14

Persecución salvaje

La luna estaba en lo alto del cielo y esparcía su luz sobre la montaña. Mandy se encontraba junto a la casa, en compañía de Constance, aferrada a aquella mano fría y seca y observando la dorada media luna.

—Constance, quiero quedarme aquí para siempre.

—Sí. —Había un deje de timidez en su voz. A pesar de los años transcurridos, aún conservaba muchas cosas de la juventud—. Pero debes estar segura. ¿Serías capaz de dar la vida por quedarte?

Mandy enarcó las cejas y observó a Constance.

—He aprendido a sospechar de preguntas así.

—No hace falta que me contestes ahora. Te ha sido concedido un descanso temporal. Los cuervos nos anuncian una visita.

Mandy oyó un regocijado y estridente cacareo de voces. Logró detectar en su tono placer y alegría.

—Conocen al visitante. Y se alegran de verlo.

—Muy bien, querida. Estás aprendiendo a escucharlos.

—Sólo el tono, pero no las palabras.

—En los pájaros se trata de dos cosas que son una y la misma a la vez. Si tienes cuidado, oirás el tono de celebración de su bienvenida. —Sonrió—. Los cuervos sólo celebran una cosa, la comida. Veremos que nuestro visitante les da de comer mientras avanza por el camino.

—¿Cómo sabes que es un hombre?

—Las voces de las hembras son más agudas. Se trata de un hombre.

Entraron y recorrieron el largo pasillo central que conducía al frente de la casa. Ivy todavía no había encendido las velas. No lo haría hasta que la luna no abandonara los árboles.

—Es bonito hacer cosas que nos recuerdan que este viejo planeta gira —había dicho Ivy—. Y que va a alguna parte y nosotros también.

En la finca de los Collier se observaba todo, la salida de la luna, la puesta del sol, la caída de las estrellas.

Un hombre con sombrero, chaqueta embutida de plumas y botas de nieve subía el último tramo de cuesta que conducía hasta la casa. Al caminar iba arrojando trozos de algo a los alegres pájaros.

Mandy ya no se sentía tan desolada porque le hubieran destruido su trabajo. Una visión de Leannan bastó para que sus esfuerzos pasados le parecieran inexpertos, al menos sus esfuerzos por retratar a las hadas. Había sido una bendición que los pájaros destruyeran sus bocetos porque, en aquel momento, le habría resultado imposible soportarlos.

—Pero fíjate a quién tenemos aquí. ¡Ivy, Robín! Vuestro padre ha venido a veros.

Mientras Mandy y Constance observaban cómo avanzaba por el sendero, en medio de la nube de cuervos, Mandy oyó un alboroto de pisadas en el interior de la casa. Un momento después, Robin e Ivy pasaron en tropel al lado de ambas mujeres y saludaron a su padre cuando subía las escaleras. Ivy se arrojó a sus brazos con un grito de felicidad.

—¡Papá!

—¡Hola, cariño! Hola, Bill.

—Allá fuera, sus nombres son Margaret y Bill —le comentó Constance a Mandy. No le dio más explicaciones. El padre de los adolescentes comenzó a quitarse la nieve de las botas en el amplio porche del frente.

—Caramba, Connie, ¿por qué no ordenas a alguien que te are el camino? Turnbull lo haría por un centenar de dólares.

—Hola, Steven. Anda, pasa y ponte delante del fuego para que se te sequen las botas. Tenemos vino caliente con azúcar y especias.

Traspuso la puerta pesadamente, echándose una bocanada de aliento tibio en las manos mientras se las restregaba.

—Vuestro vino caliente no tiene parangón —rugió. Mandy estaba fascinada. Robin le había advertido del peligro que representaba que los extraños supieran demasiado, pero ahí había un extraño que parecía bastante familiarizado con ellos.

Ivy trajo enseguida el vino en tazones humeantes.

—Esto es una delicia —dijo Steven, acercándose al fuego. Su rostro, iluminado por las llamas, comunicaba fuerza y gentileza. Los ojos, debajo de unas cejas enmarañadas, brillaban de tal modo que sugerían que su dueño no se tomaba a las brujas tan en serio como ellas mismas. Parecía un hombre tan pacífico, tan comprensivo. Mandy supo por qué se fiaban de él.

—¡Nieve en octubre! En la ciudad hay una capa de siete centímetros. —Miró a Constance de soslayo—. Sin duda es inusual que nieve en octubre. Me pregunto si la nieve no se habrá sorprendido tanto como nosotros. —Se ahogó con la risa—. No se puede negar que la combinación del blanco con los colores del otoño es hermosa.

—No cuajará.

—¡Mejor! Así podré terminar de hacer el abono. Oye, no te ha dicho cuándo, ¿verdad?

—Eso no es asunto de los episcopalistas.

—Diablos, Connie, que no sólo soy diácono de la iglesia. También soy jardinero. Tengo que saberlo. Y además, tienes a mis hijos, vieja bruja. Creo que tengo derecho a unos cuantos favores.

