8

Mandy advirtió que, durante su ausencia, Maywell había sufrido una seria infección, a pesar de la gracia de sus casas antiguas, de sus enormes árboles, de la elegancia de sus calles de ladrillo. No resultaba fácil explicar qué la había hecho enfermar. La infección estaba oculta; al anochecer, merodeaba tras las ventanas iluminadas, volaba como el humo en la carcajada tierna de la noche. Cinco años atrás, todo el mundo toleraba a Constance Collier. Y ahora, a raíz de la llegada de un solo hombre, les estaban enseñando a odiarla.

Mandy no podía regresar a casa de George y, ahora, contaba con otras razones, además de las personales. La idea de toparse con la gente del hermano Pierce merodeando en la noche la hizo estremecer. Ese factor y lo que ocultaba la habitación del sótano le impedirían sentirse en paz en su antiguo hogar.

Después de dejar a George en el laboratorio, Mandy dio un paseo en coche e intentó calmarse. En otra época, la belleza de la ciudad era lo más auténtico que en ella había, pero sus rincones más desolados, las casas empobrecidas de la calle Bartlett, el desvencijado aparcamiento para caravanas junto al tabernáculo del hermano Pierce parecían constituir ahora su realidad más palpable. Si el proyecto de los cuentos de Grimm no hubiese significado tanto para su carrera, se habría marchado de inmediato para no regresar jamás. Pero, al pasar ante Church Row, en la talle Main, con los terrenos comunales a un lado y las tres iglesias, al otro: la blanca de la confesión episcopal, con su elegante capitel, la presbiteriana neogótica y el antiguo Hogar de Reunión de los Hermanos que databa de antes de la Revolución, casi tuvo la impresión de que Maywell seguía gozando de buena salud y que, al otro lado de la arboleda, no brillaba el enorme cartel luminoso y zumbón del hermano Pierce.

Un camión negro le hizo señas con las luces. Mandy viró de repente y pisó el freno.

—Maldita sea. —¿Qué le estaba ocurriendo? Se consideraba una persona equilibrada y reflexiva y ahí estaba, saliéndose de su carril.

Pero había un motivo, porque en aquel momento la embargaba una vivida visión. Llegó como el viento blanco que solía invadir sus sueños, con tanta fuerza que apenas tuvo tiempo de detener el coche antes de perder contacto con Maywell.

El camino que tenía ante sí desapareció, los árboles alineados al costado se convirtieron en una alta empalizada, el aire se tornó denso con olor de carne rustida y pelo quemado.

Los gritos de agonía se entremezclaban con manifestaciones de júbilo. Ya no estaba sentada en un coche, sino reclinada en el rústico poste de una hoguera. En la piel sintió el roce de una tela más basta y sus manos notaron el peso de un cirio chisporroteante y enorme. Las cadenas anclaban su cuerpo al poste. Oyó el crujido de una gran hoguera y vio un brillo rojo entre las gavillas que tenía apiladas a los pies, que la cubrían casi hasta la cintura.

Recordaba unas palabras de consuelo que le había dicho alguien hacía mucho tiempo: «Si has de ser conducida a la pira, no temas. ¡Te llegarán algunas pócimas y no sentirás nada!».

¿Cuándo había sido aquello? No en esta vida.

Indefensa, miró fijamente a la multitud espectral que se le acercaba; hombres, mujeres y niños sucios y harapientos, que portaban antorchas encendidas y haces de ramitas secas y las iban arrojando a sus pies.

Una larga lengua de fuego le lamió las piernas; era tan caliente que por un instante sintió frío. Después, fue como si alguien la estuviera azotando con furia, como si le estuvieran frotando el cuerpo con una lima al rojo vivo para despellejarla hasta morir. La cabellera se le encendió con un siseo. Sintió que el rostro se le disolvía como una capa de nata.

Oh, me han arruinado, han destruido mi belleza. Y yo era la cosa más hermosa que tenían.

Era su bruja.

Abruptamente, como si se hubiera apagado un proyector, Maywell volvió a aparecer ante ella: la calle de ladrillos iluminada por las farolas, las sombras danzantes de los árboles. Permaneció sentada durante un momento, demasiado aturdida por la alucinación para hacer movimiento alguno. Se derrumbó sobre el volante.

La multitud que había ajusticiado a la bruja era real.

