15

Para George, la muerte de Bonnie era un enorme peñasco negro que lo aplastaba como un pie aplasta a una hormiga.

Enfurecido, Clark le había llamado loco y se había desentendido del proyecto y, luego, se había ido al Covenstead para informar a Constance de todo lo ocurrido.

Estaban juntos en las instalaciones de la facultad cuando recibieron la noticia.

—Ha muerto una estudiante en el Morris Stage Road —les había gritado Pearl Davenport, asomando la cabeza por la puerta.

El rostro de Clark se tornó gris.

La llamada angustiada de las sirenas recorrió la habitación.

—George, ¿dónde diablos fue Bonnie?

—Dios mío, oh, Dios mío.

—Pearl, ¿quién…?

—La atropellaron. Justo cuando cruzaba yo la maldita carretera, se produjo un sonoro topetazo y la muchachita, cielo santo, la pobrecilla salió despedida en el aire.

—¿Quién era, Pearl? Por favor, ¿quién era?

—¡Era rubia, menuda!. No la vi bien. Creo que llevaba un chándal de la universidad. Parecía drogada. Eso es todo. De repente se plantó en medio de la carretera y… Dios mío, no quiero pensar en ello.

—Pearl, ven aquí y siéntate —le ordenó Clark—. Henrietta, tráele un poco de café. —En el mostrador donde estaba la cafetera se produjo un movimiento y la gris Henrietta, Reina de la Nieve del primer curso de biología, salió disparada con una taza de Styrofoam.

Clark aferró a George del brazo, lo aferró con fuerza y le dijo:

—Es ella, tío.

El Datsun de Clark avanzaba a patinazos dejando atrás los nevados campos de juego y la casa del guarda. Traspuso el portal y se dirigió hasta las centelleantes luces azules de la Patrulla de Caminos y las titilantes haces rojas del Departamento de Policía.

En el asfalto había una cicatriz de color rojo oscuro, mezcla de sangre y goma. El conductor había intentado detenerse por todos los medios.

—¡Este maldito cruce!

—¡Clark, no lo sabemos!

—¡Y un cuerno! Estaba loca. Cruzó sin mirar.

—¡No lo sabemos!

Frenó bruscamente, agarró a George por los hombros, acercó su roja cara sudorosa a la de George y le gritó:

—¡Maldito hijo de puta! ¡Claro que lo sabemos! Era ella y la hemos matado. Tú y yo, con nuestra arrogancia, la hemos matado. ¡Dios, y todo por hacer un experimento así en un ser humano sin contar antes con una sola prueba positiva con animales, sin salvaguardas! Tendrían que azotarnos a los dos. Connie nos preguntará dónde dejamos la conciencia. —Lanzó un gemido que sonó a hojas trémulas.

—Basta ya, cálmate. Tenemos que pensar serenamente en todo este asunto. Debemos ser racionales. Supongamos que es Bonnie. No hay manera de que nos echen la culpa a nosotros. Fue un accidente de coche. Es algo que sucede a cada momento. Estamos libres de culpa.

—Mi conciencia dista mucho de estar libre de culpa. Quizá acabe el resto de mi vida expiando esta culpa.

—¡Y tú hablas de Connie, fue ella quien nos empujó a esto!

—Nunca nos pidió que fuésemos negligentes.

—¡Ella nos empujó a esto! Si alguien debe expiar alguna culpa, es Constance Collier.

Clark no respondió. Finalmente, cuando George lo miró, notó que reía, pero en silencio; sacudía los hombros con cara inexpresiva.

—George —susurró—, si no te bajas ahora mismo de mi coche, te bajaré a patadas.

—Por favor, Clark…

—George, te lo advierto.

—Tenemos que trabajar juntos.

—Bájate —le ordenó, al tiempo que se giraba en el asiento y levantaba las piernas hasta dejarlas a la altura de la barbilla de George—. Te mataré, maldito egoísta, juro que te mataré. —Entonces se echó a llorar amargamente, sacudiéndose todo, con los ojos fijos; en ese momento, George supo a quién había amado el silencioso Clark y supo también que había entregado a su amada por exigencias de su oficio.

