11

El gato avanzaba con rapidez y con nervios por la silenciosa sala de animales. Los terrarios estaban vacíos; la jaula manchada de sangre de los monos estaba vacía. Aunque los animales ya no estaban allí, la sala seguía impregnada de olor a amoníaco de las bestias capturadas. El gato detestaba aquella sala, pero odiaba todavía más a los seres humanos que ocupaban la habitación contigua. Los odiaba tanto como para utilizarlos despiadadamente. Debido a la culpabilidad que sentían hacia sí mismos, no consideraba a Bonnie y al doctor Walker capaces de ser brujos verdaderos, y Clark sabía cómo cuidarse.

El gato sintió la ligera embestida de las microondas provenientes del detector de movimientos que acababan de instalar en el centro de la sala. Esas cosas, en su mundo, no tenían poder, y no le sorprendían ni le impresionaban. Cuando quisiera que entrase el doctor Walker, haría saltar la alarma, pero aún no era el momento.

A pesar de que censuraba a Bonnie, al gato le resultaba difícil no sentir por ella cierta compasión. Estaba a punto de experimentar una muerte de lo más interesante.

• • •

George prefería considerar que él y Bonnie eran como vagabundos en una jungla letal. Por algún motivo, Clark no se les parecía en nada, quizá porque era un técnico demasiado aplicado y realista como para captar el romanticismo del experimento, quizá porque, debido a una limitación inconsciente, carecía del sentido artístico de aquel trabajo.

Al menos uno de ellos permanecía despierto y montaba guardia porque tenían que suponer que el hermano Pierce y sus fanáticos les echarían a perder el experimento. Había varias cosas que George le hubiera hecho de buena gana al hermano Pierce. La primera y principal: descuartizarlo. Arrancarle los miembros lenta y prolijamente.

No. Mejor quemarlo. Con una vela. O tatuarle sus delitos por todo el cuerpo. La gente no comprendía la política del dolor, cómo debía filtrarse en la víctima y permanecer en ella durante un tiempo. La imagen de uno de sus sueños, las garras de un gato, cruzó fugazmente por su pensamiento. George era capaz de encender una hoguera en la torre de la agonía en nombre de todas las cosas destruidas. Sentía rabia y dolor y lo invadía la culpa: podía haber sometido su cuerpo a la voluntad de Bonnie en ese mismo instante.

Pero disfrutaba demasiado con la complicada mecánica de matarla, disfrutaba con sus temblores, con el leve aroma de su sudor y con la frialdad de aquella piel, en la que pronto conectaría los electrodos.

Revisó su enmarañado reino mecánico y notó que se encontraba protegido a cal y canto contra las iras del hermano Pierce.

Había tenido que viajar a Altoona para conseguir candados para todas las puertas del laboratorio que fueran baratos y seguros a la vez. George los había instalado de acuerdo con los esquemas de las instrucciones, eliminando errores hasta dar con el método acertado. Tenía los dedos destrozados pero los tambores giraban a la perfección y las placas protectoras de acero estaban bien sujetas a las puertas. Había colocado fallebas en las ventanas y, en Radio Shack, por cincuenta dólares, había comprado un detector de movimientos. Estaba instalado en el centro de la sala de animales, ahora vacía, listo para dar la alarma si llegaba a entrar alguien por allí. Había intentado comprar una cámara de televisión de circuito cerrado para el vestíbulo que había a la entrada del laboratorio, pero no pudo permitirse el lujo de gastarse cuatrocientos dólares.

—Esto es fantástico —comentó Clark, mirando fijamente un comunicado interno—. Realmente muy bonito.

Bonnie comía yogur de moras; George había estado observando ensimismado las bobinas que rodeaban la silueta de la chica, dibujada con tiza sobre la mesa del laboratorio.

—¿Qué cosa? —inquirió Bonnie.

Sus ojos, tan verdes, tan llenos de fuego, observaban a Clark con calma. George temblaba, no de deseo o emoción, sino de sólo pensar en el riesgo que representaría aquello para ella.

—Pues una petición redactada en términos muy amables para que dejemos libre el laboratorio. «En vista de la inminente finalización de las actividades subvencionadas que allí llevan a cabo», dicen. Jamás adivinaréis lo que van a montar aquí.

