18

Luna roja

Moom moom

atiende mi llamada

moom moom

háblame

Anselm Holló, «Cánticos de los Gnomos»

No sentía el viento a su paso, ni tampoco golpeó contra nada, pero supo que estaba cayendo. Retorcía y arqueaba el cuerpo. Resultaba muy penoso esperar ese choque fatal que jamás llegaba a producirse.

Gritó, pero no oyó el sonido de su voz. Suplicó:

—¡No me mates, George, por favor te lo pido! —pero su voz estaba muerta.

De modo que la muerte era así. Un vacío creciente. Su cuerpo ya no era un cuerpo. Parecía más humo que carne, denso y frío. Pero consciente y aterrado. George había logrado matarla. Claro que jamás lograría resucitarla. Si fuera capaz de semejante hazaña, habría conservado el laboratorio y el beneplácito oficial. Había entrado en la cueva del Padrino Muerte y se había hecho matar. La prueba final había terminado y jamás heredaría el Covenstead.

Comenzó a encogerse mientras caía, esperando el golpe siniestro, el momento en que las costillas se le incrustarían en los hombros. Si el terror era una bestia, ella estaba cayendo en el interior de su garganta.

Pero carecía de costillas, de modo que no se produciría impacto alguno. Caía hacia la nada, y ella misma se estaba convirtiendo en la nada.

Su mente balbuceó un desgarrado pensamiento: me disuelvo.

Creyó que no soportaría aquella caída interminable sin llegar a golpear en el fondo, una caída en el más absoluto de los silencios y la más absoluta de las oscuridades.

—Por favor, no puedo morirme. Tengo que regresar.

A su lado, como respondiendo a su grito, apareció una cara delgada. Manoteó para apartarla; era una cara hambrienta con gusanos por ojos. Pero tenía unas cejas delicadas y unos rasgos pálidos que le resultaron familiares. Amanda la rechazó con toda la fuerza del alma.

—Hija —le dijo—, bienvenida al infierno.

—¡Mamá! Dios mío, ¿qué te ha pasado?

La cara se movió y quedó como petrificada, arrugándose y derrumbándose sobre sí misma.

—He hecho —dijo con voz gutural—, he hecho mal en mi vida… —y desapareció.

—No, mamá, no. —Qué horrible, qué tremendo, que tragedia. Dijo que había hecho mal… ¿pero cuánto mal? ¿Qué era lo que había hecho?

—¡Mamá!

La cara reapareció para disolverse delante de los ojos de Amanda. La piel fue cayendo de los huesos y el cabello le creció largo y áspero. El proceso de putrefacción que en el ataúd habría durado un año, se recreó ante sus ojos en unos segundos. Amanda gritó y comenzó a lanzar golpes que traspasaron la aparición.

—¿Por qué, mamá?

—Lo necesito. Yo lo he elegido. Debo expiar los males de mi vida.

—¿Qué?

—Te odié desde que tenías seis años.

—¡No, mamá, tú no me odiabas! —Pero era cierto, ¿no? Acuérdate de las noches cálidas y tristes en las que ella no aparecía, recuerda cómo se mofaba de tu arte, recuerda cómo permaneció sentada, rígida y quieta como una madre de madera, aquella vez que papá te pegó—. ¡Mamá, te perdono! ¡Te perdono! ¡Gusanos, salid de sus ojos! ¡Piel, vuelve aquí! ¡Cabellos, dejad de crecer!

—Al morir, nosotros somos nuestros propios jueces, cariño, y nunca nos equivocamos.

—Te perdono.

—He de perdonarme a mí misma, y eso llevará tiempo.

—¡No mereces sufrir así!

—Le dije a la madre Estrella de Mar que no fomentara tu interés por el arte.

—Ya lo sé, mamá. Y ella no te hizo caso.

—Ingresaste en el Instituto Pratt. Y yo tiré la carta de admisión.

—Desde entonces he enseñado dos semestres en el Pratt. Me tiene sin cuidado el Instituto Pratt.

—Quería destruirte. Quería hacerte daño. —La cara brillaba al hablar, como si estuviera quemándose por dentro.

—Mamá, te perdono.

—¡Estaba celosa! Eres hermosa, tenías talento y yo era… yo. —Algo complicado comenzó a moverse detrás del rostro de su madre.

—¡Te perdono!

—Pero yo no puedo perdonármelo.

Amanda lo vio claramente, era una cosa enorme con unos ojos verdes, punzantes.

Cuando abrió la boca, un poderoso maullido llenó el aire calmo. Mamá retrocedió; su carne descompuesta salió despedida de los huesos marrones, cuando el gato se le acercó. Era tremendo, pero su cara le resultaba familiar: allí estaba la oreja desgarrada.