George Walker y Clark Jeffers eran dos hombres perdidos. Las lágrimas de Clark hicieron ver a George que se encontraban ambos perdidos en selvas diferentes. La profundidad de su propia pena era tal que no soportaba aquellas lágrimas. Sabía que si lloraba, acabaría yendo al sótano de su casa, encendería su vela y se dejaría morir allí.

George bajó del coche para encontrarse con un atardecer otoñal animado por el crujido de las radios policiales, urgido por el fluir de motores y las voces quedas de hombres uniformados que portaban cintas métricas. El monte Stone estaba rodeado de un halo naranja, pero las laderas estaban negras. Clark no se alejó. Desde el interior del coche observaba a George y éste sabía lo que debía hacer. Se dirigió a un oficial que iba a sacar una bengala.

—Disculpe.

—¿Si?

—Quisiera cierta información. ¿Era…?

—Verá, no estoy autorizado a hablar con los reporteros. De todos modos, todavía no hemos avisado a los familiares.

—No, no me ha comprendido. Soy el doctor George Walker de la universidad. Me temo que la muchacha…

—Era estudiante, si se refiere a eso.

—Ya lo sé. Pero, si la identificaron, usted debe… ¿se llamaba Bonnie Haver?

—Ah, entonces la conocía. Lo siento. No sufrió nada. Fue instantáneo. Lo siento.

George no pudo moverse. Quiso de algún modo mostrar su dolor pero, en su interior, sólo llevaba aquella mortal frialdad.

Se alejó de allí, poniendo un pie delante del otro. Cruzó el resto del Morris Stage Road, la isla peatonal, el último tramo de Meecham hasta la esquina con el MSR y bajó después por la calle North.

Sabía que Clark estaba mirándole irse. Logró sentir su propio fin como la caída de un ángel cuyas alas se esfuman bajo la tenue luz de la luna.

Maywell resultaba muy tierna al atardecer, tan tierna que daba la impresión de que quería seducir. Tierna y suave como una caricia. Una ráfaga de viento del norte barrió el valle, formando remolinos con la nieve que cubría las calles.

Al final de la calle apareció un gato, una enorme cosa negra casi tan fea como la que lo había amenazado en el laboratorio. Dio unas patadas en el suelo y le gritó:

—¡Fuera! —El animal salió disparado hacia una casa—. Bonnie, Bonnie, mi bonita Bonnie. Te has ido al infierno. Bonnie, Bonnie, mi bonita Bonnie. ¡Ooh, miiieerda!

Realmente, no podía hacer más que reírse. Qué absurda había sido su carrera; ni siquiera tenía dimensión suficiente para llegar a ser una broma cósmica. No era más que una realidad deprimente, el olor de Lysol que desprendía el suelo del laboratorio, las muertes de sapos y monos.

La bonita Bonnie, la bella Bonnie había muerto en medio de Dios sabe qué clase de horror.

—Oh, Constance, ¿por qué lo quisiste? ¿Para qué sirvió?

Con el ojo de la mente vio a la anciana, serena, majestuosa, de pie ante él en la sala oficial de aquella desvencijada casa en que ella vivía.

—George, he de retar a la muerte. Debo ser capaz de matar y luego devolver la vida a un ser humano. Y debo hacerlo antes de diciembre de 1987. ¿Lo crees posible?

—Constance, las investigaciones están en pañales. Y no hay tanto dinero.

—Te daré el dinero. Pero nadie tiene que descubrir la relación entre ambos. Por favor, George, es de vital importancia para el futuro del Covenstead.

No podía decir que era imposible. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Pronto tendría que ir a ver a Connie para contárselo todo. ¿Cómo podría pedir perdón?

Dejó atrás el tabernáculo del hermano Pierce; desde el interior le llegaron sus rugidos. Llegaban más coches y la gente se acercaba a las puertas apresuradamente. Aquí y allá, se veía una que otra camioneta con rifles apilados en la ventana posterior. Palurdos. Gusanos. Basura.

