La noche que llegaron el doctor enviado por el diablo y la bruja, joven y hermosa, la hermana Winifred había dirigido a los feligreses que quedaban en el canto de «El Peñón de los Siglos». El hermano Pierce, falto de aliento debido a su última exhortación, vigilaba a la multitud. Aproximadamente un tercio de la congregación había salido ya. Amaban al Señor, estaba claro, pero ante la falta de un tema polémico, su fe menguaba. Empezaban a preocuparse por el dinero, el trabajo o la colada pendiente y por eso se marchaban.
Los amaba, mucho, a cada uno de ellos, y ansiaba con todo su corazón y toda su alma verlos encarrilados, camino del cielo.
Para mantener activos a los feligreses había que presentarles una gran cuestión, algo dramático e importante, que los amenazara, a todos y cada uno, a sus hogares y a sus hijos. Ésa era la clase de temas que había que utilizar para inflamar su fe. Mientras ellos cantaban él oraba. De repente, en su interior, sintió cierta inquietud. Al levantar la vista le sorprendió ver en el portal, al fondo de la iglesia, la sombra de un gato. Los gatos le provocaban estornudos. Se disponía a indicarle al portero que lo echara de allí cuando el felino se marchó por su propio pie.
Simón seguía la fe de Cristo lo mejor que podía. Claro que Cristo había existido hacía mucho, mucho tiempo. Hacía falta un poco de imaginación para creer que las crueldades que había padecido bastaban para lavar los pecados del mundo. La fe cristiana era lo único que Simón había encontrado para mantener a raya el viento ígneo de la culpa que le devoraba el alma día y noche.
Lamentaba muchísimo lo que había hecho. Unos cuantos momentos de placer, unos cuantos momentos de ira… y después, toda una vida de remordimientos, la eternidad en el infierno. Rehusaba confesarse públicamente y pedir perdón a Dios. En parte, ello era debido a que creía merecerse el infierno por su pecado. Sin embargo, había otra posibilidad: que todo, la religión, digamos, fuera producto de la imaginación humana. Si era así, confesaría y acabaría el resto de su vida en la cárcel por nada. Él era creyente, pero prefería cortarse él mismo las cartas.
Esa noche, Simón se sentía excepcionalmente cansado. Se había pasado la tarde recogiendo hojas y ahora trabajaba como un burro, intentando que en los ojos de su congregación surgiera aquella chispa. Pero la cosa no funcionaba. Estaba perdiendo su magia. Seis meses antes había tenido a toda la ciudad en la palma de la mano. Bueno, en realidad no toda: las familias más antiguas y los profesores universitarios que vivían en las casas elegantes de Albarts y calles así, no se mostraban interesados. Si alguna vez iban a la iglesia, asistían a templos como Saint Marks, donde el acartonado cura párroco Williams, que parecía que lo hubieran pasado por la máquina para hacer pasas de ciruela, les predicaba.
A Simón acudían los pobres, los casos de beneficencia, los desempleados. Personas que trabajaban a tiempo pleno en la Cantera Peconic, que ahora cubría apenas tres turnos al mes; otros habían manipulado el acero en Mohawk Fabricating Mili, los altos hornos abandonados. Estos hombres tenían esposas e hijos y también almas y esperanzas, pero no iban a ninguna parte. El año anterior, por esa misma época, la congregación de Simón había alcanzado los dos mil miembros. Ahora tendría unos mil cuatrocientos, mil trabajadores y sus familias y cuatrocientos estudiantes de Maywell. En el campus, su ministerio funcionaba sorprendentemente bien, tal vez porque los universitarios de Maywell eran, en cierta forma, material de desecho como los trabajadores del acero. Eran muchachos que no habían podido ingresar en Princeton por una amplia diferencia de puntos, y que ni siquiera habían sido aceptados en Jersey State.
