7

Sin el gato, la casa quedó sumida en un desagradable silencio. Por todas partes encontraba pequeñas señales de su propio pasado; surgían ante ella como carpas en aguas turbias y la miraban con ojos acusadores. Del techo de su dormitorio pendía la lámpara que había comprado con los ahorros de tres meses, las rosas que en ella pintara se habían difuminado hasta convertirse en feas manchas. En la pared del cuarto de juegos quedaban aún, unas tenues marcas del mural que había dibujado con tiza un día que estaba sola en casa a los diez años, infracción por la que su madre le había propinado la única paliza que recibiera en su vida.

Cómo había aborrecido la zona raída de la alfombra de la sala y cómo la aborrecía ahora. El techo del mirador conservaba los agujeros de los clavos de los que su madre había colgado sus plantas.

De adolescente, sentada en ese mismo mirador, con las piernas recogidas, se mecía en el columpio a un ritmo estrepitoso que sacudía media casa, mientras oía los ruidos cansados provenientes del dormitorio de sus padres. Se refugiaba en el mirador porque en su habitación no sólo penetraban los chirridos sino también los gemidos.

Tenía la horrible sensación de que no había vivido su juventud. ¿Dónde estaban las pasiones, los amores? Todos destruidos, hechos pedazos. Pero las pinturas no eran amores verdaderos. ¿Acaso era capaz de amar de verdad? Hasta entonces sólo había tenido relaciones pasajeras.

Aquella casa era horrible. Debería bajar hasta la tienda de Bixter y comprobar si todavía estaba la máquina Pong. Sin duda la habrían quitado, pero lo más probable era que siguiesen preparando su famosa creme de menthe, y siempre le quedaba el recurso del revistero.

Se quedó sentada, escuchando cómo goteaba un grifo e intentando quitarse de la cabeza la pérdida del portafolio, sin demasiado éxito.

Deseó que el gato regresara.

El teléfono la tentaba. Tal vez una buena charla la ayudaría a superar el mal trago. Pero había perdido a su amigo más reciente a causa de un abandono medio intencionado y la idea de recurrir a él en ese momento no le proporcionaba nada más que una sensación de encierro. Aunque podía contar con que la escuchase. Richard. Alto, dulce, chapucero en el amor. Un sentimental en materias sexuales, capaz de tornar nostálgico hasta el momento más íntimo del amor.

Posiblemente su amor fuese empalagoso, pero también era simple, y eso se lo respetaba.

Cuando vio que no contestaba, Mandy supuso que era el destino y colgó.

¿Acaso George no regresaba nunca de su laboratorio? Mirara por donde mirara, aquella casa no hacía más que presentarle pruebas de un gran deterioro. En el cuarto de juegos, junto a una silla, había encontrado unos periódicos de hacía un año. Las sábanas de George estaban lustrosas de tan sucias; dudaba mucho que las hubiese cambiado desde que Kate se fue. En el suelo del dormitorio de George había una pila de revistas Persian Society de las cuales, por raro que pareciera, faltaban todas las fotos de gatos.

Le pareció oír sus pasos y ver su figura fantasmal y macilenta. Recordó el odio y el terror que tiñeron su voz cuando encontró los restos de la rana.

George había llorado. Después, embargado por la pena, la había mirado a los ojos con añoranza. Parecía presa de una urgencia atormentada. Cualquier mujer joven y atractiva que quisiese podría hacerse adorar por él.

Adoración. Una palabra fría, distanciadora. Mandy prefería que los hombres le dieran pasión. Pero de George no quería nada. Sólo pensar en compartir su intimidad con él, le entraron ganas de darse un baño.

Aun así, no le habría, importado conversar con él.

Pasó una hora. Eran las nueve y el viejo reloj familiar, que continuaba dominando la sala, tocó ocho campanadas roncas.

Aquel reloj era demasiado aparatoso, por eso sus padres no lo conservaron cuando se mudaron a su casa remolque de Florida. En el reloj estaban dibujadas las fases de la luna: cuarto menguante, cuarto creciente, luna llena. Navegaban sobre un paisaje salpicado de florecillas azules. Y, en tonalidades muy tenues, se veían doce figuras ensombrecidas que bailaban alrededor de una decimotercera.

