16

El sonido de un goteo despertó a Mandy. Abrió los ojos y vio un suelo de tierra. Le dolían los hombros y los muslos y notó que la cubría un cuerpo masculino y grasiento. La mañana, despiadada, no mentía; Robin necesitaba un baño.

Cuando se despertó del todo, la invadieron unas emociones poderosísimas. Sentía pena por la muerte del caballo pero, al mismo tiempo, algo nuevo se gestaba en su interior, una rigidez, como si sus huesos se hubiesen impregnado de acero y los músculos se le hubieran llenado de una energía electrizante. Robin no era un ejemplar que se diferenciara mucho del padre de Mandy, aunque era más pequeño, y ella sabía muy bien que era perfectamente capaz de compartir el poder con un hombre, o, si lo deseaba, incluso quitárselo.

Más allá de estos nuevos poderes y sensaciones recién descubiertos, había algo mucho más grande. En las últimas veinticuatro horas había surgido como el nuevo centro de su entendimiento, obligándola a revisarlo todo. Era el recuerdo de Leannan Sidhe, el Hada Reina. Recostarse en la paja sabiendo que había visto a Leannan y que las hadas eran reales, le hizo experimentar la alegría más exquisita. Para ella, el significado del mundo se había vuelto más profundo, más rico. La alegría que la embargaba se extendía más allá del amor por Leannan, e incluía a Robin, a Constance, a todo el Covenstead. Creía haber alcanzado el centro de la belleza del mundo.

Estuvo desperezándose durante un buen rato, sintiendo cada músculo, cada miembro.

El agua gorgoteaba, tintineaba en el exterior del edificio de paredes de barro y ramas. Aquí y allá, a través del techo de paja, las goteras dejaban caer alguna gota. La nieve caída fuera de época se estaba derritiendo.

A su alrededor, la gente suspiraba y roncaba. Era la única que estaba despierta, pero los animales resollaban en sus establos. Al otro lado de aquel mar de cuerpos dormidos, una cabra de ojos dulces iba rumiando su paja.

Además de la potente sensación de bienestar, había una realidad física que no podía pasar por alto. Se sentía pegajosa, más sucia de lo que jamás había estado desde su época de zapatillas destrozadas y castillitos de arena. No recordaba haber deseado nunca una ducha tanto como en aquel momento. Al oír el ruido de las goteras, le entraron unas ansias tremendas de mojarse la piel con torrentes de agua tibia, de oler el aroma del jabón al lavarse los rastros de la batalla de la noche anterior.

Miró los espectrales losanges que flotaban en los ojos de la cabra. Por alguna razón, aquella cabra no le parecía del todo inocente. ¿Quién sabe lo que contiene la mente del animal… ese vacío simple que parece estar presente o una inteligencia silenciosa, inmóvil? Movió las orejas hacia adelante. El hecho de que Mandy la mirara le había provocado curiosidad.

Y volvió el recuerdo del trueno en la oscuridad. El chispazo duro de la escopeta, los estertores temblorosos de su caballo.

¿Su caballo? Ni siquiera sabía su nombre.

Pero, durante unos momentos, aquel caballo había formado parte de ella. Era el hombre encubierto que llevaba dentro y que había tocado en un par de ocasiones. Mandy creía que en toda mujer vive un padre y un hombre bandido, al que se accede a través de ese amor apasionado que suele afectar a muchas adolescentes. Mandy recordó que había coleccionado fotos de caballos y que había asistido a la feria del condado a ver a los trotadores.

No se puede matar así a un magnífico caballo.

Al moverse, la mano de Robin fue a posarse sobre el muslo de Mandy. Ella se la llevó a los labios y la besó. ¡Qué extraño le resultaba! Decidió que lo que sentía por él no era amor, sino pasión. Para ella, se trataba de una experiencia muy rara. Sus relaciones con los hombres no eran directas. Había habido demasiada ira entre su padre y ella como para que pudiera confiar en un hombre.

Le mesó los cabellos, le tocó la cara dormida. ¿Llegaría a amar a aquel hombre que le habían entregado, o acaso el regalo excluía ese sentimiento desesperado?

A través del respiradero del techo, le llegó una ráfaga de luz. Afuera, las gallinas cacareaban y un gallo se puso a cantar con todos sus bríos. Una vaca comenzó a dar coces en su establo, y se escuchó un sonido como de cloqueo.

Algo se movió en las sombras rompiendo la oscuridad que rodeaba el muro. Cuando Mandy levantó la cabeza para ver mejor, el movimiento cesó.

Pero no se llamó a engaño. Su breve experiencia con la naturaleza había cambiado sus percepciones. Los animales no iban a engañarla tan fácilmente con sus tretas. Sabía que allí había algo.

Volvió la quietud y, entonces, las sombras comenzaron a moverse otra vez. Algo comenzó a deslizarse entre los durmientes, modificando la curva de una pierna, el grosor de un muslo, el largo de un brazo.

Mandy comprendió de inmediato lo que estaba viendo y, cuando lo hizo, se metió el puño en la boca para no gritar. Se movía sin pausa por la habitación, con la cabeza apenas separada del suelo, la lengua agitándose en el aire y los ojos como dos pomos relucientes.

Mandy la vio entrar al centro del círculo. En medio de aquel cuerpo había un bulto del tamaño de una rata. Mediría por lo menos metro ochenta; era una enorme criatura roja y amarilla, rebosante de una salud reptil. Volvía a su nido después de la cacería del alba.