Amanda se asombró al verlo. Tom debía de ser la muerte, o el diablo, o algo así. Pero qué guapo le había parecido cuando lamía su leche y se acurrucaba en su cama.

Se oyó un crujido cuando le arrancó un pedazo de cráneo a su mamá. Amanda vio el cerebro, reseco como una esponja embebida en Clorox. Cuando Tom lo sacó del cráneo sorbiéndolo con su larga lengua rosada, mamá emitió una especie de balbuceo. Y, después, sus ojos quedaron en blanco.

Amanda gritó desesperadamente; se le revolvió el estómago, le ardía la garganta y la piel se le erizó toda, cuando vio a Tom comerse los sesos de su madre. Finalmente, cuando hubo terminado, no quedaba de su madre un solo mechón de pelo.

Entonces Amanda se dio cuenta de que Tom la miraba fijamente.

Enfrentarse a aquellos ojos le produjo una nueva sensación. Logró sentir que aquella mirada se le hundía en el alma como la nieve, recorriendo hasta el último recoveco de su ser.

¿Sería aquello el Juicio Final? ¿Acaso un gato…? No, no podía ser Tom quien la sometiera a juicio.

—Por favor…

Los ojos se tornaron brillantes y fieros.

—¡No, no! ¡No te me acerques!

La boca se abrió.

En el fondo del gaznate de Tom, Amanda vio bailar las llamas y una vasta legión de tragedias, tan inmensas y personales como la suya propia.

El infierno estaba en el interior del gato.

—¿Quién eres? ¿Por qué me persigues?

No obtuvo más respuesta que su hálito untuoso y el hedor de cabello quemado de los muertos que ardían en su interior.

Tom se fue haciendo cada vez más grande, tanto que, de haberlo deseado, Amanda podía haber entrado andando en aquellas fauces. ¡Pero no lo deseaba!

—¡No soy culpable de nada! ¡Me han matado y no voy a entrar allí! ¡Tengo que regresar porque mi vida no ha acabado y me necesitan!

Las fauces se cerraron de golpe con un ruido seco.

Amanda aterrizó, ligera como una pluma, sobre un campo gris y silencioso. Sintió la solidez. Cuando bajó la vista se vio a sí misma, pero tuvo la sensación de que podía haber atravesado las paredes. Miró a su alrededor y vio la línea tormentosa del horizonte. Aquél era un país deshabitado. Tom se le enroscaba entre las piernas. Miró hacia arriba con sus ojitos de gato, como dispuesto a hacerle un guiño.

Después de lo que acababa de presenciar, temía aquellos ojos. Quizá crecieran otra vez y se tornaran amenazantes y aquellas fauces volverían a abrirse…

En su vientre llevaba la tragedia eterna.

Y, sin embargo, era el único ser de aquella tierra, de modo que en cierta forma le alegraba su presencia. Se agachó y, sin mirarlo, lo acarició. Tenía el pelo lleno de electricidad.

—Ojalá hablaras. Ojalá pudieras decirme lo que ocurre.

No le habló, pero una fuerza delicada le hizo volver la cabeza. Quedó aturdida por lo que vio: era un paisaje silencioso, tranquilo, perfecto, lleno de árboles y verdes colinas; el cielo azul estaba moteado de nubes blancas y, en sus sombras, aparecía algo maravilloso que carecía de forma definida. Era más bien la presencia de una condición, un color emocional, como si la bondad llenase el aire. El primer amor de Amanda, un chico que había muerto en un incendio, avanzó en su dirección.

—Me acuerdo de ti —le dijo y su voz tenía algo de eterno—. Te he estado esperando. —Abrió los brazos y de él manó como una hermosa canción antigua.

Otras voces se unieron a la canción hasta acallarla con su clamor. Eran suaves, pero fuertes, y cantaban: «Moom, moom, atiende mi llamada. Moom, moom, atiende mi llamada…». El cántico prosiguió llenando el delicado aire estival que la acariciaba.

Reconoció aquellas voces… eran las voces de Ivy, de Robin, de Constance y de los demás.

—¡Puedo oíros!

El corazón estuvo a punto de partírsele: ante ella se abría el cielo y detrás, la vida. El nombre que gritaban las brujas evocó en Amanda unos sentimientos poderosos hasta entonces ocultos. ¡Moom! Tan familiar. Y cómo había amado Moom la vida de Mandy.

—Tengo que regresar. Las brujas me necesitan.

Su viejo amigo rió suavemente.

