La mañana era de una brillantez implacable; el agua y la nieve derretida hacían brillar cada ramita, cada brizna de hierba. Amanda, al volante de su pequeño Volkswagen, notaba el caro crujido de su traje y el aroma cremoso del perfume.
Comprendió que se internaría en el mundo de la muerte y que su viaje contaba con antiquísimos precedentes. En su paso por las estaciones, Perséfone avanza por el abismo para volver a la vida en primavera. Es la semilla del trigo, oculta en la tierra invernal, que germina plena de vida en verano, dando alimento y prosperidad a la humanidad.
Amanda iba a realizar el mismo viaje que Perséfone, y debía emprenderlo ahora, vestida para un sacrificio. Era evidente que Constance también había caminado por el borde de la muerte cuando Hobbes le disparó. En las culturas antiguas de todo el mundo, de los indios, de muchas tribus africanas, de los pueblos de Siberia, en todos los lugares donde persistía la antigua religión, era preciso realizar este viaje para poder convertirse en guía de los demás.
El Volkswagen avanzó con su zumbido característico. Habían tenido la amabilidad de rescatárselo del barro y de indicarle cómo salir de la finca en coche. Tuvo que seguir un camino casi oculto que pasaba por los montecillos y enfilaba rumbo al norte.
El paisaje de las colinas era espectral, sobre todo si se consideraba su antigüedad y lo que se decía que contenían. ¿Cómo debió de haber sido la ciudad de las hadas? ¿Habría torres de plata, portales pintados, tejados nacarados sofocándose bajo el cielo prehistórico? ¿O acaso las hadas habían llegado, quizás hacía poco, de algún lugar lejano, de las estrellas?
¿No sería quizá que sus antiguas ciudades existían sólo en las mentes de sus seguidores humanos? Sin saber por qué, Mandy creía que habitaban en estructuras parecidas a la sala de reuniones redonda de las brujas. La de las brujas era una civilización de magias, basada en el más simple de los bienes. Su gloria provenía de un pensamiento sin ataduras.
Les resultaba fácil controlar la mente del hombre. Por eso Leannan daba la impresión de cambiar de forma e incluso de tornarse invisible.
Las hadas jamás saldrían a este mundo, no tal como era, un lugar de ilusiones. Se limitarían a observarlo desde sus distantes colinas y desde sus viajes por el cielo.
El objetivo de las brujas era crear un mundo donde se comprendiera incluso a las hadas, un mundo en el que los hombres no consideraran la tierra como algo que no guarda relación con ellos, sino que vieran la humanidad como un órgano dentro del cuerpo vivo del planeta y consideraran todo el universo en su verdadera dimensión, sin la ilusión engañosa de que la especie humana no guarda relación con la profunda continuidad del planeta al que pertenece.
Leannan era sin duda alguna la forma más preciosa que Amanda había visto o imaginado. Al recordar la música de aquella arpa pequeña y casi perfecta, al imaginar aquellos dedos pulsando las doradas cuerdas, casi se echó a llorar.
Redujo la velocidad y cambió de marcha pues delante de ella se extendía un tramo de arena y barro y, de pronto, se encontró fuera del valle de los montecillos, en la granja de las brujas.
Durante la cabalgata de la noche anterior, se había dado cuenta de que se trataba de unas tierras fértiles pero, de día, aquella fecundidad le resultó apabullante. No había tractores y el aire olía al dulzor de las plantas y no a fertilizantes ni a insecticidas.
El aroma era embriagador y entraba por las ventanillas abiertas a medida que avanzaba por el estrecho camino, entre filas de maíz. Estaba entremezclado con paja húmeda y tallos cortados. Entre los tallos caídos y las viñas pardas trabajaban los conciliábulos granjeros. Amanda pasó junto a un grupo de mujeres que segaban el trigo con guadañas. Avanzaban al costado del camino, mientras sus herramientas silbaban en el aire y los tallos caían con un siseo y los granos de trigo saltaban sobre una tela. Mientras trabajaban, iban cantando:
¿Dónde te has metido,
John, grano de trigo?
Al campo he ido,
donde los tallos están crecidos.