Recordó que los antropólogos modernos consideraban que la

brujería era una religión antigua, precristiana, nada más. El cristianismo les había tachado de malignos y convertido a su Dios Enastado en Diablo, porque le hacían la competencia. Demasiado reverenciada para ser considerada un demonio, la Diosa Madre se había convertido en la Santa Virgen.

Al menos eso decían los antropólogos.

Sin embargo, había un misterio más profundo. En su imaginación, Mandy vio cómo el amable rostro del hermano Pierce se llenaba de odio… oyó graznar a los cuervos de Constance, recordó a Robin, el joven lascivo y extraño; su cuerpo desnudo brillando bajo el sol de la mañana.

¿Qué era lo que se movía entre los árboles? Una silueta enorme, de anchos hombros, que se acercaba veloz y suavemente.

Con manos temblorosas volvió a poner en marcha el coche. La Mandy que ella conocía y en la que confiaba tenía que hacerse cargo de la situación. Se tenía por una mujer fuerte y eficiente. Poseía una excelente imaginación, pero no solía alucinar de aquel modo, y menos en plena calle.

Nadie iba a quemar a nadie. Por más neurótica que se hubiera vuelto aquella pequeña ciudad, seguía todavía perteneciendo al siglo XX. Maywell no era una aldea aislada de la Edad Media; era una ciudad moderna, conectada al resto del mundo de mil modos diferentes.

Recordaba más el tono de la voz del hermano Pierce que sus palabras; aquel tono, y el resentimiento y el odio de aquellos ojos. Eran los ojos más tristes que había visto en su vida.

En un rincón de su mente, la alucinación seguía su curso, imponiendo su presencia en la frontera misma de la conciencia. Como suele ocurrir con los sueños, éste había retornado al punto de partida. Todavía no había muerto quemada en la hoguera. Se encontraba de pie, ante un obispo tembloroso y exaltado que se disponía a comunicarle la sentencia.

Le colocó el cirio rojo entre las blancas manitas. ¡Cállate! No debía permitir que en momentos así surgiera aquella parte de sí misma, la alocada forjadora de imágenes. ¿Dónde diablos estaba su autodisciplina?

¡Amanda del corazón, te ordeno que te calles!

Listo. Con un esfuerzo consciente de la voluntad, se olvidó de la doncella en llamas que llevaba dentro y se concentró en la bonita heladería ante la que estaba pasando. Era el local de Bixter, y jamás había visto un lugar que le resultase tan familiar o que fuese más seguro. En el local de Bixter había pasado momentos estupendos. Allí fuera, en el patio donde aparcaba el camión de repartos, había fumado su primer y último cigarrillo, un Parliament que le había dado Joanie Waldron, la cual se había casado con el chico de los Kominski al final de la adolescencia.

Tras la ventana que daba a la calle vio la hermosa fuente de soda en mármol, con sus brillantes canillas de bronce y cromo. Las sillas de hierro forjado y las encantadoras mesitas seguían allí, junto con la multitud de estudiantes de la universidad. Ella y sus amigas habían disfrutado muchísimo cuando los forasteros las tomaban por universitarias. Cómo se habían estremecido cuando los universitarios se sintieron atraídos por ellas; el frío y distante Bradley Hughes y hombres como Gerald Coyne y Martín Hiscott.

Mandy no podía enfrentarse al local de Bixter, al menos no al Bixter de aquella Maywell tan cambiada. Su casa tal vez hubiera sido un infierno, pero el local de Bixter era el sitio en el que un niño podía estar tranquilo.

Regresó al Morris Stage Road y enfiló hacia la Ruta 80.

No le sería muy difícil volver a Nueva York. La esperaba su buhardilla. La esperaban sus amigos.

O bien podía girar en la calle Albarts y dirigirse hacia la finca de los Collier. Si se atrevía.

Claro que se atrevía. ¡Iba a ilustrar el nuevo libro Collier de los Grimm! Ella en persona, Amanda Walker. Potencialmente, era un libro tan grande como País de las Hadas, de Hobbes.

Recordó un poema. «Has pasado demasiado tiempo recogiendo flores y reclinada sobre la caña de bambú». Nan Parton le había enviado el poema y aquellos versos eran perfectamente aplicables en aquel preciso instante, en la disyuntiva entre Nueva York y la finca de los Collier. Un poema de Wu Tsao. «Una sonrisa tuya cuando nos vemos, me deja sin palabras y me olvido de todo». La romántica y fogosa Nan, con tanta rabia interior que sus telas parecían haber sufrido torturas.

