Tras las cortinas de la cama, un tintineo y un chapaleo despertaron a Mandy. Había dormido tan profundamente que por un momento no recordó dónde se encontraba. Asomó la cabeza y el frío le dio de lleno en la cara; entonces vio a Ivy encendiendo la chimenea.
—Buenos días. —Quizá fuera el frío, o el asombro que le provocó ver la nieve, pero la somnolencia desapareció de inmediato.
—Hola. Lo siento, no tenía intención de hacer ruido.
—No te preocupes. ¿Qué hora es? —Tras las ventanas, el cielo se veía gris; las nubes estaban bajas y todavía no había amanecido.
—Pronto serán las seis. Tienes veinte minutos antes de que suene la campana. —Dejó un hatillo sobre la silla—. Aquí tienes algo de ropa.
La voz de Ivy era cálida y cuando sus ojos se encontraron con los de Mandy, los notó llenos de amistad. El día anterior la muchacha se había mostrado muy reservada y fue muy maliciosa al crearle problemas con la edición Hobbes. Sin duda, había cambiado de humor. Mandy seguía enfadada por lo del libro. Consideraba que no era desmesurado querer una disculpa. Ivy atizó alegremente el fuego.
Cuando prendió, se dirigió al centro del dormitorio, con los brazos en jarras.
—¿Cómo tienes el orinal?
—Lo… lo he utilizado, si te refieres a eso.
—Me refiero a eso —replicó Ivy. Metió la mano debajo de la cama, sacó el orinal y abandonó el cuarto con el recipiente de porcelana azul acunado entre los brazos—. El desayuno se sirve en la cocina a las seis y media —le gritó por encima del hombro. Poco después, Mandy oyó que Ivy le decía a Constance que «la señora» se había levantado. ¿Qué edad tendría Ivy? Tal vez unos diecisiete. Demasiado mayor para llamar «señora» a Mandy, que tenía veintitrés.
Hacía falta una buena dosis de coraje para andar desnudo por aquel cuarto helado. Mandy había descubierto que una cama con baldaquín era el más delicioso de los lujos. Tal vez se habían dejado de usar porque eran demasiado cómodas. Rápidamente fue hasta la silla y abrió el hatillo. Encontró un sujetador, unas bragas y una prenda hecha con tela casera, igual que la que llevaban los demás. Parecía una túnica sin forma pero, cuando se la puso, le sentaba estupendamente.
La tela estaba tan fría que se puso a dar saltitos.
Acababa de abrocharse el cinturón cuando oyó un maullido en la ventana. Ahí estaba Tom, acurrucado contra el cristal; no parecía demasiado feliz de estar fuera, en la nieve.
Allá, en la ciudad, le había parecido peligroso. Pero allí, en la finca, no era más que un viejo gato helado y Mandy no pudo resistir la tentación de dejarlo entrar. Cuando subió la ventana, la bocanada de viento helado que la envolvió la hizo gritar:
—¡Vamos, entra! ¡Date prisa!
El gato entró como una exhalación y se sentó delante del fuego hecho una bola.
—Eres un gato de lo más raro. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Me seguiste?
El gato la miró fijamente. Mandy sintió ganas de hacerle unos mimos, pero se lo pensó mejor.
—Si alguna vez quieres un beso, ya sabes quién te quiere —le recordó suavemente. Frunció los labios y empezó a hacerle carantoñas, pero el felino la observaba con una seriedad tan glacial que Mandy tuvo que desistir.
Aquello era inesperado. ¿Acaso los animales lograban ver el alma humana?
Nerviosa, volvió a dedicarse a sus preparativos. Tuvo que romper el hielo de la jofaina para poder lavarse. El jabón era casero y tenía un fuerte olor a menta. En realidad, era el mismo aroma que despedían Constance Collier, Ivy y Robin. El aroma de aquella casa. Pero no era sólo olor a menta. Contenía también la fragancia de una hierba exótica.
Cuando terminó de lavarse, se puso los zapatos llenos de barro y deseó haberse traído otros más pesados, además de un chaquetón grueso o un jersey.
¡Y también deseó que Tom dejase de mirarla de aquel modo! ¿Acaso los ojos de un gato podían parecer risueños? Una de dos, o la amaba o la desdeñaba. O, lo que era peor, ambas cosas a la vez. Aunque ya se había vestido, seguía sintiéndose desnuda.
La nieve, que golpeaba delicadamente contra su ventana, la obligó a apartar del pensamiento al felino. Diecinueve de octubre y ya nevaba. Si el tiempo se mantenía así, aquél iba a ser un invierno largo y duro. Espió a través del cristal empañado. Qué magia, el mundo transformado en una pureza filosófica, en silencio salvo por el siseo de los copos al posarse sobre la nieve caída y el roce de miembros desnudos.
Al iluminarse el cielo, comprobó que la nieve había dado unas pinceladas blancas a los colores otoñales de los árboles. La perfección de los tonos: el blanco mullido y cortante, los rojos encendidos, los naranjas y los pardos, se adentraron hasta el centro mismo de su ser, porque la escena que la nieve había creado era realmente una maravilla de la naturaleza.
Cuando apareció Constance, vestida con una capa enorme de lana que dejaba al descubierto la cara entre los oscuros pliegues, Mandy seguía inmóvil ante la ventana.
