George estaba junto a Bonnie, mirándola desde su altura. Cuando perdió el último sonrojo de vida, le tocó la cara. Al verla así, tan inmóvil, se dio cuenta de lo bella que era. El cuerpo de George se inquietó, como no le había ocurrido desde que perdiera a Kate. La gatita Kate.
—¿George?
El cabello de Bonnie era dorado, muy hermoso.
—George, ya lleva así bastante tiempo.
Bonnie, Bonnie. Bonita Bonnie. Qué fresca se tornaba su piel, como el alabastro. Qué perfecta.
—Se le estancará la sangre.
George se inclinó entre las brillantes bobinas negras y se acercó más y más a aquel rostro. Aspiró la leve dulzura de su piel y le besó la mejilla, dejando que sus labios se extasiaran con aquella suavidad. Aquella piel cubierta de la pelusilla más delicada. Posó sus labios sobre los de ella.
—Por el amor de Dios, George, tenemos que traerla de vuelta. Dentro de pocos segundos se producirán daños irreversibles en el cerebro.
—Bonnie era la perfección.
—¡George! ¡Esto será un homicidio!
Clark podía llegar a ser realmente insoportable. George regresó a su panel de instrumentos.
—Voy a ir aumentando el nivel lentamente, en lugar de utilizar la entrada brusca, como hicimos con Tess. Creo que quizás así obtengamos una respuesta eléctrica más estable del cerebro.
—¡Hazlo, pero inmediatamente!
Empezó a elevar los niveles de voltaje del cerebro.
—¿Se supone que debo recibir alguna lectura? —preguntó Clark a gritos desde su puesto.
—Claro.
—Pues no recibo nada.
—Dios. —George le echó un vistazo a Bonnie. ¿Qué diablos le había hecho esperar tanto? La había encontrado inesperadamente bella así… muerta. No estaba preparado para aquello. Subió los voltajes al máximo—. ¿Y ahora?
—¡Déjalo así! Intenta la fibrilación artificial. Quizá si el corazón arranca…
George se precipitó hacia la mesa de laboratorio, sacó el aparato de fibrilación de una caja de madera que había en el suelo. El trasto ni siquiera estaba enchufado. Qué descuido el suyo. Se sintió como un criminal. Tembloroso, consumido por los nervios, conectó el aparato al enchufe y colocó los electrodos sobre el pecho de Bonnie.
—¡Dale una descarga, Clark!
El aparato chasqueó y dio una sacudida en las manos de George. Los pulmones de Bonnie se expandieron con un silbido.
—¡No tiene pulso!
—Dale otra vez. ¡Cielos!
El aparato de fibrilación chasqueó otra vez. En esta ocasión, de la garganta de Bonnie salió un gorgorito.
—¿Clark?
—Creo que recibo un… sí, un latido. ¡Y otro más! ¡Ya vuelve! Ya le late el corazón.
—¡Bonnie! ¡Bonnie!
—De… de…
—¡Bonnie, vuelve con nosotros! ¡Anda, vuelve!
—Ritmo cardíaco: 45. Presión sanguínea: 30 a 55. Responde, George. ¡Ruego a Dios que no se haya producido ninguna lesión cerebral!
Parpadeó y movió los labios. Tosió, jadeó, movió la cabeza hacia ambos lados.
—Bonnie, cariño. ¡Bonnie!
—Voy a… —Intentó incorporarse, no pudo, y acabó ensuciando el hermoso equipo del laboratorio. Al verlo, George gimió.
—¿Bonnie?
—¿Sí?
—Vamos, cariño, te bajaré de allí. Clark, dame una mano. —Mientras Clark le quitaba los electrodos, George fue a buscar toallas de papel y la limpió lo mejor que pudo. Entre los dos la ayudaron a sentarse. Se inclinó, dejando caer las piernas por el borde del banco.
—Tengo los pies dormidos —dijo.