Simón había tenido la feliz idea de transmitirles un poco del fuego infernal. La culpa era lo que los hacía continuar asistiendo a los servicios. ¿La culpa? ¿No sería acaso el infierno? A veces, cuando les explicaba su propia visión del infierno, veía chispas en sus ojos. Desde lo más profundo de su ser, sabía lo que significaba estar ardiendo. En realidad, era un experto en agonías, tanto físicas como espirituales. Cuando predicaba, lograba imaginar la carne asándose, llegaba incluso a olería. El problema que tenía su congregación era que no entendía el infierno. Podía ser pequeño como un granito de arena o grande como una vida entera. Y no era necesario que tuviera llamas; podía ser un fuego muy distinto, el fuego azul que consume el espíritu.
Sabía muy bien qué era todo aquello porque vivía día tras día sumido en aquel fuego. Éste era su mayor secreto: el infierno estaba con él y dentro de él. Se encontraba allí, en ese mismo instante. Llevaba el infierno en su propio bolsillo.
Podía tocarlo; era seco, retorcido, inefablemente horrendo. El Señor podría perdonar los pecados de aquellos hombres. Si lograba salvar aunque fuera a uno solo del tormento que él mismo estaba padeciendo, entonces, su vida tendría algún sentido.
Pero, para ello, necesitaba la fe de sus seguidores. Debía encenderla, mantenerla viva, para que ardiera al rojo vivo.
Y, sin embargo, la veía apagarse. Los que acudían a los servicios lo hacían cada vez más por hábito y no porque les resultara irresistible. Al principio, se habían asomado por aquella puerta con caras ansiosas. Más tarde, habían acudido con menos entusiasmo y, luego, ya por pura obligación. Y algunos habían dejado incluso de venir.
Lo que funcionaba mejor para atraerlos era la controversia. Simón había ido a Maywell atraído por los rumores sobre las brujas que se difundían entre el movimiento fundamentalista subterráneo.
Un lugar así parecía la misión ideal para un predicador comprometido. En Maywell necesitaban a Cristo; pero no el Cristo dulce y vacío de los católicos o los presbiterianos, sino el Cristo de Simón, un Cristo vivo, capaz de salvarte aquí y ahora, delante de todo el mundo, si lograbas sentirlo con toda el alma.
Simón había levantado su iglesia sobre la piedra de la controversia. Las protestas y las declaraciones públicas habían reunido a sus seguidores, les habían permitido verse como un grupo separado; gracias a él, habían pasado de ser una congregación a ser una banda de hermanos.
Habían reunido discos y libros malignos, robándolos de la biblioteca, comprándolos o hurtándolos de la tienda de Dalton y de la Sala Discográfica. Después, habían hecho una hoguera detrás del tabernáculo y habían quemado unos cuatro mil artículos. La mayor parte de estas ofrendas consistían en obras de Constance Collier.
Después de la quema, Simón había leído un artículo en el Campus Courier en el que se insinuaba que el doctor George Walker se dedicaba a unos experimentos terriblemente malignos: trataba de revivir a los muertos. Para combatir a este hombre, Simón había organizado una serie de actos que duraron diez semanas, durante los cuales se dedicó a condenarlo profusamente. Incluso había logrado descubrir un cierto vínculo entre el doctor Walker y Constance Collier. Clark Jeffers, uno de los asistentes de Walker, vivía en la finca de los Collier.
La creación de El País de las Hadas Cristianas había sido otro de sus grandes proyectos. La intención de aquella obra había sido la de reemplazar el País de las Hadas, de la Collier, inspirado en el demonio, por un trabajo purificado. Tan importante como quemar libros era sacar de los estantes de las bibliotecas y de las librerías todos aquellos libros infantiles impíos.
Constance Collier había reaccionado con furia.
Era el centro del mal pagano. Simón había oído rumores sobre las actividades pecaminosas que tenían lugar en su finca, rumores sobre extrañas fornicaciones y sobre conjuras demoníacas mediante rituales mágicos. Resultaba imposible ser bruja y no adorar al demonio.