—Tom vigila la línea entre esto y la vida, Amanda. No te dejará pasar. Y todo aquél que baja por su gaznate no vuelve a salir jamás.

El cántico prosiguió.

—¡Os oigo! —Se le partía el alma. A pesar de lo que le dijera su amigo, se alejó del cielo.

A su alrededor, el aire tembló y comenzó a desaparecer. Mandy supo que eso ocurría porque acababa de tomar una decisión inamovible: no sabía cómo, pero iba a volver a la vida.

Comenzó a soplar un viento helado. Unos negros nubarrones surcaron el cielo. Su primer amor se convirtió en un esqueleto negro y danzarín en un paisaje bombardeado y, en lugar del cántico del cielo, se oyó el clamor de unos gritos entristecidos. Provenían de las nubes como si fueran truenos, y Amanda notó que en ellas se ocultaban unos seres voladores monstruosos.

El pánico se apoderó de ella. Los seres de las nubes tenían alas, escamas negras y largas uñas rojas. Supo que eran demonios.

Por encima de sus gritos espectrales prosiguió el cántico: «Moom moom moom moom».

Quiso abrir el cielo, partir aquellas nubes lamentables y grises, alcanzar a los cantantes.

Tom había regresado furtivamente, de mala gana, maullando sonoramente.

—Tom, me llaman para que vuelva, ¡los oigo! Por favor, Tom, ¡dime cómo regresar! ¡Me necesitan! ¡Dios mío, cuánto me necesitan!

Echó a correr, dio saltos, se aferró al aire. Al trepar al retorcido cadáver de un árbol, logró oír la ansiedad de los demonios que habitaban en las nubes.

Qué absurdo haber elegido esto, pensó. Nadie regresaba jamás de la muerte y menos con el infierno entero bloqueando la salida. Una vez que te internas en la oscuridad…

Guardián: un enorme escorpión rojo oscuro, con el rostro y los ojos azules de una niña.

Guardián: un pájaro blanco que gorjea mentiras.

Guardián: algo que otrora fuera monja. La madre Estrella de Mar.

Amanda no había pensado en ella desde que acabara el sexto curso.

Tom le habló: era una voz ronca y fiera que resonaba en su cabeza:

—Los demonios son los soldados de la muerte.

—Entonces la muerte es el mal.

—La muerte es la muerte, no es el bien ni el mal. Está allí.

Mandy echó a correr. Fue algo brutal, puro instinto, la reacción del mono ante la pantera acechante. El suelo que pisaba era esponjoso y suave como la piel. Tal vez fuera piel. Aquel lugar horrendo muy bien podía resultar el lomo de un monstruo inimaginable. Resbaló y se deslizó entre los pliegues blandos y brillantes y percibió su olor a sudor.

Durante un rato, el gato corrió a su lado. Entonces, lo vio hacer una cabriola delante de ella.

Las nubes escupieron una gota de lluvia caliente, pegajosa.

La gota le produjo escozor en la cara. Levantó las sombras de sus manos y tocó el líquido caliente. Estaba lleno de gusanos, finos como cabellos. El escozor se transformó en picor y, de pronto, en dolor agudo. Volvió a tocarse y se arrancó un enorme trozo de piel. Bullía llena de gusanos. La arrojó lejos, llena de asco, y restregó las manos contra el suelo gomoso.

La sensación que percibía en la cara era horrenda; mezcla de dolor, de herida cubierta de sal, del picor de la sarna. Elevó los ojos al cielo abultado que se cernía sobre ella, como si unos dedos enormes quisieran punzar las nubes.

—¡Dejadme regresar! ¡No pertenezco a este lugar y no me vais a retener! —Les hubiera arrojado algo, de haberlo encontrado.

Alguien le susurró al oído. Supo que era un demonio:

—Tienes mucho que aprender, nena.

—¡No te atrevas a llamarme así! Soy Amanda Walker, no soy tu nena.

Las nubes se removieron y relampaguearon, convirtiéndose en un enorme cráneo oscuro lleno de rayos que comenzó a acercársele. Las mandíbulas sonrientes tronaban con tanta fuerza que Mandy se tapó las orejas y gritó, pero su voz se ahogó en el clamor.

Tuvo entonces un extraño pensamiento: «Los demonios que habitan en las nubes no me odian. Se limitan a cumplir con su cometido».

—Tu cuerpo no puede volver a recibirte. Estar muerta es eso, estar muerta. Los que regresan acaban como fantasmas, víctimas inservibles del viento.

La que así le hablaba era una voz nueva, no tan sonora como la tormenta. Era suave, flojita y destilaba paz. Amanda había oído antes una voz como aquélla, en la piedra de las hadas. Si aquella voz podía calificarse de sagrada… Amanda se arrodilló.