Susurraban la canción, como si la cantaran para los tallos. El arrobamiento iluminaba las caras de las segadoras al ver caer el trigo. Cerca de allí, un grupo de niños alegres rodaban sobre los tallos y tres hombres ataban los haces de paja.
Era la primera vez que Amanda tenía la impresión de que ciertas cosas humanas se habían vuelto muy, muy antiguas. La humanidad llevaba muchísimo tiempo dedicada a la agricultura. No sintió en aquellos campos la presencia de unas deidades reales, pero el misterio y la energía de los antiguos dioses le parecieron muy reales. Deméter era la diosa de la Tierra, llamada también Gea, conocida entre los católicos como la Virgen María. De su vientre fértil salió su hija Perséfone, que logró huir de los Infiernos. Los romanos la llamaron Proserpina, y era la diosa de la salud y el bienestar, así como de la muerte.
Amanda tenía que aprender lo mismo que Proserpina. Que el reino de los muertos estaba plagado de conocimientos. Con esos conocimientos, podría llevar prosperidad al Covenstead. Muchos grupos cantaban, las voces sonoras de los trabajadores armonizaban con el clamor de los insectos y los gritos vivaces de los niños. A medida que avanzaba cuidadosamente con el coche, Amanda tomó conciencia de lo plena que era la vida en los campos. ¿Cómo era posible que los seres humanos se hubieran olvidado de semejante magia?
¿Adónde se dirige una humanidad que elige dejar de lado granjas como ésta? Se ha sacrificado gran parte de la alegría de trabajar la tierra. No hacen falta plegarias para ayudar a las plantaciones fertilizadas de Iowa, Kansas y California pero, sin plegarias, somos menos humanos de lo que éramos y nuestras granjas tienen menos vida, nuestros alimentos responden cada vez menos a las verdaderas necesidades de nuestra carne.
Sin embargo, nuestro alejamiento de la magia y de las plegarias no fue casual: bajo la brillante luz del sol se agazapaba el miedo.
—¡Hola, Amanda! —Una mujer alta sostenía en el aire una enorme calabaza y su figura se veía pequeña en aquella extensión de tierra. Amanda la saludó a través de la ventanilla del coche y tocó el claxon. La mujer dejó la calabaza en el suelo y atravesó el campo a la carrera. Amanda se sorprendió al reconocer a Kate, la exmujer de George. Detuvo el coche y se apeó.
—¡Amanda, cuánto has crecido!
Abrazó a Kate, cuyo cabello se había vuelto gris pero cuyo rostro se veía radiante, enrojecido por el sol y el trabajo. Llevaba un vestido suelto, de tela casera, atado con un cordel negro. Calzaba sandalias de cuero atadas a los tobillos. En el pelo llevaba una horquilla con la media luna.
—Kate, no sabía que habías venido aquí.
—Estamos todos. George se había vuelto imposible.
Amanda asintió.
—Constance nos habló muchas veces de que llegaría la Doncella, pero no tenía idea de que fueses tú. Cuando oí tu nombre me pregunté si era posible. Entonces te vi. Nuestra Amanda. No me lo puedo creer.
Se produjo un silencio. Estaba claro que Kate tenía otra cosa en mente. Seguía sonriendo, pero en su sonrisa había dolor.
—Pasé una noche en tu casa —le dijo Amanda—. Y ahora voy a ir para recoger mis cosas.
—¿Lo has visto? Constance ya no quiere que venga a la finca. ¿Está bien? No sé si es la pregunta más acertada.
Era evidente que George no estaba bien.
—¿Te han prohibido que lo veas?
—Cielos, no. Connie no hace ese tipo de cosas. Tengo miedo de verlo. Amanda, algo le ocurrió, algo oscuro que tiene que ver con Constance. No vayas a creer que ella es toda dulzura y claridad. ¡Qué va! De alguna manera logró implicarlo con la muerte. Vio en él unas cosas que lo volvieron obsesivo. Fue como si la muerte se hubiera aposentado en nuestra casa. Pertenecíamos a uno de los conciliábulos de Kominski. ¡Eramos tan felices! Era algo nuevo y divertido. Entonces fue cuando George comenzó con unas sesiones en la finca, en compañía de Constance. Y, sin darme cuenta casi, había comenzado esa serie de experimentos, tratando de matar animalitos para resucitarlos después. —Se interrumpió de repente y miró a su alrededor—. Sigamos hablando en el coche. —Amanda la siguió. Subieron las ventanillas—. Creo que Constance le hizo algo en la cabeza. George cambió. De repente le entró la necesidad de tener una cámara ritual en el sótano.