La víbora no era tonta. No intentó acercarse a los establos de los animales sino que se dirigió a la puerta, pasando por encima de la gente dormida con toda impunidad y manteniéndose alejada de los seres con cascos. Mientras se deslizaba sobre el trasero de una niña, ésta se echó a reír en sueños.

Apenas diez segundos más tarde, cuando había desaparecido a través de una rendija que había junto a la pared, sonó el gong. Alguien tosió. La niña se despertó riendo. Otras sombras comenzaron a levantarse en la penumbra. La gente buscaba sus capas, sus chaquetas, sus camisas. Mandy decidió observar el ajetreo con los ojos entornados. No quería perder la más mínima oportunidad de conocer mejor a aquella gente. Había aprendido a aceptar que era importante para ellos y por eso le fastidiaba tanto saber tan poco de ellos. Había aprendido ya que las preguntas no le revelaban demasiado. Al preguntarles sus nombres, le respondían Llama, o Margarita Silvestre, o Granate, o algo por el estilo. Pero nunca le daban su identificación legal.

Como si existiera en parte en su imaginación y en parte en la realidad, vio a Tom colgado de las alfardas, como algo vivido que se esfuma. Ese gato había hecho cosas tremendas. En su forma de respirar se le notaba la furia.

El ajetreo generalizado de la habitación despertó a Robin. Se movió, se estiró, gruñó.

—Hola —lo saludó ella.

—Seguro que estoy vivo, porque me duele todo.

—No eres el único. Y además de estar dolorida, tengo hambre.

—Afortunada tú que no tendrás que desayunar y marcharte —le dijo Robin riéndose—. Yo voy todos los días a Nueva York.

Sin duda, aquello era broma. El Rey del Acebo no podía ser uno de ésos que iban todos los días a la ciudad.

—No pongas esa cara. Me haces sentir como un bicho raro. Voy al Instituto Pratt. Estudio diseño. Nada del otro mundo. Muchos de nosotros viajamos a la ciudad. Al fin y al cabo, el Covenstead ha de existir en el mundo real. Y puedo asegurarte que está ahí fuera, escupiendo humo y vomitando torrentes de Big Macs y aparatos VCR.

Se puso de pie y dio unos cuantos pasos vacilantes.

—Rayos. Quizá tenga que faltar a clase. Fíjate qué pies.

Mandy le tocó los cortes, los morados, las protuberancias. La noche anterior, además de desnudo, había corrido descalzo. Teniendo eso en cuenta, los pies no le habían quedado en tan mal estado.

Ahora que estaba completamente despierta, recordaba la Persecución Salvaje con todo lujo de detalles. Y se cuestionó la moralidad de semejante escapada. Robin y ella habían abusado de sus cuerpos. Pero, por encima de todo eso, estaba el caballo muerto y la terrible persecución que bien podía haber terminado con la muerte de ambos. La Persecución Salvaje le había dejado el deseo de formular preguntas difíciles. Sin saberlo, Mandy estaba dando los primeros pasos titubeantes que la llevarían a ser jefa.

—¿Por qué fuiste a la ciudad?

—Porque la Persecución Salvaje no habría sido salvaje si no hubiera habido peligro. Y, además, porque los conciliábulos de la ciudad se habrían sentido decepcionados.

—Podrías haber encontrado peligro en los bosques.

—¿Un peligro seguro? Vamos. Nuestro enemigo vive en Maywell.

—Perdí mi caballo.

—Cuervo era un animal fabuloso.

—Lo quería.

—Anoche formaba parte de ti, ¿no es cierto?

—Más de lo que puedes imaginar.

—Entonces, sigue siendo parte de ti, Amanda. Ahora y siempre. Y deberías estarle agradecida al hermano Pierce. Él te ha dado a Cuervo.

—¡Eso es ridículo!

—No existe aire más dulce que el que respiramos después de haber huido de nuestro enemigo —le dijo Robin, acariciándole la cara—. Anda, ven, vamos a desayunar.

Mandy se mostró dispuesta a que la acariciara y a dejar que su voz la consolase. La Persecución Salvaje había terminado. No hizo falta que nadie le dijese que también había superado esa prueba. Lo sabía por la nueva fuerza y la seguridad que sentía en su interior.

Salieron. Era una mañana apacible. El suelo estaba empapado, surcado de diminutos torrentes de agua. Hacía frío. El aire olía a pan caliente y fuego de leña, y de la montaña soplaba un vientecillo helado. Robin inspiró y miró a su alrededor.

—Si hubiera nevado hace una semana o la nieve hubiese durado un día más, habría destruido nuestras cosechas.

—Habéis tenido suerte.

—Muchos de por aquí creen que Leannan puede controlar el tiempo. Lo cierto es que todos los conciliábulos han hecho encantamientos para que la nieve se derritiera. Quizá sea ésa la causa.

—Enséñame algunos hechizos.

—A su tiempo.

—Oh, vamos. Estoy harta de que me tengáis en suspenso. ¡Quiero aprenderlos ahora!

—¡Mira eso… deprisa! —Señaló hacia una maraña al pie del monte.

—¿Qué?

—Hadas —repuso Robin echándose a reír—. Has de ser rápida para verlas.

—Me gustaría volver a verlas de cerca.

—No te lo permiten.

—Me gustaría volver a ver a Leannan. Pero verla de verdad.