—¡Gusano! ¡Eeh, hermano Gusano! —Hizo una bola de nieve y la lanzó contra el enorme cartel. Dios es Amor. ¡Y tanto! Dios es una esfera sin centro ni circunferencia. Dios no está en ninguna parte. Y a Dios le importa un bledo.

Había gente parada en el aparcamiento; gentes enormes con unas caras horribles pegadas a la parte delantera de sus cabezas monstruosas.

—Venga, muchachos. ¡Alabad al Señor Dios!

—Amén, hermano.

George apuró el paso, dejó atrás la calle Stone y luego Dodge. Iba rumbo a su casa. De pronto, sintió que se ahogaba. ¿A su casa? Su casa era oscura y fría.

—¿Kate? Por favor, Katie.

La gatita Kate y los niños. Los huidos.

Ella había llorado y él se había reído. Pero ahora le tocaba llorar a él mientras bajaba por la calle Bridge, cruzaba el callejón Elm con sus casas en sombra hasta llegar a Maple. Se arrastró hasta su casa, también en sombras, llegó a la puerta principal y, después, a la sala fría y oscura.

¿Por qué diablos lloras? Acuérdate de Saúl Jones:

—¿Se ha ido tu mujer? Mejor. Menos problemas en el divorcio. Ella se queda con los niños y tú con la casa. —No era un arreglo del todo indeseable. A la inversa habría sido desastroso. Francamente, podía vivir sin los chillidos, los gritos y las volteretas de sus hijos. La generación desilusionada. Que vivieran todos en el Covenstead. Si hasta tenían escuela propia, totalmente en regla y acreditada.

—Me estás abandonando, nena —le había dicho—. A menos que me dejes la casa y el coche, me querellaré para obtener la tutela de los niños. —Aquello la había preocupado tanto como para poner fin a los problemas antes de que comenzaran.

—Ellos ya se han marchado. Se fueron anoche. La idea salió de ellos.

—¡Los convenciste!

—Busca la ayuda de un psiquiatra y entonces volveremos.

—Me buscaré una amiga.

—¿Por qué no un gato?

—¡Zorra!

—Estás loco, George. Se lo diré a Constance. Designará un abogado y te obligará a irte.

Constance no hizo nada de eso. Era demasiado práctica.

Necesitaba demasiado el trabajo de George para arriesgarse a que se le rebelara.

—¿Por qué, Constance? ¿Por qué? —Nunca le había dicho por qué eran tan importantes sus investigaciones. Y George quería saberlo. Quizá eso le ayudaría a apagar el fuego que ardía en su interior. Sintió que la roja gárgola de su ira se volvía contra él y se asustó.

—¿Por qué? ¡Dímelo, tienes que decírmelo!

Constance estaba delante de él, le sonreía con aquella sonrisa triste y enigmática.

—George, este dolor es tu oportunidad para crecer. Nunca dije que sería fácil.

Al recordarlo, se sintió anonadado y se apretó los ojos con los puños hasta ver estrellas verdes. Se derrumbó en el centro del polvoriento salón y gritó con tanta fuerza como había gritado Clark, sacudido por los sollozos. Derramó su dolor, su pena y su derrota sobre aquella casa indiferente.

Gatita Katie, te necesito. Cuánto me alegré el día que te fuiste. Aquella hermosa mañana dormí hasta el mediodía, vi el partido del Miami y me bebí once Buds. ¡Dios, qué día! Volví a ser un angelito risueño, el geniecillo de mi madre. Ya no era tu marido, el fracasado.

Pero pasamos la juventud juntos, Kate, y compartimos algunas cosas. ¿Te acuerdas de aquel verso, Kate? «Algo asombroso, a un niño se le vino el cielo abajo». Ay, cariño, algo asombroso. Te quería y te eché de mi lado, y el cielo se me vino abajo. De acuerdo. Lo confieso. El cielo se me vino abajo. «Algo asombroso… un delicado barco que pasaba por ahí vio algo asombroso…». Jamás logró saberse de memoria el poema preferido de su mujer. «Un delicado barco que pasaba por ahí vio algo asombroso, un niño al que el cielo se le vino abajo». Sólo recordaba esos versos.