—¿Un bar?

—Van a usar el laboratorio como criadero de moscas de la fruta para Biología Uno.

—Ojalá tuviese una ayudantía en Biología Uno. No te ofendas, George, pero es un trabajo seguro. —La voz de Bonnie sonó tranquila.

—No lo sé —dijo Clark—, es un trabajo demasiado previsible. Mira que eso de criar una generación tras otra de moscas de la fruta es mortalmente aburrido.

—Hay personas a las que se les da mejor lo de las moscas de la fruta —comentó Bonnie antes de tragar una cucharada de yogur. Y se echó a reír con una risa aguda, estridente, dejando ver un primer síntoma de nerviosismo—. Tu problema es que no te comprometes con lo que haces. Me parece que no te importa. Mírame a mí, soy exactamente todo lo contrario. Me muero por no perder el puesto.

George la miró. Tras el humor fácil, pudo ver cierta dosis de pánico. No le hacía ninguna gracia que pudiese echarse atrás. ¿Qué haría si se negaba a seguir?

—Creo que lo mejor para todos es que continúes con la mayor tranquilidad posible. Me gustaría verte en alfa antes de empezar.

—¡En alfa! ¿Acaso crees que me quedaré allí acostada, meditando, mientras tú me matas? Si quieres que hablemos, al menos seamos sinceros. ¿Quieres?

—Claro.

—Entonces dejaré de actuar y te diré la verdad. Lo has adivinado. Estoy mortalmente asustada. —Volvió a reír, esta vez sin fingir alegría—. Fíjate qué cómico, mortalmente asustada. ¿Qué pasaría si…? —Se interrumpió. El silencio se tornó súbitamente pesado. Bonnie bajó la vista y miró el frasco del yogur. En el extremo opuesto de la sala, Clark mascullaba unas cifras y trabajaba con el calibre, colocando las bobinas de modo que los campos creados por ellas se tocaran sin superponerse.

—¿Tienes miedo de que no podamos traerte de vuelta? Quiero que pienses en los principios que aplicamos. Sabes que vas a volver. Los principios de física y de biología son muy sencillos. Nada saldrá mal.

—George, ¿es que no lo entiendes? ¡Qué vas a entender tú!

—¿Entender qué? Dime adónde quieres llegar y veré si lo entiendo.

—George, ¿qué pasa si allá hay algo?

Contuvo una carcajada de alivio. George había temido verse obligado a enfrentarse con el pánico a la muerte. Pero el tipo de temor que le exponía Bonnie no era tan grave.

—Vamos, eres bruja y científica. Ya sabes lo que hay allá.

—No. Me parece que no me entiendes. He participado en rituales de brujería y todo eso pero, además, soy católica y me han bautizado. Te marcan el alma nada más nacer.

—Vamos, Bonnie. Eso es absurdo. La fe es algo relativo. La muerte será exactamente lo que tú esperas que sea.

—Es que no puedo dejar de pensar qué ocurrirá si de veras hay un infierno. Y luego pienso, ¿qué pasará si caigo en él y no puedo salir? Sé que es una tontería, que no tiene sentido, pero así lo siento.

—¿Y es eso lo que te da miedo?

—Es eso. No puedo evitar pensar que habrá una especie de infierno como el de los católicos. O lo que es peor, un cielo como el de los católicos, que es una especie de infierno donde lavan el cerebro a los buenos para que tengan ganas de cantar todo el tiempo.

—¿Sabes cómo será? ¿Quieres que te lo diga?

—Ojalá pudieras.

—Mi querida y preciosa Bonnie —le dijo acariciándole la mejilla. Era tan cálida, tan suave… La besó—. Jamás te haría nada que pudiera dañarte.

Se la imaginó colgada del techo, él a sus pies. Poco después, abandonaba su rigidez convirtiéndose en una virgen vengadora que lo llevaba, por fin, a la cámara negra.

La cámara del sótano de su casa.

¡No! No pienses en eso. Ahora no.

—Vas a matarme, y voy a darme cuenta de que soy católica cuando ya sea demasiado tarde. El Diablo…

—¿Sabes de dónde viene esa leyenda? El Dios de los cuernos es tan diablo como la Diosa Madre es virgen. El Rey de los Abismos y la Reina de los Cielos son las deidades estacionales más antiguas.