—Steven, quiero que conozcas a Amanda Walker. Estará con nosotros a partir de ahora. Amanda, éste es Steven Cross, vecino del otro lado del camino.

Mandy sonrió. Conocía aquel apellido. Los Cross eran una de las familias antiguas de Maywell. En 1702, algunos Cross habían participado en la Expedición de los Fundadores. La madre Estrella de Mar les había metido el dato en la cabeza en las clases de historia, además de informarlos del hecho, igualmente importante, de que dos de las familias fundadoras, los Sternleigh y los Albart, eran católicos de la iglesia apostólica romana.

—Caramba, sí que las consigues guapas. —Mantuvo la mano de Mandy entre las suyas, enormes, y no la soltó durante un rato. Después, volvió a mirar a Constance y le dijo—: Creí conveniente venir a veros. —Bajó el tono de voz—. Anoche ocurrió algo —lanzó una mirada significativa en dirección de Mandy y añadió—: Algo bastante serio.

—Mandy puede oírlo. Va a aprenderlo todo.

Levantando las cejas, Steven preguntó:

—¿Quieres decir que es la nueva…?

—Sí. Pero no la felicites todavía, apenas ha superado el primer obstáculo. ¿Por qué has venido? ¿Qué ha pasado?

—Alrededor de medianoche, vi que había mucho tráfico en Bridge Road. Bajé por el sendero de delante y eché un vistazo. Había una procesión, Connie.

—¿Quiénes eran?

—El hermano Pierce se ha enterado de algo.

—Quizá logró introducir un espía en uno de los conciliábulos de la ciudad. No me sorprendería nada. Es lo que solía ocurrir en el pasado.

—Espero que no sea ninguno de los que usan nuestras instalaciones.

—Lo dudo. Los conciliábulos que se reúnen en Saint George funcionan desde hace años.

—¿Qué me dices del grupo de Leonora Brown…?

—La sacerdotisa Quest. Es más bien nueva en el oficio. ¿Conoces a alguien de su conciliábulo?

—El párroco dice que es un buen grupo.

—Y tu Charlie conoce a la gente. Dudo que tenga problemas allí. Yo me inclinaría por vigilar al grupo de la Kominski. Tiene tres conciliábulos bajo su tutela. Ya le advertí de los peligros del crecimiento rápido.

—Sois vendedores de éxtasis —comentó Steven con una sonrisa—. Algo muy difícil de superar en esta época. La gente quiere unirse a vosotros, Connie. Me parece que no te das cuenta de cómo estás afectando la vida de Maywell. Mucho más que hace cinco años.

—Me doy perfecta cuenta. No pienses jamás que no sé lo que hago. Y mi gente sabe guardar sus secretos.

Steven dejó caer la mandíbula sobre el pecho. Los ojos ya no le brillaban.

—Perdóname, pero no estoy de acuerdo contigo. No sólo el hermano Pierce, sino el resto de la ciudad, sabe que esta noche hay algo grande en cartel.

—Por supuesto. Pero ocurre que tienen que saberlo.

—¿Cómo? —La sorpresa de la revelación le hizo dar un respingo—. ¡Vamos, Connie, no me vengas con eso!

—El peligro es la esencia del ritual. Si no fuera peligroso, no funcionaría. Para ser real, la magia debe ser seria. No se trata de un juego.

Mandy escuchaba con total atención. Creía en aquellas palabras.

—Connie, parece que no comprendes lo que hace tu gente —dijo Cross elevando el tono de voz—. Están reclutando adeptos por toda la ciudad, incluso en las iglesias. Incluso entre la gente de Pierce.

—No están reclutando nada. Nosotros no reclutamos a la gente. Las brujas no abundan. Hace falta ser muy especial para convertirse en brujo.

—Sea como fuere —protestó Steven meneando la cabeza—, os habéis convertido en cosa pública. Connie, parece que estuvieras en la luna y no os dierais cuenta de que esta ciudad sigue siendo muy conservadora.

—Maywell destaca por su tradición de ciudad tolerante.

—Maywell es una comunidad cristiana y admito que es tolerante. Excluyendo a Pierce, claro está, que dista mucho de serlo. —Steven hizo una pausa y, durante un largo rato, se quedó mirando el suelo. Finalmente, volvió a hablar—: Estáis en peligro. Esto de hacer un ritual en público es de una irresponsabilidad supina. Y el reclutamiento…

—¡Si no recluíamos a nadie!

—¡Da igual! Recuerda bien lo que te digo, vais a meteros en líos. Hay familias divididas por este tema. Deja que te cuente lo que piensa Maywell de vosotros. Nosotros, los tolerantes, los católicos y los que pertenecemos a las iglesias establecidas, seguimos pensando que hay que vivir y dejar vivir. Pero cuanto más ruido hacéis más nos inquietamos. En cuanto a los seguidores del hermano Pierce, cuídate mucho de ellos porque se pasean de noche enarbolando antorchas, querida mía.

Connie sonrió suavemente y repuso:

—Hemos de hacer lo que hacemos y ser como somos. En estas cosas nadie tiene elección. Si hemos de perder la tolerancia de Maywell, quiere decir que es así como debe ser. Pero os amamos y os respetamos. Transmite ese mensaje a tu congregación, Steven. ¿Lo harás?