La casa olía a aceite de lino por la caja de pinturas que Mandy había dejado en el mirador. Le gustaba aquel olor; le recordaba las seis semanas pasadas en Florencia en verano de 1968. Se había encontrado con estudiantes de todo el mundo, estudiantes de arte que trabajaban en la restauración de las obras de los Uffizi, dañadas en las inundaciones del año anterior.

Había conocido a la mágica Roisin, una irlandesa con la que había cohabitado unas semanas antes de descubrir, en el fondo de su maleta, el espantoso cascajo de una lechuza muerta.

Había huido de ella asustado. Roisin, perdida en la peligrosa confusión del tiempo.

En las aguas muertas se hunde por fin la última hoja.

Aquel gimoteo había durado bastante. Ya era hora de castigar a los gusanos. Se lo debía a Kate y a los niños; se lo debía a Constance y, ahora, se lo debía también a Bonnie. Se dirigió al porche.

Abrió la puerta trampilla.

Bajó hasta Gatita Kate.

A veces dormía allí, mientras los ojos de los felinos que había pegado en las paredes lo miraban fijamente, con las caras de los gatos observándolo enfurecidos, rodeado de felinos saltarines, corredores, de gatos gordos y flacos, de los gatos del infierno y de la muerte.

En cierta ocasión, él y Kevin, su querido amigo de la infancia, habían quemado a uno: un gato llamado Silverbell, un enorme gato negro que andaba a grandes zancadas y tenía la cola retorcida. El gato de Claire Jonas. Le habían embadurnado la piel con Sterno y, después, le habían acercado una cerilla encendida.

George se golpeó la cabeza contra la pared del fondo, la que estaba hecha de ladrillos de ceniza ocultos tras un grueso espesor de recortes con gatos, dibujos de gatos, porciones de felinos fijados con pegamento, trozos de pelambre y piel reseca. Aquélla era la pared dolorosa.

—Jenny ha bajado allí hoy, George. Te advertí lo que ocurriría si no lo quitabas y lo veían los niños. —Kate dio una sonora patada en el suelo.

—Buscaré ayuda médica.

—¿Cuántas veces has dicho lo mismo? ¿Cincuenta? Quiero el divorcio, George. No puedo seguir a tu lado un minuto más. No quiero que los niños se expongan a contraer tu enfermedad, sea la que sea.

—Ya te he dicho que iré a un psicoanalista. Constance debe conocer alguno.

—No irás nunca. De todos modos, probablemente lo que necesitas es un exorcista y no un psicoanalista. ¡Ese cuarto destila maldad! Maldad, George, una maldad horrenda, completamente demente, y tu hija lo ha visto. ¿Sabes lo que me ha dicho? Me ha dicho: «Jo, ¿es por eso que papá me pega tan fuerte?».

—Siempre he sabido que, de un modo u otro, los gatos me destruirían.

Echó un vistazo a su cuarto. Aquel cuarto era un gato. En cierto sentido representaba a todos los gatos.

¡Era Tink Tink rriiaaaauuu que corría por el verde jardín hecha una bola de fuego azul, rriiaaaauu poppop rriiiaaaauuu!

Qué diablos, aquello tenía gracia; Claire va a la puerta, la abre y ahí está la gata ardiendo, retorciéndose como loca, rodando por el porche.

La llevaron al veterinario. George todavía lo recordaba: un ojo amarillo que miraba fijamente y el otro, completamente quemado.

La sacrificaron. ¡Duérmete que todo irá bien, cierra esos malditos ojos, Bonnie! Sueños dorados llenan tus… mierda, estoy perdiendo la oportunidad, no sé cómo, pero la estoy perdiendo. Vamos, cariño, viento del mar occidental, sopla, sopla…

Vamos, duérmete. Jenny, por favor, duérmete.

¡Por ti no, papá!

George se desnudó. Se puso de rodillas. Encendió una vela. Se inclinó sobre ella y sintió aumentar el calorcillo hasta convertirse en un pequeño dolor. Tenía el pecho lleno de marcas redondas, cicatrices rojas, los efectos secundarios de tormentos similares.