—Exceptuando a Constance, eres el único ser humano que ha visto a Leannan. A menos que existan algunos que la hayan visto y no hayan sobrevivido a la experiencia.

Lo que acababa de decirle la estremeció pero, al mismo tiempo, la llenó de alegría. Echó la cabeza atrás, riendo para sus adentros. Recordó el cabello rubio plateado, aquella cara con su sonrisa risueña y sensual.

—Te preguntas cómo será, ¿verdad?

—Claro —repuso Robín con una voz penetrante que a Mandy se le antojó decepcionada.

Llegaron a una cabaña, cerca del centro de la aldea. En el interior, Ivy preparaba gachas de avena en un recipiente sobre un fuego abierto. Era la primera vez que Mandy entraba en una de las cabañas. Tenía el techo bajo y había dos camas improvisadas contra dos de las paredes. Estaban tapadas por unas colchas marrón oscuro de tela casera. Cada cama era lo bastante ancha para dos personas. En el centro de la habitación había una mesa larga sobre la cual se veían cuatro tazones de barro. En medio de la mesa, sobre una tabla, había una hogaza de pan integral. Junto al pan habían dispuesto una enorme cuña de queso blanco y una jarra. Había tazas de barro y cucharas de madera. Un muchacho vestido con un traje gris de rayas puso unos platos junto a los tazones.

—Buenos días, Ivy —saludó Robin—. Buenos días, Chaqueta Amarilla.

—Tenéis un aspecto lamentable —repuso Ivy—. Y oléis peor. Bajad al sudadero, por favor. Todavía quedará bastante comida cuando os hayáis adecentado.

Robin tomó a Mandy del brazo y la llevó fuera.

—Ésta es su casa, será mejor que no la hagamos enfadar.

—De todos modos, me encantaría tomar un baño.

—¿Ya sabías lo del sudadero? Esperaba que fuese una sorpresa.

—¿De qué me estás hablando?

—Del sudadero. Lo he diseñado yo. La estructura, el equipo. Todo.

Mandy no había reparado en el largo edificio bajo que se acurrucaba en el borde de la aldea. De las altas chimeneas que tenía a ambos extremos salía humo. Estaba construido con ladrillos y tenía el tejado de placas de cedro.

Junto a la entrada había una fila de zapatos y botas. Un alero protegía las ropas de los elementos.

—Cuelga el resto de tu ropa debajo de la capa.

—Sólo llevo la capa.

Se desvistieron juntos. El aire fresco de la mañana le azuzó la piel y Mandy se tocó los pechos.

—Espero que ahí dentro haga calor.

Robin abrió la puerta y ante ellos apareció un humeante país de las maravillas. El aroma fue inolvidable, una mezcla embriagadora de pino, cedro y jabón. En lo alto, las vigas de cedro sudaban. Había tres bañeras de azulejos. Debajo de ellas ardían unas estufas. La gente estaba sentada con el agua hasta el cuello. Una mujer masajeaba suavemente a otra que estaba tendida sobre una mesa de madera. Dos hombres hacían ejercicios sobre el suelo húmedo de pizarra. Todos hablaban en voz baja y reían. Los hombres se afeitaban delante de un espejo largo que chorreaba agua, sus caras cubiertas de espuma verde claro. Una chica rubia y alta echó leña al fuego y después se dirigió a un enorme dispositivo de cañamazo. Metió el cubo de cañamazo en una de las bañeras y mediante una polea lo subió hasta el techo.

—La ducha está lista —anunció dirigiéndose a Robín y a Mandy.

Por fin se le concedía un deseo. Sin embargo, el jabón no era Ivory. Las barras eran pesadas y verdes, veteadas de hierbas. Hacían una espuma espesa que olía a menta y le dejó el cuerpo suave y muy limpio, casi como si la piel hubiera sido penetrada y renovada desde dentro.

—Enjuagaos ya —les ordenó la chica—, casi se os ha acabado el agua.

Mientras Mandy terminaba de ducharse oyó que la muchacha les decía a los que estaban en las bañeras que se dieran prisa.

—De Maywell sólo sale un autobús para Nueva York —le explicó Robin, mientras se secaba con una toalla enorme y rugosa—. Si lo perdemos, tenemos que faltar al trabajo. Por eso solemos dejar el baño ritual para las noches. Esto es una variedad de los baños comunitarios. —Dicho lo cual se metió en una de las enormes bañeras. Mandy lo siguió deslizándose en el agua deliciosa. Los demás comenzaron a salir y, pronto, toda la bañera quedó para Robin y ella.

—¿Qué hacéis en Nueva York? Tenía la impresión de que vivíais aquí aislados, dedicados a cultivar la tierra y cosas por el estilo.

—Tenemos una granja enorme. Pero, además, estamos empleados. Tenemos carreras. Y algunos no queremos abandonarlas. Además, nuestra economía no es del todo autosuficiente. Hay cosas que tenemos que comprarlas al mundo exterior.

—Como cerillas…

—No las necesitamos. Usamos velas hechas de junco y sebo para encender fuego.

—¿Y keroseno?

—Dudo que en todo el Covenstead se gasten más de cincuenta litros de keroseno al año. La cera para las velas la obtenemos de nuestras abejas. Tenemos unas colmenas estupendas y Selena Martin es una maestra en apicultura.

—Pues la medicina, la cirugía. Los medios avanzados de diagnóstico.