Las nueve de la noche del viernes dieciocho de octubre de 1987. El silencio que siguió a las campanadas del reloj parecía cargado de oscuros peligros, como si estuviese allí para probar la amenaza de aquella casa. Mandy volvió a pensar en el gato.

Buscarlo no le haría daño. Salió al patio trasero.

En lo alto, las estrellas se amontonaban en los abundantes huecos que había entre las nubes. La luna estaba en cuarto creciente y navegaba por el cielo. El viento barría las hojas de los árboles y las hacía correr como si fueran humo, aventándolas sobre los aleros y haciendo bailar las ramas contra las ventanas. El gato no aparecía por ninguna parte. Mandy se subió el cuello del jersey y entró en la casa.

Cerró con llave la puerta del porche. Todas las ventanas estaban cerradas, se había encargado de ello un rato antes. Había hecho todo lo posible para que la casa resistiera cualquier intrusión.

Sin quererlo, regresó al vestíbulo. La luz que pendía del techo oscurecía las ventanas y hacía brillar las blancas paredes. En la oscuridad, el misterio del gato aún la atormentó más. Allí no había ningún sitio donde pudiera ocultarse. No podía estar debajo del fregadero, que era el único espacio cerrado. De todos modos, fue a mirar. Encontró una caja enmohecida de Spic & Span y un montón de trapos sucios y secos, hechos de calzoncillos viejos.

Delante del fregadero estaba la puerta abatible que conducía al sótano. No la había abierto antes porque no tenía sentido, el gato no podía haber bajado hasta allí. No quería estar allí sola, y menos con las sombras y el reloj de las lunas.

¿Y si la puerta abatible estaba entreabierta y al pasar el gato se había cerrado de golpe? Cuando tiró del aro, la puerta se levantó con aceitada suavidad. Desde abajo le llegó el olor familiar del sótano; no había cambiado desde su infancia. Espió en la oscuridad. Se oyó un clic, seguido del delicado rugido de la caldera al ponerse en marcha. Se reflejó en las paredes su luz amarillenta y vacilante.

—¿Michi?

No se oyó nada más.

Mandy tendió la mano en la oscuridad y tanteó la pared en busca del interruptor de la luz. Entonces recordó que al final de las escaleras había un cordel. Empezó a bajar lentamente los escalones de madera rugosa siguiendo el débil haz luminoso que provenía del vestíbulo.

Llegó abajo, encontró el cordel y tiró de él. Nada: la bombilla se había fundido hacía tiempo.

Cuando sus ojos se acostumbraron, la luz que provenía de la caldera y del vestíbulo le permitió ver un poco. Miró a su alrededor, agachó la cabeza para no topar con los gordos tentáculos que salían de la parte superior de la caldera, los tubos que llevaban el calor a la casa. De ese mismo modo había acudido a aquel lugar, en sus misiones más secretas de amor adolescente, una niña confiada y espigada, llevando a remolque al nervioso galán.

Delante de la caldera, en una pared de placas de pino barato, había una puerta; era la «bodega» de cincuenta dólares que había hecho el constructor; recordó entonces aquellas tempranas experiencias, algunas de las cuales le habían dejado tórridas impresiones, y el primer y confuso contacto genital seguido de una explosión de placer. En aquel cuarto había sostenido en sus manos el miembro de su galán, demasiado nerviosa y asustada para moverse, mientras con un oído escuchaba las voces de Hospital General, que sus padres estaban mirando en aquel momento por la televisión.

Ahora, en la puerta, había un horrible cartel pintado en tinta roja: «Club de la Gatita Kate. ¡Prohibido el paso!».

La visión de aquellas letras garrapateadas le traspasaron el corazón: seguramente, aquél habría sido el cuarto secreto de los hijos de George. Otra prueba de vidas pasadas. ¿Recordarían los niños aquel cuartito? ¿Hablarían de él entre susurros?

A Mandy no le resultó fácil abrir la puerta, pero lo hizo.

Cuando vio lo que había del otro lado, le fue imposible gritar.

Se quedó quieta, con la boca abierta, sin poder creer lo que veía. Las paredes, el suelo, el techo estaban tapizados de imágenes de gatos. Panteras agazapadas, gatos salvajes saltando, mininos lamiéndose, jugueteando y bufando y, aquí y allá, alguna foto de un gato despedazado. Clavados en la pared había trozos de gatos, pellejos, huesos rotos y, en una esquina, el cráneo de un felino con las fauces abiertas.