En el Cuarto de la Gatita Kate, ante los gatos saltarines, juguetones, de ojos amarillos, de todo el mundo, George permaneció arrodillado y se esforzó en que su cuerpo tembloroso, sacudido por el dolor, continuara en contacto con las llamas crepitantes y hambrientas hasta que, justo debajo de la tetilla izquierda, se le formó una mancha, una mancha fresca que rezumaba un rojo chisporroteo.

—Dios. —Se apartó de la llama; se rascó la herida, rodó por el suelo, se frotó la piel quemada con la mugrienta sábana que había en el sótano. Un pecho de beicon. ¿No es gracioso, ja, ja, no es cómico y extraño?

Muy bien. Ponte la camisa, métela dentro del pantalón sin que quede una arruga, haz un buen trabajo, eeh, cuidadito con mancharte. Veamos. 14 de septiembre de 1983, The Collegian. Foto de Dot Chambers, de la Asociación Estudiantil Femenina Mavín, «Informe sobre Novatadas».

Los del SAO tuvieron que suspender su Gran Marcha y los del grupo Phi Zeta, sus pinitos.

Hay tanta ira en este mundo. Se pegó la foto de Dot Chambers sobre la carne supurante, apagó la llama de la vela apretando el pabilo entre el pulgar y el índice, subió la escalera y regresó al porche.

Un poco de tormento podría curar tanta ira, tanto dolor. Bonnie fue voluntaria. Se arriesgó por una causa noble y perdió. Las brujas devolverían su cuerpo a la tierra. Y él sería perdonado. El experimento sería olvidado. ¿Por qué motivo lo había necesitado Constance? Pero todo cambiaría. El mundo continuaría girando, el Covenstead seguiría viviendo, sin que nadie regresara jamás de la muerte.

Se sirvió una cerveza y empezó a deambular por la casa, preguntándose dónde estaría la querida Mandy. Estaba haciendo unas ilustraciones para Constance, ¿no? Pronto se convertiría en bruja, de eso estaba seguro.

Bruja. Zorra. Antes, Kate se lo hacía pasar bien, eso había sido hacía mucho, al comienzo del fin de los tiempos. Kate moviendo la cabeza, allá abajo, dándole placer. Si te sentías inspirado, podías llenar toda una vida con recuerdos de Kate.

Al suspirar, Dot crujió. De acuerdo, está bien, tú ganas. Tiró la botella de cerveza y fue a la cocina a buscar otra.

¿No quedan?

Se acabaron. La luz de la nevera llenó la lóbrega cocina de un brillo más lóbrego aún. Brillo lóbrego, lóbrego brillo, Edelweiss. Edelweiss… ¿te acuerdas de Sonrisas y lágrimas y de Kate cuando era una muchachita, y del viejo Chevy II, en la época de Martin Luther King, Bull Conners y los Yippies? Oh, qué hermosos tiempos aquéllos.

Bang.

Un breve momento luminoso. Qué vergüenza. ¡Aaay! Yo iba a ser un gran científico. Si hasta gané un concurso científico. Me gané una beca Westinghouse (casi). Conseguí un cargo (casi).

Bang.

—Entonces, en el momento mismo de la derrota se dice a sí mismo: espera un momento. Ciertas condiciones externas han ejercido una influencia negativa en el experimento. Todavía no hay una razón definitiva para ponerle fin.

En cuanto se relacionara a la muerta con su laboratorio, le embargarían los equipos, los archivos, todo.

George se puso la chaqueta, se subió la cremallera, salió por el porche y fue al garaje. Está bien. Tenía derecho a sacar sus pertenencias del campus. Las malditas bobinas eran suyas.

No, no necesitaba el equipo de monitores. Sólo la cámara de vídeo. Había llevado allí la VCR que tenía en la sala de juegos. Dios mío, mira que verme obligado a experimentar en casa. Allá abajo, entre los gatos, donde el aire huele a bistec de inepto.

Está bien, vale, al fin y al cabo, la experimentación casera puede tener cierta validez. He aquí algunos antecedentes: la goma sintética se descubrió en una estufa de leña. La penicilina fue un accidente.