Le parecía estar escuchándola: «Vete a la finca de los Collier, es más importante de lo que parece. No te retires ahora. Si lo haces, quizá no se te vuelva a presentar una oportunidad así».

«Te has pasado demasiado tiempo recogiendo flores…».

Valiente Nan, tú habrías ido.

Por la izquierda apareció la calle Albarts, indicada con una chillona luz amarilla que atravesaba el Morris Stage Road.

Dios mío, Nan, ojalá estuvieras aquí para ayudarme. Los iconos de East Village: Robert cuando estoy sola, Nan cuando necesito valor. La quería. «Mi querida», continuaba el poema de Nan, «deja que te compre una barca pintada de rojo para llevarte lejos de aquí». Una noche, al regresar a la pesada oscuridad de su buhardilla del Bowery, había encontrado a Nan, su valiente Nan, sollozando. Estaba encogida y desnuda sobre el futon que Mandy usaba como cama, besando las sábanas y cubriéndose la cara con ellas. Mandy se había marchado sin hacer ruido, asombrada e incómoda. Al regresar, Nan ya se había ido.

Aterrada, condujo el Volkswagen entre las augustas casas, bajo el ordenado arco que formaban las ramas de los árboles, rumbo a la finca de los Collier.

La idea de ir andando de noche por el bosque para llegar hasta la casa, la hizo vacilar. Todavía le quedaba la opción de dar la vuelta, pero no podía hacer algo así.

Lo cierto era que los coches llegaban a la finca, de modo que en Maywell tenía que haber otra entrada a la finca, apta para coches. Recordó vagamente que había una detrás del viejo cementerio. No lo habría sabido si algunos niños no hubiesen entrado por allí la víspera de Todos los Santos… para acabar participando en una magnífica celebración en la que les habían convidado, entre otras cosas, con sidra fermentada.

Giró por la calle Bridge y condujo a lo largo del muro, cruzó el alto portal con su lema, dejó atrás la arboleda, tan enorme y tan pacífica que los árboles no parecían plantas sino el cuerpo de los dioses.

En la esquina de Bartlett se detuvo bajo la farola y rebuscó en la guantera el mapa de Maywell que había comprado en la estación de servicio de la Exxon, de camino a la ciudad.

Sí, el camino existía. Más allá del cementerio, aparecía indicado con una línea de puntos, al adentrarse en propiedad privada. Regresó al final de la calle Bridge y giró por Mound Road. No tardó en atravesar el cementerio público. El montículo indio que daba nombre al camino se elevaba abruptamente un poco más allá del límite del cementerio. Durante más de tres siglos, Maywell había enterrado allí a sus muertos, descendientes de europeos. Los iroqueses solían exponer a los suyos en la cima del montículo funerario. Antes que ellos, los Mound Builders habían enterrado a sus muertos dentro del cementerio.

¿Durante cuánto tiempo habían usado aquel camposanto? Tal vez miles de años.

Desde la perspectiva de los Estados Unidos, aquel sitio era antiquísimo. Cuando el camino abandonaba el cementerio, giraba abruptamente hacia el oeste, rumbo a la pesada silueta del monte Stone; allí se llenaba de hojas y se estrechaba hasta formar una tira de asfalto en la que apenas cabía un coche.

Atrás dejó un cartel de «Prohibido el paso» que colgaba de un árbol. En cuanto lo hizo, el camino empeoró; el asfalto desapareció y aquello se convirtió en una senda de tierra cubierta aquí y allá por tablas de madera podrida.

Aquél era un lugar desolado, un sitio en el que podía toparse con… no sabía a ciencia cierta quién, a menos que fuese el hermano Pierce con sus terribles ojos y su rabia vociferante.

Aquél hombre le resultaba tan familiar… como si en algún círculo entre ambos mundos, ella y él hubiesen sido siempre enemigos.

Los encendidos gritos de Mandy sacudieron la noche.

La imagen de un búho posándose en lo alto del poste chamuscado, aquel suave y peligroso emisario de la oscuridad…

Regresó violentamente a la realidad cuando se dio un golpe en la cabeza contra el techo del coche.

Estúpida soñadora, ¿dónde diablos has estado? El camino se había terminado. Atravesaba un terreno baldío. El Volkswagen se debatía por avanzar en el lodazal.

El coche empezó a patinar. Mandy redujo a segunda y después a primera. Las ruedas se agarraron al suelo, el coche avanzó dando un bandazo para volver a atascarse.