—Me van a sacrificar de mentira para que puedas saber cómo es.

Cuando George habló, fue como si un mecanismo externo formase sus palabras, un dispositivo hecho para que pareciese humano:

—Eso ha sido un golpe bajo —dijo el George Walker exterior—. Veamos cuáles son las prioridades, porque todavía no las hemos puntualizado. Primero, hacemos este experimento por un motivo, y es un motivo importante. El gremio lo necesita. Constance lo necesita y todos la queremos, ¿no? Segundo, le daremos a la humanidad una nueva herramienta. Una persona muerta de este modo y congelada criogénicamente podría durar indefinidamente. Es más, revolucionaremos la cirugía, haremos que los viajes espaciales de larga duración sean más prácticos.

—¡No seas condescendiente conmigo! Tengo miedo, eso es todo. No sé a qué me enfrento.

Clark se les acercó.

—Lamento interrumpir vuestra encantadora conversación, pero la parte electrónica está dispuesta.

Bonnie se puso de pie como si hubiera estado sentada sobre un clavo. Después, se dejó caer otra vez sobre la silla. Clark la cogió por detrás.

—Sé que es tonto, pero tengo tanto miedo que no logro moverme.

George vio que las lágrimas pugnaban por asomarle a los ojos. Tenía que actuar rápidamente. Era la única cosa piadosa que podía hacer y, además, Bonnie quizás estuviera a punto de cambiar de idea.

—Vamos, tranquilízate —le sugirió, y volvió a sentarla en el taburete—. Clark, ¿podrías traerme la silla giratoria de la otra sala?

Cuando Clark abrió la puerta que daba a la sala de animales, el detector de movimientos comenzó a trinar. Al cabo de un momento, lo desconectó y regresó con la silla.

—Será mejor que vuelvas a conectar el detector. No hay que darles ni una sola oportunidad.

—De acuerdo.

Mientras Clark volvía a la otra sala, George sentó a Bonnie en la silla más cómoda. Le acarició el pelo.

—Porque soy mujer te crees que con unas cuantas caricias podrás alejar todos mis temores. —Lo dijo con una voz desagradable, muy gruesa—. Tráeme los cigarrillos. —Se apartó de él.

—Recuerda que no se puede fumar…

—¡Tráeme los cigarrillos!

George los sacó del bolso de Bonnie y se los entregó. Cuando la muchacha sacó uno, él se lo encendió. Fumó en silencio durante un rato. Clark regresó y se quedó de pie, junto a ellos, con los brazos cruzados; su rostro tenía una expresión sombría y analítica. El único sonido que se oía en el laboratorio era el íntimo rumor de Bonnie al fumar, el crujir del tabaco al quemarse, el sonido que hacía al expeler el humo.

—De niña iba al Colegio de Nuestra Señora de la Gracia, el que hay aquí, en Maywell. Es un colegio antiguo, precioso, lo dirigen las Hermanas de la Caridad. Hermana San Esteban, hermana San Martín, hermana Santa Inés. Y la madre Estrella de Mar. —Se echó a reír—. La bondadosa madre Estrella de Mar. Me alegra que esté muerta. A veces, se me aparece en las pesadillas. —A Bonnie se le puso la piel de gallina—. ¡Oh, Dios, me está esperando! Lo presiento. Madre, lo siento, lo siento. Por favor, madre, perdóneme.

George la oyó sondear sus temores ocultos. Para él, aquella hermosa muchacha podía ser un ángel, un ángel que había llegado a atormentarlo con su inocencia. Si se hubiera levantado y lo hubiera conectado a las bobinas, la habría dejado hacer.

—La cuestión es que resulta tan fácil que un católico vaya al infierno. ¡Tengo tantos pecados mortales! Infinidad.

—Eres bruja y estás en un conciliábulo.

—Escucha, un católico puede vivir toda una vida y ser toda suerte de cosas. Pero, cuando llega la hora de morir, lo primero que se te cruza por la mente es: «Oh, Dios mío, ¿dónde he puesto el rosario?».