En el suelo, hecha un nudo, había una sábana sucia. Aquel lugar olía a grasa rancia. En el centro de aquel desorden vio un cirio votivo.

Había allí un odio tan grande que parecía superar toda capacidad humana. Se dio cuenta de que aquél no era un lugar para niños.

Sólo la mente de un adulto disponía de la paciencia suficiente para crear algo semejante. Una mente torturada y confundida. Profundamente enloquecida.

Con razón Kate había cogido a los niños y se había ido.

Mandy se apartó; cerró la puerta de aquél horrendo secreto y volvió rápidamente al vestíbulo. Su gato no estaba en el sótano. Deseó no saber lo que allí había. Dejó caer la puerta abatible, regresó a la cocina y encendió una luz. Se sentó a la mesa de la cocina con la cabeza entre las manos; sentía el secreto de la casa como si fuera una llaga supurante de su propio cuerpo.

Qué extraña se ve la vida de la Niña

tras ese suave Eclipse…

Murmuró los versos sobre la mesa de fórmica amarilla. Emily Dickinson conocía los secretos de la mujer. Era perfecto llamar suave eclipse a una situación difícil. Emily… cuánto sabías, qué sabia eras. Y te recluiste en tu pequeña granja, lejos de la vida, lejos de la locura de los hombres. Ojalá pudiera estar allí contigo.

Tras ese suave eclipse…

Al parecer, para George, la mujer era un gato. Garita Kate.

Qué enfermo. Qué triste. Qué peligroso. Tenía que salir de allí inmediatamente.

Se puso de pie con el firme propósito de recoger sus cosas y marcharse. Pero oyó ruidos que venían de fuera. Cuando oyó las pisadas que subían por el sendero del frente, se le puso la carne de gallina.

—¡Mandy!

La voz sonó aguda, desgarrada, como la de una mujer desesperada.

—¡Mandy, déjame entrar!

—¿George?

—¡Sí! —la palabra fue como un aullido y al tiempo que la pronunciaba sacudía el picaporte. Su voz era un chillido enfurecido.

Espantosamente asustada, sintiéndose atrapada, Mandy abrió la puerta.

Él pasó a su lado como una exhalación, sin dejar de murmurar, y recorrió la casa en penumbras como una araña.

—¡Hijo de perra! ¡Hijo de una zorra maldita!

Desapareció en el dormitorio. Y, de inmediato, comenzaron los golpes.

—¡George! —Mandy lo encontró revisando el último cajón de la cómoda. Alrededor de su tío, esparcidos por el suelo, había cinturones, camisas y una docena de balas enormes—. George, ¿qué haces?

—¡Ese maldito fanático de Cristo ha matado a mi rhesus! ¡Mi rhesus! —Sacó su pistola de tiro al blanco, con el largo cañón, se puso a cuatro patas y empezó a recoger las balas.

—George, ¿qué te propones? ¡Deja eso ahora mismo!

—¡Voy a reventar a ese maldito imbécil! Estaba en el laboratorio y no sé cómo se las arregló para entrar y matar a mis monos con una aguja de tejer. —Se detuvo, tenía hasta el último músculo crispado, los ojos entrecerrados, los labios con una mueca horrible que dejaba los dientes al descubierto. Cogió la pistola con dedos blancos y temblorosos—. ¡Los ha traspasado con la aguja de tejer! —Un terrible sollozo, más grito que llanto, lo sacudió. Se puso de pie.

—Dame la pistola, George. —Su tío se echó a reír y se dirigió a la puerta. Si lo hubiera pensado mejor, probablemente no habría intentado detenerlo. Pero sus instintos pudieron más que la razón: lo agarró por el brazo y lo obligó a girarse—. Ni siquiera tienes pruebas.

—¡No las necesito! No hay nadie en este mundo que me odie como él.

—Toda su congregación. Tú mismo has dicho que predica en tu contra. Pudo haber sido cualquier miembro de la congregación.