—Necesitarás las ropas que te hemos preparado —le dijo Constance tocándole el hombro con sus dedos largos y delicados—. Me pregunto por qué Ivy… —Se interrumpió para dirigirse a la puerta y llamar—: ¡Ivy! —y después, con más energía—: ¡Ivy!
—Estoy en la cocina, Connie —le contestó desde abajo.
—Amanda necesita ropa de abrigo. La pobrecilla está prácticamente desnuda. —Se dio la vuelta y agregó—: Ivy todavía no se ha acostumbrado a las responsabilidades de una casa grande. Pero tiene buen corazón. Un gran corazón.
En la escalera se oyeron las pisadas de Ivy. Poco después apareció con otra pila de ropas coronada por un par de sólidas botas.
—Lo siento, Mandy. Se me olvidó por completo todo lo demás… incluso lo más importante. Creo que hoy hace demasiado frío para mí. —Bajó la vista y miró los pies de Mandy—. ¿Qué número calzas?
—Treinta y siete y medio.
—Las botas han de ser un poco más grandes, para que te quepan los calcetines. Creo que he acertado.
—Me alegro que se te haya ocurrido traérmelas.
—Necesitas un buen par de botas. Tienes que conocer cada palmo de esta finca como si te perteneciera —le comentó Constance.
Ivy le había traído un hermoso jersey tejido a mano, de color pardo iridiscente y, debajo de él, había algo enorme, de un tono gris oscuro. Mandy se puso el jersey y desdobló la misteriosa prenda.
Era una capa con capucha, larga hasta los tobillos, hecha con una gruesísima tela casera. En la parte delantera llevaba bordados una estrella de cinco puntas, un triángulo, una luna en cuarto creciente y otros dos símbolos de difícil descripción. La capa se ataba al cuello con una cinta de seda roja.
—Es preciosa.
—¿Te gusta?
Se la echó por encima de los hombros y ató el lazo. Ivy le levantó la capucha. La capa era pesada, cálida y magnífica.
—Oh, Constance, me encanta, ¡es estupenda!
—Confeccionarla nos llevó medio año. Las hilanderas la empezaron en abril. La hicimos para ti.
Mandy la miró. Lo que acababa de decir no tenía sentido.
—Te he estado observando desde que eras una niña —añadió Constance—. Y cuando vi tu trabajo para el libro de Charles Bell supe que era hora de que vinieras a nosotros. —Le sonrió—. Cámbiate y baja para desayunar. Estamos perdiendo tiempo.
Cuando Mandy bajó a la cocina, sobre la mesa había un mantel de hule, de cuadros rojos. En la gran chimenea crepitaba un fuego enorme y por los cristales de las ventanas bajaban gotas de vaho condensado. Mandy se sentó ante un plato de crêpes y melaza. Había una fuente con moras y una jarra con crema de leche fresca. Completaba el desayuno una infusión de unas hierbas que Mandy desconocía.
—Todo lo que estás comiendo ha sido producido aquí, en la finca. Aquí te puedes alimentar las cuatro estaciones del año. Y, si te gustan las telas caseras y rústicas, también te puedes vestir.
—La aldea…
—Se trata de un experimento. Los aldeanos procuran vivir cerca de la tierra. En la aldea, todo proviene de los campos y bosques circundantes. La aldea vive al hálito de la tierra, de las estaciones, siguiendo los latidos de la tierra, que son los de las estaciones. Y también viven muy unidos uno a otro, con la única atadura de las necesidades que imponen los campos.
—¿Quiénes son, Constance? ¿Son brujas, como se cree en la ciudad?
—Son amigos. La mayoría son de Maywell. Otros, de más lejos. Son gente que quieren reiniciarse en el contacto personal con la tierra. La aldea es un esfuerzo por equilibrar las viejas costumbres con las nuevas. —Le sonrió—. Nos hemos alejado tanto de nuestra relación con el planeta que muchas personas sienten la tremenda necesidad de redescubrir su amor por la tierra. Por eso existe la aldea. Es la primera de este tipo, y espero y confío que no sea la única.
Tom entró en la cocina. Se detuvo junto a la silla de Constance, levantó la cabeza y la miró.
Mandy hundió el tenedor en las crêpes. Tenían un sabor agridulce, eran esponjosas, exquisitas, estaban hechas con harina molida gruesa y fermentos naturales, sin polvos de hornear ni levaduras.
Con uno de sus asombrosos y veloces saltos, Tom se posó sobre la cabeza de Constance. Mandy se sorprendió tanto que a punto estuvo de caérsele el tenedor. Pero Constance pareció no notar que la criatura se enroscaba sobre su cabeza como una especie de sombrero de pieles alocado, con ojos.
Los ojos buscaron a Mandy. ¿Acaso jamás dejaría de mirarla?
—Amanda, quiero que comiences hoy tu trabajo. Vas a intentar hacer algo muy especial y difícil.
Constance se había inclinado hacia adelante. Hablaba en un tono serio. Pero tenía un aspecto… maravillosamente extraño con el gato posado sobre la cabeza.
—Quiero que te lleves tu cuaderno de bosquejos, que subas al monte Stone, busques a Leannan Sidhe y hagas su retrato.
Mandy recordó la estatua del bosque.