—Sabes que haré lo que pueda. Pero tengo una fuerte sensación de que las cosas se saldrán de su cauce. Retiraos por un tiempo.

—Lo lamento, Steven.

El hombre bebió un largo trago de su tazón.

—¿Qué le habéis puesto a este vino?

—Deposiciones de escuerzo y patas de gusano.

—Gracias. Apuntaré la receta. Anoche no sólo hubo procesión. En el muro, a unos cientos de metros del portal, en dirección a la ciudad, hay un sitio quemado.

—¿Un sitio quemado? —inquirió Constance entrecerrando los ojos.

—La hierba está chamuscada, el muro está cubierto de hollín y las ramas de los árboles quedaron ennegrecidas. Connie, hay alguien que está muy furioso contigo.

—Pierce, claro está —dijo Connie con ojos brillantes.

—Tal vez. Pero tienes muchos enemigos más. Podría ser algún marido cuya esposa se ha instalado en tu finca. Podría ser un grupo entero de maridos.

—Sólo hay dos familias a las que la finca ha afectado de ese modo. Y uno de los maridos está a punto de venirse a vivir aquí. El otro está demasiado obsesionado con su trabajo para pensar en nosotros.

—Entonces échale la culpa al hermano Pierce. Por lo que he oído decir, está dispuesto a cauterizar este lugar hasta reducirlo a cenizas. Para quemar la infección de las brujas. —Tosió—. Este vino me ha aflojado el pecho, además de la lengua. ¡Me he acatarrado por culpa de tu maldita nevada, querida!

—No afectamos el clima. Eso es pura superstición.

Steven contestó con un acceso de tos seca.

—Ivy, ¿qué tiene que tomar tu padre para esta tos?

—Es de los bronquios, tiene mucha flema suelta. No es nada serio. Diría que caldo de cebollas.

—Muy bien. ¿Cómo estás tan segura de que no es nada serio?

—Porque no es áspera, de modo que no hay mucha inflamación ni la pesadez que se asocia a la neumonía. Tampoco suena como la tos provocada por un tumor.

—¿Has oído, Steven? Es probable que tu hija llegue a ser una doctora herbolaria muy competente. Ivy, dale la receta.

—Corta seis cebollas blancas, pequeñas, y hiérvelas en una taza de miel durante dos horas. Cuela el líquido sobrante y bébetelo caliente en pequeñas dosis. Al principio, toserás mucho…

—De eso estoy seguro.

—Pero se te pasará, papá. La tos se te habrá curado.

—Antes terminaré el Robitussin, cariño. Te quiero mucho, pero no creo que tu madre me deje hervir cebollas en la cocina.

Ivy se sentó en el brazo de la butaca que ocupaba su padre. Le acarició lo que le quedaba de pelo. Robin, sentado en el suelo delante de su padre, tomó el tazón y le sirvió más vino de la jarra que había dejado junto al fuego. Por un momento, Mandy fue consciente de la profundidad del amor que había entre aquel hombre y sus dos hijos. Steven volvió a mirar a Constance y le dijo:

—Al menos te pido que me prometas que tendréis cuidado.

—Ésta es una mala noche para tener cuidado.

El comentario sugería otra vez peligro.

—No bajéis a la ciudad.

—Vamos donde nos conduce el ritual. La esencia de la persecución es el peligro.

—¡Ya lo has dicho antes! Oye, si vais a comportaros como locos, al menos hazme un pequeño favor. Cuéntale tus planes al sheriff Williams.

—Ya lo he hecho, por supuesto —repuso Connie, y se echó a reír—. He tenido incluso que pagar quince centavos en concepto de impuesto de circulación.

—Me alegro que el sheriff esté al corriente. No quiero que al pobre hombre le dé un ataque al corazón.

—Johnny Williams es un buen hombre, Steven. Solíamos bailar juntos en Rollo’s Road House.

—¿Todavía te acuerdas? ¿Cuándo lo cerraron…? ¿Durante la guerra?

—Antes de la guerra. Lo recuerdo porque cada vez que veo a Johnny me habla de aquello. —Una expresión fantasiosa cubrió el rostro de Constance. Decir que había sido una coquetuela no era exacto. Seguía siéndolo.

Desde lejos les llegó el tañido solitario de un gong.

—La luna está ya a dos dedos de la montaña —anunció Constance—. Tenemos mucho que hacer aún antes de medianoche.

Steven se dio una palmada en la cabeza y comentó:

—Connie, ya te he avisado que media ciudad está levantada en armas, ¿y tú te propones recorrer las calles a lomo de caballo esta medianoche? ¡Debes de estar loca!

—Media ciudad estará levantada en armas, pero la otra mitad es mía.

—La mitad no, querida. Puede que un cuarto.

—Muchos de los otros son amigos.

—Hazme el favor. Te comportas como si no hubieras oído lo que acabo de decirte. Harás un papelón y vas a perder los amigos que ya tienes.