En el Courier publicaron un artículo en el que se hablaba de Amanda Walker y de las ilustraciones que haría para los cuentos de hadas paganos de Grimm, nada menos que para Constance Collier.
El doctor George Walker. Amanda Walker. Una bruja que trabajaba para él, y ella trabajaba para una bruja… Aquello era una intriga, todo era una cabala pagana en el centro mismo de aquella comunidad cristiana, temerosa de Dios.
Temerosa de Dios y de costumbres limpias… pero no era de extrañar que se vieran atacados por paganos y demonios porque no estaban dirigidos por un hombre limpio.
Simón tocó el pequeño bulto que llevaba en el bolsillo y que constituía su tormento personal. Pero, esa noche, la mano no era más que un pequeño nudo muerto.
El himno concluyó. El hermano Pierce se aclaró la garganta.
No sabía qué iba a decir. Pero confiaba en que el Señor acudiera en su auxilio. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Todo su ser pareció estremecerse. Por el rabillo del ojo vio la silueta de un gato contra los vitrales de la ventana que había cerca del púlpito. Estaba del lado de fuera, agazapado contra el cristal. Sin embargo, no tuvo ocasión de enfadarse porque, de repente, comenzó a fluir, a través de él, una energía que venía de arriba, de abajo, de todas partes. Su cuerpo parecía a punto de estallar, lleno de una vida hormigueante. Entonces surgieron las palabras, que salían de su boca como por propia voluntad.
—El mal corre como una sombra por las calles iluminadas de Maywell. ¡Incluso entra aquí, un lugar que hemos procurado hacer sagrado! El malvado doctor viene aquí, acompañado de su ramera, y nos lanza sus mendaces acusaciones. —Señaló hacia arriba con su mano derecha y sintió en lo más hondo de su ser la calidez, la recta y dulce presencia del Salvador. Por gracia de Dios sentía todo aquello, porque era capaz de hablar directamente con el amadísimo Jesucristo—. Señor, yo te digo que tu rebaño es inocente. ¡Inocente como el Cordero!
Y el rebaño volvió a la vida; las caras de los presentes se iluminaron, sus ojos se llenaron de expectación. El predicador oyó unos susurros:
—Está aquí, el Señor está entre nosotros.
—Lo sentimos —gritó—. Oh, Señor, cuánto te agradecemos, alabado sea tu santo nombre. —En su rostro se dibujó una sonrisa abismal—. ¡Oh, Señor, qué noche!
—¡Alabado sea el Señor! —comenzó a gritar la gente.
Pero en aquella iglesia había otra realidad y, si Simón miraba más allá de su fe y su regocijo, podía verla. Los que estaban en el fondo de la sala no compartían el alborozo. Permanecían sentados, con una expresión piadosa retratada en sus rostros. El predicador sabía que no sentían nada.
¡Le impedían incluso llegar a la última fila de su propia iglesia!
Tenía que encontrar un motivo que significase algo para el hombre que estaba sentado en solitario en el último banco y que, al parecer, estaba sumido en una profunda plegaria o bien dormido.
Se refrescó la garganta con el agua que Winifred tenía preparada detrás del púlpito, en una jarra de plástico verde.
La mente de Simón recordó morbosamente la visión del tabernáculo, vacío y a oscuras, con el cartel de «Se alquila» colgado de la puerta principal.
Una familia compuesta por cuatro miembros, que ocupaban la primera fila, se levantó. Una familia que ocupaba la primera fila, y todavía no había terminado el servicio. Vaya manera tenía de animar a la gente. Apenas había inspirado a los feligreses de los primeros bancos, arrancándoles unos cuantos «alabado sea Dios» más bien automáticos. Y, los que se iban, ni siquiera se mostraban incómodos.