—Creí que la muerte era algo así como caer por un tubo largo, largo, y, al final del tubo, encontrarme con mi abuelo u otra persona que me diera la bienvenida y…

—Cada cual crea su propia muerte.

Amanda tuvo la certeza de que había oído aquella voz. Y si no se equivocaba, entonces las cosas podían mejorar.

—¿Quién eres?

Por un instante, Amanda logró ver una mujercita brillante, perfecta, que llevaba serbal en el pelo.

Leannan, eres tú. Esperaba que fueras tú. Por favor, ayúdame a salir de aquí. He de encontrar el modo de salir de aquí sin acabar en el infierno.

Leannan la observó.

—Te has metido en un problema de difícil solución.

—Pero no merezco el infierno. No soy culpable de nada.

—Si quieres que te ayude, sígueme. —Tom caminaba a su lado; al lado del Hada Reina parecía realmente inmenso—. No te preocupes por tus demonios. No te impedirán que desciendas más en la muerte.

—Pero no es lo que yo quiero. Quiero salir. ¡Debo regresar al Covenstead! —Al volverse, se encontró cara a cara con un hombrecito de sonrisa burlona e intenciones aviesas en los ojos. La aferró por el cuello con una mano húmeda. De pronto, los dos adquirieron la solidez de los cuerpos vivos. Mandy olió su piel rancia, vio su lengua aceitosa, escuchó el burbujeo del aire en su nariz.

—Bailemos, nena —le dijo.

—¡Dios! ¡Dios, ayúdame!

El hombre sacó un largo cuchillo con dientes de sierra.

—Aquí tienes a Dios —le dijo. Cuando comenzó a apretarle la garganta, sufrió una agonía muy real—. Esto es sólo el comienzo, puta asquerosa. ¡Te arrancaré el corazón y me lo comeré delante de tus ojos!

El filo del cuchillo acarició la piel suave y vio una larga púa de baba moteada que le asomaba por la comisura del labio.

—¡Leannan, por favor, dijiste que me ayudarías!

—Entonces, debes seguirme.

—Perdóname, te seguiré.

Inmediatamente, el violador comenzó a cambiar. Su silueta vaciló y puso los ojos en blanco. El cuchillo cayó en el polvo, su cuerpo comenzó a temblar y a contraerse sobre sí mismo.

En su lugar apareció Tom, meneando la cola.

—¡Eras tú! ¡Eras tú todo el tiempo! Eres malvado, eres un monstruo. ¡Un monstruo!

—Obedece las leyes, Amanda. Y tú debes hacer igual. —Una mano pequeña como una ratita cálida se posó en la suya—. Acompáñame. Quiero enseñarte tu pasado para que aprendas lo que te condujo a tus brujas aun en contra de tu voluntad. Quizás entonces comprendas que deberías ir hacia lo que tú consideras el cielo y que yo llamo el País del Verano. Hace tiempo que te has ganado la paz.

—Quiero regresar. Debo hacerlo.

Leannan suspiró y le dijo apesarada:

—Eres muy fuerte. —Su mano estrechó los dedos de Amanda.

Amanda caminó junto a Leannan. No estaba muy segura de querer acompañarla, pero las demás opciones eran peores. Había consumido la última dosis de resistencia enfrentándose a Tom, el violador.

Sospechó que él sería sólo el primero de una larga lista de guardianes de las puertas de la vida. El escorpión, por ejemplo, era peor. Y el pajarillo muchísimo peor. También estaba la madre Estrella de Mar. Dios santo, aquella mujer era la personificación de la culpa. En la escuela, la había hecho sentir como una condenada al infierno sólo por llevar un zapato desatado.

—Amanda, ¿quieres darte prisa? Tengo problemas con mi maldito fuego.

Era Constance Collier y aquel lugar… porque ya no se encontraban en el campo de piel, sino que se hallaban… oh, Dios, qué familiar le resultaba todo aquello.

—¡Oh, Leannan, gracias, gracias! —Durante todo ese tiempo, la había conducido de regreso al Covenstead. Pero en realidad, la había internado más en la muerte.

—El velo que separa la vida de la muerte es muy sutil. Pero no te equivoques. No te he acercado a la resurrección que buscas. Deja que Constance te muestre tu primera vida. Quizás entonces comprendas que tienes derecho al verano que te has ganado.

El prado era claro y brillante y Constance aparecía fuertemente iluminada por el Sol. Todo continuaba siendo muy extraño: por ejemplo, estaba rodeada de gente, pero eran sólo sombras sentadas en un círculo vago. Connie revolvía el contenido de una enorme caldera de hierro, que también se veía con mucha claridad.