¿Acaso George había oído bien? ¿Era aquélla la voz de Bonnie?
—Cariño —le dijo—, qué voz tan gruesa tienes.
Cuando levantó la vista para mirarlos, George se quedó confundido. En una forma que le resultaba difícil de precisar, su rostro tenía algo raro. Sus mejillas, antes redondas, se veían ahora sumidas por una tensión antes inexistente. Y apretaba los labios hasta hacerles formar una línea fina, severa. Y en sus ojos había una mirada rapaz.
—Dios mío —susurró Clark.
—Bonnie… qué extraños tienes los ojos. ¿Te encuentras bien?
—Un poco mareada, pero creo que la circulación me está mejorando. —Bajó al suelo—. ¡Listo! Ya estoy bien.
Había algo que no funcionaba. La voz era completamente distinta. Y su cara, sus ojos… George no lo entendía.
—George, ven aquí —le dijo Clark, haciéndole una seña hacia la sala de animales. Los dos fueron hacia allí.
—¿Qué me dices del gato?
—¡Olvídate del maldito gato ahora! —Clark cerró la puerta tras él—. ¿Qué le pasa a Bonnie?
—No lo sé.
—Hay algo en ella que está muy mal.
—Yo… ¿qué puedo decirte?
—Escúchame bien, estamos metidos en un buen lío. Nos jugamos nuestras carreras. —Hizo una pausa—. Todo el experimento está grabado en vídeo.
George comprendió a qué se refería.
—Debemos ayudarla. Ella es nuestra principal preocupación.
—Soy biólogo. No puedo ayudarla. George, abandono el proyecto en este mismo instante. No quiero saber nada más. No me importa lo que ocurra con mi título. No me importa lo que Constance opine. Pienso informarle que el experimento ha sido un fracaso y que tenemos que poner punto final. Si quieres que te dé mi opinión, creo que acabarás en la cárcel o denunciado por unos parientes enfurecidos antes de que todo termine.
—¡Tranquilízate, Clark! Que no es tan grave.
—Ésa que está ahí dentro no es Bonnie. Y lo sabes tan bien como yo. Es otra cosa… algo que hemos desencadenado.
—Eso es un juicio de valor sin fundamento. Lo único cierto es que hay un cambio de expresión.
—¿Un cambio de expresión? Esa mujer tiene otra cara, la voz de otra persona. Parece una mujer mucho mayor. Una mujer diferente.
—No hay prueba de que estos efectos tengan que ver con el experimento. Podrían haberse producido de todos modos.
—¡Qué sarta de…! ¡No puedes estar hablando en serio! Bonnie estaba bien antes de que le hiciéramos esto. ¡Era normal en todo sentido!
—En el experimento no había nada que pudiera causarle el efecto que aparentemente observamos. Y debo recalcar que no hemos tenido ocasión de evaluar su estado. Probablemente estemos ante secuelas menores de los cambios experimentados por la presión sanguínea. Yo digo que se le pasará…
Del laboratorio les llegó un grito. Cuando George abrió la puerta de par en par, Bonnie corría por el centro de la habitación con el gato montado en la cabeza. Le había hundido las garras en el pelo e intentaba morderle la garganta.
—¡Dios mío!
George estaba asqueado. Un ser humano tocado por un gato. Sin embargo, el sufrimiento producido al recibir la mordedura de aquellos dientes sería tan intenso que podía llegar a ser sumamente fascinante. Hizo un supremo esfuerzo por controlar sus manos y agarrar aquella bestia aborrecible.
Por fin lo logró; sintió que se le tensaban los músculos debajo de la pelambre, oyó su siseo, le olió el aliento de fuego electrizado. Lo agarró por la cabeza y lo apartó del cuello de Bonnie. Cuando separó al gato de la muchacha, le arañó las manos con las garras. El animal se retorció enfurecido sin dejar de chillar, meneó la cabeza y arañó como un poseso. George lo agarró por el cogote, lo llevó a la sala de animales y lo arrojó a la jaula vacía de los monos.