Se apeó y se dirigió a la parte posterior del vehículo. Las ruedas habían aplastado la delgada capa de césped y se apoyaban en la tierra. Por lo que a ella respectaba, podía muy bien haber retrocedido con su Volkswagen a la Edad Media. Tal vez el hermano Pierce, vestido de obispo, se estaba dirigiendo hacia allí, tembloroso y agitado por el deseo de quemarla en la hoguera.

Mandy recogió pasto seco, lo colocó debajo de las ruedas e intentó salir del barro.

El coche se sacudió, las ruedas rechinaron y el vehículo avanzó entre los rugidos del motor, para volver a quedar atascado.

Apagó el motor. Fuera estaba muy oscuro y se encontraba, por lo menos, a tres kilómetros de Maywell y a uno y medio de la casa de Constance Collier, eso si lograba encontrarla. Con las manos aporreó el volante. Toma a una persona de ciudad, rodéala de árboles y métela en un camino sin asfaltar. Verás tú qué divertido. ¿Por qué se había metido en semejante lío?

No le quedaba otro remedio que caminar. No le hacía mucha gracia pasar la noche en el coche. Un Volkswagen Escarabajo no es buen lugar para dormir si se mide más de noventa centímetros. Y para Mandy, con su metro setenta, los pomos, rincones y recovecos serían una tortura.

Tanteó en la guantera en busca de la linterna, la encendió y se alegró infinitamente de ver un haz luminoso.

—Algo que funciona… —El haz se debilitó hasta desaparecer por completo. Más me valdrá apuntar pilas en la lista de la compra, pensó con amargura. Bajó el capó de golpe y empezó a andar en la misma dirección que llevaba.

Si lograba mantenerse en línea recta, no tardaría en aparecer la casa a su derecha. Con el monte Stone a la izquierda, no le sería difícil. Apenas había avanzado unos metros cuando el terreno se tornó blando.

Podría caminar en dirección al monte Stone siempre y cuando el terreno se elevara en esa dirección. Dio un paso más y a punto estuvo de trastabillar. El principio de esa zona era una gruesa capa de barro, después del cual empezaba el agua. Sin duda, se trataba de una laguna. Quizá la dirección contraria fuese más productiva. De hecho, a lo lejos, logró divisar el bosque que abrazaba la tierra como una nube negra.

Tenía que ser el bosque del duende guardián, la pequeña estatuilla de piedra que había visto durante su primera visita. Al diablo con todo, el bosque era mucho más seguro que aquel pantano. Debería haber dejado el coche en la calle Albarts para seguir desde allí a pie, tal como hiciera en la primera ocasión.

Mandy avanzaba con dificultad; sus pies se pegaban al suelo y sus ojos apenas lograban distinguir el camino. Esperaba que la masa negra que se distinguía a lo lejos fuese de veras el bosque. Si lo era, no tardaría en ver las luces de la casa Collier a su derecha.

Sin embargo, cuando las vio, no se encontraban exactamente a la derecha. Su brillo era muy radiante, pero tan tenue que bien podían no haber estado allí. Se detuvo y las contempló.

Muy, pero muy suave, le llegó el sonido rítmico de una pandereta. El aire olía a humo de madera. Aquélla sería la aldea en la que vivían los seguidores de Constance. Si era así, se había internado en la finca mucho más que cuando era pequeña. La aldea de las brujas era un lugar que gozaba de mala reputación, si había que hacer caso de la leyenda que circulaba por la ciudad.

Logró ver la borrosa silueta de unas paredes de ramas y unas techumbres de paja. Tras los cristales guarnecidos de plomo vio titilar una que otra vela. Mandy se internó entre dos cabañas y entró en el sendero embarrado que separaba aquella fila de la opuesta.

Ante las puertas colgaban unos faroles con velas. En el sendero que había entre las dos filas de cabañas sobresalían unas piedras redondas para caminar sobre ellas. Era una escena de la Edad Media pero la paz que allí se respiraba era mucho más profunda que la tranquilidad que pudiera gozarse en aquella época atormentada. Mandy saltó de piedra en piedra. Y cuando estaba casi convencida de que la aldea estaba desierta, volvió a oír la pandereta y, esta vez, notó que la acompañaban unos cánticos velados.

Supo entonces que aquélla era la aldea de las brujas. Había logrado llegar al lugar legendario de su infancia.

En el extremo opuesto del sendero había una construcción redonda, de paja, muy distinta del resto de las cabañas. Mandy se dirigió a ella y se detuvo ante la puerta cerrada. Logró oír claramente el sonido de la pandereta, al igual que la voz de la mujer que cantaba. Mandy no logró entender lo que cantaba, pero el tono era puro, firme y lleno de amor.