Le sonrió a Amanda y le dijo:

—¡Eres lenta como la melaza, niña! —Su voz renovó la resolución de Amanda. A pesar de lo que le dijera Leannan, supo con qué desesperación deseaba Connie su regreso. La anciana agitó su larga vara para dar más fuerza a sus palabras—: Por la Diosa misma hemos de hacerte regresar.

Amanda corrió hasta el borde del círculo y le preguntó:

—Constance, ¿de veras estoy muerta? Es una locura. Si estoy muerta, ¿cómo puedo encontrarme aquí?

—Da una vuelta alrededor del círculo en sentido contrario a las agujas del reloj y podrás entrar. Entonces te lo diré. —Amanda comenzó a caminar—. No, por ahí no. Vas hacia el Sol. Tienes que ir en dirección contraria.

En el interior del círculo, hasta el aire sabía distinto. Carecía de la chispa del aire de los espíritus y olía a granja y a campos. Si miraba fijamente, veía las caras de las personas acurrucadas para formarlo. Reconoció a Ivy; el corazón le dio un vuelco al ver a Robin. Pero ellos no la veían.

—¿Qué es este lugar?

—Podemos encontrarnos aquí durante un momento. El círculo de las brujas yace entre los mundos.

—¿Me encuentro en la finca?

—El círculo está en ambos sitios.

—¿Qué sitios? ¿Me habéis dado una especie de droga?

—¡Ah, niña mía, la droga es la muerte! Estás muerta, muerta de verdad. Y no sabemos si el loco de tu tío podrá recuperarse para traerte otra vez a la vida. No quiere hacerlo, eso es seguro.

—¡Pero tú me enviaste a verlo! Si sabías que ocurriría esto…

—Para guiar a las brujas en la vida, has de conocer los secretos de la muerte. Y, para eso, debes morir. A menos que exista una posibilidad de que no regreses, entonces no estás realmente muerta.

Leannan me dijo que tú me enseñarías por qué no necesito regresar. Pero sé que vosotros queréis que regrese.

—Voy a enseñarte tu primera vida. La forma en que reacciones ante lo que veas, es asunto tuyo. Revolveré el contenido de la caldera, asómate y mira en su interior. ¡Presta atención a lo que aparezca, jovencita!

La caldera gorgoteó e hizo gárgaras, casi como una garganta viva; su contenido hervía y burbujeaba. En las oscuras aguas Amanda comenzó a ver un montón de cosas girando. Sombras, caras… cosas que la obligaron a mirar con más atención.

—¡Bien, así, muy bien! —exclamó Constance revolviendo con más fuerza—. Las zapatillas de tenis que usaste a los diez años, unas fotos tuyas de esa época. Tesoros de la infancia, Holly, tu muñeca y tu primera amiga. Y la vieja Molí, con la nariz torcida, y el gatito manchado de nombre Stew, ¿te acuerdas?

—Sí.

—Mira, pues. Mira bien tu vida en el aula.

Había algo que no encajaba en aquello. Recordó el aula de sexto curso. Allí estaban Daisy O’Neill y Jenny Parks sentadas junto a la ventana, Bonnie Haver, al fondo y, detrás de ella la regordeta Stacey.

Dos filas ruidosas de niñas bajaron por el pasillo central de la capilla, detrás de la madre Estrella de Mar. Con la música del Stabat Mater, cantaban:

Come carne en viernes,

y te condenarás.

Lloriquea o mastúrbate,

y te condenarás.

Ahoga a tu hijo o róbale

a la madre el borrador,

y te condenarás.

—Un momento —protestó Amanda—. Comer carne en viernes ya no es pecado.

—Pero la comiste cuando era pecado, por lo tanto, estás condenada —dijo Bonnie Haver.

—¡Si ni siquiera soy católica! Quizá la madre Estrella de Mar me bautizó sin que yo me enterara aquella tarde que me dormí sobre mi pupitre, pero…

—Estás condenada.

En el borde del círculo, Amanda volvió a ver al hombre con cara de cuchillo. Llevaba una larga chaqueta suelta. En la mano sostenía un hierro candente. Lo levantó y le dijo:

—¿Qué tal unas cuantas cicatrices, nena?

Constance blandió la vara y gritó:

—¡Márchate, Tom! Ven para ser su amigo, si no, no vengas.

—Es un demonio, Connie, y creo que Leannan también.