Mandy notó algo fiero en la mirada que Steven le lanzó a Constance, algo de lo que él ni siquiera tenía conciencia. El gong volvió a sonar.

—Supongo que eso significa que debo marcharme.

—Así es, Steven.

—Muchísimas gracias por el vino —dijo poniéndose de pie—. Y, si esta noche tienes problemas, no me digas luego que no te lo advertí. —Salió a grandes zancadas seguido de sus dos hijos—. Vuestra madre os envía recuerdos. Las manzanas han madurado y me ha dicho que os comentara que recogerá unos cuatro quintales. Y han crecido sin hechizos.

—Eso es lo que ella cree —comentó Ivy—. Yo encanté el huerto el primero de mayo.

—Se lo comentaré. Estoy seguro de que tirará los fertilizantes cuando se entere.

—Ojalá lo hiciera. No los necesita. A sus árboles no les va bien y los hace envejecer antes de tiempo.

—Nosotros también tendremos una buena cosecha —terció Robin—. Calabazas, maíz, trigo y avena. Y hemos recogido una cantidad increíble de moras. Volveremos a hacer preparados con hierbas.

Parecía haber cierta incomodidad entre los tres en aquel momento.

—Entonces será una buena cosecha —dijo Steven.

—La mejor —replicó el hijo. Se hizo una pausa que se convirtió en largo silencio.

—Vuestras hermanas os echan de menos —dijo Steven deteniéndose ante la puerta. Tendió los brazos y envolvió en ellos a sus dos hijos—. Ya lo sabéis. —Un momento más tarde se internaba en la noche. Los cuervos volvieron a graznar y sus gritos se fueron oyendo cada vez menos claros a medida que Steven se alejaba—. ¡Ey! ¡No me quitéis el sombrero! ¡Que ya se me acabó el pan!

Y desapareció a lo lejos.

Ivy comenzó a encender las velas y la casa no tardó en brillar con aquella luz profunda. Mandy vio que Robin atravesaba apresuradamente la cocina. El portazo la sobresaltó. Estaba en ascuas. Comprendía que era el centro de aquel ritual. Y, naturalmente, sentía cierta aprensión. Se decía que sólo era eso, aprensión. No quería admitir que se trataba de un temor profundo, del miedo que hiela la sangre y que viene cuando te enfrentas a algo verdaderamente desconocido.

—¿Qué voy a hacer esta noche? —le preguntó a Constance.

Su mentora le cogió ambas manos y le contestó:

—Eres la cazadora, querida. —Mandy no se sorprendió—. Espero que sepas montar a pelo.

—¡Ni hablar! No he montado a caballo desde los dieciséis años.

—Pues inténtalo. Además, tendrás que ir arropada por el cielo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Ya lo verás. Anda, vamos, que la luna nos espera.

Acto seguido, Mandy se encontró recorriendo el sendero que atravesaba el huerto de hierbas aromáticas, siguiendo a Constance. Jamás se le cruzó por la mente la idea de echarse atrás.

Cuando llegaron a la aldea, Mandy descubrió que aquel paraje había sufrido la más hermosa de las transformaciones desde que ella lo visitara brevemente la primera vez que entró en la finca. Por todas partes las velas proyectaban sus charcos de luz sobre los senderos cubiertos de nieve, iluminaban las ventanas de las cabañas, brillaban en los faroles que había ante las casas. Todas las puertas estaban adornadas con acebo.

—Esta noche, has de perseguir al Rey del Acebo, querida Amanda —le dijo Constance—. Como de costumbre, las reglas del juego serán simples. Hazlo lo mejor que puedas.

Ahí estaba Connie otra vez, dándole instrucciones vagas. Mandy recordó cómo había luchado por subir al monte Stone, sin saber dónde diablos se dirigía.

—¿Y si me caigo del caballo? —murmuró, sabiendo de antemano que no recibiría respuesta.

La estaban sometiendo a una prueba. Pues muy bien. Levantó la barbilla. Decidió bravamente superar todas las pruebas a las que pudieran someterla.

Constance se detuvo en el centro de la aldea. Estaba preciosa, cubierta con la capucha, la capa tocando el suelo. La luz de las velas le iluminaba el rostro mientras la luna, allá en lo alto, atravesaba el cielo.

—Si en un momento dado fallaras, querida mía, quemamos la aldea y nos vamos a casa. Renunciamos.

Fue como si le hubiera golpeado una piedra en el pecho.

—¿Tan importante soy? —En ese momento, todas sus poses le parecieron hueras.

—Ésta es tu noche, querida. Has ocupado tu lugar junto a Leannan, igual que hice yo hace cincuenta años. Para probar que mereces ese puesto, deberás capturar al Rey del Acebo y hacerlo tuyo. Simboliza tu fuerza. El Rey del Acebo nos representa a todos, nuestro conciliábulo, nuestra forma de vida. Si quieres gobernarnos, primero habrás de cazarnos.

Mandy batallaba por descubrir los posibles significados de lo que acababa de oír de labios de Constance cuando ésta se dirigió a las puertas del enorme edificio redondo que se hallaba a la entrada de la aldea y las abrió de par en par.