Entonces se oyó un grito.

El sonido de la voz y el de la pandereta cesaron.

En el sendero, tras ella, Mandy oyó una respiración entrecortada. Hacía mucho ruido y parecía encontrarse muy próxima; cuando se dio la vuelta, el sonido se tornó más profundo, como un gruñido. Y comenzó a avanzar hacia ella. Tuvo la sensación de verse amenazada por un enorme perro, por lo que retrocedió y se ocultó detrás de la construcción. Aquél era uno de los motivos por los que los habitantes de Maywell no se acercaban a la finca.

Notó un rápido movimiento y sintió el calor de aquella presencia en el lugar donde acababa de estar. Entonces, bajo la trémula luz de una vela, vio una larga cola con el extremo enroscado.

—¡Eres tú, Tom!

El gato volvió a gruñir; aquél era un sonido que no parecía felino.

—¿Tom?

Cuando Mandy intentó acercarse otra vez a la construcción el gato le lanzó un bufido.

—Dios mío.

Al parecer el animal montaba guardia. Era evidente que quería que se alejase de la construcción redonda. ¿Cómo podía un gato tan bonito actuar de ese modo?

A menos que, en la oscuridad, hubiese cometido un error y aquél no fuese Tom.

Tal vez fuese otro animal.

Cuando volvió a gruñir, Mandy apuró el paso y luego echó a correr hasta alcanzar el terreno baldío que había detrás de la construcción redonda.

Se puso a escuchar atentamente mientras avanzaba. No cabía duda, era el gato. Los gatos son muy lunáticos. Si le tendía la mano, seguramente se frotaría contra ella.

A pesar de todo, no se detuvo. Tenía que subir una pronunciada cuesta. Debía de ser uno de los montecillos que había visto desde la casa. Al llegar a la cima se vio obligada a detenerse para tomar aire. Permaneció allí, de pie, respirando entrecortadamente, rodeada por la noche cerrada, esperando encontrar un diminuto haz de luz salvadora, escuchando atentamente todos los sonidos, por si oía al gato avanzar en la maleza. Cuando fuese de día se encargaría ella del gato.

Trató de orientarse. Por un lado, la aldea limitaba con el pantano y, por el otro, con aquellos montecillos. Seguramente no sería visible desde ningún punto, salvo desde el monte Stone.

Más adelante, Mandy se sintió aliviada al ver las luces de la mansión Collier. Eran suaves pero había tantas, que sólo podían pertenecer a la gran casa. Renovada su confianza, empezó a bajar las colinas; al llegar a los valles perdía de vista la casa y volvía a verla al alcanzar las cimas. Las nubes ya no cubrían la delgada loncha de luna, por lo que había un poco de luz. Se permitió el lujo de no tropezar con las piedras que iba encontrando en su camino.

De repente, se encontró al borde de los jardines. El olor de la tierra cambió, se hizo de pronto más complejo. Entonces se dio cuenta de lo que estaba pisando: caminaba por un amplio huerto de hierbas aromáticas. Era una pena que no tuviera la visión suficiente para encontrar un sendero. Odiaba pisar las plantas. A la mañana siguiente, Constance la reprendería endurecida por el daño provocado.

No tardó en encontrarse en medio de altos pastizales. En lo alto de una pronunciada cuesta, encontró la piscina; la luna se reflejaba en aquel espejo de agua. En las ventanas brillaba la luz más hermosa que Mandy hubiera visto jamás. Subió los escalones del porche. Toda la casa estaba iluminada por velas, colocadas en palmatorias, en candelabros, en receptáculos cavados en la pared.

De la biblioteca le llegó la voz de Constance Collier; hablaba con una gentileza y un humor que Mandy desconocía.

—¿Señorita Collier?

La voz continuó hablando. Mandy entró en el vestíbulo de la cocina y luego atravesó la cocina propiamente dicha. Allí no había velas encendidas y tuvo que andar con cuidado para no chocar contra la enorme mesa.

Cuando llegó a la biblioteca, se detuvo en la puerta. La habitación estaba atestada; al parecer, Constance Collier daba una especie de charla.

¡Cuánta gentileza había en aquella voz! ¿Dónde había quedado la vieja regañona de la que Will T. Turner le había hablado? Mandy se acercó a la puerta, envalentonada por la dulzura de la voz; sintió crecer en ella una confianza que jamás había experimentado.

