12

Bonnie abandonó el mundo. Sintió que su sangre se olvidaba de ella, que su corazón y su cerebro se olvidaban de ella, que sus huesos se olvidaban de ella.

Durante la vida el cuerpo se aferra al alma. La muerte es un olvido y, cuando el cuerpo olvida, deja de sujetar al alma y ésta lo abandona.

La muerte es así de simple.

Aquello era tan negro y tan vacío. No había ningún ruido, ningún olor, ningún tacto. Y aun así, su oquedad era muy, muy grande.

Algo la perseguía.

—¿Por qué sigo despierta?

Ella misma respondió a su pregunta, y de inmediato: porque esperabas estar despierta. La muerte es aquello que tú esperas. Si esperas el cielo, o el infierno, o la nada, eso es lo que consigues. Además, eres tu propio juez: te das lo que te mereces. Los fundamentalistas crean su propio infierno; los católicos, su purgatorio; los agnósticos vagan por llanuras vacías, mascullando para sí.

Mientras se moría, del techo había saltado un gato. Y ahora iba tras ella, la perseguía. Presintió que era peligroso. Si se negaba a creer en él, tal vez desapareciera. Tal vez dejara de perseguirla por el pasillo que conducía al infierno.

Torquemada arde; Sartre deambula envuelto en el gris olvido; Milton asciende a la lúgubre gloria; Blake salta en compañía de sus demonios.

A la muerte todo le da igual.

Incapaz de cambiar las creencias más profundas, Bonnie unió su destino al de la mayoría humana. Ésta era la muerte que había ideado para sí: entre gruñidos, el enorme gato negro la perseguía a saltos. Y, a medida que se le acercaba, se iba haciendo cada vez más grande.

No podía gritar, ni siquiera cuando la cara del felino se hizo del tamaño de la luna y, detrás de aquellos ojos, vio las galaxias.

El gato rugía y Bonnie miró en el interior de su gaznate. No vio unas fauces negras y carnívoras, sino un largo corredor que le pareció familiar. Una mujer avanzaba por el suelo verde de linóleo. Bonnie abrió los ojos como platos, miraba sin poder creer la patente realidad del linóleo, la pintura verde lustrosa que cubría las paredes hasta la mitad, las titilantes luces fluorescentes que pendían del techo.

Era el Colegio de Nuestra Señora de la Gracia, alrededor de 1973.

—No, por favor, es imposible.

La monja que se aproximaba era un gigante blanco y negro, la toca que le enmarcaba el rostro estaba hecha de espinas y dagas. Bonnie quiso ocultarse porque sabía quién era aquella criatura esquelética.

—¡Madre Estrella de Mar!

—Sí, querida, soy yo. Acompáñame.

—¿Qué ocurrió con el gato?

—Olvídate de eso.

Bonnie observó la mano que le tendían, la horrible mano formada por unos huesos gastados y retorcidos en cuyo interior, donde debía encontrarse la médula, ardía el fuego.

—¡No! ¡Apártese de mí!

—¡Señor, ocúltame y protégeme en el fondo de tu herida!

—Aborrezco «Alma de mi Salvador». No me la cante.

—Vamos, Bonnie, me dejas consternada. Nuestra guerra concluyó precisamente con «Alma de mi Salvador». ¿No te acuerdas?

—¡No!

—Claro que sí, Bonnie.

En medio de un estrépito de baldosas, el corredor vibró para transformarse en el aula de séptimo grado.

—Cómo lo he intentado —gruñó la madre Estrella de Mar—. He esperado ansiosamente la ocasión de ajustar cuentas contigo. Fíjate en esto.

El aula se hizo totalmente real. Estaban todas allí: Stacey, Mandy, Patty, Jenette, el grupo entero mascando chicle.

Bonnie ocupaba el penúltimo banco y, detrás de ella, se sentaba Stacey.

—¿Te diviertes, Bonnie?

—Cállate, Stacey, la madre te oirá.