—Bonnie, el pecado es algo relativo. Ninguna iglesia puede decirte si has pecado o no. tienes que creértelo. Es una de las cosas más liberadoras que he aprendido de Connie.

—No te la has aprendido bien. He pecado, George, según las leyes de la iglesia y del oficio. ¿Qué pasa si me captura algún diablo y no me deja regresar?

A George no le gustaba el cariz que estaba tomando el asunto.

—Estamos listos —dijo de repente.

Bonnie le dio una larga chupada al cigarrillo.

—He hecho cosas que te parecerían increíbles. Pobre madre Estrella de Mar. Me siento terriblemente culpable por lo que le hice. Supongo que siempre será así.

—¿Qué pasó? —inquirió Clark. A George le entraron ganas de ahorcarlo.

—Chico, he hecho cosas que te parecerían increíbles. Cosas que enloquecerían incluso tu mente de Wicca.

George se echó a reír, tratando por todos los medios de aligerar la conversación. Rebuscando en su mente, creyó encontrar un modo de infundirle valor y recobrar así el dominio de la situación.

—Bonnie, hazte un favor y olvídate de los pecados católicos. ¿Qué me dices de los verdaderos pecados contra la humanidad? El asesinato, por ejemplo. ¿Has matado a alguien alguna vez?

Clark dio media vuelta y le dijo:

—Déjala que hable de sus pecados. Podría ser importante.

—¡Por favor, Clark, cállate! ¿Qué me dices, Bonnie?

—Depende de cómo consideres el aborto. Si lo consideras un asesinato, entonces soy seis veces culpable.

George, querido, era una mala táctica. Pero siguió luchando.

—¡Eres tan inocente como cualquier otra madre accidental! El aborto no es un delito, ¿no? Un feto abortado no es más que alguien que no llegó a ser.

—La madre Estrella de Mar siempre nos decía que el infierno es muy, muy pequeño, porque las almas que lo ocupan están tan alejadas de Dios, tan concentradas en sí mismas, que se han vuelto literalmente pequeñas. —Miró el cigarrillo que tenía en la mano—. «Todo el infierno podría ocultarse en un rincón de un carboncito», era la metáfora que utilizaba.

George tenía que hacerla volver a las esperanzas que compartían, o la perdería.

—Esto es ciencia, Bonnie. Nuestra moralidad es la de la ciencia y la del oficio.

Durante un momento interminable se quedó mirando la brasa de su cigarrillo.

—Creo que ahora lo comprendo. El infierno ha venido a buscarme. Está oculto en mi cigarrillo.

—Te dije que no fumaras. Andando, en marcha.

—Me está esperando.

En un intento desesperado por distraerla, George la sujetó de las mejillas, la obligó a volverse hacia él y la besó en la boca. Con la lengua le exploró los dientes. Bonnie se resistió pero, después, abrió la boca. George se concentró en el placer del contacto. Sean cuales sean las circunstancias, un beso es un beso.

—Bonnie, te quiero. Te quiero demasiado para permitir que te pase nada malo. Deja que te diga…

—George, con todo respeto, esto no funcionará. No creo…

—¡Calla! No digas una palabra más. Puede funcionar y lo hará. En el fondo del corazón sabes lo que ocurrirá cuando apague tu sistema eléctrico. Te dormirás. Será un sueño negro. El vacío. La nada.

—George, ¿cómo lo sabes? ¡No puedes saberlo!

—¡Pero lo sé! Y tú también. Lo saben todos los seres humanos. Vivimos durante un tiempo, luego morimos, y ahí se acabó todo. ¿Por qué te crees que tenemos tanto a la muerte? Porque en el fondo de nuestros corazones, sabemos que es el fin de todo. Se acabó George, se acabó Bonnie. Se terminó. El fin. Es eso lo que nos asusta, y no esas pamplinas medievales sobre el infierno.

—Entonces… ¿será como dormirme? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Exactamente.

Bonnie apagó el cigarrillo y le dijo:

—No te creo. —Una leve sonrisa cruzó por su rostro. Atrajo a George hacia sí, presionó los labios contra su oreja y le dijo—: Asegúrate de traerme de vuelta porque, si lo haces, te llevaré a mi cuarto, te desnudaré y haré el amor contigo hasta hacerte perder el sentido.

—¡Me dará un ataque al corazón!