—¿El Cuarto de la Gatita Kate?
—¡Dios mío, sí! Era una locura. ¿Qué rayos tendrán que ver los gatos con esto? Se encerraba allí para flagelarse. Se lastimaba con velas. Confié en Constance, se lo envié para que lo viera y se puso todavía peor. Su trabajo se convirtió en lo más importante de su vida. Se pasaba días enteros en ese laboratorio en compañía de esa chica horrible, Bonnie Haver, una zorra y una drogadicta.
—¿Bonnie Haver? ¿La que iba a Nuestra Señora?
—Sí, seguramente ibais al mismo curso.
—Me acuerdo de ella. Estuvo implicada en un horrible escándalo, mejor dicho, en más de un horrible escándalo.
—¡Pues no ha mejorado mucho desde entonces! Fue una influencia terrible para George. Cuanto más la veía, más tiempo se pasaba en aquel cuarto espantoso. Dios mío, Amanda, incluso llegué a oler a carne quemada. ¡Fue horrible, horrible! —Dio un golpe con la palma abierta sobre el panel de mandos. El llanto no le permitió continuar.
Evidentemente, Constance ocultaba un lado oscuro. Oscuro y sutil.
Recordó en ese momento los versos de un poema que en una época había sido su preferido.
Soy Damon, el segador, conocido
en todas las vegas que he segado.
Por un momento logró verlo, enorme y oscuro, recorriendo los campos con su enorme guadaña, como un ígneo rayo de sol. Soy el Padrino Damon…
—Era un hombre tan brillante. Y ahora está loco. —Conocido en todas las vegas…
Un corte leve. Y caen los tallos.
Descendiendo a su fría cueva…
Todas las vegas que ha segado.
—¿Por qué viniste aquí?
—Porque quise, estaba desesperada por vivir aquí. ¡Y los niños también! Pobre George… es terrible lo que le ha pasado pero, a pesar de todo, amo el Covenstead.
—¿Te has enfrentado a Constance?
—¡Por supuesto! Me escuchó, después me abrazó y me dijo que siguiera mi camino. Fin de la historia. Amanda, todos comentan que serás la Doncella del Covenstead. Si fuera así, por favor, recuerda cuánto he sufrido. Mi marido ha sido destruido por una de las maquinaciones de Constance.
—Lo tendré en cuenta, Kate. Y haré que Constance me lo cuente todo en cuanto regrese de la ciudad.
Kate le dio un beso en la mejilla. Tenía los ojos anegados por la pena.
—Quiero a mi marido —dijo. Y después volvió a su trabajo.
Al proseguir su camino, Amanda tuvo la sensación de que estaba ocurriendo algo mucho más terrible y oscuro de lo que había pensado. El problema de aquella obra teatral era que a los actores no se les permitía conocer el argumento. Por lo que dejaban de ser actores para convertirse en títeres. No le gustaba ser un títere y menos en un misterio tan feroz y peligroso.
Cuando pasó por delante de los huertos de verdura se puso a temblar. El aire cálido y diáfano se tornó blanco perlado con la neblina producida al derretirse la nieve. Sintió la cercana presencia de una terrible maquinación mágica, terrible y hermosa, dulce como la luz, pero muy peligrosa. Se acordó de los guardias de Leannan, y de sus dientes de rata. Leannan también debía tener los mismos dientes. ¿Acaso las hadas descendían de los roedores, al igual que el hombre desciende del mono, o habrían llegado a la tierra provenientes de otro planeta? Y Constance, ¿qué sabía en realidad y qué pretendía conseguir?
Mientras tomaba la última curva pronunciada del camino, creyó oír el galope de un caballo. Justo en aquel lugar había gritado por el puro gusto de hacerlo, sobre el lomo de Cuervo, cuando volaban juntos. Oh, caballito.