—¿Señora Collier?

—¡Sí!

—Yo…

—Bienvenida, Amanda. Pasa. Siéntate y escucha, si te apetece. —En la biblioteca había una sola vela e iluminaba el anciano rostro de Constance Collier de un modo que parecía fluctuar en sus sombras la joven adorable que había sido en otra época, dispuesta a surgir en cualquier momento. Tan sorprendente como Constance era su audiencia.

Se componía de niños, serían fácilmente unos veinticuatro, distribuidos a los pies de Constance, tan embelesados que ni siquiera reaccionaron al producirse la interrupción. Sus edades oscilaban entre los cuatro y los trece o catorce años. Vestían ropas sencillas, de color gris, hechas con telas caseras. Constance llevaba un vestido blanco, de lino, con el corpiño bordado de vides verdes y capullos rosados. Un bonito efecto tan sencillo, que resultaba elegante. De haberlo lucido una mujer joven, el vestido habría resultado impactante.

Mandy vio a Robin repantigado en un rincón. Ivy, su hermana, estaba sentada junto a él, en una silla. También llevaban túnicas grises, hechas con tela casera. Cuando los ojos de Mandy se encontraron con los de él, el muchacho le lanzó una sonrisa muy audaz. La escandalizaba, y le molestaba que el escándalo le resultase delicioso.

—Escuchadme todos —dijo Constance—. Os contaré la historia del Padrino Muerte.

»Hay una cosa que tenéis que comprender, se trata de una historia muy antigua. Más antigua que los cuentos de hadas, y eso que los cuentos de hadas son antiquísimos. Es una historia que nos ha llegado a través de los humanos y no a través de la nación de las hadas. Supongo que los seres humanos la hemos contado desde que nos fue concedido el derecho a hablar. Y antes de eso… bueno… estaba en nuestros corazones.

»Hace mucho, mucho tiempo, cuando este mundo era aún joven y nosotros éramos más jóvenes todavía, vivió una mujer cuyos campos no eran lo bastante grandes para mantener a su creciente familia. Había recibido la bendición de muchas hijas y todas ellas habían encontrado marido y habían formado sus propias familias, pero ni siquiera la mejor de las cosechas de aquella mujer bastaba para alimentar a todos.

»Fue así como una noche de Lammas se le presentó su hija mayor con otro niño. La mujer tomó en brazos a la criatura y felicito a su hija pero, cuando ésta se hubo marchado, se echó a llorar porque no le quedaba más remedio que abandonar a la criatura. Con el corazón apesarado, sin ser vista, la madre salió al frío de la noche para ofrecer aquel niño al cielo.

»Cuando iba caminando se encontró con un hombre alto, que tenía unos enormes cuernos en la cabeza y unos ojos fieros como los del lobo. Aquel hombre no era un esclavo, sino algún gran cazador que había ido allí a pasar el Sabbat. La madre le enseñó el niño y le dijo: “Por favor, forastero, llévate a este niño como si fuera tuyo, y sé su padrino”.

»El forastero cogió al niño y, a cambio, le entregó a la mujer una varita de serbal diciéndole: “Esta varita es milagrosa; con ella podrás curar a los enfermos. Pero ten cuidado, porque si ves a la Muerte en la cabecera del lecho del enfermo, entonces tendrás que tocar al paciente con el serbal y se recuperará. Pero si la fuerte se encuentra a los pies de la cama, habrás de advertirle que morirá”.

»Así fue como la mujer se convirtió en una gran doctora. Se hizo rica y toda su familia prosperó. Un día, la Reina la llamó junto al lecho de su propio hijo, un cazador muy grande y poderoso que había sido cogido por un ciervo. La Muerte se encontraba en la cabecera de la cama, por lo que el muchacho vivió. En otra ocasión, el muchacho fue herido por un tigre de largos colmillos. Y esa vez la Muerte también estaba en la cabecera del lecho, por lo que el muchacho se curó. Pero la tercera vez, cuando el muchacho enfermó de amor, la Muerte se encontraba a los pies de la cama y el joven tenía que morir.

»Entonces, la mujer fue a ver al padrino, para referirle lo ocurrido. Pero al entrar en la casa, notó que todo era de lo más extraño. En el primer piso, un enorme gato negro peleaba con un perro Y había un gran jaleo. “¿Dónde vive el padrino?”, preguntó la mujer. De inmediato, el gato se convirtió en el hijo muerto de la Reina y cantó:

Serbal, serbal,

varita plateada de la vida,

mi súplica escucha,

proyecta mi sombra,

en la sangre de la lucha.