La asistente los interrumpió para informarles:

—Voy a apagar el fuego. Ya es tarde y tienes que coger el autobús, Robin.

Robin se limitó a asentir con la cabeza y le comentó a Mandy

—No me creerías si te dijera que la medicina moderna es en cierta medida, una adicción. Cuanto más dependes de ella más la necesitas. Cuando enfermamos y nos ponemos de verdad malos, el equipo médico pone manos a la obra. Usamos eficazmente medicamentos a base de hierbas. En cuanto a los diagnósticos Constance es extraordinaria. Y además, puede curar. Cuando una bruja elige la muerte, todo el Covenstead lo celebra. Es triste decir adiós pero también nos sentimos felices por la bruja que muere. Ya aprenderás lo que es el País del Verano, donde creemos que vamos después de muertos para esperar la resurrección Las brujas no niegan la muerte. Para nosotros, la muerte es una ocasión tan rica y alegre como un nacimiento o una boda

—Yo siempre la he considerado una tragedia.

—Por hábito cultural. La muerte es otra fase de la vida, quizá la más plena, la mejor.

—¿Pero qué pasa si alguien, una bruja por ejemplo muere en la más abyecta agonía por un cáncer de pecho? ¿Qué hacéis entonces? ¿Os ponéis a bailar y a cantar?

Por un momento, a Robin se le nublaron los ojos.

—Una muerte dura también es una bendición. De todas maneras, contamos con potentes drogas para el dolor, por no mencionar la hipnosis. Pero todo eso es competencia de Connie. Yo no sé mucho de estos temas.

—¿Qué es ella, además de vuestra jefa?

—No es nuestra jefa. Connie cumple una función mucho más parecida a la de una madre que a la de una gobernadora. A ella acudimos cuando necesitamos consejo, ánimos, medicina. Sea lo que sea lo que necesitemos, ella está siempre allí.

Entonces, ése iba a ser su papel. Los años habían pasado y Connie se había hecho vieja.

—Quiere que yo sea su ayudante. Por eso me llaman Doncella.

—No tiene ayudantes. Es Bruja Vieja. En su época también fue Doncella. Al ir madurando, cambió el carácter del Covenstead. Cuando ella era Doncella, las cosas eran mucho más salvajes, más intensas. Durante su Maternidad fuimos constructores.

—No sé si iré a trabajar. Tengo los pies hechos un desastre.

En una taza se sirvió un denso líquido marrón que había en la jarra, se lo bebió y cogió el pan y el queso. Chaqueta Amarilla se levantó para marcharse.

—Adiós, Ivy, y gracias. Adiós, Amanda.

Ivy y Chaqueta Amarilla se besaron en la puerta.

—Los abogados la vuelven loca —susurró Robin—. Pero no es tonta. Las comunidades utópicas pueden desintegrarse, pero los diplomas de abogado duran toda la vida.

—Como cínico no me resultas convincente, Robin. —Le dio un beso tímido, gracioso, que la sorprendió tanto como a él. No lo había besado por amor. Lo más acertado era decir que Robin le inspiraba poesía. Lo observó mientras comía, sus largas manos manejaban los utensilios y el grueso jersey dejaba entrever su fuerza. La noche anterior había hecho el amor con aquel hombre.

¿De veras? No, había hecho el amor con el Rey del Acebo. Y ésa era la diferencia entre ambos: él era el Rey del Acebo en la Persecución Salvaje, pero ella era Amanda.

—Hermano, déjame ver esos pies —le ordenó Ivy arrodillándose ante él.

—El derecho es el que está peor.

—Ya lo veo. Se te han reventado las ampollas. —Le palpó las heridas—. Por suerte, los pinchazos son de espinas y no de clavos. Pero, para estar más seguros, será mejor que le digas al doctor Forbes que antes de marcharse a la ciudad te ponga la antitetánica.

—Fantástico.

A Amanda le interesó la conversación.

—¿Quién es el doctor Forbes?

—Un brujo —repuso Robin—. Su nombre de brujo es Estrella Vincapervinca, por eso le seguimos llamando doctor Forbes. Nos pone las vacunas y cosas por el estilo. Olvidé hablarte de él porque no me gustan las inyecciones.

—Te prepararé un ungüento de árnica para cuando vuelvas —le dijo Ivy—. Pero más te vale enseñarme el pinchazo de la aguja.

Robin abandonó la cabaña con aire desconsolado.

—Dentro de unas horas se encontrará estupendamente —dijo Ivy, ajetreada en la cocina—. Y, en cuanto tenga la certeza de haber perdido el autobús de la ciudad, probablemente mejore a ojos vista. —Miró a Mandy y añadió—: Tengo tocino entreverado. Es del cerdo de la aldea y está riquísimo. Nos sentimos orgullosos de este producto.

—¿Bacon?

—Sí, ¿por qué, no te gusta?

—Sí, pero no sé, me había hecho la idea de que erais vegetarianos.

—Algunos de nosotros, sí. Pero yo no y creí que tú tampoco. Además, comes como si tuvieras un tremendo apetito. Te vendrán bien las proteínas. —Empezó a servirle. Mandy hizo ademán de ayudarla, pero Ivy no se lo permitió—. Prácticamente eres ya la Doncella del Covenstead. Permite que te demuestre mi respeto dejando que te sirva, si es que no te incomoda demasiado.

Su primer impulso fue contestarle que se sentía incómoda, pero la verdad era bien diferente. En el fondo de su alma, el puesto en el que la estaban colocando le parecía el adecuado.