—¡Esto es una locura!
Regresó al laboratorio, donde encontró a Clark de pie, ante la puerta, mirando hacia el corredor. Bonnie se había marchado.
La madre Estrella de Mar debía ponerse en marcha. El maldito gato enloquecía de impaciencia. No había tiempo que perder, ni un solo segundo. El infierno va con uno, incluso durante las vacaciones.
Hizo exactamente lo que se suponía que hiciese: echó a correr. Ignoraba adónde se dirigía y por qué se encontraba allí. Pero no era asunto suyo. Se limitaba a correr. Lo que la había conducido hasta allí guiaría sus movimientos.
Sin embargo, había algo que quería hacer por su propia cuenta y lo deseaba con tanto ardor que se arriesgó a sufrir las iras del gato.
Durante todo el tiempo que estuvo muerta había deseado una sola cosa que sólo puede conseguirse en vida. La última se la había quitado una ayudante de enfermería del pabellón de cancerosos del Hospital de la Perpetua Luz. Era la única que le quedaba y le había sobrevenido el último ahogo sin poder gozar del pequeño placer que le habría procurado.
La madre Estrella de Mar buscó desmañadamente en los bolsillos de los tejanos de Bonnie y encontró treinta centavos. Bien.
Cruzó una carretera de dos carriles y bajó a la vieja y conocida ciudad, en busca de la tienda adecuada.
Bixter. Claro. Entró. En el mostrador había una estantería tan hermosa que a punto estuvo de echarse a llorar. Con mano temblorosa, de entre las pilas de M&M, Hersey y ¡Oh Henry!, tomó una barra gorda y fresca de Snickers. Temblaba cuando le alcanzó las monedas a la chica que ocupaba la caja.
—Son treinta y dos centavos.
—¿Cómo dice?
—Son treinta y dos centavos. Los Snickers cuestan treinta y dos centavos.
La madre Estrella de Mar no se sorprendió. Su culpa no perdía una sola ocasión. Se encontraba allí, claro, pero no iba a dejar de ser implacable consigo misma. Sus sufrimientos la acompañarían. No fue tan tonta como para robar la golosina. Era incapaz de saber qué ocurriría si lo hacía pero, sin duda, sería mucho peor que no comerse la maldita barra de Snickers.
—Qué pena —gruñó. Colocó la barra en su sitio y abandonó la tienda.
Cuando iba calle abajo, convertida en un pequeño retazo de infierno en medio de aquellas almas felices, supo que los odiaba. Los demás dormían, comían, fornicaban… y ella ni siquiera podía comerse una maldita barra de Snickers. La madre Estrella de Mar no les envidiaba aquellas vidas tontas y complacientes. Todo era una broma. La mayoría de ellos creían que al morir se enfrentarían a algún tipo de juicio. El de san Pedro o quien fuese.
Uno podía confesarse no culpable, pero no importaba en lo más mínimo si en el fondo sabía que no era verdad.
Estoy deambulando dentro de un cuerpo que llegué a odiar con tanta pasión que se me saltaban las lágrimas. Se miró las manos. Ahora eran suaves y bonitas pero, en 1973, habían sido unas cosas regordetas y llenas de verrugas. ¿Las habría aporreado a reglazos alguna vez? No lo recordaba, pero esperaba haberlo hecho. Levantó una de aquellas manos para limpiarse la nariz. El brazo era más fuerte de lo esperado y estuvo a punto de caer al suelo. Tambaleando se recuperó.
¡Se encontraba allí dentro y no podía salir! Qué horrible. Y qué gracioso.
Tal vez estoy loca. Tal vez soy realmente Bonnie pero creo ser la vieja monja difunta. Soy Bonnie y me he convertido en mi propia culpa.