La habitación que apareció ante ella era una maravilla de luz y perfume: parecía una mezcla de granero y cámara ritual. Estaba rodeada de cuadras llenas de caballos, vacas y cabras. Mandy observó que los corceles eran hermosos, sus lomos relucían y llevaban las colas primorosamente almohazadas. El olor no era desagradable, sino intensamente animal. Las cuadras formaban un círculo exterior. El resto del espacio estaba formado por un suelo de tierra batida, sobre el que estaban sentadas unas cuarenta o cincuenta personas: hombres, mujeres y niños.

En el centro del círculo se encontraba Robin; llevaba una corona de acebo y el cuerpo le brillaba como si se lo hubiera encerado. Iba semidesnudo, como el resto de los presentes. Mandy se alegró de que le sonriera.

De una alfarda colgaba una cola negra, familiar, que se agitaba de vez en cuando.

Se oyó el sonido estridente de las gaitas y un entrechocar de castañuelas. Seis parejas rodearon a Robin. Una rubia muchacha de unos dieciocho años comenzó a correr alrededor del círculo portando una enorme espada con la que apuntaba al suelo. Las gaitas gimieron salvajemente. Mandy pensó en todas las películas de escoceses en guerra que había visto y comprendió el sentido de aquel magnífico clamor. Las gaitas, en manos como aquéllas, constituían un instrumento que infundía valor.

El rostro del hermano Pierce, crispado por el odio, flotó momentáneamente ante ella.

El grupo que formaba el círculo comenzó a bailar alrededor de su Rey del Acebo, dando palmas y cantando:

Fuego de vida,

¡pasa, pasa, pasa!

en nombre de la Diosa, fuego y llamas,

¡pasad, pasad, pasad!

Corazón y mano del Rey del Acebo,

¡pasad, pasad, pasad!

Mandy comprendió entonces lo que debía hacer. La harían cabalgar desnuda a través de una ciudad hostil, al acecho de un muchacho con el pelo adornado con hojas.

Quería marcharse cuando la aferraron unas manos fuertes súbitamente y la arrastraron como un torbellino a través de una cadena humana. Le arrancaron la capa, le quitaron la chaqueta, la blusa e intentaron quitarle los tejanos. No tardó en quedar desnuda de cintura para arriba. Reían todos tanto que casi no notó la violencia del acto. La levantaron en volandas y la fueron pasando de mano en mano hasta que, por fin, lograron quitarle los tejanos.

Chilló enardecida al sentir que tantas manos la tocaban y, de pronto, la depositaron en el centro del círculo interior, a los pies del Rey del Acebo.

Los ojos le brillaban de deseo. Entre las piernas cruzadas del muchacho, Mandy notó la reacción de la carne.

Despedía un extraño olor, como a moho, a grasa rancia y a mentol de pastilla para la tos. Un instante después supo a qué se debía. Robin hundió los dedos en un tazón que contenía un espeso ungüento y dejó caer una enorme gota sobre el vientre desnudo de Mandy.

—¡Ey!

Le sujetaron los brazos por encima de la cabeza y la aferraron de los tobillos. Había tanto amor en sus rostros que les dejó hacer.

Cuando Robin comenzó a embadurnarle el vientre con el ungüento, notó que el toque de aquellas manos era delicioso. Le untó todo el cuerpo con aquella sustancia pegajosa, sin tocarle las partes pudendas. Todo le picaba; la invadió un calorcillo estupendo. La sensación se parecía bastante a la que provocaba la crema Ben Gay, pero era mucho más profunda y en absoluto relajante. Por el contrario, sintió deseos de echar a correr, de saltar, de gritar; habría sido capaz de volar.

La muchacha que había enarbolado la espada se acercó y se arrodilló junto a Mandy.

—Te picará un poco —le susurró—. Pero no te preocupes, pronto se te pasará. —Tomó un poco de ungüento y se lo frotó prolijamente en las partes pudendas.

¡Que picaba un poco! A duras penas logró contener el alarido agónico. Como anticipándose a aquel inconveniente, las gaitas volvieron a gemir y los tambores acompañaron el repiqueteo de las castañuelas.

Con razón las leyendas hablaban de brujas voladoras. El ungüento le dio la sensación de estar flotando. Más que flotando. Si cerraba los ojos, sería capaz de elevarse hasta las alfardas, donde estaba Tom.

La incorporaron y bailaron a su alrededor, dando palmas, girando al ritmo de una nueva música. Las gaitas ya habían callado, fueron reemplazadas por la flauta, el tambor y las castañuelas, los antiguos instrumentos de estas danzas; al no ir acompañados del sonido de las gaitas, su música resultaba más suave, pero igualmente sugerente.

Bonitos los trajes de la cebada;

bonitos los trajes de la cebada;

jamás olvidaré la noche feliz,

que junto a Mandy pasara.