Luchando consigo mismo, aplacó su urgencia por gritar a los desertores, por correr tras ellos. Era muy duro. Esa iglesia era su vida, su primer y único éxito. Había conocido el frío, el hambre y la desesperación. El tabernáculo era lo único bueno que le había ocurrido jamás. Era un hombre con muchos pasados. En Los Ángeles había trabajado de cómico en un club nocturno, había limpiado letrinas y había contado chistes lamentables a unos borrachos escabrosos por cincuenta dólares la semana.
«El Lobo detiene a la pequeña Caperucita Roja y va y le dice: “Vale, Caperucita, bájate las bragas y agáchate que te voy a dar por el culo”. La pequeña Caperucita Roja saca un Magnum calibre 357 de la cesta y le contesta: “¡Y un cuerno, tú me vas a comer tal y como dice el cuento!”».
¿Acaso su problema radicaba en que los feligreses lo adivinaban, que de algún modo el pasado se aferraba a él, con su olor a tabaco y a licor barato, con sus viajes en autobús a medianoche y las estancias en moteles sin nombre? Cuando lograba arrancar alguna risa, era como una bendición del cielo.
Pero había cosas peores que lo atenazaban, cosas mucho peores que los restos de unos cuantos chistes escabrosos. En la década de los setenta había trabajado como asistente social en la ciudad de Atlanta estaba especializado en buscar un hogar a los niños no deseados. Se le habían presentado muchos problemas, problemas graves. Aquella niña era bonita como una mariposa, suave, delicada y atrevida. En cierta época se había enorgullecido de haberla ayudado tanto.
Aunque retiraran los cargos, en los círculos de la seguridad social de Atlanta su reputación quedó teñida de una persistente sospecha. Simón desconocía entonces su propia fuerza y aquel pequeño error de veinte segundos lo condenó por toda la eternidad, pero también había avivado en él el fuego que lo impulsaba a salvar al prójimo.
En la iglesia todos lo miraban. De él dependía que se marcharan o se quedaran un poco más. Detestaba que se fuesen en un momento tan decaído. Un repentino chispazo de vida, surgía la esperanza, la sensación de que Cristo estaba allí presente y, después, ese vacío.
La imagen luminosa y reluciente de Amanda Walker apareció en su mente. La sobrina del doctor poseía una belleza tan delicada, tan efímera. Y, sin embargo, sus ojos rebosaban firmeza e inteligencia. Era el tipo de mujer con el que siempre había soñado, bonita como un capullo de rosa pero fuerte para guiarlo de la mano. Firmemente sujeto de la mano. Cuando se imaginó a sí mismo ofreciéndole su corazón culpable y pidiéndole perdón, el pecho se le llenó de una agónica añoranza, como traspasado por una flecha demoníaca.
La inquietud reinante en la iglesia aumentaba. ¿Qué era lo que había dado inicio a aquel servicio? Ni siquiera lograba recordarlo. Para ganar tiempo, bebió otro sorbo de agua. La hermana Winifred cruzó remilgadamente el coro y volvió a llenarle la jarra.
Nervioso, sintiéndose cada vez más impotente, pasó las hojas de la Biblia. A veces, aquel movimiento daba resultado. ¿Por qué había pensado en aquella mujer? Quizá la Biblia tuviese la respuesta.
Entonces fue cuando vio pasar ante sus ojos aquella palabra, la palabra prometida: ramera. ¡Qué amigo tenía en el Señor! Declamó a gritos el pasaje al que había sido conducido:
—Por lo cual, oh ramera, escucha la palabra del Señor. Y dijo el Señor: Porque has derramado tu bajeza y has exhibido tu desnudez con las idolatrías perpetradas con tus amantes y con todos los ídolos de tus abominaciones, y mediante la sangre de tus hijos.
Hizo una pausa. Los rostros estaban vueltos hacia él, los ojos recuperaban la vida. Se sintió mucho mejor.