La madre estaba sentada en la gloria, presidiendo la sala de estudios. Bonnie se divertía y no quería que la intromisión de Stacey le echara a perder la diversión. Clavó en su mente la imagen de Zack Miller; una imagen de Zack sudorosa, con la fregona y el cubo en el lavabo de niñas, justo cuando ella estaba haciendo pis y se había dejado la puerta abierta y…

—Bonnie, lo estás haciendo otra vez.

—¡Cállate! ¡La madre te va a oír!

—No puede ver ni oír. —Entonces, la mano fría y regordeta de Stacey se le acercó por detrás del banco y se deslizó por debajo del elástico de su falda hasta encontrarse con los dedos de Bonnie—. ¿Dónde está? —Bonnie tuvo la impresión de que aquel susurro lo recorría todo hasta llegar a la sala de estudios. La madre Estrella de Mar continuaba enfrascada en su Breviario.

—¡No! ¡Esto es pecado!

—Verás qué rico te lo hago, pregúntale a Ellie y a Jill qué bien lo hago. Soy la mejor de la clase.

—¡Sal de aquí! No es cosa tuya… —Pero aquella caricia íntima era cosa suya.

—¡Es pecado!

—Sólo para los católicos. No te olvides que yo soy unitaria. Mis padres me han dicho que está bien si lo hacemos en un sitio privado.

—¿Y el aula de séptimo grado es un sitio privado?

—La última fila, sí. No puede ver hasta tan lejos. Imagínate que estamos detrás de una cortina. —Las demás niñas reían entre dientes y les echaban miradas; Jenette las observaba abiertamente mientras mascaba chicle al ritmo de las sacudidas de los dos bancos.

Stacey era estupenda, tan estupenda que Bonnie tardó un rato en tomar conciencia de lo que las demás niñas habían sabido desde el mismo momento en que empezó aquello.

Se proyectó una sombra sobre su banco donde no tenía que haberla.

—¡Madre Estrella de Mar!

El castigo fue severo: no podrás seguir en Nuestra Señora de la Gracia, no, vivirás con tu pecado, serás excomulgada por eso. En la eterna agonía que sobrevendrá, Dios recordará que hiciste algo tan desagradable en el salón de estudios.

—¡Pero no es pecado! ¡Estamos en el siglo veinte!

—Vas a Nuestra Señora, por lo tanto, es pecado.

Lo peor del castigo fue la nota que llegó a casa, el disgusto de sus padres, la risa sarcástica de su odiado hermano menor.

«En vista de que carecemos de presupuesto para tener psicólogo, no podemos permitir que a Nuestra Señora asistan alumnas con estas tendencias. Sugerimos que Bonnie ingrese lo antes posible en la Escuela Pública 1 y que aproveche el programa de orientación que allí se aplica».

La expulsión la hizo descender en la escala de estima del padre y amargó a su madre. Aquello significaría pasarse el resto del año en la Escuela Pública 1, que era casi como una cárcel. Una niña con semejante historial inconfesable sería sin duda constantemente vigilada por los captores humanos que envolvían aquellos cielos amargos.

Pero la amargada Bonnie le hizo algo tremendo a su atormentadora.

—¡La madre Estrella de Mar tuvo la culpa de todo!

—¿Cómo has dicho?

—Me… me… —Échate a llorar, monta bien el número—. La madre Estrella nos enseñó cómo hacerlo. Ella… ella también lo hace. Y me obligó a… a… —Otro acceso de llanto.

Su padre se presentó en Nuestra Señora hecho una furia y tuvo una acalorada reunión con la hermana Santo Tomás, la directora. ¡Pobre madre Estrella de Mar! En cierta ocasión había sido directora y la habían degradado por un motivo canónico poco claro. Y ahora esta nueva nube.

Bonnie fue readmitida. El primer día que volvió fue un placer; caminó por los pasillos rodeada de una multitud de niñas, mientras la madre Estrella lloraba en silencio, de pie, contra la pared, cerca de la capilla. La anciana ni siquiera logró acabar el año, ella, que tanto quería a sus niñas y tanto había esperado de ellas.

El retiro será una forma de ejecución, lenta pero segura.

No obstante, por el momento, sigue como maestra hasta finales de semana; debe enseñarle su música a la destructiva niña:

—¡Jolines, madre, otra vez «Alma de mi Salvador»!