La felicidad invadió a Mandy Walker. Al diablo con sus preocupaciones, aquello era divertido. Bailó de verdad por primera vez en su vida, desnuda y libre, envuelta por el olor de los animales y el sudor de la gente, y el aroma que se levantaba de su propio cuerpo; giró y giró hasta que las alfardas engalanadas de acebo dieron más y más vueltas y el Rey del Acebo, en su trono, también daba vueltas y más vueltas, con sus labios sonrientes y sus hermosos ojos negros, cuajados de un brillo tan intenso que le hicieron reír a carcajadas.

Tuvo la sensación de haber bailado ya aquella danza.

En aquel momento, cesó el baile. Mandy se sintió muy irritada. Entonces oyó lo que había inmovilizado a los danzarines. Desde lejos le llegó el sonido prolongado de un cuerno. Un cuerno de cazador.

Constance. Andaba allá fuera, en alguna parte, incitándolos a la cacería.

La quietud fue sólo momentánea. Se produjo un estallido de excitación. Mandy se encontró montada a lomos de un enorme caballo negro, un magnífico semental que bufaba enardecido y daba coces.

Iba desnuda. Las crines le servían de riendas. Entre todos, empujaron al corcel para que traspusiera la puerta; fue todo tan súbito que Mandy estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el techo.

—¡Dejadme la capa!

Alguien le propinó al caballo una sonora palmada y, como un rayo, atravesaron la aldea; los cascos de su corcel pisotearon las velas. Poco después, los envolvió la noche; avanzaron al galope, mientras Mandy se aferraba a las crines con desesperación porque el ungüento la hacía resbalar y la pelambre del corcel le raspaba las piernas. Tuvo la certeza de que se dirigían hacia el pantano.

—¡Oh! ¡Vamos, caballito, detente! —Tironeó de las crines. El animal lanzó un bufido y galopó como una exhalación.

No le quedó más que aferrarse al corcel y esperar lo mejor. Si la descabalgaba, podía perder el conocimiento. No moriría. No deseaba morir en la flor de la vida.

El ungüento ejercía en ella un efecto cada vez más potente.

No tenía frío. Y apenas lograba sentir el dolor que le producía la pelambre del corcel en la piel desnuda. Y aunque se aferraba al animal y gritaba, la velocidad de su galope empezó a parecerle menos atemorizante.

Se tornó estimulante y le daba un miedo parecido al que se siente al montar en la montaña rusa. Acarició el cuello palpitante del caballo. Era una criatura preciosa.

El caballo rebufó.

—Tranquilo, caballito.

Sintió el esfuerzo de los músculos de la bestia, sintió cómo la sangre le cantaba en las venas y cómo se combinaba su sudor con el ungüento que llevaba mientras cabalgaban hacia la noche.

Mandy se dio cuenta de que era capaz de erguirse durante unos segundos y disfrutar de la caricia del viento.

Y, después, logró mantenerse erguida por más tiempo y, presionando las rodillas contra los flancos del animal, logró sentarse mejor.

Aquella cabalgata era soberbia. Echó la cabeza atrás, hundió las rodillas en los flancos de su cabalgadura y lanzó un grito de alegría, salvaje y poderoso, surgido del fondo mismo de su alma. El corcel le contestó con un relincho. Aquel relincho poseía una masculinidad que respondía a algo que contenía la voz de Mandy y de lo que ella había ignorado su existencia. Montada sobre aquella criatura iba una mujer, no un ente pasivo, sino una mujer llena de fuerza, orgullo y belleza.

Se sintió tan íntimamente ligada a la carne del animal sobre el que iba montada que se sorprendió. El caballo volvió a relinchar alegremente; la espuma que le brotaba de la boca voló y le salpicó la cara, su olor la embriagó, y continuó cabalgando veloz, sin detenerse, sin cansarse nunca; ambos se sentían cada vez más fuertes mientras juntos perseguían a la propia noche.

Estaba allí para dar caza a Robin. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito que la sacudió entera, un grito estridente, cortante como una espada.

A lo lejos, oyó la respuesta del cuerno del cazador. Muy lejos, hacia el norte.

En esta ocasión no le hizo falta exclamar nada, ni tocar las crines del caballo. Hizo presión con los tobillos y el animal comenzó a trotar. Una presión más ligera y anduvo al paso. Y si levantaba las piernas, se detenía del todo.

El cuerno volvió a sonar. Esta vez detrás de ella. El caballo giró la cabeza; bajo la luz de la luna, los ojos de Mandy se encontraron con un ojo del animal. Resoplaba con fuerza, bañado en sudor, temblando con ansia.

Aquél no era un caballo como los demás. Sabía adónde dirigirse, Mandy lo presentía. Sabía cómo encontrar al Rey del Acebo. Se rindió a aquella mente más simple, más clara, obedeció a sus instintos.

Para ella ningún caballo era corriente. Quizá no había ni caballos corrientes, ni hurones, ni patos corrientes, como tampoco existían hadas corrientes, o personas corrientes o gatos corrientes.