—El Hada Reina… ¿Quiere decir que en el monte hay otra estatua de ella?
—Atraviesa los montículos hasta llegar al pie del monte Stone. Encontrarás un sendero que nace en un bosquecillo de abedules. Te será difícil avanzar por el sendero. Sube al monte hasta que llegues a un arbusto grande de serbal. Pero muy grande. ¿Sabes cómo son los serbales?
Tom bajó por el hombro de Constance y desapareció debajo de la mesa.
—Para mí, un arbusto es un arbusto, Constance, no tengo ni idea.
—Tiene la corteza suave, de color gris, hojas naranja rojizo y racimos de bayas rojas. Es imposible que te equivoques. Es el único que hay en el monte. Detrás mismo del arbusto encontrarás una piedra redonda enorme con dos figuras grabadas. Pero los grabados están gastados, quizá no logres distinguirlos. Siéntate sobre esa piedra. Tarde o temprano, aparecerán las hadas. Reconocerás a la Reina de inmediato.
—¿Quiere decir hadas de verdad? —Sin duda le estaba tomando el pelo.
—Quiero decir hadas de verdad. Miden unos noventa centímetros, los hombres son muy anchos de espaldas, y llevarán ropa blanca por la nieve. Calzones y túnicas blancas, gorros blancos veteados. Ella también irá de blanco. Un traje blanco de encaje de seda. Es rubia y llevará serbal en el pelo. Ya lo verás.
Se lo explicó todo con tanta seriedad que Mandy comenzó a sentirse incómoda. Constance Collier debía de estar senil.
—¿Y esas hadas se pueden ver?
—Querida mía, en las montañas Peconic las hadas suelen ser algo frecuente. Viven en toda esta zona de Jersey hasta Pennsylvania. No son seres fantásticos, sino muy reales. No busques la imagen convencional que se tiene de los duendes, sino seres pequeños, sólidos, muy reales. Forman parte de este planeta como la gente, los árboles y los gatos. Mucho más que nosotros. Son unos seres que sobrevivieron al Paleolítico, querida. En la Edad Media, fueron exterminadas de la Europa occidental, porque son paganas. Adoran a la Diosa. Este país es tan grande que jamás fueron descubiertas. Incluso hasta el día de hoy, hay zonas del monte Stone inexploradas por el hombre. Y, para esconderse, a las hadas les basta un arbusto del tamaño de una almohada.
Mandy se sintió a la deriva, lejos de la realidad. Aquella mujer era un ser racional, cuerdo y serio.
—Ellas construyeron el montículo funerario que viste al venir hacía aquí. Y los montecillos que se levantan en los pastizales de atrás son restos de una ciudad de las hadas construida antes de que los iroqueses conquistasen este valle. —Echó la cabeza hacia atrás—. Las mismas familias que edificaron esas casas han ocupado la montaña durante siglos, a la espera de que llegue el día en que puedan bajar y reclamar su ciudad.
—¿Qué son… quiero decir… qué idioma hablan? ¿Hablan inglés? ¿Qué debo decirles? ¿Y si me pide dinero por posar? Dígame qué debo hacer.
—Muéstrate respetuosa con la Reina. Ten en cuenta que llevamos apenas trescientos años en estas tierras, y los indios, unos dos mil. Las hadas están aquí desde antes de los hielos. Piensa en eso. Cien mil años, quizá más. Estás ocupando sus tierras, todos estamos en sus tierras. Su Reina es un ser supremo, el más sagrado que verás en tu vida. —Hizo una pausa—. Puede ser que no la dejen aparecer. En este aspecto, son imprevisibles.
Al hablar, la voz de Constance Collier había inundado la habitación, dominándola, llena de fuerza y seguridad. No tenía nada senil. Aquélla era la voz misma de la sabiduría y, a pesar de su increíble naturaleza, Mandy se vio obligada a escuchar las palabras de Constance.
—Queda poco tiempo, muchacha. Emprende la marcha. Y no vayas a cometer la tontería de perderte.
Ivy lanzó un grito y se apartó de la mesa de un salto.
Por un momento, Mandy creyó que reaccionaba a las increíbles cosas que decía Constance pero, entonces, por debajo del mantel asomó la cabeza de Tom.
—¡Lo siento! ¡Me metió los morros entre las piernas!
—Ivy, esta mañana estás terriblemente nerviosa.
—Es que tiene la nariz fría.
—Así aprenderás a cruzarte de piernas cuando ande por aquí. —Miró a Mandy y agregó—: Ten cuidado con él. Suele ser un diablillo tramposo.
Ivy se apartó de la mesa. Constance echó un vistazo al reloj y le dijo a Mandy que emprendiera la marcha.
—¡Pero no tengo ni idea de lo que debo hacer!
—Ya te he dado instrucciones. Quiero que te guíes por tu propio ingenio. Querida Amanda, es sólo la segunda prueba, y no es la más difícil. Por favor, ponte en camino.
—Un momento. ¿Qué prueba? ¡Tiene que estar mal de la cabeza si cree que me iré de excursión a una montaña cubierta de nieve en busca de unas hadas! He venido para ilustrar un libro infantil. A eso sí que estoy dispuesta. —Ya estaba bien.