—¡Es lo que me propongo, viejo verde! Quiero asegurarme de que no me abandonarás. Quiero que estés completamente motivado.

Ésa era la Bonnie de siempre, sensual, dura y llena de humor. La promesa que acababa de hacerle le había hecho subir la temperatura. Acostarse con ella sería toda una experiencia. Realmente notable.

Esperó que ocurriera de veras. Con el paso del tiempo, él se había ido convirtiendo cada vez más en un mendigo en el altar de la mujer y había aprendido a refrenar tales esperanzas. Pero Señor, ni siquiera cuando era un tenorio de veinticinco años había recibido una propuesta tan ardiente. Ni siquiera de Kate, y eso que se había casado con ella. Se había casado con ella porque era suave y dura a la vez.

Deseaba que alguien le arrancara la culpa de las entrañas al mismo tiempo que lo acariciaba. Además de una mujer, quería un juez.

Bonnie tocó la silueta de su propio cuerpo dibujado con tiza.

—Mira que es frío este banco.

—Piensa en lo famosa que llegarás a ser. Saldrás en las portadas de las revistas. Aparecerás en la televisión. Harás giras para dar conferencias. Durante un tiempo quizá seas la persona más famosa del mundo.

—A lo mejor, en el lugar al que voy ahora me encuentre con algunos famosos. Os traeré el resto de Plegarias atendidas, de Truman Capote.

—Graciosa. —George echó un vistazo a Clark y, con una leve inclinación de cabeza, le indicó que empezarían.

—Estoy listo para conectarte, cariño —anunció Clark, reaccionando de inmediato. Bonnie llevaba unos tejanos y una camiseta de MSC. Se quitó la camiseta sin el más mínimo asomo de incomodidad. No llevaba sujetador y sus pechos eran tan suculentos como las peras de otoño. Clark no pareció darse cuenta y, por un momento, George se preguntó si no habrían sido amantes. Pero no lo eran, claro. Simplemente pertenecían a la desgraciada nueva generación que daba por sentado todo lo referente al cuerpo. Pobres infelices, para ellos el sexo no era sucio.

George la ayudó a tumbarse sobre el banco del laboratorio.

—Hace mucho frío aquí dentro —dijo—. Clark, ponme una manta cuando hayas acabado.

—De acuerdo. —Le engrasó los tobillos y las muñecas y le colocó los electrodos; después le fijó otros en el pecho, en la frente y en el cuello. George deseó ser él quien realizara aquella tarea, especialmente para colocar los electrodos sobre aquel pecho sonrosado—. De acuerdo, vamos a ver. —Clark se dirigió a los instrumentos de lectura—. George, ¿está la cinta en marcha?

—No.

—Está preparado —dijo Bonnie—, pero no lo encendí. Sólo tendréis que pulsar los botones de «marcha» y «grabar» que hay al frente de la máquina.

George encontró los botones del grabador de vídeo. Al pulsarlos, la máquina chirrió. La cinta del interior comenzó a girar.

—Está en marcha.

—Bien —repuso Clark—. Allá voy. Lectura de los signos vitales de Bonnie Haver. Recibo los siguientes signos metabólicos. Ritmo cardíaco, 77; presión sanguínea, 120 sistólica, 70 diastólica. Al inicio del experimento el sujeto pesaba 60 kilos. Se trata de una hembra rubia, caucásica, de ojos verdes; señales distintivas, una cicatriz en forma de media luna debajo del pezón del pecho izquierdo. Edad, veintitrés años, cuatro meses y ocho días.

Clark era un hombre eficiente. George le hizo una seña con la cabeza desde su puesto, ante el banco de instrumentos. Controló el estado de las bobinas lanzando una breve descarga eléctrica a través del sistema para comprobar las conexiones.

—¡Oye! ¡He sentido el sacudón!

—Estaba comprobando la instalación. ¿Qué has notado?

—Como si me cayera de la mesa.

—Bien. Quiere decir que funciona. —George comenzó a ajustar la potencia de las bobinas y se aseguró de que hubiese un voltaje uniforme en todo el cuerpo de Bonnie. Ignoraba lo que ocurriría si no lograban anular una parte de aquel cuerpo. Por ejemplo, ¿qué ocurriría si el corazón moría pero el cerebro seguía viviendo? Obviamente, no tenía intención de llevar a cabo semejante experimento en un ser humano.