Los límites de la finca estaban indicados por una cerca de alambres desvencijados, unos cuantos postes y un cartel desteñido que prohibía la entrada. Los arbustos de zarzamoras estaban poblados de risas humanas, la risa alegre de los hombres recogiendo moras y, por la bulla que armaban, parecía que se lo estaban pasando en grande.
Cruzó un destartalado puente de madera y se encontró en el mundo exterior. Más allá de un campo segado, había una fila de casas con los postigos cerrados. Recordó que la noche anterior, las luces de aquellas casas se habían apagado y que sus habitantes, cubiertos con capas, habían corrido a su encuentro; recordó sus voces excitadas, el crujido de pies al caminar sobre la hierba seca, el siseo sonoro de la respiración contenida.
A su paso por allí, la habían tocado para darle buena suerte.
La grava del camino dio paso al asfalto. La carretera atravesaba un campo y entonces vio un cartel de madera amarillenta que decía: Corn Row. Más allá había una calle de ladrillo, con pulcros bordillos, flanqueada de árboles medio desnudos. A ambos lados había casas altas, de estilo Victoriano con porches curvados, torrecillas y miradores bordeados de adornos superfluos. Un hombre, con la gorra calada hasta los ojos, la espiaba desde uno de los patios. Tenía algo gordo y verde en la mano y el rostro rígido.
Al aumentar la velocidad, vio que se inclinaba hacia atrás y levantaba el brazo para arrojarle la cosa. Pisó el acelerador a fondo. El motor rugió y, en el mismo instante, lo que le había arrojado chocó contra el techo con un golpe seco y un chapoteo.
Giró por la calle Bridge sobre dos ruedas. El coche se llenó de olor a gasolina. No, no, pensó, no tienen que quemarme. Odiaba el fuego más que nada en el mundo. En sus pesadillas, le perseguía la idea de acabar consumida por las llamas. Se preparó para detener el coche y saltar.
Por extraños motivos, el cóctel molotov no prendió. Mientras aceleraba de nuevo, vio por el retrovisor que el hombre cruzaba la calle a toda velocidad.
Se ocultan al borde del camino, pensó, a esperar a quien se atreva a salir de la finca. Con razón, durante el día, las casas de brujos de esa zona permanecían con los postigos cerrados. Debían encontrarse prácticamente sitiados por sus creencias.
Al bajar por la calle Bridge rumbo a los callejones, se sintió envuelta por la vida apacible de la ciudad. Un camión azul de repartos del Drugstore de Hiscott pasó por su lado, seguido de un pequeño autobús escolar lleno de niños. Giró por la calle Main, en dirección a la escuela de ladrillo, que ocupaba un costado de Church Row. En la distancia, sonaron las campanas. Las ocho y media, todavía era temprano.
Debajo de los árboles más grandes, la nieve derretida parecía lluvia y Amanda tuvo que poner en marcha el limpiaparabrisas. El olor a gasolina se fue disipando lentamente. Amanda avanzaba a alta velocidad; en las calles de aquella ciudad se sentía terriblemente vulnerable. Se sintió tentada de dar la vuelta y regresar a la finca. Pero no pudo. No entendía exactamente lo que debía hacer en la ciudad pero iba a seguir las instrucciones de Constance. En el fondo, presintió que comprendía bien lo que hacía, aunque su conciencia rehusara reconocer el sentido de todo aquello.
Planeaba ir a casa de George, recoger sus cosas y marcharse lo más rápidamente posible. Si eso era todo, la visita podía verse como una forma más de poner a prueba su valentía. Quizás el hombre del cóctel molotov era en realidad un seguidor de Constance. Tal vez por eso el cóctel no había prendido.
—La esencia de la iniciación —le había dicho Constance— es la confrontación con el Padrino. Para dirigir a la gente de acuerdo con las normas del mundo oculto, hemos de conocer la muerte.
La sombra del segador pareció oscurecer toda la ciudad; Damon en la vega de almas. Constance había dicho que Amanda no amaba al Covenstead tanto como a su propia vida. Pero estaba allí, dejando que Constance hiciera lo que quisiera, entregándose a los peligros que su maestra había pergeñado.