—Amanda, no puedo decirte qué te estoy ofreciendo. —Miró al gato, que estaba sentado en la encimera de la cocina, lamiendo el borde de la bomba de mano que había en el fregadero—. Si lo hiciera, a él no le gustaría.
—¿No le gustaría al gato?
Constance asintió y le comentó:
—Podría ocurrir algo muy extraño. Te sorprendería ver de lo que es capaz.
El gato siguió lamiendo las gotas que caían de la bomba.
—No me importa si es usted excéntrica. Lo cierto es que me halaga que confíe tanto en mí como para mostrarse tal cual es.
—Amanda, esto no es cosa de una mujer senil y excéntrica. Te digo más, es algo muy importante. —Su voz tenía un deje de súplica—. Tienes que hacerlo. Hay mucho más en juego de lo que tú imaginas.
—¿Qué? ¿Qué es lo que hay en juego? He venido para ilustrar…
—¡Calla! Olvídate del libro. Sólo fue un pretexto para hacerte venir. —Tendió la mano a través de la mesa y sujetó a Mandy por el cuello de la capa con manos temblorosas—. Debes confiar en mí, aunque sea por un tiempo. Amanda, preferiría morir antes que mentirte. Por favor, confía en mí.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Constance. Mandy tomó entre las suyas las manos de la anciana y le dijo:
—No me vendría mal ese paseo. Creo que no me ocurrirá nada.
Le resultaba imposible rechazar una petición tan sincera. No le quedaba más remedio que abrir su mente y dejar que las cosas ocurrieran. Encontrara lo que encontrase en la montaña.
Si de veras había hadas, tanto mejor, sería divertido. Se levantó, se ató la capa y salió. La puerta se cerró tras ella con estrépito. Se puso la capucha para protegerse de las ráfagas de nieve. Los copos eran pequeños y muy duros y chocaban sonoramente contra la gruesa lona. Mandy se puso en camino; sus botas hacían crujir la fina capa de polvo que recubría el suelo; el viento que soplaba desde la montaña le clavó en el rostro sus fríos aguijones. Las nubes grises estaban bajas; el sol era una mancha en el este. Mientras caminaba, su corazón se iba llenando de ansias. Se sentía tan contenta que a punto estuvo de cantar. Ocurriera lo que ocurriese en el monte Stone, iba a ser una verdadera aventura.
Aunque realmente su único cometido fuera avivar la imaginación para dibujar al Hada Reina más maravillosa jamás creada.
Dejó atrás el laberinto y atravesó el huerto de hierbas aromáticas.
Después del jardín, el terreno bajaba en pendiente para subir abruptamente por el costado del primer montecillo. Al llegar a la cima, hacia el sur, Mandy vio un grupo de hombres que, con cuerdas y poleas de madera, intentaban sacar su coche del barro. Llevaban vestidos de telas caseras, de color marrón oscuro, y le llegó el ritmo de la canción, aunque no las palabras. El tono de sus voces era cadencioso. Su alegría, tan abierta y sin ataduras, se transmitía claramente en el aire.
Bajó el montecillo, procurando que la capa no se le enganchara en los arbustos.
—¡Amanda! —llamó una voz masculina.
—¿Quién es?
Un arbusto tembló. Mandy retrocedió instintivamente. Aquel grito llevaba consigo algo duro, algo que la tornó cautelosa.
Un rostro joven, con aspecto de sátiro, asomó entre los arbustos. Sacudiéndose la nieve, Robín se puso en pie y se le acercó.
—¿Adónde vas? —inquirió. Se colocó directamente delante de ella; vestía una capa larga de lana, pantalones del mismo material y un abrigo pesado, con un ceñido cinturón—. Vas hasta el serbal, ¿no es cierto?
Mandy no le contestó.
—¿Sabes qué hacen las hadas para que nadie conozca su existencia? Si la persona que las ve no es de su agrado, esa persona no vuelve jamás.
Mandy no dijo palabra. Robin la sujetó y la besó con labios helados.
—¡Te quiero!
Todavía era un niño, y el camino que va de los diecisiete a los veintitrés era muy largo. Hacía años que a Mandy no le decían: «Te quiero», con tanto entusiasmo.
—Gracias —repuso, en tono parco y controlado en comparación con el de Robin.
—Connie no te dijo cómo comportarte, ¿verdad? Ni cómo sobrevivir.
—No me dio la impresión de que fueran peligrosas.
—Pero lo son. Son muy peligrosas. Poseen el susurro mágico. Nadie sabe lo que es, porque mata al instante. Además, llevan pequeñas flechas hechas con astillas. El veneno de las flechas produce ataque al corazón y no hay médico que pueda detectar que la víctima murió envenenada. La mitad de los cazadores que mueren en los bosques de ataque al corazón han pagado con sus vidas por ver un hada.
—Constance no me dio a entender que habría peligro.
—¡Pero lo hay! Te someten a una dura prueba. Constance cree que eres la Doncella pero no pueden estar seguros hasta que Leannan no vea dentro de tu corazón. Posee todos los conocimientos mágicos para hacerlo. Te leerá como si fueras un libro abierto y te aceptará o bien te quitará la vida. A Leannan tanto le da.
—¿Quieres decir que podrían matarme?