Lo azuzó con las rodillas y partieron al galope; bordeando la orilla del pantano, subieron los montículos desde donde se veía brillar la casa en la distancia; fueron rumbo al norte, hacia el valle, internándose en sitios donde Mandy nunca había estado, atravesando hectáreas y hectáreas de campos; algunos olían a recién roturados y enriquecidos con la sangre de la tierra; otros estaban madurando, sembrados de maíz, trigo, calabazas: eran tierras cargadas de frutos. Se preguntó si la nieve no habría destruido parte de la cosecha.

Trotaron por un sendero, entre las filas vigilantes de maíz, que chasqueaban a su paso. La tierra comenzó a elevarse y cruzaron un huerto de frutales; los cascos del animal pisotearon los frutos desechados por los campesinos y, al delicioso caos de aromas, se sumó un perfume de manzanas.

—Rey —susurró Mandy—, Rey del Acebo…

No, había que ir más al norte. En la parte baja del cielo vio la estrella polar, dominando sobre el oscuro misterio de la tierra. Por allí estaba el Rey del Acebo.

¿Pero a qué distancia? Pasaron delante de unas casas con luces eléctricas, donde los perros se pusieron a ladrar roncamente, excitados por aquella visión y enardecidos por aquel olor aún más fantástico de los intrusos.

Se acercaron a una casa iluminada por unas velas que se apagaron súbitamente. La gente se asomaba llena de asombro a la puerta de sus casas, corrían tras ella, abrigados contra el rigor del frío, para darle alguna que otra palmada en las piernas y perderse después en la oscuridad.

Los cascos de su cabalgadura retumbaban sobre las calles de ladrillo y su eco se internaba en el silencio.

Entonces, se puso en marcha el motor de un coche que salió a toda velocidad. Las luces de los faros la atravesaron; en el poderoso rugido del motor, oyó la ira de quien iba al volante. Hundió las rodillas en los flancos del caballo y tiró de las crines hacia la derecha. El corcel salió al galope y subió por una empinada cuesta. El coche fue tras ellos; rugió el motor, chirriaron las cubiertas y, después, lanzó un gemido al detenerse junto al bordillo.

Mandy gritaba cada vez que el caballo saltaba las cercas traseras, avanzando como un torbellino por los porches, saltando por encima de piscinas vacías. Así llegaron a un callejón, lo recorrieron y se encontraron en la calle siguiente. Quizá habrían formado un cordón para esperarlos, pero lo habían superado. Mandy se alegró y volvió a sentir el salvajismo, la libertad, la locura, el sudor, el tronar jadeante de la cabalgata.

Sabía que estaba más cerca del Rey del Acebo. La costumbre le había hecho esperar siempre a los hombres que le gustaban. Nunca antes se había permitido la sensación de tomar lo que quería.

Atravesaron Church Row y atrás quedaron los terrenos comunales.

—Búscalo —le susurró a su cabalgadura—. ¡Búscalo y condúceme hasta él!

Gruñendo y mascullando, avanzaban tras ellos otros coches; las luces de sus faros recorrían las calles que rodeaban los terrenos comunales.

Entonces Mandy vio el cartel enceguecedor del tabernáculo del hermano Pierce. Había un agitado trasiego de gentes, los coches llegaban y se iban, aquel lugar era como un nido de avispas sacudido con un palo. En ese momento, Mandy supo que él se encontraba cerca.

El caballo se detuvo.

—Anda, vamos —le ordenó presionando las rodillas contra los flancos. El animal volvió la cabeza y la miró—. Así que éste es el lugar —murmuró.

Desmontó; las piernas le temblaron durante un momento hasta que se acostumbró al suelo firme. La nieve crujía bajo sus pies. El ungüento había perdido parte de sus efectos; Mandy se dio cuenta de lo helada que era la noche. A media manzana del tabernáculo había otra casa iluminada por las velas. Más brujas. Pero él no estaba en aquella casa. No, estaba fuera. Debían reunirse en la oscuridad de la noche.

Había sido muy listo al acercarse tanto al tabernáculo del hermano Pierce listo, el muchacho. Pero Mandy ya no tenía miedo de nada, ni siquiera de aquello.

Habría sido capaz de cabalgar por el pasillo del tabernáculo si hubiese sido necesario. Quizá fuera la cabalgata, o el ungüento, o el andar desnuda por las calles, pero se sentía muy excitada. Jamás había deseado a nadie como deseaba al Rey del Acebo.

El caballo giró la cabeza e irguió las orejas en dirección a un sonido que venía desde atrás.

Ni siquiera tuvo ocasión de gritar cuando el disparo de una escopeta le destrozó la cabeza. El enorme cuerpo del animal se estremeció y cayó al suelo.

—¡Ya está bien, ramera, levanta las manos!

Mandy echó a correr.

—¡Detente!

Al diablo con todo. Al menos, la oscuridad estaba de su parte. Corrió. Sonó a sus espaldas el estampido de un disparo y algo pasó siseando y le rozó el hombro derecho. Perdigones. Sigue adelante.

—¡Le he dado al maldito caballo!

¡Mi caballo, mi caballo, mi hermoso y mágico amigo, mi caballo!

—¡Se dirige hacia la calle North!

