechizo!
—He aquí un representante de la ley que desconoce las leyes. El estado de Nueva Jersey no creerá esas historias de los hechizos, sean verdaderas o no. El forense dictaminará que ha sido un accidente. Nosotros somos los únicos que sabemos lo que en realidad fue, y no podemos probar nada, ¿verdad?
—La mandrágora. Volveremos a recogerla.
—Aun así, habría que probar que se trata de magia negra, algo que existe desde el día que Satanás fue arrojado al infierno y, hasta el día de hoy, no se ha podido probar nada. No, hermano, esto es un problema que nos afecta pura y exclusivamente a nosotros. Sabemos que fuimos víctimas de un hechizo, un hechizo que hizo presa de ese pobre hombre de Dios, pero el estado de Nueva Jersey no lo sabe y no le importa. ¿Por qué os creéis que este estado permite que vivan aquí esas brujas? No me digáis que los burócratas lo ignoran. ¡A los del gobierno les gusta que entre ellos se lleve a cabo la obra de Satanás! ¡De esto estoy seguro! Somos soldados. Cada uno de nosotros es un soldado del Señor. ¡Pero si le preguntáis al estado de Nueva Jersey, os dirá que ha sido un accidente!
Todos dijeron amén en coro. El pobre Turner había muerto al servicio del Señor pero les había dado a todos una gran bendición. Su muerte lo había convertido en mártir y constituiría la prueba positiva para toda la congregación de que las brujas eran malvadas y debían ser destruidas. Simón organizaría un funeral por el santo caído, un funeral sin parangón en la historia de Maywell.
Las gentes del Señor no se amilanarían ante un martirio. Todo lo contrario, la tragedia los fortalecería. Se habían precipitado en el templador baño de sangre. Antes de que ocurriera, no eran más que un puñado de niños asustados.
Ahora se convertirían en una espada llameante, empuñada por la justiciera mano de Dios.