—Si no eres exactamente quien suponemos, las hadas no podrán dejarte marchar. Supongo que lo comprenderás. No quieren que la civilización se meta en sus asuntos. Los antropólogos se echarían sobre ellas, sería un desastre. Vieron lo que ocurrió con los indios y saben que, en Europa, su especie fue exterminada. Las hadas están muy a la defensiva.
Mandy empezó a pensar en la idea de regresar.
—¿Podrías contestarme una pregunta?
—Probablemente no.
—¿Por qué yo? ¿Por qué me hacen pasar por este… rito iniciático o lo que sea?
—¿Quieres decir que tampoco sabes eso? Vaya, Constance se muestra muy reservada contigo.
—Eso parece.
—Eres única, Amanda. Te ha estado observando durante toda la vida. ¿Por qué crees que a tu padre lo transfirieron a Maywell? Ella lo trajo aquí para poder estar más cerca de ti. Es imposible precisar lo que sabe Constance, pero ha recibido ayuda de Leannan, además de disponer de los métodos tradicionales de las brujas. Domina una ciencia extraña y suprema, debes tener mucho cuidado con ella. Según Connie, tú llevas mucho tiempo en estas artes.
—¿Qué artes?
—Vaya, pero no estás enterada de nada. Wicca, cariño, la brujería.
—Me lo figuraba. Entonces, lo que se rumorea en la ciudad es cierto.
—No todo. Ni hablar. ¡Digamos que los buenos rumores son ciertos, pero los malos, no! Estamos aprendiendo las antiguas usanzas de Connie y de Leannan y su pueblo. Y tú serás nuestra próxima Doncella, que es una especie de protectora, sobre todo si recibimos presiones del exterior. Nuestro grupo crece de tal modo que las presiones no tardarán en llegar. La misma palabra bruja sugiere a la gente todo tipo de imágenes espantosas. Creen que somos malos.
—La bruja malvada.
—Es una impresión falsa. La brujería es… ya lo verás cuando nos conozcas mejor —declaró en tono convencido. En muchos aspectos Robín era un niño, pero el amor que experimentaba por sus creencias era una emoción madura.
—¡Amanda! —le gritó Constance desde el cerco del huerto de hierbas aromáticas.
Robin entrecerró los ojos y le dijo:
—¡No debe verme! ¡Corre, corre a la cima del montecillo! Salúdala con la mano y dile que estás en camino.
Mientras Mandy buscaba apoyo en la nieve, oyó que Robin le decía en tono apenas audible:
—¡Bendita seas, mi amor, bendita seas!
¿Bendita seas? El saludo y la despedida de las brujas. Mandy lo había leído en el famoso libro de Margaret Murray titulado El culto de las brujas en la Europa occidental. El libro de la Murray era de lectura obligada para todos aquellos que se interesaban en los cuentos de hadas.
Entonces recordó que había soñado que la quemaban… y que la encerraban en una jaula… unos sueños horribles. Se estremeció y prosiguió su camino.
No lejos de allí, divisó a Constance, que parecía un poste envuelto en pieles.
—Date prisa, por favor —le gritó—. ¡Por favor! ¡La Leannan no suele esperar mucho a nadie! —Su voz voló en el viento, demorándose entre los árboles.
En la distancia vio a Tom saltando por la nieve. Mandy miró más allá, hacia la montaña oscura y tremenda.
Descubrió que sentía tanta curiosidad como inquietud. Quería ver a las hadas. Si es que existían. Una inteligencia no humana que compartía la tierra con el hombre. Era una idea tan increíble que apenas logró discernir sus implicaciones, de modo que se limitó a archivarla en un rincón de la mente para desarrollarla en otro momento.
Desde donde se hallaba logró ver unos cuantos penachos de humo que provenían de la aldea. Le pareció interesante imaginarse cómo sería vivir allí; llevar telas caseras y utilizar velas a tan escasa distancia de un país moderno como Estados Unidos. La idea de recuperar las antiguas usanzas tenía un encanto innegable. Los rituales de las brujas, por ejemplo, eran tan antiguos y extraños que acabaron por resultar aterrorizadores para el supersticioso mundo medieval. Los antropólogos modernos los consideraban como vestigios de la prehistoria humana. La Antigua Religión, las costumbres de la tierra. ¿Acaso en inglés la palabra «bruja» no fue en la antigüedad sinónimo de sabio? ¿O habían desechado ya aquella teoría?
Al dirigirse hacia la cara ceñuda del monte, desde la aldea le llegó la voz clara de una niña que cantaba:
Extraviada en las grises colinas,
en el temible esplendor del otoño,
la vagabunda, la vagabunda,
¿la encontrará la luna?
Aquella canción dulce y cadenciosa no se apagó hasta que Mandy comenzó el duro ascenso al monte Stone.
Cuanto más se empeñaba en la escalada, más brutal se tornaba ésta. El sendero era un caminito miserable, serpenteante, lleno de curvas, obstruido a menudo por enormes piedras o matorrales ingobernables. Salvo por el resplandor de la nieve, había muy poca luz y todo seguiría en la penumbra hasta que el sol no lograra penetrar a través de las nubes que bajaban desde el norte.
Mientras Mandy luchaba por avanzar, los pies se le fueron helando a pesar de los gruesos calcetines de lana y las fuertes botas. Más de una vez resbaló en el hielo, o la nieve traicionera le hacía meter los pies en algún agujero. Llevaba una hora escalando cuando la cuesta se tornó menos pronunciada. Se detuvo para buscar el arbusto del serbal.