Semejante especulación le hizo odiar aún más a la gente que la rodeaba. En unos cuantos minutos, la distancia entre ella y el resto de los seres humanos se había hecho tan profunda como el eterno abismo negro en el que había caído.
Cómo los odiaba, cómo odiaba esas caras alegres, esos ojos inocentes, esas curvas sensuales, esos pantalones abultados. Dos niños pasaron junto a ella. Llevaban las caras embadurnadas de chocolate. Olió el aroma a Snickers en los rancios alientos infantiles. Le habría encantado asarlos a los dos a fuego lento.
Mientras, continuó caminando y vio un sendero serpenteante de hormigas cruzando la acera. Estaban indefensas. A diferencia de la gente, podía hacerles daño. Las pisoteó hasta convertirlas en mantequilla de hormiga.
—¿Se encuentra bien, señorita?
Un policía.
—Sí. Es que no me gustan las hormigas.
—Este año tenemos una invasión. Me he pasado el otoño destruyendo hoteles de hormigas.
Cruzó a la otra acera. ¿Adónde se dirigía? No tenía la más remota idea. Que se encargara de eso el gato. El gato siempre sabía lo que quería. En el infierno, si vacilas, el maldito puede llegar a convertirse en un verdadero tigre.
Algo le zumbó en el oído izquierdo, como una enorme avispa o, tal vez, como un gato que se esfuerza en producir sonidos humanos.
No obstante, las palabras le resultaron claras. Le decían simplemente cuál sería el siguiente paso. Cruza la calle Ames y camina una manzana. Gira a la izquierda por North, baja una manzana y, escondido en la parte trasera del tabernáculo, encontrarás el viejo remolque Airstream del hermano Pierce, con la inscripción «Dios es amor» pintada en los costados.
Cuando llegó, jadeaba.
—¿Hermano Pierce? Hermano Pierce, ¿está usted ahí?
Llamó a la puerta mosquitero, sujeta al marco con el alambre de una percha. El interior del remolque se encontraba en silencio y a oscuras, calentito por el sol a pesar del frío día.
—¿Hermano Pierce?
Abrió la puerta mosquitera y entró. El remolque no era grande. A un costado se encontraba una cama maloliente y sin hacer, al otro, un escritorio y una mesa cubierta de plástico atestada de platos.
Cerró y trabó la puerta cuidadosamente. Las heridas que el gato le había dejado en el cuero cabelludo le quemaban como fuego. No le importaba volver a encontrarse con aquella criatura.
Aquel lugar era un agujero horrible. Caluroso. Maloliente. Miró a su alrededor en busca de cigarrillos, encontró un paquete de Saratoga 1OO’s que tenía aspecto de pasado y se llevó un pitillo a la boca. Por extraño que pareciese, logró encontrar una caja de cerillas. Al menos, se le permitiría un pequeño placer. Pero cuando advirtió que en la caja sólo quedaban dos cerillas cuyas cabezas de fósforo estaban medio deshechas, ni siquiera intentó encender una. ¿Para qué? Sin pensárselo dos veces, lanzó el pitillo y las cerillas por encima del hombro.
La voz no le había indicado lo que debía hacer allí, de modo que permaneció inmóvil, como un zombi sin rumbo.
A medida que pasaban los minutos, la madre Estrella de Mar comenzó a parecerse cada vez más a un recuerdo. Bonnie regresó e hizo que la monja se esfumara. A la mujer que emergió se le ocurrió pensar que el delirio de la madre Estrella de Mar podía ser una consecuencia inesperada de su muerte temporal.
Los recuerdos de la muerte experimentada la hicieron sentirse fría y pegajosa. La muerte no había sido el vacío o la negrura, qué va.
Había sido la madre Estrella de Mar y… oh, cielos.
Ese problema. Pero ella no había… ¿o sí le había arruinado la vida a la madre Estrella de Mar?
Claro que sí. Y había ido al infierno por eso. Al cabo de un instante, regresó al abismo. Para siempre.