El segador segaba con su guadaña silbadora.
Llegó a la esquina de Maple Lane y giró a la izquierda. El jardín de George estaba cubierto de hojas. Las cortinas no estaban echadas y el interior se veía a oscuras. El Volvo de su tío estaba aparcado en la entrada. Amanda aparcó junto al Volvo, apagó el motor y puso el freno de mano. Los arbustos estaban casi desnudos, por lo que el Volkswagen se veía casi desde el final de la calle. Cualquiera que llevase un cóctel molotov no tardaría en descubrir su paradero.
Pasó el dedo por la capa aceitosa que cubría el techo de su coche.
La casa estaba en silencio. Se acercó a la puerta principal y bajó el picaporte. La puerta se abrió.
El recibidor se encontraba a oscuras; la sala, ubicada a la izquierda, estaba vacía. Entró con la intención de atravesar el comedor y cerciorarse de si George estaba en la parte trasera.
Cerca del dormitorio, oyó a Jane Pauley hablar de las judías tiernas de Francia. George estaba en la cocina, acurrucado frente al televisor portátil; con aire ausente se iba llenando la boca de Fritos. En la encimera, junto a él, había una botella de R. C. Cola abierta.
—¿George?
—¡Oh, Dios santo, Amanda! ¡Me has dado un susto de muerte! —La sonrisa se le heló en el rostro; parecía muy cansado—. Creí que te habías ido a vivir a la finca.
—Me parece lo más conveniente, porque haré todo mi trabajo allí.
Se le habían encendido los ojos. La brusquedad de sus movimientos no sugería más que una ira contenida.
—La finca es muy tranquila —continuó Amanda sopesando las palabras.
—No, Amanda, no es tranquila. Anoche celebraron un ritual. Seguramente estarás al tanto. Subía por la calle Stone cuando vi a una muchacha cabalgando desnuda sobre un enorme caballo negro. Hermosa. Se alejó por los jardines antes de que pudiera verle la cara. —Se echó a reír y la risa se transformó en una tos asmática.
¿Qué debía decirle a su tío? Al parecer lo ignoraba todo de ella y, sin embargo, se suponía que él también era brujo. Amanda decidió ir con cuidado.
—Constance me comentó que anoche hubo un incidente en la ciudad.
—Todo el mundo, de aquí a Morris Plains, no habla de otra cosa. Y te acordarás del hermano Pierce, ¿no? Aquella belleza. Tiene un ataque de rabia. Hubo una persecución. Algunos de sus seguidores mataron al caballo de la chica y luego fueron atacados por una bandada de cuervos cerca de las ruinas de Willowbrook. ¡La ciudad entera se ha vuelto loca! Sintonicé la emisora de Altoona, a ver si decían algo, pero los noticiarios no comentaron ni una palabra. No obstante, a nivel local, el episodio ha causado sensación.
No era propio de él charlar de aquel modo. George siempre le había parecido poco hablador, como su padre, cuya especialidad eran los largos silencios.
Cuanto antes entendiera la naturaleza de esa última prueba, antes podría refugiarse en la seguridad de la finca.
—Olvídate de la ciudad, George. Cuéntame cómo te van las cosas.
—¿A mí? Pues estupendamente. Mi experimento no podría ir mejor.
—¿El hermano Pierce te ha dejado por fin en paz?
—Tus amigos se han encargado de eso. Ahora sólo le preocupan las brujas. —Sonrió levemente—. Deberías ver lo que han colocado frente al tabernáculo. En cierto modo es gracioso.
¿Por qué se mostraba George tan incómodo? ¿Por qué se le veía tan asustado?
—Tengo que hacerte una pregunta —dijo Amanda rápidamente—. ¿Eres mi Padrino?
—Hacía años que no pensaba en ese tema. Pero sí, se supone que soy responsable de tu bienestar espiritual.
—Ah, entonces eres tú. (Conocido en todas las vegas que has segado).
—El mismo que viste y calza. —Sonrió.
Efectivamente, aquella prueba se refería a la muerte. A su muerte. Constance había ido demasiado lejos.