La vegetación era de lo más variada. No lograba distinguir una planta de otra. Se dio la vuelta y descubrió que apenas habría ascendido unos setenta metros. Se encontraba justo al mismo nivel que el tejado de la casa, que podía verse a lo lejos, sobre una oscura colina, rodeada de árboles; desde aquella altura parecía más solitaria y lejana.
El viento le agitó la capa y le hizo recordar el mundo que había en el interior de la cama con baldaquín. Y le hizo recordar también a Robin. «Te quiero», le había dicho. ¿Cómo podía querer a alguien que no conocía?
Se quitó la nieve de las cejas y continuó el ascenso.
El viento susurraba, y a veces aullaba, a través de los árboles temblorosos. La nieve le entró siseando por la capucha y sintió un agudo dolor de oídos. Se ató el lazo de seda. El sendero se había convertido en una confusión de rocas afiladas. Para poder avanzar tuvo que arrastrarse.
Paradójicamente, era eso lo que la hacía avanzar. Cuanto más difícil se tornaba el ascenso, con más ahínco luchaba por responder al reto del monte. No le habían dado guantes, por lo que no tardó en sentir un agudo dolor en las manos. Llevaba el cuaderno de bosquejos atado a la cintura y sus extremos se le clavaban en el pecho.
Si tuviera un ápice de sentido común, buscaría un hueco, se refugiaría en él y haría unos cuantos bosquejos del Hada Reina siguiendo los dictados de su imaginación. Sin duda, era lo que Constance pretendía. Era imposible que aquellas colinas albergasen a los supervivientes de una especie del Paleolítico. Y, si era así, serían unos seres sucios, miserables y escasos. Los salvajes carecían de la belleza sobrecogedora que Constance atribuyera a Leannan. Unos seres salvajes que viviesen en una montaña tan agreste como aquélla no serían mejores que los animales.
El Paleolítico había tenido lugar hacía miles de años. Resultaba imposible recordarlo. Todo aquello era una ridiculez.
Y, sin embargo, tanto Constance como Robin habían hablado con tanta seriedad. Mandy se había pasado la vida viendo visiones, esperando milagros. Y ahora podía estar cerca de uno. Continuó el duro ascenso. El viento rugía sin cesar, como una inmensa marea abatiéndose contra las rocas. Constance Collier había olvidado mencionar otro detalle de importancia: que el serbal debía estar en la cresta misma del monte, un lugar oscuro que en invierno quedaba cubierto de un hielo letal.
Finalmente, cuando alcanzó la cumbre, lo hizo de un modo tan abrupto que tardó en comprender dónde se encontraba. Con paso vacilante, pisó una capa de hielo, pulida como el cristal. Resbaló desmañadamente y cayó entre los pliegues de la capa. El cuaderno de bosquejos se dobló en dos. Los lápices le saltaron de los bolsillos. Corrió en todas direcciones para recuperarlos.
Cuando por fin levantó la cabeza, se quedó helada, pero no de frío. Aquél era un lugar maravilloso. Hacia el norte, vio la larga cresta del monte, con sus árboles retorcidos agazapados contra ella, como niños contrahechos. La parte oeste se arrugaba a lo lejos interminablemente. En la distancia, las Peconics se convertían en las Montañas Endless y, en la niebla, hacia el noroeste, se veía Pennsylvania.
Aquélla era la frontera de uno de los últimos rincones no habitados del continente. Allá abajo yacía Maywell con su armadura de nieve; el capitel de la iglesia episcopal señalaba el centro de la ciudad. Divisó los callejones y casi logró distinguir la casa de tío George. Los negros edificios de la universidad se agazapaban más allá de la diagonal del Morris Stage Road. Y justo debajo, se erigía la finca de los Collier. Acurrucada, casi invisible, a los pies de la montaña, la aldea bruja se mezclaba tan bien con el paisaje que aunque se estuviera mirándola, no podía tenerse la certeza de que estuviera allí. Al cabo de un rato, Mandy logró contar veinte cabañas, diez a cada lado de un sendero central. Ya estaban hechos los cimientos y las paredes de otras doce. La construcción redonda dominaba la aldea. De vez en cuando, algunas siluetas pasaban de una puerta a la otra. Entre los montecillos nevados, se movían unos diminutos puntos humanos; los niños de la aldea habían salido en sus trineos.
Qué oculta, qué secreta era la aldea de las brujas. A lo largo de su niñez, en una sola ocasión había oído hablar de un encuentro entre los niños de la ciudad y los de la aldea, pero los aldeanos no habían sido vistos en la aldea misma. Ahora veía toda la finca, con la aldea incluida, y era hermoso.
Encontrar el serbal no resultó tan difícil como había esperado. Era un arbusto imponente; se alzaba magnífico con sus tres metros de altura; el costado que daba al norte se veía afilado por el viento pero el resto estaba cargado de bayas, que daban una alegre nota de color a aquel lugar hostil. Estaba tan lleno de vida que Mandy se enamoró de aquella planta. Se erguía orgulloso en su lecho de hielo y piedra. Pero era también como una especie de adolescente desgarbado. Cuando el viento lo hizo girar, Mandy sintió ganas de reír.