Pero estaba preocupada. Los retos de los últimos dos días le habían hecho notar que su personalidad estaba cargada de una pasividad que desconocía. Al arrojarla a una situación difícil tras otra, Constance y las brujas le habían demostrado que en raras ocasiones se había hecho cargo de su propia vida y que, cuando lo hacía, no se le daba nada mal. El problema estaba en que había visto la pasividad pero no la había vencido del todo. Si iba a hacerse responsable de toda aquella gente y de su extraño estilo de vida, especialmente en tiempos de persecución, tenía que llegar al fondo de sí misma y transformar aquella pasividad en fuerza.

Se había pasado la vida colocándose en situaciones y esperando que las cosas sucedieran, pero no bastaba. Ahora iba a ser Doncella del Covenstead. Ni presidente ni reina, sino Doncella. Para ella, aquélla era una hermosa palabra. No tan fría como «vieja bruja», ni tan cálida como «madre». Doncella. Sugería el hogar, pero también otro elemento más fiero.

Doncella era una palabra que reflejaba amor y fuerza. Recordó cómo había gritado durante la persecución.

Doncella significaba la suavidad de la mujer. Significaba los inicios balbuceantes. Pero el término recordaba también a la Doncella de Orleans, a Atenea, la Doncella de la Batalla, y a Diana, la Doncella Cazadora. La Doncella, cantando suavemente, sentada sobre una piedra del arroyo… la Doncella montada en Cuervo, galopando hacia las batallas de la noche. Hacía mucho, mucho tiempo que las mujeres no desempeñaban ese papel en este mundo de hombres. Recordó haber leído un himno a Ishtar, escrito en los albores de los tiempos:

Dueña de las armas, arbitro en la batalla,

forjadora de todos los decretos,

la corona del dominio ciñe tu cabeza,

oh, tú, piadosa Doncella…

Se sentó a la mesa e Ivy le sirvió el desayuno. A solas en su propia casa, manaba de ella una amorosa decencia. Atrás había quedado la ramera del laberinto. En realidad, todo el incidente, todo lo que le había ocurrido a Mandy en la finca de los Collier, formaba parte, evidentemente, de su espíritu. La coreografía de todo aquello era sutil, pero no invisible. Sabía a qué obedecía: pretendían ayudarla a que encontrase la fuerza para convertirse en Doncella.

—He de ir a la granja —le dijo Ivy al poner ante Mandy un plato de bacon tostado—. Estamos recogiendo las calabazas. Este año, el Conciliábulo de la Vid va a hacer montañas de pasteles de calabaza y pan de calabaza y sopa de calabaza. La producción ha sido buena.

—¿La granja está organizada en conciliábulos?

—Hay tres conciliábulos de granjeros, uno de pastores y uno de cría de ganado. Los demás son más generalizados.

—¿Cómo se llaman?

—Nosotros somos el de la Vid. Está el Deméter, dedicado al grano. El del Serbal se encarga de los huertos y frutales. Los trabajos pesados los realiza el Conciliábulo de la Roca. El de Ío es el conciliábulo dedicado a la cría de ganado. Ellos criaron el cerdo del que sacamos el bacon que te estás comiendo. Se llamaba Hiram, por cierto. Era un cerdo muy amistoso. Solía hurgar en los bolsillos de los niños. —Mandy dejó de masticar—. Quien come carne debe hacerlo conscientemente, de lo contrario, el peso de la muerte te anega la sangre. Eso es lo que Constance nos dice cada vez que nos ve tomar carne.

Mandy se puso a masticar otra vez muy lentamente. El bacon le sabía muy distinto, más rico, más suculento. El cerdo había dado la vida. Su sacrificio estaba presente en la carne y un paladar sensible podía saborearlo. Toda la vida había comido carne sin pensar ni por un instante en los sufrimientos necesarios para conseguirla. Jamás se le había ocurrido honrar a los animales que daban sus vidas por ella. Había algo extraño y terrible que parecía sobrevolar en el borde de la conciencia. Mandy tuvo miedo y no comió más bacon.

—Aparte de los que estamos en los conciliábulos —prosiguió Ivy—, están las personas como tú que no han sido iniciadas en el Covenstead, ni asignadas a un conciliábulo específico. Son como espectadores. No me refiero a ti. Viven en las cabañas de los dos extremos.

—Me has hablado más que nadie sobre la organización de este lugar —comentó Mandy con una sonrisa.

—Bueno, como capturaste al Rey del Acebo…

—¿He sido aceptada?

—Digamos que Connie está muy satisfecha de tus progresos. —Sus mejillas se sonrojaron—. Para serte sincera, los demás estamos un poco asustados. —Su rostro se ensombreció—. ¿Qué aspecto tenía Leannan? —inquirió en voz baja.

—Es muy pequeña, pálida y rubia. Tiene los ojos oscuros, casi del color del sándalo. Es hermosa, pero no de una belleza simple. Su rostro es alegre, ligero… no puedo describirlo mejor. Pero también es un rostro muy despierto. Es la cara más hermosa que he visto en mi vida. Y, al mismo tiempo, la más peligrosa.

Ivy miró a Mandy a los ojos durante un largo rato.

—Debe de haber sido una experiencia maravillosa. Lo daría todo por ver a Leannan.