—Tengo mucho trabajo por hacer en la finca. Recogeré mis telas y el resto de mis cosas y…
—El hermano Pierce y los suyos han colocado un poste y han preparado una hoguera delante del tabernáculo. Una hoguera rodeada de pilas de madera. Es un panorama de lo más dramático.
Amanda aún podía oler el vaho de la gasolina.
—No me sorprende.
—Ellos mataron al caballo. Era una criatura hermosa. Lo oí. Fui la primera persona que llegó, después del sheriff. Él también es brujo. Al menos eso se dice.
Amanda se acordó del ayudante del sheriff, que era fundamentalista. Indudablemente, el departamento de policía tenía que ser un sitio tenso.
—¡Qué horrible matar así a un animal! —Procuró que no le temblara la voz. Tenía la sensación de que si se movía con brusquedad, su tío intentaría apresarla.
—Yo lo vi. Bonito animal. El pobrecito no murió de inmediato. Me pone enfermo oír gritar a un caballo. El sheriff tuvo que poner fin a su agonía.
Amanda miró fijamente su amplia sonrisa. Hasta ese momento se había consolado pensando que Cuervo no había sufrido. Entonces tuvo una visión de la muerte del semental, tal como ocurrió:
Durante unos segundos permaneció callado, confundido, sin entender lo que le ocurría. Cuando se dio cuenta de que uno de sus flancos yacía en el suelo, y que ya no galopaba, intentó levantarse. Fue entonces cuando sintió el dolor, terrible, palpitante, que le recorrió el cuello partiendo de la nariz. Cuando gritó, le respondieron una risotada y una patada en el morro. Volvió a gritar con la nariz ensangrentada y rota. Sólo podía ver con un ojo. Cuando logró calmarse, buscó a Amanda.
Entonces vio la estrella del Norte. Había comenzado a galopar hacia unas montañas enormes, nevadas. El tiro de gracia del sheriff le había puesto alas.
—Amanda, lo siento. No quería molestarte. —Avanzó hacia ella con torpeza.
—No estoy molesta. Simplemente, no me gusta la crueldad con los animales.
—Amanda…
—George, tengo que irme.
George lanzó una risotada aguda y de repente se calló.
—Estoy nervioso. A veces tengo la impresión de que Maywell podría ser el infierno.
—A lo mejor no te falta razón. —Quería marcharse de allí.
—Dame la mano, cariño.
—No, George.
—¡Eres mi ahijada! Quiero que seamos amigos.
—¿Hay algo que te preocupa, George? —preguntó para ganar tiempo y, al hacerlo, dio un paso atrás, alejándose de él.
—¿Preocuparme? No me preocupa nada. Estoy bien.
—Tienes muy mala cara. —Dio otro paso atrás. Para pasar esa prueba debía entrar en la cueva del Padrino Muerte y regresar de ella con algo precioso. Allí estaba; y el tesoro eran las herramientas de su arte.
—He trabajado hasta tarde y no como muy bien desde que estoy solo. —Agitó la botella de cola—. Amanda, me alegro infinitamente de verte.
¿Cómo podía infundir tanto miedo una persona tan fracasada?
—Tranquilo, George.
—No voy a hacerte daño.
—No te muevas de ahí, George. No des un solo paso. Por favor, no te acerques a mí.
—Amanda, no lo entiendes. Te ofrezco un lugar en la inmortalidad. —¿Pero de qué hablaba? Aquello no parecía formar parte del guión—. ¡La inmortalidad! ¡Conocerás el secreto del tiempo!
—Cálmate, George.
George agitó la botella de cola; escupía al hablar.
—Podrán odiarme, podrán reírse de mí, podrán destruir mi trabajo, ¡pero nunca matarán mis ideas! Mis ideas seguirán viviendo en el tiempo y, al final, triunfarán. —Sonrió como una marioneta. En aquella sonrisa, Mandy vio reflejada la verdad. George había fallado, total y completamente, y su fracaso lo había vuelto loco.
Mandy no pensaba más que en marcharse pero su tío se había colocado entre ella y la puerta principal, por lo que se vio obligada a convencerlo de que la dejase ir.