—Tal vez no sea personalmente culpable, pero…

—No eres el tribunal. No tienes derecho a desquitarte así con él. Ve y háblale, amenázalo, escúpele a la cara, si con eso te has de sentir mejor, porque estoy segura, George, de que es un desgraciado. Pero dame esa pistola. —Luchó por contener el miedo. Su tío era un loco. No podía permitir que se destruyera a sí mismo y destruyese también a otro ser humano. Debía conseguir que le devolviera el arma como fuese.

George se balanceó y luego inclinó la cabeza.

—Tienes razón. No puedo permitirme el lujo de ir a la cárcel.

—Claro que no. Dámela, George.

La sospecha le surcó la mirada y, al instante, ocupó su lugar una expresión demasiado confusa para pertenecer al rostro de un cuerdo; era una mezcla de amor, de crueldad, de algo que podía haber sido diversión.

Le entregó la pistola y Mandy volvió a colocarla en el fondo del último cajón.

—George, procura calmarte. Necesitas descansar y me parece que te convendría ver a un médico.

—Tengo que darle un susto a ese loco para que me deje en paz. Y creo que sé cómo hacerlo.

—Vamos, George, venga.

—¡Me volveré loco si no me enfrento a él! ¿Es que no entiendes que lo que haga, debo hacerlo por mí mismo?

No había manera de salir de aquello. George acabaría consiguiendo la pelea buscaba.

—Anda, vamos —le dijo Mandy—. Si insistes en ir, supongo que no podré oponerme. Al menos deja que te lleve.

—No tienes por qué mezclarte en esto.

—He dicho que te llevaré. No quiero que te metas en líos.

—¡Me ha arruinado!

—¡Sigue trabajando! Encontrarás un modo.

Había abrigado la esperanza de que se calmara dando un paseo en el Volkswagen. Luego se detendrían en alguna parte, tomarían algo y, después, lo acompañaría a casa. Cuando se durmiera, Mandy se marcharía a un hotel. Al día siguiente, aclararía lo del trabajo y vería si podía quedarse en la finca de los Collier.

Encogido y tembloroso, sentado a su lado, parecía un hombre derrotado.

—Ahora sólo me queda realizar el experimento con seres humanos y rogar para que los de la Fundación Stohlmeyer no se fijen demasiado en la chapucería de las pruebas previas. Es lo único que puedo hacer para salvar el proyecto.

—¿Un experimento con seres humanos?

—Será seguro. Oye, que has girado por donde no es. El tabernáculo se encuentra en el callejón Willow, esquina North.

Era una pena que se hubiese dado cuenta. Giró a la derecha, iba por la calle Bridge, se desvió por Taylor, sin dejar de intentar distraer a George con su conversación.

—Conocí a la gran Constance Collier. Fue toda una experiencia.

—Apuesto a que lo fue. —No podía haber demostrado menos interés.

Un dolor enceguecedor volvió a hacer presa de ella al recordar su propia tragedia, pero no dijo nada.

—Su finca es realmente hermosa. Y ella parece una mujer de buen corazón. A pesar de todo lo que me han dicho.

—Constance Collier es una gran mujer. Significa mucho para mí. Desde que tú te fuiste, el hermano Pierce se ha convertido en su enemigo jurado. Vino en 1981, al marcharte tú. El año pasado, él y sus esbirros intentaron conseguir que la señorita Collier se apuntara en una cosa llamada El País de las Hadas Cristianas o algo por el estilo, y su respuesta fue ponerles un pleito por utilizar sus personajes. Pierce dice que Constance es pagana.

—Son los gajes del oficio de bruja, ¿no?

—En cierta medida. De todos modos, lo cierto es que las brujas no son cristianas. Y eso es lo que preocupa tanto a Pierce. Gira a la derecha por North. Ya casi estamos.

Qué pena.

El tabernáculo era un edificio bajo y se veía a las claras que se trataba de un almacén transformado con pocos medios. En el terreno polvoriento que lo rodeaba había un montón de coches aparcados sin orden ni concierto. La luz brillaba desde el interior, a través de unas ventanas cubiertas con papel Con-Tact, imitación «vitrales». A una altura de cinco metros por encima del tejado del edificio, se alzaba un enorme letrero, pintado profesionalmente con letras claras y brillantes. YO SOY LA LUZ, proclamaban las letras negras sobre fondo blanco. Unas enormes luces de arco carbónico chirriaban en los cuatro extremos del cartel, inundándolo con un brillo preternatural. Desde las ventanas con vitrales se oyó el rugido de un cántico: «Oh Señor, nuestro apoyo de siglos…».