»La mujer se internó más en la casa. En las paredes se veían las sombras de los muchos animales que el padrino había matado: osos, venados, bisontes. También se veían sombras de hombres. Por el suelo había muchos niños muertos, los hijos que habían sido ofrecidos al cielo. “¿Dónde vive el padrino?”, inquirió la madre a esos niños.

»Los niños se levantaron y cantaron:

Serbal, serbal,

varita plateada de la vida,

mi súplica escucha,

proyecta mi sombra,

en la sangre de la lucha.

»Y así, la madre se fue internando más y más en la casa, porque allá, en el fondo, lograba ver un cuarto lleno de cráneos. Al tocarlos con la varita de serbal, los cráneos revivieron y le dijeron:

Serbal, serbal,

no me lances tu maldición,

porque el padrino

ha condenado mi carne

a la pudrición.

»Y, al internarse más en la casa, la madre sintió un olor apestoso. Llegó entonces a un bosque que se estaba pudriendo: todos los árboles estaban ennegrecidos por la muerte; los animales, caídos en el suelo, y la hierba se marchitaba y se encogía como los dedos de un niño muerto. El único que continuaba intacto era el arbusto del serbal; brillaba, pletórico de vida; sus capullos florecían ante los ojos de la madre.

»Entonces, la mujer supo dónde encontrar al padrino. Se ocultaba en el arbusto del serbal. Cuando lo vio, le preguntó: “Padrino, ¿qué son esas extrañas apariciones que se ven en tu casa? En la entrada, vi a tus animales convertirse en niños”.

»“Y yo vi cómo tu cabello se tornaba gris, vieja madre”.

»“Después encontré un cuarto lleno de cráneos”.

»“Hallaste a tu propia gente”.

»“Y después un bosque putrefacto”.

»“El mundo futuro”.

»“Y después, el arbusto del serbal”.

»En ese momento, el padrino saltó e intentó cogerla, pero aquella vieja era rápida y logró huir de él. Al volver la vista atrás, vio sus cuernos y sus ojos rojos. Entonces se dio cuenta de quién era y echó a correr con todas sus fuerzas.

»Fue tan deprisa que regresó a su propia tierra y, cuando los suyos la vieron, se regocijaron, porque su vieja madre se había convertido en una joven doncella.

Constance Collier se detuvo y sonrió a los niños.

—Esta historia me la contó mi abuela, que a su vez la oyó de la suya. La he referido infinidad de veces a personas cultas y suponen que es un recuerdo de los tiempos en que vivíamos en cuevas. Eso es la casa del padrino, una cueva pintada como las de Lascaux, hace miles de años. De modo que ésta debe de ser la historia de dichas pinturas y de las vidas de quienes las pintaban.

Mandy estaba extasiada. Aquella historia podía muy bien ser tan antigua como decía Constance. Y guardaba una estrecha relación con «El Padrino Muerte», de Grimm. Pero esta versión era feminista y daba la impresión de pertenecer a la época en que las mujeres acababan de convertirse en agriculturas y los hombres seguían dedicados a la caza.

Miró a su alrededor, a aquellos niños vestidos espartanamente, al hermoso muchacho que estaba en un rincón, a Constance, vestida como una princesa, y se sintió maravillada y llena de entusiasmo. Allí tenía lugar algo extraordinario, algo que la atraía enormemente. Entre aquella gente había tanto amor que incluso cuando callaban se podía palpar la alegría.

—Llevaos el fuego y marchaos —ordenó Constance a los niños. Unos cuantos suplicaron que contase otro cuento, aunque fuese corto, y un niño incluso llegó a pedir:

—Quiero que mi papá venga a vivir con nosotros.

Después de aquellas palabras se hizo el silencio. Por un momento, la alegría se convirtió en un sentimiento más serio. Constance tendió la mano y acarició la mejilla de un niño de diez años.

—Ése es un asunto que debe tratar el círculo, Jerry. La próxima vez que estés allí, fórmate una imagen mental de tu padre, imagínatelo entre nosotros y asegúrate de verlo contento y sonriente.

—¿Entonces vendrá?

—La magia que hagas en el círculo le ayudará a venir.

Los niños se amontonaron detrás de una niña mayor que llevaba una vela en una palmatoria de bronce. En fila india, el grupo se dirigió pasillo abajo por la ladera de los montículos.