—¡A por ella, hombre!

Mandy voló, esforzándose por no lanzar el grito que le subió a la garganta. Más tarde habría tiempo para la ira.

¡Mi caballo!

En la media hora que habían pasado juntos, ella y el semental se habían convertido en amigos apasionados, en sacerdotes del sexo.

Delante de ella se produjo un destello blanco, oyó un grito apagado y supo que había encontrado al Rey del Acebo. El hermoso corcel de Mandy la había conducido directamente hasta su escondite.

Cuando el Rey del Acebo cruzó la calle North a toda velocidad, bajo la luz de las farolas Mandy distinguió perfectamente su pálida piel, sus largas piernas y la corona de acebo que adornaba su cabeza.

No fue la única que lo vio. A ambos extremos de la calle se encendieron los faros de los coches y los motores comenzaron a rugir. Cuando Mandy se dispuso a cruzar también, sólo le quedaban pocos segundos. Los frenos chirriaron y una serie de voces enfurecidas gritaron a la vez:

—¡La bruja, la bruja!

A sus espaldas, oyó que alguien caía torpemente entre los arbustos. Sabía que se hallaba otra vez en terrenos de la finca, más allá del límite de Maywell. La calle North, donde terminaba el muro de la finca, servía también de frontera con la ciudad. Allí se encontraban las ruinas de Willowbrook, una urbanización de viviendas que habían comenzado a construir, sin llegar a acabarlas nunca, después que Mandy se marchara de Maywell.

Se detuvo en una calle llena de hierbas para comprobar si oía al Rey del Acebo. El estrépito producido a sus espaldas se le acercaba lentamente, acompañado por una sarta uniforme de maldiciones. Entonces, cuando ya tenía la certeza de haberlo perdido, casi a sus pies, vio moverse un arbusto.

Saltó de inmediato y le tocó la piel caliente y la punzante corona. Se la arrancó de la cabeza y la lanzó al aire. El Rey del Acebo jadeó y echó a correr otra vez, pero Mandy lo aferró de la muñeca y lanzó un grito triunfal que surgió de su alma victoriosa, sin preocuparse por quienes la perseguían ni por los haces de luz de las linternas que iban en su busca.

El Rey le dio un empellón, intentó soltarse. Mandy estaba tan enardecida que levantó la mano y le estampó un puñetazo en plena cara. El Rey del Acebo lanzó un gruñido prolongado y se desplomó.

—¡Dios mío, lo he matado!

Pero no, andaba a gatas. ¡Había sido otra de sus tretas! Saltó sobre él, lo sujetó por la cintura, se sentó encima de él a horcajadas y lo redujo en el suelo.

Y, para su infinita delicia, sintió que entre las piernas se erguía la rígida esencia del Rey del Acebo.

El haz luminoso de una linterna le rozó la cabeza y se oyó un brutal grito de triunfo.

La lanza de placer que le había clavado el Rey del Acebo le impidió moverse.

—Tenemos que correr —susurró Mandy, allí sentada, mirando fijamente cómo manaba la sangre del rostro del Rey, sintiéndolo dentro de ella, experimentando una alegría tan extrema que casi perdió los sentidos.

Entonces se oyeron los cuervos. Y gritos, gritos enfurecidos. Los haces luminosos de las linternas recorrieron el cielo hasta dar con el furioso clamor de unos graznidos. Aquel clamor se retiró velozmente hacia el tabernáculo.

Cuando, debajo de ella, el Rey del Acebo consumió sus fuerzas, Mandy se incorporó, se colocó en la cabeza su corona, y se encontró rodeada de otras brujas jadeantes de tanto haber corrido. Vestían ropas corrientes, sombreros, chaquetas, gruesas botas. Al parecer, sólo los protagonistas de los rituales debían atravesar desnudos la ciudad.

Sin decir palabra, se amontonaron a su alrededor, la cubrieron con su capa y le dieron a beber una deliciosa mezcla caliente de vino y miel.

Recorrió junto a ellos el extremo occidental de la ciudad, bajo los precipicios del monte Stone, de regreso a la finca. Unas manos delicadas condujeron a su amante.

Ella se sentó en el centro del círculo. Lo depositaron ante ella, medio dormido.

Su gente se entregó entonces a la algazara de la noche. Casi no comprendía sus rituales pero sabía que los cuerpos que pasaban como un rayo alrededor del círculo eran el éxtasis.

En total eran doce, seis hombres y seis mujeres que bailaban alrededor del círculo interior, cuyo centro lo constituían ella y el Rey del Acebo. Se movían todos hacia la derecha, bailando y dando palmas, cantando una sola palabra:

Moom, Moom, Moom, Moom.

Gritaron, susurraron, bailaron hasta que el cántico se transformó en otra palabra, que al principio no logró entender:

Moommamaamannamuaman adamoom amandaum.

Entonces oyó su propio nombre. Amanda. Lo oyó reptar por los cánticos, observó la lustrosa desnudez de quienes danzaban en su honor y se preguntó:

¿Por quién me toman?

¿Quién soy yo?