Mientras conducía por la salida de coches, se volvió a mirar su casa y pensó: algún día, este lugar será un museo. Y la ventana del sótano que ves ahí, la que está rodeada de rosales, bueno, pues la gente la señalará con el dedo y dirá: Ahí es donde el sujeto X emprendió el último viaje, sí señor, justo detrás de esa ventana. Y, al final, Constance me dará las gracias. Sí, me dará las gracias por lo que voy a hacer.

Las calles estaban oscuras y sorprendentemente vacías. Pulsó el botón que iluminaba su reloj de pulsera. Las 12:47 de la noche. El tiempo se le había volado sin darse cuenta. Debía haberse pasado en Gatita Kate mucho más de lo que parecía.

Bueno, mejor. Le hacía falta. Bien. Eso significaba que había sufrido durante más tiempo. Cuanto más sufriera en el Cuarto de la Gatita Kate, más oportunidades tendría de llevar una vida feliz. Se sintió lleno de energía. De poder. Del poder que da el dolor. Mi querida Dot, pegada a mi pecho, ¿quién será el próximo sujeto?

Tiene que ser una mujer, claro está, porque sólo una mujer cabrá en el dispositivo de siete bobinas. Mandy no era muy grande y, tarde o temprano, regresaría a la casa.

Mandy, cariño, si no me equivoco, mides un metro setenta. Cabrás. Un poco justo, pero cabrás.

¿No había una canción que se llamaba Amanda?

—Adiós, Amanda… da da di… dulce Amanda. —Sonrió—. Adiós, Amanda… acuérdate de mí cuando te pasees entre las estrellas. —Sí, era así. Te pasearás por las estrellas, Amanda.

Eso creo.

Giró por Ames, cruzó el puentecito que había allí y, delante de los focos fulgurantes, se le presentó una visión de lo más inusual. Un enorme caballo negro, montado a pelo por una mujer desnuda, con una bandada de pájaros negros revoloteando a su alrededor. Oyó el estruendo de unos cascos y el graznido de unos cuervos y la mujer lanzó un grito tan sobrecogedor que George gritó también, sin darse cuenta, gritó hasta quedarse ronco.

¿Una novatada, quizá? No era época para esas cosas. ¿Una nudista pavoneándose? Ya se había pasado esa moda.

George la siguió con el coche, avanzó tras la aparición, tras el caballo, la mujer y los pájaros. El caballo se encontraba a un metro escaso del Volvo cuando saltó por los aires, cruzó la acera y se internó en un jardín. Y siguió al galope, levantando nubes de nieve con los cascos, dio la vuelta a una casa y se introdujo en el patio trasero.

George se quedó sentado en el coche, siguiéndolo con la mirada. Se le había pasado la embriaguez. Volvió a oír el grito de la mujer y el rugido de motores. Y vio pasar unas luces a toda velocidad. Camionetas, rifles, tipos con latas de cerveza y cigarros. Alguna fiesta universitaria, aunque era improbable.

Entonces sintió mucho frío.

George se dirigió al campus, fue al laboratorio y comenzó a meter las bobinas en cajas de cartón. En cuatro viajes llenó el coche. Sólo le faltaba recoger una cosa: la pistola para aplicar los tranquilizantes. Aquellos cartuchos contenían suficiente escopolamina para dormir a un ser humano en una hora.

Se la metió en el bolsillo. No encontró la pistola que él había llevado por ninguna parte. Seguramente se la habría guardado Clark para asegurarse que el doctor no se quitaría de en medio.

No, todavía no. El bueno del doctor había pasado por una fuerte depresión, sí, señor. Su avión había entrado en barrena. Pero el bueno del doctor ya volvía a volar.

Tenía un plan estupendo. Iba a convertirse en la araña de su casa. Tejería su red.

Tarde o temprano, la querida Mandy regresaría, aunque no fuera más que a recoger sus cosas.

Y cuando lo hiciera, la mataría.

Adiós, Amanda.

Y, luego, la haría volver a la vida.

Hola, ¿qué hay? (Aplausos).

Juntos compartirían con el mundo su triunfo.