Dio una vuelta a su alrededor, tocando las bayas y las ramitas. Sin saber por qué, esperaba encontrarse con Tom, pero el gato no apareció por ninguna parte. Era lógico. A él le iban las chimeneas. Un paseo por el pie de la montaña había sido más que suficiente para él.
Encontró la piedra redonda de la que le hablara Constance. Tendría aproximadamente unos dos metros de diámetro y unos sesenta centímetros de espesor y se apoyaba sobre la montaña con una ligera inclinación. Era de basalto negro, una piedra totalmente fuera de lugar en aquellas montañas de granito. Su superficie estaba tallada hasta el último centímetro pero el tiempo y los elementos habían borrado el tallado, por lo que sólo se distinguía el contorno y no el contenido.
El basalto es una piedra dura. Mandy pasó la mano por el borde cubierto de hielo. Aquella piedra debía de ser muy antigua. Llevarla hasta allí debió exigir un tremendo esfuerzo, porque era evidente que la habían trasladado hasta allí.
Tal como le habían dicho, Mandy se colocó en el centro de la piedra y se sentó. Se sentó encima de la capa con las piernas cruzadas y se tapó bien para formar una especie de tienda y protegerse así del frío. Se colocó de cara al sudeste, para que no le diera el viento. Aquella capa era la prenda adecuada para lo que se esperaba que hiciese… esperar allí sentada… diciéndose que tenía que estar loca para subir hasta allí.
¡Vaya aventura helarse de aquel modo! Por no mencionar la sed y el hambre que comenzaba a sentir. La imagen de las deliciosas crêpes a medio hacer asaltó su mente. Vio su tersa superficie tostada, la parte interior ligeramente crujiente, el brillo ambarino de la melaza deslizándose por el plato. Aquel recuerdo le confirmó el hecho de que ya no disfrutaba de la aventura. Estaba allá arriba, sola, en aquel lugar infernalmente frío, y se estaba congelando.
En cuanto la idea de marcharse le cruzó por la mente, un pajarillo salió del serbal y revoloteó por encima de su cabeza. No parecía asustado. Aquel rincón recibía muy pocas visitas. El gorrión ceniciento era, según la gente de ciudad, una plaga. La miró primero con un ojo brillante y ausente y, después, con el otro. Mandy tuvo la clara sensación de que se trataba de una hembra de gorrión y que además le caía bien.
Si hubiese tenido un trozo de pan, le habría dado de comer; la criaturilla se veía tan confiada. Nunca había dado de comer a un pájaro silvestre.
—Qué bonita eres —le dijo. El ave salió volando.
Acto seguido, apareció una ardilla de tupida pelambre gris y negra. Se detuvo ante el serbal y se puso a comer bayas. Después, se acercó a la roca y observó a la extraña criatura que había allí sentada.
—Hola —la saludó Mandy.
La ardilla se irguió sobre las patas traseras y le frunció la nariz. Entonces, como si la hubiesen llamado, salió corriendo y desapareció por el borde de la montaña. Acababa de marcharse, cuando Mandy notó en la espalda la presión de unas patas. Se dio la vuelta y le dio un susto de muerte a un mapache que cayó en la nieve, se puso de pie, le lanzó un maullido y prosiguió olisqueándole la capa como si tal cosa. Con la nariz helada comenzó a atusarle las manos, oliéndolas cuidadosamente.
—Tú también me caes bien.
El sonido de su voz obligó al mapache a mirarla a la cara. Le contestó con un maullido; aquel grito era tan inquisitivo que Mandy deseó con toda el alma poder contestarle. Y se vio obligada a sonreír, ya que desconocía el lenguaje de los mapaches.
Comenzó a entender por qué Constance la había enviado allí. Tal vez no habría hadas, pero no cabía duda de que aquél era un rincón mágico y un lugar estupendo para dejar que las imágenes le inundaran la mente. A pesar del frío, a pesar de todo, allí sería capaz de crear unas hadas extraordinarias. Hay lugares de vida y lugares de muerte. En aquella montaña inhóspita, entre el cielo y el serbal, Amanda experimentó una sensación tan fuerte que se sintió abrumada. Sobre todo porque no se trataba de una sensación agresiva, sino plena de la mansedumbre de aquel paraje. Fuera cual fuese el destino del hombre, no importaba si perdía o recuperaba el antiguo cáliz de la ternura, lo que prevalece es la paz.
Un movimiento veloz y peludo, más allá del serbal, la devolvió al presente. Cuando vio lo que había allí estuvo a punto de gritar.
No podía ser verdad. Pero lo era y acababa de reparar en ella. Se movía como una roca enorme, negra y peluda, avanzando veloz. Los ojitos negros del oso no tenían nada agradable, ni tampoco el humillo que despedía su morro. Mandy permaneció inmóvil, sin apartar la vista de la bestia que avanzaba.
Se acercó a ella a velocidad creciente. Mandy podía oír su respiración y el repiqueteo de sus garras sobre el hielo. La paralizó un terror inmenso.
Cuando el animal lanzó un grito, Mandy supo que se trataba de una hembra, igual que las demás bestias. Si cada uno de aquellos animales representasen un atributo femenino, la osa sería el poder de su instinto de protección. Su poder más grande y peligroso. Una osa que protege a sus cachorros es la más temible de las criaturas.