—No, Amanda, no. Esos dos no son demonios. Son dioses. O ángeles, como los llamaría la madre Estrella de Mar. En cualquier caso, son un par de rameras. Todos los dioses lo son. Serán lo que tú quieras que sean y harán lo que tú quieras que hagan. Si te declaras culpable, te llevarán al infierno y te entregarán a tus demonios. O cantarán contigo en el cielo. Todo depende de lo que tú resuelvas.

En contra de su voluntad, Amanda miró en lo más profundo de su alma, donde crecía el musgo del olvido. Y vio debajo del musgo.

—Fastidié a esa monja. Y lo hice expresamente porque quería hacerla sufrir. Oh, Dios, lo hice porque la odiaba.

El hombre del hierro candente entró en el centro del círculo. Connie lanzó un grito, retrocedió y se refugió en las sombras de sus brujas. Amanda miró la punta humeante y azulada del hierro.

—Y ahora, querida mía, ábrete de piernas.

No lo haría. Era culpable, pero no tanto.

—Sólo era una niña. Era la rabia inocente de una niña.

El hombre se retorció y siseó y lanzando un aullido volvió a ser Tom, que se enredaba a su pie, con el rabo entre las patas.

Connie regresó arrastrando los pies, quitándose de la capa unas barbas de maíz. Aquel campo acababa de ser cosechado.

—La deidad a la que llamas Tom, querida mía, es tu espíritu protector. Debes aprender a controlarlo. Mientras tanto, ten cuidado. Recuerda que responde a tus deseos. Si continúas con tu viaje por la culpa, vigílalo.

Amanda le echó un vistazo al gato. Éste le guiñó un ojo verde.

—No, querida, no le hagas caso. Vuelve a mirar en el interior de la caldera. Fíjate cuánto has sufrido por las brujas. No debes sentirte culpable si no deseas repetir el sacrificio.

—Connie, pensé que deseabas que regresase.

—Pero no guiada por la culpa. Sino por el amor. Mira ahora, mira en el fondo.

En la caldera había alguien, alguien alto, furioso, de un lugar y una época remotos.

—Comienzas a ver quién eres. Hace mucho, mucho tiempo que eres bruja.

—Ése de ahí… me acuerdo de él. ¡Fue el que me quemó!

—Siempre lo hace. Pero no te dejes engañar por su sotana de obispo. Retrocede un poco más, a la época en que vestía ropas más sencillas.

Amanda miró en las profundidades de la caldera. Entonces, ésta se sacudió como si le hubieran propinado una patada. Amanda resbaló y se alejó del borde. Las aguas, que habían comenzado a aclararse, se enturbiaron otra vez.

—¿Qué ocurre? —inquirió Constance con voz ronca—. ¿Quién interfiere con el cántico?

—Lo siento.

—¿Qué te pasa, Ivy? ¿No te das cuenta de que está aquí? ¿No la ves?

—¡Connie, me esfuerzo todo lo que puedo!

—¡Es el círculo más importante que hemos realizado! No os atreváis a romperlo. ¡Y ahora canta, niña, canta!

—Ya te he dicho que lo intento.

Cuando el cántico se tornó uniforme, la caldera volvió a aclararse. Pero sólo por un momento. Las aguas se enturbiaron más que antes.

—Ivy, estás interrumpiendo el cántico.

—Estoy sentada en un nido de hormigas, Connie. Me recorren todo el cuerpo.

—¡Canta!

Las aguas se aclararon. Amanda miró en el interior de la caldera. Como antes, su niñez flotaba en la superficie. Pero por debajo aparecieron las tonalidades de otras vidas, mundos enteros, acabados, que nadaban en unos oscuros mares antiguos.

Amanda se remontó en el tiempo y regresó a una aldea pequeña, castaña, oculta en el tiempo debajo de algo inmenso, blanco, una inmensa montaña de hielo, un glaciar.

—Ésta fue tu primera vida, Amanda. Acababas de desprenderte de las pestañas de la Diosa. Entonces eras nueva.

Amanda advirtió demasiado tarde que se había inclinado mucho por encima del borde de la caldera. Perdió el equilibrio y cayó en el líquido hirviente.

Sintió un dolor intenso y, de repente, se vio sentada en una tienda hedionda. Olía a grasa rancia, a suciedad humana, a alientos enfermos y a dulce. Boqueó, asustada de haber recuperado su peso y su sustancia. Parloteaba en una lengua desconocida. Su cuerpo era más pequeño pero más pesado, sus pechos eran enormes péndulos que destilaban leche. Los balanceaba encima del fuego.

En la cabeza llevaba media luna de hueso, del cuello le colgaba un collar hecho con los sarmientos de las enredaderas del año anterior, la que daba las Flores de la Diosa Roja.