Mandy se limitó a asentir con la cabeza. No resultaba fácil hablar de Leannan. A veces le parecía un recuerdo y, otras, un sueño. Ivy comenzó a revolver el contenido de un arcón.

—Tengo que prepararle el ungüento a Robin y después he de marcharme. Mi casa está a tu disposición. Y, si lo deseas, puedes usar mis herramientas. En realidad, sería un privilegio para mí que lo hicieras.

—¿Tus herramientas?

Ivy le señaló el hogar y repuso:

—Mis elementos de brujería. Sólo te pido que no toques las hierbas que he puesto a secar. Connie se pondrá furiosa conmigo si este curso no paso el examen de hierbas. —Se hizo un silencio entre las dos. Ivy miraba a Mandy con la pena reflejada en los ojos. Con esfuerzo, continuó diciendo—: La verdad es que hace un día estupendo para la cosecha. Nos hacía falta. ¡Saltamontes llegó a contar más de cuatrocientas calabazas en buen estado! —Durante unos minutos estuvo trabajando en el hogar, majando hierbas secas en un mortero y mezclándolas luego con grasa purificada. Dejó el ungüento con una nota para Robin, donde le advertía que saliera a los campos dado que no iba a viajar a Nueva York—. No tiene los pies tan mal. Y necesitamos su ayuda. —Entonces se marchó; la puerta se cerró tras ella con un crujido y un clic decidido.

Mandy se quedó en el centro de la habitación. Se hizo un profundo silencio. El aroma del bacon le hizo olvidar la pena que le producía comerse a Hiram, y volvió a sentarse. Se encontraba en un estado de sensibilidad exacerbada. Todo su cuerpo cantaba lleno de vida. Tenía los sentidos inexplicablemente agudizados. Reparó en los ruidos que hacía al comer. Las mandíbulas le crujían, los dientes molían la carne, los labios le chasqueaban. No eran sonidos desagradables. Empezó a notar levemente la música de un arpa que se mezclaba con sus propios sonidos. Quizá proviniera de la casa de al lado, o quizá de más lejos. No logró precisarlo. Pero se trataba de una dulce melodía que le recordaba miles de canciones, de momentos y de días perdidos.

En general, Mandy no pensaba demasiado en su pasado. La vida le había resultado demasiado dura. En su familia nadie se había preocupado por ella ni interesado en su deseo de convertirse en pintora. Fue un estorbo para sus padres, una interrupción en el duelo titánico que definía aquel matrimonio.

Una tarde calurosa, cuando tenía diecisiete años, había descubierto unas telas enmarcadas, guardadas en las alfardas del garaje. Encaramada a una escalera había descubierto seis pinturas de su madre, enormes, terriblemente feas. En ellas, el sentimentalismo se entremezclaba con una mala técnica y una espantosa combinación de colores. Su madre aparecía retratada como un cadáver con las manos y los muslos de un gorila sin vello. Era una mujer voluptuosa pero no ordinaria.

Para Mandy, fue una revelación que su padre hubiera pintado aquello, y allí, agazapada encima de la escalera en medio del polvo, fue mudo testigo del fracaso de aquel hombre. Que no prestaran atención al talento de su hija, no era un efecto secundario del fracaso matrimonial, sino algo deliberado.

Había abandonado el ático furiosa contra sus padres, furiosa por la trágica abstracción y la indiferencia manifestada hacia su propia hija. Se volvió taciturna, hostil y abiertamente rebelde. Aquella actitud la hizo merecedora de unos azotes y Mandy les había manifestado a gritos su desprecio por las pinturas ocultas. Su padre se había echado a llorar y su madre había abandonado el cuarto con las mejillas encendidas. Tiempo después, Mandy comprendió que había motivado aquella reacción. Consideraban aquellas pinturas como una especie de pornografía personal pero no las destruyeron porque eran el único lazo que los unía a la época en que su matrimonio había funcionado.

Poco después de aquel episodio, Mandy se marchó a Nueva York.

Terminó de desayunar y se levantó de la mesa. El arpa había dejado de sonar y con ella se fueron los dolorosos recuerdos del pasado. Aunque habían sido unos recuerdos instructivos. Se dio cuenta de que tenía que haber sido más compasiva con sus padres. Pero ya era demasiado tarde.

No supo bien qué hacer consigo misma. ¿Debía explorar la aldea? ¿Podía hacerlo? Y la biblioteca de la casa principal… ¿qué albergaría?

Antes de marcharse, se detuvo un momento a contemplar las herramientas rituales de Ivy, que descansaban sobre un trozo de tela blanca, en el estante de la chimenea. Las principales eran una larga espada de plata y un cuchillo más corto, con la punta en forma de gancho. Había un cordel rojo cuidadosamente enrollado y una pequeña caldera. En su interior, Mandy vio que había algunas cosas pero, como no sabía qué eran, no se atrevió a tocarlas.

—Es una bonita caldera.

—¡Constance!

—Buenos días, querida. Te he traído ropa limpia.

Constance entró en la cabaña y depositó un hatillo sobre la mesa. Mandy desplegó las ropas.

Eran hermosas: una blusa de seda de color crema, un traje de tweed, medias, zapatos de Gucci. Completaba el hatillo una bolsita con maquillaje.

—Pero Constance, estas ropas… ¿de qué se trata?

—Debes ir vestida de acuerdo con cada papel. La mitad de los habitantes de Maywell te consideran una princesa. Y pronto serás su reina.