Despacio, con mucho cuidado, Mandy extendió los brazos con las palmas abiertas. ¿A qué venía aquel gesto? Lo ignoraba. Logró oler a la osa; era un olor penetrante de pelambre rancia. Tenía la piel brillante de secreciones. Mandy se puso a mirar al animal a los ojos. Vio en ellos una feminidad tan salvaje, tan llena de implacable fuerza, que de su garganta brotó un grito ahogado. La osa respondió con un gruñido, la miró fijamente y, después, perdió todo interés en ella.
Se alejó andando, aplastando la capa dura de hielo que cubría la montaña. Quizá aquella osa no tuviera cachorros, o tal vez no estuvieran por allí cerca.
Mientras Mandy estaba distraída observando a la osa, ocurrió algo que le heló el alma mucho más que el viento.
Alrededor del serbal había seis hombrecitos vestidos con abrigos y calzones blancos como la nieve. Calzaban zapatos blancos de punta y, en las cabezas, llevaban unas gorras ceñidas, tal como le había dicho Constance.
Era imposible. Y, sin embargo, allí estaban.
Como el rayo, acudió a su mente la advertencia de Robin.
Lanzó un grito agudo que controló rápidamente. Aquellos hombrecitos tenían unos rostros angulosos, narices puntiagudas y ojos enormes. Tal vez le parecían tan distintos justamente porque eran tan humanos. Entonces, uno de ellos se pasó la lengua por los labios y Mandy logró ver unos dientecitos más parecidos a los de una rata que a los de un ser humano.
Todos al mismo tiempo levantaron los arcos y colocaron sus flechas hechas de ramitas. En el aire se oyó el tintineo de campanitas y el murmullo de unos pies diminutos al tocar la nieve.
Salió de detrás de una piedra; era totalmente rubia, su cabello suave como el saúco y sus ojos castaños, muy oscuros. Como Constance le dijera, llevaba un traje ligero de encaje. Era diminuta, más pequeña que sus seis guardias. Llevaba en la cabeza una diadema de serbal, bayas, ramitas y hojas. Al ver semejante belleza, tan inefable, tan frágil y al mismo tiempo tan fuerte, Mandy creyó que perdería el conocimiento. Comparada con el hada, ella era muy ordinaria. Toda la delicadeza del mundo parecía haberse concentrado en aquella diminuta criatura. Alrededor del cuello llevaba una cadena de plata y de ella colgaba una luna en cuarto menguante muy brillante.
Instintivamente, Mandy bajó la vista. Era más soportable mirarle los pies, de apenas cinco centímetros, desnudos sobre la nieve. Entonces los pies se salieron de su campo visual. Mandy levantó la vista, asustada. La niña flotaba en el aire. Con un batir de alas, desapareció. Un enorme búho gris ululó desde lo alto del serbal, sus cuernecillos de pluma se veían oscuramente perfilados contra el cielo. Se elevó en círculos sobre el arbusto. Entonces oyó unos cascos golpear contra las piedras y de la nada surgió una yegua; los ecos de sus relinchos se perdieron en el silencio.
Una mujer viejísima, babosa y de dientes amarillos, con un ojo entrecerrado y las manos retorcidas por la artritis, avanzaba apoyándose en un palo.
—¡Dios mío! ¿Puedo ayudarla?
Mandy tendió las manos y la vieja desapareció de repente; de su humeante cabellera gris surgió, dando vueltas, la Doncella. La niña tomó en sus manos diminutas las enormes manos de Mandy. Estaba muy seria; sus ojos eran clarísimos y muy atentos. Daban miedo. Separó los labios como si fuera a hablar.
Mandy recordó lo que Robin le había advertido sobre el susurro. La voz de la niña parecía la del viento.
—Estás temblando —le dijo.
—Tengo frío.
—Anda conmigo un poco.
Mandy empezó a incorporarse pero la sorprendente sensación de quedar atrapada en el interior de unas enormes manos invisibles la detuvo. Eran las manos de una mujer, inmensas, fuertes y suaves. La acercaron a un pecho invisible, la aferraron y la cobijaron. Era una sensación extraña y terrible, porque allí no había nadie, nadie podía ser tan enorme. Luchó, intentó gritar, se le hizo un nudo en el estómago.
Pero se notó cobijada en unos pliegues cálidos y perfumados que podían sentirse, olerse, incluso saborearse, de tan ricos. Y la tensión, la incomodidad y el temor desaparecieron del cuerpo de Mandy. Cuando ya empezaba a tomarle el gusto, la depositaron en el suelo. Se tambaleó, lanzó un grito, agitó los brazos en el aire.
Jamás se había sentido explorada con tanta hondura. Tuvo la pavorosa sensación de que aquella cosa que la había cobijado en sus brazos había hurgado también en su mente. Y seguía allí, buscando y descubriendo, moviéndose como una voz extraña entre sus pensamientos. No era una voz desagradable, sino joven, y se sentía muy feliz de conocerla. Sin poder contenerse, Mandy se echó a reír.
La dama también rió.
—¿Quién eres? —le preguntó Mandy.
Pero ya había desaparecido, igual que los guardias, como nubes en el aire.