—George, contrólate. Si hay algo que no funciona, podemos sentarnos y discutirlo como dos personas civilizadas. Puedo ayudarte, George.
—¡Desde luego que puedes! ¡Eres joven, fuerte y tienes la talla justa!
¿De qué estaba hablando?
Cuando se abalanzó sobre ella, Mandy logró correr hacia la puerta.
George se movió con garbo. Sus largos brazos la rodearon por el cuello. La fuerza de su maniobra fue tal que la botella de cola se estrelló en mil pedazos contra la pared del fondo.
Seguramente quería violarla. La talla justa, pensó Mandy amargamente. Le ofrecería más resistencia de la que él esperaba.
Pero George hizo un movimiento tan repentino que la levantó en vilo.
—Iremos al sótano ahora mismo. ¡Idiota, no te resistas! Todo saldrá bien. No tienes de qué preocuparte.
—¡Maldito bastardo! Atrévete a violarme y te arrancaré los cojones a patadas. —Estaba dispuesta a hacerlo.
—¿Violarte? Jamás haría una cosa así. Respeto demasiado a las mujeres.
—Mira, George, vas a… ¡Deja ya de empujarme! ¿Adónde intentas llevarme?
—Al sótano, querida. Mi equipo está allá abajo.
Mandy se retorció intentando soltarse cuando recordó la habitación llena de fotos de gatos. La guarida del Infierno.
Dios, aquello estaba amañado. Él era el Infierno y la había sorprendido a pesar de toda su cautela, igual que en el antiguo mito. La arrastraba a las profundidades de la nada.
—Vamos, deja ya de patear. No podrás escaparte.
—¡George, te lo advierto, déjame marchar! —No logró colocarse en buena posición para lastimarlo. Si lograba conducirla hasta el sótano, habría fallado la prueba.
—Es un regalo que te hago. Sabrás lo que es morir y volver a la vida. Imagínate, lo sabrás. Serás famosa, Amanda.
Tardó unos segundos en darse cuenta de lo que se proponía. Cuando lo comprendió, el pánico se apoderó de ella y se puso a gritar. ¡Se disponía a matarla con su máquina! ¡Matarla! Aquello no era un juego. Constance la había enviado literalmente a la muerte.
—¡No lo has probado! ¡Sería un asesinato!
—Funciona perfectamente y es seguro.
—¿Entonces por qué está en el sótano y no en tu laboratorio? George, por favor, escúchame. Tienes que recuperar la calma.
No hacía más que decir tonterías y lo sabía. Su cuerpo, sus huesos, su sangre joven eran presa del pánico. Entonces estalló. Se contorsionó, se retorció, logró hundirle las uñas en la mejilla. Cuando George dio un paso atrás, ella lo pateó hundiéndole los talones en la espinilla, debatiéndose como una loca.
Y, de repente, logró liberarse.
Trastabilló un segundo y salió corriendo hacia la puerta de la cocina. Gruñendo, George la siguió de cerca; de la nariz ensangrentada le colgaba un trozo de carne; se precipitó hacia ella.
Mandy logró trasponer la puerta, corrió tan rápido como pudo y rodeó el Volvo de su tío; resbaló sobre la hierba húmeda y cayó al suelo.
George saltó sobre ella con tal fuerza que a Mandy le salió el aliento silbando por la boca. Se retorció y logró quitárselo de encima; tropezando, llegó a su coche. Subió y, desmañadamente, intentó meter la llave en el arranque. Cuando por fin lo logró, George metió el brazo por la ventanilla y la aferró de los cabellos.
—¡La inmortalidad, belleza mía! ¡Tendrías que sentirte feliz! ¡Feliz!
Fue tal el dolor que sintió cuando le tiró del pelo que vio como chispazos. Pero arrancó el coche. Con las pocas fuerzas que aún le quedaban, puso la marcha atrás y soltó el embrague. Sintió un pinchazo en el hombro. Cuando se volvió a mirar, George retiraba la jeringa. Mandy lanzó un grito y se aferró el brazo.
—Amanda, sólo es escopolamina —le dijo en tono de disculpa—. No te hará daño.