—Pasaré a leer el estado eléctrico del sujeto —prosiguió Clark—. Las cargas de microvoltaje están dentro de lo normal. Las lecturas del cerebro son como siguen: alfa, 0,003 microvoltios; beta, 0,014 microvoltios; delta, 0,003 microvoltios; lambia, 0,060 microvoltios; theta, 0,0014 microvoltios. Tasa de oscilación: diecinueve. El cerebro se encuentra en nivel de actividad deltoide. Todas las indicaciones son normales y sugieren que el sujeto descansa, aunque está un poco tenso. Concluye así el informe sobre las condiciones físicas del sujeto en este momento.

Y ahora le tocaba el turno a George.

—Gracias, señor Jeffers. El estado del aparato de anulación eléctrica es el siguiente: las bobinas se encuentran en un voltaje de descanso uniforme de 0,00012 microvoltios, que equivale a la carga ambiental de la atmósfera del laboratorio, medida por el voltímetro atmosférico de Forest-Haylard, calibrado a cero el 19 de septiembre de 1985, en este mismo ambiente. Desde el calibrado no se han producido cambios y no se han realizado ajustes. Por lo tanto, concluyo que el instrumento es preciso y que el campo eléctrico de anulación está inactivo en estos momentos. Una breve revisión del aparato, confirmada por los instrumentos y la percepción del sujeto, nos ha indicado que se puede activar el campo. Concluye así el informe sobre las condiciones de los instrumentos. —Hizo una pausa y agregó—: Supongo que en este momento podemos tener el privilegio de oír las declaraciones del sujeto.

—Me siento más o menos normal. Tengo una ligera acidez de estómago y he de confesar que estoy tensa. Respiro libremente y de forma normal. Tengo frío. Supongo que estoy asustada.

—Bonnie, ¿quieres continuar con el experimento?

—Sí —respondió una voz muy flojita. Con un poco de suerte, el micrófono la captaría.

En ese momento, el detector de movimientos de la sala de animales se puso a trinar. A George se le agolpó la sangre en la cara; Bonnie dio un brinco y jadeó; incluso Clark alzó las cejas y preguntó:

—¿Tendremos visitas?

—Ya iré yo —le indicó George—. Tranquilizaos. Lo más probable es que se trate de una falsa alarma. —La mentira era por el bien de Bonnie—. No olvidéis que se trata de un detector de movimientos barato. —No les había comentado nada de la pistola que había traído de su casa y tampoco dijo nada en ese momento. Pero se acomodó la cazadora. El arma estaba en el bolsillo.

La puerta que daba a la sala de animales estaba cerrada. George revisó el picaporte para comprobar si lo habían tocado desde el otro lado. Metió la mano en el bolsillo y aferró la pistola. Luego puso la mano en el picaporte y comenzó a moverlo lentamente. Tenía miedo pero, al mismo tiempo, estaba furioso. Si encontraba allí a alguno de los locos seguidores del hermano Pierce, empezaría a disparar.

Clark se le acercó y le dijo:

—Ve con calma, George. Si piensas usar el revólver, sácalo del bolsillo. Tal como lo llevas no te servirá de nada.

A George le impresionó no sólo que hubiese notado que llevaba una pistola, sino que demostrara saber cómo manejarse en situaciones como aquélla.

—¿Eres ayudante de policía o qué?

—Admirador de Burt Reynolds.

George levantó la pistola y preguntó:

—¿Listo, Burt?

—Listo.

Abrió la puerta.

Y vio algo tan espantosamente horrible que retrocedió de un salto. La rabia que le hervía en el alma amenazó con hacer erupción. Cuánto los odiaba, y sin embargo…

Gato de fuego, ardiendo en la noche estival de la juventud, gato de los tormentos…

Estaba sentado, negro y enorme como el espacio, en el alféizar de la ventana. Y la ventana que había detrás estaba cerrada.

—Quizá venga de la calle —sugirió Clark. Se acercó al detector de movimientos y lo apagó.

George intentó hablar a través de los labios secos.

—¿Qué hace aquí?