Mandy dedujo por los coches aparcados que los seguidores del hermano Pierce eran todos trabajadores, en su mayoría sin empleo ni esperanzas en aquella zona de acero y carbón, que se aferraban a sus fáciles respuestas para encontrar en ellas la ayuda necesaria para superar los tiempos difíciles. Muy en contra de su voluntad, se sintió emocionada por la fuerza y determinación de sus voces.

—No esperaba que hubiera servicio —comentó George—. Pero me imagino que hoy en día el tío se monta siempre una misa. La ciudad entera está postrada a sus pies calzados con zapatos de cocodrilo. Es decir, todos los que no siguen a Constance.

—¿Por qué no vamos a tomarnos una copa y regresamos cuando haya terminado el servicio?

George no le prestó atención. Antes de que Mandy lograse detenerlo, ya había transpuesto la puerta. Fue tras él.

La iglesia no estaba del todo llena, pero había una multitud respetable. Mandy creía que el movimiento fundamentalista estaba en declive, pero allí habría fácilmente unas trescientas personas, y era un día laborable. Había muchos jóvenes; sin duda, estudiantes de la universidad.

—¡Bienvenidos, hermanos! —Un portero regordete y sudoroso se les acercó, dejando su puesto, junto a la puerta. Siguió cantando las últimas notas del himno—. Me parece que sois nuevos, ¿verdad? Alabado sea el Señor por haberos atraído con su Luz.

—¡Quiero ver al hermano Pierce!

La voz del portero se convirtió en un susurro cuando el himno concluyó.

—Es aquél, el del cabello blanco, el hombre alto que está allá al frente. —Sonrió—. Ése es el hermano Pierce. Si has venido a arrepentirte, aún llegas a tiempo. Todavía no ha pedido a los pecadores que se acerquen al altar.

—¡Quiero ver al hermano Pierce!

—¡George, no grites!

—¡Hermano Pierce! ¡Soy el doctor George Walker, del Departamento de Biología!

Unas cuantas cabezas se giraron; algunos tenían expresiones inquisitivas, otros, de enfado por el tono empleado por George. Desde el altar de la iglesia, los brillantes ojos azules enmarcados por la blanca cabellera se llenaron de una vida intensa. A Mandy se le ocurrió pensar que aquellos dos hombres eran unos psicóticos. Y, sin embargo, había algo muy diferente en los dos: mientras George parecía cruel, el hermano Pierce tenía la terrible amabilidad del ignorante, el tipo de amabilidad que solía provocar la quema de brujas para asegurarse de que aquellas perdidas fueran al cielo.

—Hermano Pierce, quiero saber por qué ha matado a mis animales del laboratorio. ¿Por qué destruyó mi experimento? ¿Fue porque liberaría a la gente del temor a la muerte, que es lo que usted usa para esclavizarla? —Le temblaba la voz, pero era perfectamente clara.

Acompañado de tres hombres mucho más jóvenes, el portero avanzó por el pasillo, detrás de George. Mandy fue tras ellos; la cabeza le daba vueltas. Enfurecido, George era como una bola de fuego humana. Hacía falta valor para retar a un fanático rodeado de multitud de sus seguidores.

—He dicho que soy el doctor George Walker…

—¡Ya sé quién eres! —El hermano Pierce levantó el brazo derecho y apuntó con el dedo—. Y también sé que te resulta imposible estar aquí. El demonio te ha traído, porque tú eres su instrumento. Pero te amo en Cristo, George, todos te amamos. —Levantó los brazos y asintió con la cabeza.

Los allí congregados respondieron al unísono:

—Todos te amamos en Cristo. —La alegría, la calidez que manaba de ellos era sobrecogedora. Mandy no estaba segura de poder resistirse si uno de ellos le daba la mano.

—¡Callaos! —rugió George—. ¡Callaos todos! Habéis matado a mis animales y quiero una compensación. ¡Exijo una compensación!

—Mis amados hermanos, jamás hemos sido violentos con este hombre y mucho menos con las pobres criaturas que él se complace en torturar con sus salvajes experimentos.

—¡Usted mató a mi rana y también mató a mis monos rhesus!