Mandy tenía ahora la ocasión de advertirle a Constance Collier lo ocurrido con el predicador loco.

—Estuve en el tabernáculo del hermano Pierce…

Constance levantó la vista abruptamente y le preguntó:

—¿Por qué?

—Es que mi tío ha tenido problemas con él. Mi tío es científico y… bueno, eso no tiene importancia. Fui para ayudarlo. Pierce lo sabe todo de mí, sabe para qué he venido.

—Lee los periódicos.

—Creo que os odia.

La expresión de Constance Collier volvió a suavizarse.

—Pero tú no nos odias. Te sientes atraída por nosotros. Te identificas conmigo.

—Sí, quizá.

—Acompáñame, Amanda. Enviaremos a esos malditos cuervos para que guíen a los niños. —Se dirigió a la ventana y dio siete sonoras palmadas. Se oyó un batir de alas y el graznido soñoliento de los pájaros, seguidos de un coro de chillidos entusiastas. Los cuervos salieron volando del arbusto que había debajo de la ventana, donde por lo visto habían estado durmiendo. El eco de sus gritos se oyó en el cielo y la risa de los niños no tardó en responder—. A veces son buenos, querida mía, cuando les da la gana.

—¿Qué es usted?

Constance Collier se echó a reír y contestó:

—Una vieja que desea volver a ser joven. Una soñadora.

—Perdóneme, señorita Collier, pero sé que no es tan simple.

Constance la miró largo rato y le dijo:

—Acabaré revelándote hasta el último secreto. Pero cuando esté preparada. Ten paciencia con tu vieja benefactora. —Olía más a incienso mentolado que a perfume. Bajo la luz de las velas, su piel parecía tan viva como la de una jovencita. Acarició el rostro de Mandy con unos dedos inesperadamente cálidos—. Podría quererte como a una hija. —Y entonces, como asombrada por su manifestación de cariño, se alejó de Mandy. Desde la oscuridad de la casa, le gritó—: Tu habitación es la segunda a la izquierda, en lo alto de las escaleras. Nos levantamos al salir el sol y mañana será poco después de las seis. Irá alguien a despertarte.

Mandy no estaba convencida de que fuese posible despertarse a esas horas.

—Mañana te tengo reservada una maravillosa tarea. Algo estupendo. Pero tendrás que partir al alba, o no tendrá sentido.

—Pero señorita Collier… —No obtuvo respuesta. Constance Collier se había marchado.

Robin e Ivy recorrían la casa con un apagavelas cada uno e iban apagando las velas. Mandy se sentía demasiado incómoda con el muchacho para atreverse a preguntarle nada, y de la chica no se fiaba. Finalmente, decidió subir a su dormitorio. Allí encontró más velas encendidas, una palangana con agua, y un orinal que asomaba por debajo de la antigua cama con baldaquín.

Mandy se desvistió; colocó los tejanos, la blusa y la ropa interior sobre el respaldo de la silla tapizada de azul que había frente al hogar. Se dirigió al escritorio y cogió la palmatoria de peltre. Volvió a la cama y se sintió como si se hubiese deslizado a un punto desconocido del mundo.

El momento de los misterios nocturnos.

Pero aquello era Maywell (Nueva Jersey) y corría el mes de octubre, del año del Señor mil novecientos ochenta y siete.

También era el momento de meterse en una cama maravillosamente cómoda, el momento de replegarse sobre sí misma, convencerse de que iba a soñar con voces pacíficas, nada estridentes, con niños bajo la luz de las velas, con fabulosos cuentos del pasado y dejar atrás los terrores.

No vio a Tom, que pasó la noche enroscado sobre el baldaquín de la cama. Y, como no era amigo de ronronear, tampoco lo oyó.

Dormía profundamente cuando Robin entró en su dormitorio. Se acercó a las cortinas de la cama, las abrió y miró dentro. Cuando tuvo la certeza de que estaba dormida, tendió la mano y la posó sobre el pecho desnudo de Mandy, palpando su calidez y su plenitud. Suavemente, le susurró al oído un antiguo hechizo:

Vendré a ti en hora felina,

vendré y haré que seas mía.

Y, tras pronunciar las palabras necesarias, salió de puntillas y se fue a su cama.

Tom lo vio salir, movió la cola unas cuantas veces y se preparó para la larga vigilia nocturna. Debajo de él, en la cama, Mandy respiraba suavemente como un ciervo dormido.