«Fue una tarde fría y lluviosa de octubre, querida. Ya me habías destrozado el alma pero seguía siendo mi responsabilidad enseñarte. Cómo recé pidiendo un milagro. Recé para que confesaras».

—Muy bien, niñas, ahora en clave de sol, y con bríos, por favor.

Tac, tac, tac, la regla contra el borde del escritorio.

—¡Y uno, y dos, y tres!

En la marea de Tu sangre, bañarme quiero;

¡oh, Señor!

Empaparme en las aguas que manan de Tu costado;

¡oh, Señor!

(Ole)

—¡Parad! ¿Quién ha dicho eso? ¿Quién ha dicho en horrible palabra? ¡Faltaba más! ¡Ole! ¿Osáis mofaros del sufrimiento de Nuestro Señor? ¿Quién ha sido? ¿Tú? ¿Has sido tú, Stacey Banks? ¿O tú? ¡Sí, tú, Bonnie, que eres una bestia de alma negra! ¡Bonnie, eso es pecado! No, querida, no alargues la mano para que te castigue. —La madre Estrella de Mar sonríe—. ¡Vivirás con tu pecado!

Bonnie ve la cara de la madre Estrella de Mar, es una cara desesperada, tan llena de odio que continúa viva a pesar de que…

—¡Está muerta!

—¿Y qué? Tú también. Estamos completamente muertas.

—¡Yo volveré a la vida! ¡George me hará volver!

—Pecaste contra mí. Con tus acusaciones destruiste mi carrera y mi vida. No era la mejor de las maestras, Dios lo sabe bien, ni tampoco la mejor de las monjas. Pero me destruiste. ¿No quieres arrepentirte de eso?

—George tiene una máquina y me devolverá la vida.

—Tú, querida mía, estás cayendo hacia la nada a razón de diez millones de años luz por segundo. No hay poder humano capaz de devolverte a tu cuerpo. Estás muerta.

A tumbos, Bonnie recorrió todas las muertes espantosas que guardaba en la memoria; la muerte de su madre con el peso insoportable del cáncer en el estómago que la hizo enloquecer de hambre y, al mismo tiempo, vomitar cada vez que comía; la muerte de sus propios hijos arrancados de sus cielos amnióticos por el acero; y muchas otras muertes, las de personas que morían ahogadas, quemadas, aplastadas hasta quedar sin vida, vio cuchillos revolviéndoles las tripas, balas que les hacían trizas los pensamientos, vio cómo la ruina devastaba el cuerpo del mundo con la alegría de un payaso saltarín.

Dios piadoso, ¿acaso la muerte es esto?

Bonnie se dio cuenta con una súbita explosión de pasión que deseaba el infierno hacia el que estaba cayendo. Observó su propia alma, la observó detenidamente, y pensó que nunca jamás tenía que mirar otra cosa que no fuera ese punto titilante porque, al fin y al cabo, era algo, aunque más no fuera, era algo dentro de aquel horrible vacío negro. ¡Su voz era tan fría! Pero no era como la nada, no se parecía a su caída.

Quiso arrepentirse. ¡Pobrecilla la madre Estrella de Mar!

—Por eso, hijas mías, C. S. Lewis describió el infierno como algo pequeño. Las almas que allí habitan están tan concentradas en sí mismas y es tal la negación de Dios y de todo lo demás, que todo el reino de Satán cabría en una única migajita de la punta del cigarro del padre Flaherty.

—Sí, madre Estrella de Mar. —(Olé).

—¿Quién ha dicho eso? Bonnie, ya me tienes aburrida con tus olés. ¿Es que no te basta con lo que has hecho? —Y en los ojos, una lágrima.

—¡Olé!

—¡Descarada, atrevida… vete al pasillo!

Confesionario, capilla de Nuestra Señora de la Gracia:

—Ave María Purísima, padre, he pecado. Soy… soy amante de la madre Estrella de Mar. —Otro clavo más en el ataúd ya sellado. Y sólo por pura diversión.

—¿Coooómo? ¿Quién eres? ¿Qué es lo que acabas de decirme?