—¡Vaya testigo! —rugió. Su risa, irónica, enfadada, traspasó a la multitud silenciosa—. Esa misma ramera estuvo entre nosotros, fue testigo de las mentiras del doctor diabólico. —Señaló directamente hacia el pasillo vacío—. Y, lo que es peor, va a casa de la pagana para ayudarla a hacer más libros malignos para nuestros niños. Recordad bien lo que os digo, esa hermosa muchacha lleva en su blanca carne la señal del diablo. ¡Y os digo yo que ha venido aquí en calidad de agente de las Tinieblas, ha venido a sembrar la corrupción y la confusión entre los niños!
Entonces se produjo la reacción; un murmullo de asombro sacudió a los mayores. Los jóvenes se limitaron a mirar. A pesar de lo bien que le había sonado a él, estaba claro que aquello no había producido el efecto deseado. Aún le faltaba algo, el objetivo, el maldito objetivo.
—¿Acaso no es nuestro deber arrojar de nuestro lado la abominación, alejar la sombra del demonio que tanto nos inquieta, que aleja los corazones de nuestros niños del servicio al Señor? ¿Y quién contrata y asiste a la ramera? Esa mujer, sí, la pagana de las colinas, ¿quién iba a ser? Sí, ellos son los impíos, los ciudadanos surgidos de los abismos. ¡Son el ejército del Leviatán, sí!
Los rostros se endurecieron.
—¡Alabado sea el Señor! —gritaron algunos. Esto estaba mejor, un poco mejor.
—Os digo que el mal camina y habla en forma de mujer, sí, una mujer vestida con ropas de hombres, que llevaba tejanos y meneaba el trasero. «La mujer no ha de llevar aquello que pertenece al hombre, porque es una abominación para el Señor».
Ah. El nivel de interés había mejorado notablemente. Ya nadie se marchaba: la iglesia se vio invadida por una oleada de nueva energía.
¿Acaso estarían meramente asombrados de su furia o creían en las nuevas que predicaba acerca del mal que habitaba entre ellos? Bebió otro sorbo de agua y miró las caras una por una.
—¡Arrepiéntete! —le gritó a uno—. ¡Arrepiéntete! —le gritó u otra—. ¡Oh, Señor, danos la fuerza!
En lugar de encenderse de amor justo, aquellos a quienes miraba a los ojos apartaban la vista. A pesar de la mejoría, aún no lograba llegar a ellos.
Necesitaba una palabra sencilla e incendiaria que los aglutinara, una palabra fogosa que encerrara a los tres demonios en una red de veracidades.
Echó un vistazo al reloj y vio que eran casi las diez y media. Por la inquietud que embargaba a la gente, comprendió que el servicio se había prolongado demasiado. Las reglas de la psicología desaconsejaban que la gente sintiera alivio al acabar la ceremonia. Debían marcharse de allí con el ánimo elevado, ansiosos de volver. «Despídete de ellos cuando se sientan como niños que acaban de ser alabados por su anciano padre», le había aconsejado un mentor. Luchó, rogó con todo su corazón, pero las palabras no acudieron en su auxilio. Tendría que abandonar el tema, por el momento, y continuar con la última parte del servicio. Que el Señor encontrara la palabra justa.
—¡Arrepentíos ahora, mis amados hermanos, acercaos y mostrad vuestros pecados ante los hombres y ante Dios! Acercaos, no temáis el amor de Dios ni los oídos de vuestros hermanos en Cristo. Jesucristo quiere vuestros pecados. ¡Liberaos y traedlos a su Sagrado Altar!
Le hizo una seña a Winifred, que empezó a tocar el órgano. El coro tarareó, obediente, «Asombrosa Gracia». El hermano Pierce inclinó la cabeza.
Un hombre alto, que había permanecido arrodillado, se puso de pie. Llevaba un traje gris, a rayas, con chaleco. Tenía un aspecto mucho más próspero que el resto de la congregación. Al avanzar hacia el altar, el hermano Pierce recordó su nombre. Era Roland Howells, cajero jefe del Maywell State Bank & Trust. No le daba limosnas. Según Mazie Knowland, que trabajaba en el Departamento de Contribuciones de Hacienda, en 1981 Howells había declarado unos ingresos brutos de 28 000 dólares. Y su contribución de ese año había sido exactamente de 600 dólares.