—No hemos hecho nada de eso. Satán te ha cerrado los ojos al bien de este mundo. Te invito a arrodillarte y rogar con nosotros por la salvación de tu alma. —Se volvió y se hincó de rodillas ante la cruz que colgaba de la pared del fondo.

—¡Maldito mentiroso!

—¡Oh, Señor, te rogamos que abras tu corazón para recibir a este descarriado, para que pueda liberarse del hechizo del Impostor!

—¡Cállate, viejo de mierda! ¡Eres una mierda!

Dos jóvenes sujetaron a George por los hombros. Se desembarazó de ellos y avanzó amenazante hacia el hermano Pierce.

Mandy tenía que actuar. Si no lo hacía, los allí reunidos se despojarían de aquella pátina de amor y amabilidad y le propinarían a George la paliza de su vida.

—¡Dejadlo en paz! —A empellones se abrió paso entre los porteros—. Me lo llevaré a casa. —Le rodeó la cintura con un brazo—. Anda, George, vámonos.

—Vete con ella —dijo dulcemente el hermano Pierce—. ¡Vete con ésa impía ramera! —Los ojos azules la miraron echando chispas; el fuego que llevaba dentro los hacía arder como carbones—. Pagana.

Estaba claro que George no era el único loco. De algún modo debieron traslucirse sus pensamientos porque el hermano Pierce captó de inmediato su consternación y la señaló con dedo acusador. La señalaba directamente a ella.

—¡Demonio! Te atreves a traernos las inmundicias de tu infierno.

Intentó contestarle a pesar de tener la boca reseca, pero a duras penas logró susurrar:

—Soy una persona decente…

La voz del hermano Pierce se elevó súbitamente hasta convertirse en un grito amplificado que escupía saliva.

—¡Sí, eres un demonio! Porque te veo tal cual eres. ¡Sí! ¡Sí! «¡Tenían colas como los escorpiones y en ellas llevaban aguijones! ¡Sobre ellos gobernaba un rey, que es el ángel del abismo insondable, cuyo nombre en la lengua de los hebreos es Abadón!».

Mandy estaba demasiado asombrada para articular una palabra, o moverse. ¿Por qué aquel hombre se enfurecía de aquel modo con ella? ¿Por qué se metía con ella en lugar de atacar a George?

—¡Eres la sierva del pagano! ¡Te sientas a los pies del diablo, cuya presencia entre nosotros hemos de soportar!

Ya. Seguramente sabría que iba a trabajar para Constance. Vaya con el hombre.

—Anda, George —logró decir a pesar de que tenía los labios como muertos—. Esta gente no se merece que malgastemos nuestro tiempo con ellos.

—Me las pagarás, Pierce. ¡Haré que te encierren!

—George, olvídalo. Es un pobre supersticioso.

—Pediré que el Señor os acoja en su seno, para que podáis mostrar vuestros pecados bajo su Luz. ¡Señor, Señor, ayúdanos a amar a estos pobres descarriados, ayúdanos a salvarlos!

Mandy se dio media vuelta, controlándose a duras penas.

—Deberíamos volver y quemar este lugar —murmuró George mientras iban juntos pasillo abajo.

—Nunca he estado más de acuerdo contigo —siseó ella.

De vuelta en el coche, se quedaron sentados en silencio durante un rato.

—Tal vez ahora podamos tomarnos esa copa —sugirió Mandy intentando controlar los temblores—. Después te llevaré a casa y te meteré en la cama.

George no dijo palabra hasta que el coche emprendió la marcha.

—No puedo volver a casa ahora —dijo de pronto—, tengo que prepararme para el próximo paso.

No había necesidad de preguntarle a qué se refería; Mandy ya lo sabía. Después de haber amenazado al hermano Pierce, tenía que volver a su laboratorio y experimentar su proceso en un ser humano.

¿Debería advertir a sus compañeros de trabajo del estado en que se encontraba? No. Resultaría sumamente destructivo. Probablemente, George ocultaba las profundidades de su locura en el sótano de su casa, así como en el de su mente. La reacción de esa noche era comprensible incluso en una persona cuerda. Se conformó con una admonición.

—Ten cuidado, George. No lastimes a nadie.

—Llévame al laboratorio. Tengo que trabajar.