—Creí que la llamaban Doncella.

—Es la primera etapa del ciclo. Doncella, luego Madre, luego Bruja Vieja. Evidentemente, yo soy Bruja Vieja. Y he llegado al final de mi etapa.

—Constance, estás más sana que la mayoría de las mujeres con la mitad de tus años.

—No me vengas con sermones, niña. Cuando una mujer en mis circunstancias dice que está cerca de la muerte, los demás lo aceptan. Por cierto, te queda poco tiempo porque pronto he de cruzar del otro lado. Vamos, no te quedes ahí como un espantapájaros. ¡Vístete!

—No puedo ponerme esta ropa… Estoy en una granja.

—Esta mañana bajarás a la ciudad.

Mandy se vistió. En la bolsita de cosméticos había incluso un perfume. Norell. Constance lo hacía todo bien.

—¿Para qué tengo que ir a la ciudad?

—Ya lo verás.

Mandy no estaba dispuesta a seguir aceptando tanto secreto.

—No soy tan pasiva como tú crees, Constance. Hasta ahora, has hecho conmigo lo que te ha dado la gana. Pero me temo que a partir de ahora voy a pedir explicaciones antes de dar mi consentimiento. Anoche podían haberme volado la cabeza de un disparo.

Constance se encogió de hombros y le preguntó:

—Quieres convertirte en Doncella del Covenstead, ¿no?

—¿Acaso tengo elección?

—Por supuesto. Fracasa en una de las pruebas y no heredarás tus derechos de nacimiento.

—¿Qué me pasaría si no pasara alguna prueba? Supón que anoche no hubiese encontrado al Rey del Acebo.

—Ibas a encontrar al Rey del Acebo contra viento y marea, siempre y cuando conservaras la vida. En estas pruebas, la única manera de fracasar es perdiendo la vida. Si te hubieran matado a ti en vez de a mi caballo…

—Dios mío. ¿Quieres decirme que la finalidad de todo esto es comprobar si puedo sobrevivir? Constance, es horrible. Decididamente inmoral. No seguiré adelante. Renuncio.

—¿Renunciar tú? No, querida mía. Eres demasiado decidida, mi pequeña guerrera. Saldrás adelante, tus instintos te empujan a proteger el Covenstead. Lo sé bien porque soy igual que tú.

—Constance, es una locura. No quiero saber nada. ¡No seguiré adelante!

—No te atrevas a llamarme loca, muchacha. Si tuvieras idea de lo duro que ha sido esto para mí, de los sacrificios que se han hecho por ti, te pondrías ahora mismo de rodillas para darme las gracias.

—¡Pues dímelo! ¡Dime por qué he de agradecer que me enviaras a la muerte! Me gustaría saberlo.

—Tienes una gran fuerza. Al leer tu historia me he preguntado muchas veces cómo serías.

—No cambies de tema. Quiero saberlo y quiero que me lo digas ahora.

—Bien, lo que quieres saber es por qué debes arriesgar la vida. No puedes querer al Covenstead como yo, más que a tu propia vida. Apenas lo conoces. Pero llegarás a amarlo tanto como yo.

—Esto lo entiendo.

—Debes prepararte.

—Ya lo sé. Encontrar la fuerza interior para poder gobernar. Eso lo he comprendido. Y me parece que ya lo he hecho.

Constance miró a Mandy de arriba abajo.

—Sí, tal vez. Te ha ido bien con Leannan y con el Rey del Acebo, en el sentido de que sigues viva.

Leannan… Me aferró al hecho de que ella existe. No importa cómo me sienta y eso me dice que esto es algo muy real e importante.

—Mi pequeña criatura, qué inocente eres. Supongo que la arrogancia que aún conservo me impide aceptar que nadie pueda ocupar mi lugar. Entonces veo el fuego que hay en ti y pienso que podrás hacerlo. Te diré una cosa. Tu reinado será muy difícil. Las brujas serán perseguidas, se producirán catástrofes ambientales, quizás una guerra mundial que nos quemará junto con el resto. Pero, de algún modo, si sobrevives a la iniciación, creo que estoy de acuerdo con Leannan Sidhe. Hemos elegido bien.

—Supongo que me quejo porque no estoy acostumbrada a esta constante sensación de riesgo. Creo que entiendo la necesidad de que sea así, pero… ¿acaso no he probado ya mi valía?

—¿Conoces la historia de Perséfone en el Hades?

—Claro.

—No habrás probado tu valía hasta que no hayas visitado el reino de los muertos y regresado para contarnos cómo ha sido. Y no diré una palabra más, sólo te comentaré que una muchacha, que no era una buena bruja pero era bruja al fin, murió ayer por ti, y quiero que respetes su memoria y que no seas tan quejica.

—¿Murió por mí? ¿En la Persecución Salvaje?

—No, antes. En una parte completamente distinta del proceso, relacionada con la Prueba Suprema.

—¡Ojalá no fueses tan críptica!

—Antes no te quejabas. Si la muerte de esa mujer ha de tener algún sentido, no te quejes ahora. Y no exageres con la sombra para ojos. Hace tiempo que no se lleva el estilo vampiresa.

—¡Quisiera ser yo quien domine la situación!

—La única que domina la situación es Leannan. Sabe de ti cosas de las que tú no tienes conciencia. Leannan sabe quién eres en realidad.

—Yo soy yo misma y no hay que darle más vueltas.

—Eres una bruja antigua y poderosa.