La madre Estrella de Mar estaba de pie, en la parte trasera del remolque y el hábito se le inflaba como dos alas enormes. Tras ella había una enorme pila de botellas de whisky.
Bonnie se apartó desesperadamente de la siniestra aparición y cayó en brazos de un hombre bajo, gordo y jadeante, que en ese momento trasponía la puerta.
—Tengo que ver al hermano Pierce —gimió el hombre.
—No está.
—¡Tengo que verlo! —insistió el hombre restregándose las manos.
—Tendrá que esperar.
—¡No puedo esperar! No tengo tiempo. —La muchacha oyó el chillido de unos frenos al otro lado del remolque—. ¡Oh, Dios! Dígale que esta noche una cabalgata de brujas atravesará la ciudad. ¡Es un gran secreto, y se supone que no debemos saberlo! ¡Dígaselo!
Otros tres hombres se acercaron a toda prisa al remolque. El gordito se marchó dando bufidos y jadeando, con sus perseguidores siguiéndole de cerca. El coche de los tres hombres, guiado por un cuarto, apareció en la esquina en medio de una polvareda.
¿Una cabalgata de brujas? ¡No podía decírselo!
—¿En qué puedo ayudarte, hija?
—¡Oh!
—Soy Simón Pierce. —Más que sonreír le mostró los dientes.
—Yo… —Quiso decirle que se marchaba, pero no podía hacer algo así. Aquélla era la casa de Pierce y ella estaba justo en su centro.
—Pido a los miembros de la congregación que no entren nunca aquí —le dijo, ahogándose casi—. Soy un coleccionista empedernido de botellas y algunas de mis piezas son muy delicadas. Sólo tienen valor para mí, claro está. —La miró fijamente con ojos especulativos—. ¿Quién eres, hija mía?
—Soy… una mensajera. Tengo un mensaje para usted de… —Esperó que la voz le zumbara al oído. Pero sólo oyó el silencio.
—¿Bill Peters? ¿Te ha enviado Bill?
Tenía que inventar algo.
—Sí —balbuceó—. Me ha enviado Bill para que le dijera que esta noche habrá una cabalgata de brujas. —Las palabras brotaron en contra de su voluntad.
—¿Eso te ha dicho Bill? ¿Dónde está?
—Lo perseguían unos hombres…
—No digas más. ¡Bendita seas, hija! Me has traído una información que vale oro. ¡Oro!
De modo que para eso la habían enviado hasta allí. El gato infernal quería asegurarse de que el hermano Pierce se enterara de la cabalgata de brujas.
Pierce pasó delante de ella y fue al teléfono. Lo último que vio de él fue su espalda encorvada sobre el teléfono mientras hablaba emocionado y transido de placer. La muchacha tenía que ir al laboratorio inmediatamente. Empezaba a recordar una increíble cantidad de valiosos detalles y tenía que contárselo todo a George. ¡Vaya con la madre Estrella de Mar! Los secretos culpables de los muertos.
A toda prisa subió por la calle North hasta donde forma un triángulo con Meecham y el Morris Stage Road. Bonnie era una muchacha cuidadosa. Cruzó Meecham y se detuvo en la isla peatonal a esperar que se produjera un hueco en el tráfico del Morris Stage Road. Esperó unos instantes. Era la hora punta y un torrente de coches afluía a la ciudad desde las afueras.
Tras ella oyó el sonoro gruñido de un felino.
Se volvió asustada. Lo único que vio fueron unos ojos y unos dientes que flotaban en el aire. Pero los ojos eran coléricos y los dientes curvados como uñas tiránicas.
Se apartó bruscamente del horror y se plantó en el centro del Morris Stage Road. Lo último que vio fue cómo se le acercaba velozmente el enrejado de un enorme Lincoln. Mike Kominski ni siquiera atinó a esquivarla.
Una vez entregado el mensaje, Tom devolvió a la mensajera a su eterna morada.