¿De qué iba a arrepentirse aquel avaro?
Howells se acercó al lugar establecido para la confesión y se arrodilló delante de la congregación.
—Me llamo Roland Howells —dijo.
—¡Habla más alto! ¡Si no podemos oírte, tampoco te oirá el Señor!
—¡Soy Roland Howells! Confieso que he sido cruel con mi esposa, que le he gritado, que he pronunciado el nombre del Señor en vano, y ante Dios confieso que le he pegado.
—¡No tomarás el santo nombre de Dios en vano, hermano Roland!
—Alabado sea el Señor, hermanos míos, perdonadme y rezad por mí. Mi esposa se llevó a mi hijo y me abandonó porque soy un hombre duro y lleno de odio.
Mientras escuchaba los infortunios de aquel hombre, el hermano Pierce notó algo. En los últimos tiempos, los miembros de la congregación se habían acercado al altar para hablar sobre la ruptura de sus familias.
Ocurría a menudo. A veces eran tres o cuatro en un mismo servicio.
Maywell era un lugar tranquilo que contaba con apenas cinco mil habitantes. No era el tipo de ciudad que engendrara tendencias partidarias del divorcio. Perplejo, el hermano Pierce estrechó la mano del penitente.
—El Señor te los devolverá si rezas, hermano.
—Eso espero, hermano Pierce. Porque los echo mucho de menos. Están en la finca, lo sé porque me telefonearon.
Santo Dios. Aquellas palabras atrajeron a otra testigo, una mujer cincuentona, con los dedos manchados de nicotina, el rostro grasiento y pálido. Había un no sé qué de destrucción en aquel erial de piel oleosa y maloliente, plagada del tipo de imperfecciones que estropean un beso: lunares, verrugas y pelos pinchosos.
—Me llamo Margaret Lysander. Yo también he perdido a mi familia. Se han ido a la finca. Mi marido y mis hijos. No querían que viniese aquí y, cuando me salvé, ellos se marcharon con las brujas.
Otra más, pero ésta era de un oro más puro que el anterior. Las brujas arrancaban a maridos, mujeres y niños de los hogares de los cristianos temerosos de Dios. Era un hecho.
Se encontraba ante algo profundamente personal, se mirase como se mirase. Amenazar a la familia era como amenazar al alma misma.
Notaba que algo se perfilaba en su mente para volver a escapar, un pensamiento no capturado. Metió la mano en el bolsillo y enroscó los dedos alrededor del puño seco y huesudo que allí vivía.
—Fui una buena madre para mis hijos —prosiguió Maggie Lysander—. Los he tratado siempre como dice el Señor en su libro y como tú nos has enseñado, hermano Pierce.
—Amén, hermana.
—Pero era como si estuviesen embrujados.
El hermano Pierce se tambaleó. ¡Claro, pero si era obvio! Embrujados. ¡Bruja! ¡Bruja! En sus seguidores no había nada malo que provocara la partida de sus familiares, ¡aquello era cosa de brujas! ¿Y quién era la conocida pagana que se negaba a ofrecer su trabajo a Jesucristo? ¡La misma que contrataba a la ramera y respaldaba al maligno doctor!
El hermano Pierce agitó los brazos lleno de entusiasmo. El buen Señor estaba en él, en lo más profundo de su ser y con todas sus fuerzas.
—¡Oh, siento fluir en mis venas la sangre del Cordero, ooh, siento al Señor moverse en mi interior! —Había recuperado la palabra. Maggie Lysander se retiró, la congregación suspiró con contenido entusiasmo. Por eso venían, eso era lo que convertía al hermano Pierce en un ser especial. Pues bien, ahora conseguían lo que habían ido a buscar.