Aquellas palabras estallaron en la mente de Mandy como si fuesen un relámpago. Dio un respingo ante la fuerza producida por la descarga de aquella revelación.

—Te aterra tu propia historia —prosiguió Constance—. En parte es por eso que te sientes como una pasajera en tu propia vida. E irás a la deriva hasta que no hagas aquello para lo que has nacido.

—Dices que Leannan controla la situación. Es como un fantasma. Apenas la vemos y, por supuesto, nadie puede hablarle. La mayoría no la ha visto jamás.

—Está muy cerca de este lugar. Incluso ha tocado el arpa para ti. ¿No la has oído?

—La música era muy bonita.

Constance soltó una risotada.

—Fue compuesta para evocar la conciencia, y eso fue lo que hizo. Con esa música te has enterado de ciertas cosas. Escúchame, ahora debes actuar. Has de empezar de inmediato. Hazte ver en la ciudad. Los conciliábulos de la ciudad necesitan una inyección de moral.

—¿Quién me servirá de guardia armado?

—No puedes llevar guardia.

—¿Qué me dices de Cuervo? A él le hubiera hecho falta uno.

—Vayamos a la casa. Tu coche está allí y dentro de una hora has de ir a ver a tu tío.

—¿A ver a mi tío…? ¿Desde cuándo? No quiero ir a su casa. ¿Es que no se te ha ocurrido pensarlo?

—Te has dejado las telas, los marcos y las pinturas. Y la ropa. Y los libros. Tienes que recogerlos.

—No quiero irme de aquí. Si soy tan importante, debo ser capaz de tomar unas cuantas decisiones. Y he decidido que me quedaré aquí, en el Covenstead.

—La posibilidad de convertirte en Doncella te ha vuelto autoritaria, Amanda. No sé si me gusta que lo seas.

—Entonces no vengas aquí a darme órdenes. Ya he pasado por suficientes experiencias difíciles orquestadas por ti, y no tengo intención de pasar por más.

—¿Qué es lo que te aterra tanto de tu tío?

—Simplemente no quiero tener nada que ver con él. Está loco y no quiero que me meta en líos.

—Después de lo que le pasó anoche a Cuervo, y de la muerte de la muchacha, sólo quiero que des una inyección de moral a los conciliábulos de la ciudad.

—¿Por qué no vas tú?

—Porque tú eres quien los entusiasma.

—¿Cómo puedes estar segura? Yo tengo la impresión de ser una extranjera aquí.

Constance la miró durante un buen rato y luego comentó:

—Has nacido para este papel.

—Apenas me conoces.

—¡Eso lo dices tú! En tus trabajos se te ve por completo, querida mía. Y al desnudo. Te conozco a través de tus pinturas. Y sé que tus habilidades visuales son mucho más que extraordinarias. Diría que únicas.

—No soy tan buena.

—Como pintora, no. Reconozco que hay algo banal en las fantasías sobre elfos y criaturas por el estilo. Pero el detalle con que los representas, la profundidad de la visión, sugiere una imaginación muy poderosa. Lo sé. He dedicado tiempo a repasar tu obra.

—Yo también.

Leannan dice que tienes derechos de nacimiento y yo digo que tienes poder. Si puedes visualizar, puedes hacer magia, que consiste en hacer que el mundo real corra paralelo al mundo interior de sueños e imágenes. Tienes fuerzas suficientes para visitar la Casa del Padrino y regresar. Yo lo hice y soy inferior a ti.

¿Visitar la Casa del Padrino?

En la historia que Constance le había contado a los niños noches atrás, el Padrino era la muerte.

El viaje a la ciudad le pareció de repente mucho más peligroso.

Deseaba que la dejasen en paz para poder vagar por allí y aprender más acerca del Covenstead y quizá pintar algo, retratos de las brujas, unos bosquejos de Cuervo antes de que su recuerdo de él se tornara demasiado estático.

Constance la miró directamente a los ojos y le dijo:

—Querida mía, ése no es tu destino. Has dejado atrás los días en que soñabas y pintabas. Tienes un gran trabajo por realizar.

¿Qué podía decir Mandy? Constance acababa de leerle el pensamiento.

—¿Qué eres, Constance?

—Ya me lo has preguntado antes.

—¿Qué eres?

—¡La mejor amiga que hayas tenido nunca! —Su voz resonó en la cabaña. En el silencio que siguió, el arpa volvió a tocar. Esta vez, la melodía le llegó al corazón. Era una canción que no oía desde muy pequeña.

Bajito, sopla bajito,

viento marino del oeste.

Bajito, bajito, sopla,

viento marino del oeste.

Las notas provenían de un arpa pequeñita, pulsaba por unos dedos capaces de tocar las cuerdas con extrema precisión. La expresión grave del rostro de Constance ocultaba una sonrisa.

Leannan quiere que partas, Amanda.

La música, la expresión amorosa de Constance, los recuerdos de Mandy, se combinaron para crear un momento de gran belleza. Amanda supo que no tendría valor para negarse a hacer lo que le pedían.

—Tu tío te necesita. Ayúdalo. Al fin y al cabo, es el hermano de tu padre.

El hermano de su padre. Tal vez, en otra época, aquello habría significado mucho.

El arpa susurraba, cantaba.

Mandy se vistió. Constance la abrazó, la besó y le deseo suerte.

—Bendita seas —susurró Constance.

Mandy emprendió su viaje.