Ella era Moom, Hija de la Diosa Roja. Moom, la feliz, la rica, la buena. Alrededor de los muslos llevaba jarreteras de cuero, hechas con la más suave piel de gama, perfectamente masticada. Llevaban dibujadas las fases de la Diosa Roja y representaban la autoridad de quien las llevaba, que trabajaba con ellas puestas, bailaba con ellas puestas, amaba con ellas puestas, sin necesidad de quitárselas nunca.

Era la Diosa por el mero hecho de llevarlas. Sin ellas, se convertiría simplemente en Moom. Se las ataba firmemente, sin importarle que se le durmieran los pies. Otras mujeres le envidiaban las jarreteras y gustaban de yacer en su regazo para pasarse horas mirándolas. La más aficionada a ello era Leem, que habría sido gran reina antes que Moom, de no haber robado un osezno de una cueva para poder abrigarse de noche. La osa, enfurecida, le había arrancado una mano. Y una mujer lisiada no podía ostentar las jarreteras.

Prosiguió el ritual de la subida de la leche. Mientras se balanceaba y se retorcía encima de las llamas, Moom oyó chasquear el cuero contra la estructura de la tienda. Toda la tienda se estremeció. Entró una ráfaga de viento gélido; los hombres y los niños que estaban en la parte exterior del círculo se apretaron contra las mujeres que rodeaban el fuego. Moom sintió que la leche le fluía de los huesos, notó que recorría los conductos lácteos de su carne y supo que afluía a sus pechos.

Sus senos no tardaron en hacerse grandes y túrgidos y brillaban oscuros a la luz de la lumbre con los pezones rígidos y goteantes.

Las mujeres retrocedieron y se sentaron en cuclillas. Todos se sintieron ahítos. Comenzaron a batir palmas. Tres golpes sonoros, tres suaves, tres rápidos, tres lentos, tararearon la música de las abejas para que la suerte del estío tocara a la familia. Primero las hijas y sus descendientes se acercaron a los pechos y chuparon cada cual de acuerdo con su edad, los jóvenes tanto como quisieron, los mayores mucho menos. Durante todo el ritual, los hombres debían esperar.

Después, cada uno de ellos se acercó al fuego y ofreció parte de sus misterios, un anca enorme y negra de bisonte, un hígado de íbice, el estómago de un mamut lleno aún de flores y raíces. Colocaron todas estas ofrendas en la inmensa caldera de barro, el mayor tesoro de la familia. En ella dejaron caer tizones hasta que comenzó a humear y la tienda se llenó de olores deliciosos.

Moom mascaba la carne azulada del estómago mientras sus maridos mamaban de su pecho para beber luego el flujo de su período menstrual.

Así, la familia de Moom compartía la comida de hombres y mujeres, en el invierno perdido de los tiempos, no muy lejos de lo que un día se llamaría Alesia y más tarde Eleusis, donde en la antigüedad se celebraban unos ritos misteriosos.

Allí encontró Moom el final más terrible cuando vivía la dura primavera de los quince años.

Con la luna de mayo, las aguas habían inundado sus tierras bajando por las laderas heladas del Rey Blanco. Hasta que los hombres dijeron:

—El pis del Rey Blanco ahogará el mundo.

—Pertenecemos a este lugar —arguyó Moom.

—No podemos vivir en el pis del Rey Blanco —le contestaron los hombres—. Debemos marcharnos de aquí.

Como un presagio, un enorme peñasco del Rey Blanco, tan grande que llegaba casi al cielo, cayó a la pradera con un rugido que aflojaba los dientes y que despedazó la tienda de cuero.

Entonces, emprendieron todos la marcha, todos menos la manca Leem, a quien dejaron abandonada a los vientos. Bajaron por los largos riscos de piedra, se internaron en los bosques donde vivían los animales pequeños. La vida en el bosque era dura pues un cazador podía pasarse el día entero buscando una presa que no bastaba para llenar un solo estómago. Pero a Moom le habían sido revelados los secretos de las setas y las bayas, por lo que no perecieron de hambre.

Al otro lado del bosque había planicies tan llenas de bisontes que hasta el aire olía a ellos. Al verlos tan apiñados, Moom se preguntó si no se trataría de una sola bestia con muchos cuerpos.

En el centro de aquellas planicies, por donde fluía el agua, los hombres habían levantado diversas tiendas de cuero e incluso algunas de hierba y barro, más tiendas de las que Moom jamás había imaginado en un mismo lugar.

—Soy Alis —dijo el hombre de aquella tierra cuando Moom hizo bajar a su gente hasta aquellas moradas—. Somos alesianos.