Mandy se miró el hombro horrorizada. Sintió que la invadía una cálida ola tropical. En la distancia, oyó el ruido del motor. ¡Deprisa! ¡Qué lento eres!
Pisó el acelerador. De lejos, muy lejos, le llegó una risa amable.
—Tengo la llave, cariño. Te la he quitado. No puedes conducir, el motor no está en marcha.
¿Qué le pasó al motor?
—Volvamos a casa.
—No… no… gracias… —¿Era ésa su voz? Tan hueca y lejana.
—Vamos, andando.
Abrió la puerta y le puso la mano debajo del codo.
—Vamos, Amanda. Tenemos mucho trabajo por hacer.
Se levantó y salió del coche, aunque no quería hacerlo. Al parecer no había modo de resistirse. Cuando entró en la casa, Mandy volvió la mirada atrás, apenada. Después, George cerró la puerta y la guió por el largo vestíbulo hacia el porche.
—¿Tom?
—¿Qué es eso?
Estaba en la sala de juegos, echado como un enorme pitón negro sobre el respaldo del sofá; movía la cola retorcida y le brillaban los ojos.
—¡Tom, ayúdame! ¡Tom!
George miró a su alrededor y le dijo:
—Cariño, aquí sólo estamos tú y yo. —Por algún motivo no veía al gato.
Tom se frotó contra el sofá y bostezó.
—¡Por favor, Tom, por favor te lo pido!
—Ten cuidado, cariño —le advirtió George—, que vamos a bajar la escalera.
—Una escalera… —Por favor…
—Así. Y, ahora, hasta abajo. Venga. Así, muy bien. Quédate quieta, no te muevas.
Habría sido incapaz de moverse aunque hubiera querido. La voz de George era lo único que la hacía reaccionar.
—Eeeh, te estás balanceando. ¿Lo habías notado? He tenido que inyectarte una buena dosis de escopolamina, cariño. Dentro de nada te apagarás como una luz. Anda, vamos, date prisa.
Otra vez el Cuarto de la Gatita Kate. No le gustaba el Cuarto de la Gatita Kate. En el techo había una foto de una galaxia dando vueltas en espiral a través de la eternidad. Superpuesta a esa foto había otra de un gato negro y delgado. Negro, bonito y peligroso.
—¡Tom, ayúdame!
—Por favor, cruza las manos delante. Lamento no tener correas, sé que serían más cómodas. Pero no puedo arriesgarme a que te muevas en sueños y rompas las bobinas. Además, cuando te despiertes te sentirás un poco mal, creo, así que será mejor de esta manera. ¿No es mejor, cariño?
En la distancia, como en una nebulosa, sintió que la ataban de pies y manos; sintió una cuerda que le rodeaba el cuerpo, mientras el mundo se le alejaba cada vez más.
Tuvo unos sueños vagos en los que aparecía la hermosa dama de la montaña, el Rey del Acebo, Cuervo y todo ese nuevo mundo.
Y vio a Tom… bostezaba mientras George se disponía a matarla.
Lo primero que vio cuando recuperó la conciencia fue la cara terrible de la pantera en el techo.
—Hola, Amanda. ¿Cómo te sientes?
—Me duele la cabeza. —Intentó moverse, pero advirtió que seguía atada. Su confusión era total. Estaba firmemente atada, rodeada de unos dispositivos de cerámica marrón. Intentó moverse otra vez pero las cuerdas estaban muy tensas.
—¡He muerto! Me has matado, ¿verdad?
George le puso la mano en la cara y la informó:
—Vamos a empezar el experimento ahora mismo, cariño. Antes he tenido que dejar que se te pasaran los efectos del somnífero. Has dormido todo el día.
La más negra desesperación tapó el rayito de esperanza que había comenzado a iluminarla por dentro.
—¡No! ¡No!
—No grites así, cariño. Estas casas están muy cerca unas de otras.
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Cállate ya!
Oyó un zumbido y sintió que la mesa oscilaba. Un terrible hormigueo le recorrió el pecho, centrándosele en el corazón.
—Te veré dentro de unos minutos… ¡Adioooós!
La envolvió la oscuridad.