Extendió las manos ante sí, sacudiéndolas y haciéndolas temblar como si hubiesen dejado de pertenecerle. Las movía la fuerza del Señor. Y así fue sacudiendo los brazos, las piernas, todo el cuerpo. Sintió que empezaba a dar vueltas, vio las caras girar a su alrededor, las caras, los parejuelos del techo, el suelo de linóleo. Se aferró al púlpito.
Su mente se vació para dejar espacio a la Palabra del Señor.
—¡Ooh, Señor!
—¡Alabado sea su nombre!
—¡Alabado sea Dios!
—¡Ooh, la mano de la bruja cayó sobre vosotros! ¡Los siervos de Dios están en la palma de la bruja! La bruja se ha mezclado entre vosotros, rogad a Dios, la sucia hechicera, con sus encantos y sus indeseables chacharas, envenena las vidas de vuestros hijos y destroza vuestros hogares. ¡Ooh, Señor! ¡Y no podemos levantar un solo dedo en su contra! ¡Oh, Dios! ¡No podemos hacer nada! ¡Hemos de abandonar nuestros métodos humanos y dejar que Dios lo haga a su manera! ¡Aah, tenemos una bruja que se acerca en la oscuridad de la noche para envenenar a nuestros elegidos! —Fue como si en el fondo de su alma hubieran estado atizando un fuego, el fuego blanco del hálito del Cordero, el fuego rojo de su sangre. El hermano Pierce recorrió el pasillo a grandes zancadas—. Tú, tú, tú y tú, todos vosotros lleváis el hechizo de la bruja en vuestra frente. ¡Ooh, Señor, la bruja destruye nuestras familias y nos trae la muerte, Señor, no podemos liberarnos, ven a nuestros corazones, oh, Señor, ven ahora mismo!
Maggie Lysander fue la primera de la congregación que reaccionó. Bien hecho, muchacha. Encorvó la espalda y con las manos se golpeó la cara, al tiempo que lanzaba un grito salvaje.
—¡Señor! ¡Señor! ¡Estás dentro de mí! —empezó a gritar.
Winifred comenzó a tocar al órgano «El Peñón de los Siglos» en ritmo sincopado, para animar un poco las cosas. El hermano Pierce aferró a un hombre y lo besó en la boca diciéndole:
—¡El Señor está en ti! —El hombre se agitó, se tambaleó y no tardó en quedar rodeado por una decena de personas primero y, después, por muchas más.
—¡El Señor está en nosotros! ¡Oooh!
Poco a poco, todos empezaron a gritar y a llorar, algunos batían palmas, o marcaban el ritmo con los pies. El hermano Pierce experimentó en su alma el clímax de la situación: su falsa vanidad se desvaneció ante la ardiente llegada del Cordero. Y le fue dada la Palabra.
—¡Oh, lammaadossachristi! ¡Oh, rostoleuroxisatime! ¡Lesto-christomentisator!
—¡Mathama! ¡Lopadoa destona deutcheber! —aulló Maggie Lysander.
—¡Ooh, Laaaededmedema! ¡Memkakopolesto, aaaaggh! —¡Ésa sí que era buena! Cerró los ojos, se balanceó y batió palmas—. ¡Alabado sea Diooos! ¡Alabaado seas Señor Todopoderoso, aunque ellos caminen por el valle! ¡Ooh Rey Supremo! ¡No permitirás, no permitiraaaás, no permitiraaaás… no permitirás que la bruja viva! —¡Ya estaba, lo había dicho divinamente! ¡La maldita ricachona, la bruja, la zorra de la señora Constance y su bonita muchacha, aquella maldita y asquerosa ramera!
¡No permitirás que la bruja viva! ¡Señor! ¡El Señor está en mí! ¡Escuchad su palabra Palabra! ¡Hermanos! ¡Oohaletitmeanta!
El hermano Pierce no paraba de saltar y sus feligreses lo imitaban batiendo palmas a un ritmo impetuoso mientras él los besaba a todos, una cara regordeta, una frente sudorosa, hermosos labios, carne de la carne, sus feligreses, sus queridos seguidores, los seguidores que Dios le había dado para que les predicase su Palabra.