—Aunque ya la han descubierto, no me deja en paz. Padre, ella me… me…

—Sí, hija mía, rézale al Señor para que te ilumine.

Ése fue el fin de la madre Estrella de Mar, ese mismo día. Empaque sus dos maletas, y fuera.

Se acabaron las clases de música, se acabó «Alma de Nuestro Señor».

—Perversa, no sólo hiciste que me retiraran, sino que lograste que la Orden me excomulgara. ¡Cuánto sufrí! ¡No tenía ni para comer!

—Usted era muy estricta. Usted era mala.

—¡No tan mala como tú! Me arruinaste la vida. Lo único que hice fue pegarte en las manos. Y por tu culpa pequé. Sí, pequé, pequé, conscientemente. Me enfurecí cuando se negaron a entrar en razón y rompí mis votos. Me pasé los últimos cuatro años de mi vida trabajando en un Woolworth y yendo al cine los domingos. Era tal mi amargura que renegué de la Iglesia, renegué del Señor Resucitado, y lo hice por la nube que tus acusaciones desplegaron sobre mi vida. Y ahora estoy aquí, porque no puedo creer que el haber renegado no fuera pecado. —Sus dedos largos, delgados, se acercaron; eran instrumentos diestros, estrechos, que se enroscaron en el cabello de Bonnie para deslizarse fríamente detrás de sus orejas—. Me encantaría tomar vacaciones. Ahora que has venido, me las voy a tomar.

El gato las rodeó como una sombra, sus flancos hirvientes, sus ojos en todas partes, en sus corazones, en los lugares más recónditos y secretos de sus almas.

El alma de la madre Estrella tembló y se elevó, transformándose en una nube de agujas calientes que giraban sobre la cabeza de Bonnie.

—Tengo que liberarme —le susurraban y siseaban las agujas—. ¡Sólo durante un delicioso segundo!

—Pero ha venido aquí para pasar un largo período, ¿no?

—¿Me niegas el sosiego? ¡Tú no sabes lo que es esto!

—Es que me iré pronto. Sólo vine de paso.

—Ya llevas aquí un millón de años. El mundo no existe. Se acabó. ¡El sol estalló hace miles de años! —Y giró y se debatió, enloquecida por las ansias de escapar—. El infierno es como ser condenado por toda la eternidad. No tiene fin y nunca es agradable. De las dos, tú eres la que cometió el pecado más grave, y por eso deberás pagar un precio más alto.

Bonnie intentó alejarse. ¡Y George le había dicho que aquello sería como dormir! ¡Qué arrogante, qué absurdo de su parte!

No son las reflexiones de la mente lo que crea el más allá, sino lo que cree el subconsciente.

Y el subconsciente jamás miente.

—George, ¿dónde estás? ¡George!

La madre Estrella de Mar reapareció entre el enjambre de agujas afiladas y socarronas.

—¡Sí, George, quiero tomar vacaciones inmediatamente!

Como si estuviera tras la pantalla de los ojos del gato, Bonnie vio a George trabajando en el laboratorio.

—Deprisa, deprisa.

—Sí, George, ya tengo la maleta preparada. ¡Oh, qué divertido! —El viento eléctrico del aparato de George entró en la nada con un estampido, negando por un instante la supremacía absoluta de la muerte.

Y ese viento transportó a alguien hasta el cuerpo de Bonnie. Pero no era Bonnie. No, Bonnie se hundió mucho más hasta un sitio agradable, en cuyo centro había cierta cabaña de caramelo con un horno particularmente vil en su interior. Sí, ciertamente, Hansel y Gretel no son los únicos que han pasado por aquí.

Fue otra persona la que regresó para habitar en su cuerpo, acomodándose a los resplandores, entre los nervios, donde se oculta el alma. Regresaba para cumplir la voluntad de su tremendo amo.

El gato le tenía reservada una misión. Por un tiempo, surcaría la ola de la vida, cumpliendo el mandato de los dioses.

No fue Bonnie quien regresó a aquel hermoso cuerpo que yacía sobre la mesa del laboratorio. No fue ella, sino la madre Estrella de Mar. Y no había vuelto para divertirse.