—Quizá ha estado aquí todo el rato, oculto en algún armario, durmiendo.

George se lo quedó mirando. Era realmente enorme.

—¿Pero qué es esto, una especie de regresión?

—Probablemente en la mezcla genética lleve algo de gato salvaje.

—Voy a sacarlo de aquí. Detesto a los gatos. Mi opinión personal es que son todos unos gusanos. —Se metió la pistola en el bolsillo y se acercó al animal que, de inmediato, arqueó el lomo y se puso a sisear.

—George, ha sido una idea poco afortunada. El gato prefiere quedarse.

—No podemos usar el detector de movimientos con esa cosa dando vueltas por aquí. —Tendió la mano y agregó—: ¿Michifus?

¡Ssst!

—Una idea de lo más desafortunada. Quizá si fuéramos al gimnasio y trajésemos una red de badminton, podríamos lanzársela y…

—¡Está bien! Ya te entiendo. Cerraremos con llave la puerta entre las salas y nos ocuparemos de él más tarde.

—Justo lo que yo pensaba. El experimento sólo nos llevará tres minutos. Nadie nos detendrá en tan poco tiempo. Ni siquiera podrían echar abajo la puerta. Volveremos a casa, sanos y salvos, en menos que canta un gallo. Si dejamos de perder el tiempo, claro está.

George cerró la puerta con llave. Pero no se quitó la cazadora y mantuvo la pistola al alcance de la mano. Cuando instaló el detector de movimientos, había revisado la sala a fondo en busca de ranas perdidas. Había mirado en el interior de los armarios, incluso debajo de ellos. La sala estaba vacía.

—Muy bien, Bonnie, vamos a empezar. Por favor, infórmanos si notas algo fuera de lo normal.

—Hasta ahora, nada.

George abrió los siete interruptores que activaban las bobinas. Comenzó a girar los reóstatos.

—Establecemos un voltaje básico de 0,17 microvoltios.

—Oh. ¡Ooh! Lo he sentido. Es como un cosquilleo.

—La presión sanguínea ha bajado de 110 a 68.

—Me siento como si… flotara. ¡Qué sensación más rara!

Cuando Bonnie dejó de hablar, George se sorprendió de oír el gruñido claro de un gato. Frunció el ceño, intentó mirar por encima del panel de instrumentos, hacia la puerta de la sala de animales. Aunque sólo llegaba a ver la mitad superior, notó que estaba cerrada. Cielos, qué miedo tenía. Los gatos eran criaturas abominables. Habría que ahogar hasta el último felino. O prenderles fuego y dejar que corrieran como meteoros entre los antiguos sicómoros de casa. Cómo le disgustaba su propia crueldad.

—Microvoltios a 0,50.

—La presión sanguínea pasa de 80 a 66. El cerebro está en alfa.

—Me ha entrado sueño y siento como un cosquilleo en medio del pecho, donde tengo el corazón. Y me duele un poco. —Se le quebró la voz—. De pronto me siento triste.

—Microvoltios a 0,75. ¡Maldición! —Por un instante vio los ojos del gato suspendidos en el aire, encima de Bonnie. La miraban como echando chispas.

—¿Qué ocurre?

—Nada…, olvídalo. Me pareció recibir un valor equivocado. Pero ya está bien. —Intentó que el corazón dejara de galoparle, controlar el sudor que comenzaba a brotarle en el labio superior—. Bonnie, ¿me oyes?

—¿Mmm?

—George, presenta valores theta acentuados. La oscilación es de cinco. Dentro de unos segundos quedará inconsciente.

—Microvoltios a 0,90.

—Baja la presión sanguínea. Baja el valor theta. Oscilación nula. Actividad intracraneal nula.

—¿Sigue teniendo presión sanguínea?

—De veinte le ha bajado a cinco. Y sigue bajando lentamente.

—Microvoltios a 1,00.

—El corazón y la irrigación sanguínea se han detenido. El cerebro se ha detenido. Doctor Walker, Bonnie se encuentra clínicamente muerta.

George miró el cuerpo inerte que yacía sobre el banco. Bonnie miraba al techo con ojos vacíos. Tenía en el rostro una expresión que dejó a George sin palabras.

¿Acaso también ella habría visto al gato?