—¡Cordero de Dios!
Cayó entre la multitud y todos lo tocaron, le arrancaron la ropa, posaron sus manos sobre su carne desnuda y, de pronto, se vio levantado en volandas por un mar de manos.
—¡Alabado sea Dios! ¡Dios, Dios! —No fueron con miramientos, le hicieron daño, le tiraron de los cabellos, le arañaron la piel, lo aferraban de tal manera que le hacían daño pero, al mismo tiempo, aquello era agradable y gritaban y lo abrazaban, hombres, mujeres y niños posaron en él sus manos, alabando al Señor y tocándolo.
Lo condujeron al exterior, al frío de la noche, debajo del enorme cartel zumbante donde revoloteaban las últimas mariposas nocturnas de la temporada, y allí los cobijó el cielo oscuro. ¡Ooh Señor! Lo amaban, lo amaban, el Señor hacía que lo amasen y se echó a llorar, y todos le imitaron al tiempo que alababan al Señor en medio del aparcamiento, mientras se abrazaban. ¡Alabado seas, Señor, te doy gracias, me has devuelto a mi gente!
Todos se cogieron del brazo. De forma espontánea, sin ningún tipo de manipulación, comenzaron a cantar «La Vieja y Dura Cruz», aquella antigua canción del pasado, de su niñez plagada de dolores y penas, de los dolores y penas de sus hermanos, los dulces hijos, los honestos hijos de Dios, nuestro Señor, que ahora se encontraban oprobiosamente embrujados.
Y cantaron una canción tras otra. Poco después de medianoche comenzó a caer una fina niebla. Entonces se dirigieron a sus coches y, sin seguir un plan predeterminado, recorrieron la noche en procesión, con los faros encendidos y tocando las bocinas, pasaron por la calle Bridge y atrás dejaron los altos muros de ladrillo de la finca de los Collier hasta que la lluvia se convirtió en aguanieve y el aguanieve en nieve y, entre bocinazos, gestos varios y alabanzas a voz en cuello, regresaron a sus casas.
Una hora después, el hermano Pierce yacía sudoroso en la cama de su remolque, que se encontraba aparcado detrás del tabernáculo, escuchando buena música country, transmitida por la WSB, de Nashville, a un millón de kilómetros de allí, mientras se bebía una botella de Black Label y el éxito le llenaba la cabeza con su clamor. Su congregación se había apiñado tras él, una vez más. Todos unidos contra la bruja.
Si continuaba de aquel modo, posiblemente lograría obtener una limosna incluso de personas como el avaro Howells. Eso sí que era auténtica inspiración.
Hacia el amanecer supo que no lograría conciliar el sueño. Debía poner de relieve la seriedad de su nueva empresa. Debía transmitir un mensaje que concerniera a su gente, que le provocase odio, que les hiciera seguir al bueno del hermano Pierce hasta el final.
Dos horas antes del alba, metió en su coche una lata de gasolina que sacó del cobertizo de las herramientas y se marchó.
No tardó en llegar al camino solitario que había cerca del muro de los Collier. Un enorme gato arqueó el lomo ante las luces de sus faros para desaparecer después por el costado del camino. El hermano Pierce detuvo el coche. Se apeó. En la mano izquierda llevaba una botella de whisky llena de gasolina. Prendió fuego al trapo que taponaba el cuello de la botella y la lanzó contra el muro.
Al estallar la botella, el fuego se propagó furiosamente hacia los árboles. No era lo suficientemente fuerte como para provocar daños; no eran ésas las intenciones del hermano Pierce. Lo que él quería era que todos viesen la negra cicatriz que aquello iba a dejar en el muro.
Entre las llamas revoloteaban copos de nieve.
El fuego se extinguió en menos de cinco minutos dejando atrás una enorme y preciosa marca.
La gente la vería y les haría reflexionar. No permitirás que la bruja viva.
Era sólo una sugerencia.