—Nosotros somos mooms —repuso ella, palmoteándose el vientre—. ¡Yo soy Moom! ¡La poderosa! ¡Estoy llena de leche, de sangre y de hijos!

Alis rió. Era alto y tenía una barba gris.

—¡Dieciocho veces hice regresar al Sol! ¡Soy Alis! ¡El más poderoso!

Moom estaba confundida y asombrada. ¿Desafiada por un hombre que ni siquiera podía meterse a la Diosa de la Luna Roja en la alacena de los hijos? ¿Cómo podía ser tan tonto? Ignoraba que Leem había llegado hasta allí viajando deprisa porque iba sola, para pergeñar esta traición.

—¡Calla, que secarás a la Diosa! ¡Yo, en tu lugar, no me arriesgaría a hacerlo!

Moom notó que las tierras de los alis eran amarillas y polvorientas a pesar de tener un río.

La derribó, le quitó las jarreteras y se las puso. Se ató una correa de cuero a la cintura para cubrirse el sexo. Bailó la danza misteriosa de las mujeres, dándose golpes en el vientre y lanzando los gritos del alumbramiento. Entonces, los alesianos construyeron jaulas con árboles jóvenes y fuertes y encerraron a Moom y a sus mujeres.

Cuando apilaron alrededor piedras calientes, Moom corrió por toda la jaula, gritando y chillando, presa de una agonía indescriptible. Sufrió durante un día entero mientras el Sol cruzaba el cielo de Alesia. Y vio a Leem, riendo entre los hombres y saludándola con el muñón. Los barrotes del fondo se cubrieron con la sangre quemada de Moom y ella quedó de color púrpura. Estaba en las últimas. Olía como el poso de la caldera. El pelo se le había vuelto tan frágil que se le desintegró en las manos.

—¡Yo soy Moom! —gritó por fin y murió.

Los alesianos se comieron a Moom y a sus mujeres. Después de aquello, permanecieron acampados junto al río durante toda una estación, pero los hombres no producían leche ni parían hijos. Con el tiempo, llegaron otras mujeres, le quitaron a Alis las jarreteras de Moom y los alesianos se fueron con ellas.

Amanda yacía en el círculo agonizante; lloraba y se sentía exhausta. Las siluetas que la rodeaban estaban muertas de cansancio, reducidas a ascuas fantasmales. En alguna parte sonó una campana.

—¡Amanda! ¡Por los cuatro vientos, levántate! ¡Amanda!

No podía. Estaba demasiado cansada. Unos dedos negros bajaron del cielo y comenzaron a moverse a su alrededor.

—Amanda, debes despertar. Los demonios se apoderan de ti.

La voz fue cubierta por las espesas nubes negras.

—Eres inocente, Amanda. ¡Has sacrificado bastante!

Amanda se sentía pesada y soñolienta. Recordó el verano, el Kool-Aid de cerezas y el delicioso pan de jengibre de mamá, y su casita de juguete, en el patio trasero.

—Jugaba a que era de caramelo…

—¡Amanda, no seas tonta! ¡Estás dejando que te engañen! No pueden llevarte al Verano. ¡Quieren destruirte!

—La cabaña del bosque… pan de jengibre…

—Son monstruos. Quieren comerse tu alma.

Qué tonta le parecía Connie.

—Oh, Connie, ¿no ves que es Tom y otro de sus trucos?

—¡Tom es tu amigo! Pero estas cosas… oh, Dios.

El humo olía a madreselva. Amanda recordó el patio trasero, el sonido alegre del aspersor y a su mamá tarareando una vieja melodía.

—¡Cantad, brujas! ¡Cantad con el alma y el corazón! ¿No veis lo que le está pasando? No es culpable y se la llevarán de todos modos al infierno, porque tiene la desfachatez de querer volver a la vida. ¡Por la Diosa, cantad!

El humo se había convertido en una multitud de siluetas oscuras. Una de ellas se agitó, cobró forma y se convirtió en una hermosa niña de doce años, con un vestido azul. Llevaba una mano oculta tras la espalda y, en la otra, sostenía una trailla. A la trailla iba atada una osa, la osa más grande y más amistosa que Amanda hubiera visto jamás. Al verla se agachó y la miró con unos ojos tan inteligentes que aquella mirada fue como una especie de canción.

—Soy una osa muy especial, querida, porque puedo hacerte ver visiones mucho más bonitas que las que hay en el fondo de esa estúpida caldera.

Dicho lo cual fue tras su ama, que había abandonado el círculo para internarse en la oscuridad.

De la garganta de Constance surgió el último y desesperado grito:

—Amanda, no olvides que no eres culpable…

Amanda fue tras la niña y su formidable osa.