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Hacía varias horas que había abandonado la finca de los Collier y la rabia y desesperación de Mandy no se habían calmado en absoluto. Había dado varias vueltas en coche por la ciudad hasta que se le pasaron las ganas de llorar. Después, se había entregado a la privacidad de la casa de su tío y se había encerrado en su cuarto.

Ya no le quedaban lágrimas. Se quedó tendida en la cama, escuchando los sonidos nocturnos del vecindario. Rugía un aspirador de hojas, un niño repetía sin cesar un nombre que Mandy no lograba entender del todo.

Sin duda, no le interesaban las banalidades del atardecer de una pequeña ciudad. Su mente continuaba rumiando la pérdida del portafolio que había contenido las imágenes de su alma. Sin él, se sentía más sola que nunca, en el centro de un círculo doloroso muy privado.

Apareció el enorme gato negro. Mandy se quedó mirándolo, confundida. ¿De dónde habría salido? La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave.

Saltó sobre la cama y se restregó contra su muslo. Tenía la pelambre suave y brillante como la seda. Cuando extendió la mano y lo acarició, el felino se estiró voluptuosamente. Creyó recordar que a tío George no le gustaban los gatos pero, hasta que no regresara a casa y exigiera que lo echase fuera, aquel magnífico animal se quedaría con ella. De repente, el gato se fue al extremo opuesto de la cama.

—Ven aquí, minino —le dijo dando unas palmaditas sobre el lecho. Se dio cuenta de que sus palabras sonaban un tanto estúpidas; no se podía llamar «minino» a una pantera como aquélla. El animal se acostó y se puso a mirarla fijamente. Casi sin proponérselo, Mandy notó que le devolvía la mirada—. Eres un gato guapísimo —murmuró. Era verdaderamente hermoso, con aquella pelambre negra como la noche y aquellos ojos verdes. Mandy intentó escuchar si ronroneaba, pero el animal permanecía en silencio.

Uno podía hundirse en los ojos de aquel animal. Si todos los gatos eran como aquél, las gitanas podrían adivinar el futuro con sólo mirar en sus ojos. Pero, en general, los gatos suelen apartar la vista.

Mandy logró ver su propia cara reflejada en aquellos ojos. ¿Qué impresión le causaría al animal? ¿La consideraría hermosa? ¿Fea, quizá? ¿La vería como a una diosa o como a una niña? Le tocó la oreja destrozada y recibió por toda respuesta un gruñido gutural.

—Perdona. —En señal de disculpa le acarició el lomo. Los músculos del animal se estremecieron bajo su mano, como harían los de un hombre al que acariciara para excitarlo.

Como haría un hombre. Pero no tenía ninguno. Y estaba sin trabajo. Había tardado meses en terminar algunas de aquellas pinturas.

Constance Collier se había enfurecido con sus cuervos y se había deshecho en disculpas, pero nada podía remediar la pérdida del portafolio. Como Mandy tenía veintitrés años, era soltera, no tenía niños y estaba, en el fondo, de lo más sola, aquellas pinturas y bosquejos habían sido su familia, su centro, la razón y el sentido de su vida.

Las lágrimas volvieron a agolpársele en los ojos. Intentó reprimirlas furiosamente, se dijo que aquellos cuadros no lo eran todo. Evidentemente no eran todo, pero sí lo mejor que había hecho. Entre ellos estaban sus tesoros: el retrato del Padrino Muerte, en el que, de un modo milagroso, había captado la risa así como la amenaza del viejo Nick.

¿Cómo iba a ser capaz de repetir aquello?

¿Cómo iba a repetir a Rapunzel sacudiendo su cabellera, aquella gloria rubia bañada por el sol y pintada con delicadeza, mechón por mechón? Will T. Turner la había hecho reír al comparar su técnica con la de los hermanos Van Eyck, del siglo XV holandés. Había algo de cierto en el comentario: se había pasado mucho tiempo estudiando las obras de aquellos maestros. El detalle. El cuidado. La riqueza de la visión. No compartía los ideales del arte del siglo veinte, se sentía de una época pretérita. Andaba como perdida en esta edad de las prisas. Su arte pertenecía a la gracia perfecta del pasado, del pasado lejano.

En cierta ocasión soñó con la época en que el bisonte aún no había abandonado las llanuras de Francia, cuando el invierno recibía el nombre de un demonio y hacía restallar su aliento como un látigo… y ella había sido una reina que gobernaba bajo una tienda de piel de reno… y pintaba en las cuevas sagradas, con el pincel entre los dedos, deslizándose como por arte de magia, mientras el bisonte y el íbice cruzaban al galope por las llanuras de su mente.

Al despertar de aquel sueño, y al escuchar el rugido de un autobús en la calle, y al oler el aroma del café en el aire de la mañana, lloró por ser quien era.

Se había refugiado en su trabajo, dedicando cuatro meses al pequeño cuadro del castillo de la Bella Durmiente tras su muro de espinas. Entre las espinas, había ocultado el mundo antiguo, el ciervo veloz, el pesado mamut, los peces saltando en el agua y los hombres como fantasmas entre las retorcidas ramas protectoras.

La Bella Durmiente llevaba en el alma toda la promesa del futuro; la pócima que la había hecho dormir era el pasado.

El trabajo de un artista es producto de sus entrañas; Mandy sentía que los cuervos de la señorita Collier habían matado a sus hijos. Los Siete Cuervos. Los Siete Monstruos.

Se figuró una imagen en los ojos del gato: se vio a sí misma, muerta, su piel pálida como el mar sobre unas sábanas blancas. Confiamos nuestras almas a unas embarcaciones demasiado frágiles: un poco de piel, un corazón palpitante, una pintura sobre un papel.

Se incorporó, sobresaltada. Había sido una imagen muy vivida, y no era la primera que experimentaba en los últimos días sobre su propia muerte.

¿Acaso estaba en peligro? Corrían toda clase de rumores sobre las brujas, pero nada sugería que fuesen malignas.

—¿Es eso lo que quieres decirme, viejo gato? ¿Que tenga cuidado con Constance?

No, sabía bien lo que el gato decía: Ten cuidado con George. Sí, con George, por supuesto. Podía irrumpir en aquel cuarto, acercarse a su cama de la niñez, suplicarle con ruegos que se convertirían en amenazas, empuñando un cuchillo que brillaría bajo la luz de la luna.

Tom se acicaló. La miraba fijamente. ¿Qué duda cabía? Lograba capturarla con aquellos ojos. Mandy lo besó en la frente.

—¿Quién eres? ¿Quién eres en realidad? —Su cara felina, llena de secretos, se le antojó risueña.

En cierta ocasión, cuando estaba debajo del arce, había soñado con ser madre. Había tenido una visión, en la que acompañaba a unos niños hasta la orilla de un río y los observaba zambullirse entre las hojas de los lirios.

Después, habían llegado unos caballeros para abalanzarse con cabalgadura y todo en el agua y ella había huido en un carruaje de plata.

Había pintado a aquellos niños —que en realidad eran hadas— para el cuento de Jack y Jill. Con pinceladas rápidas y apasionadas, una Mandy de diecisiete años, fogosa cual cometa, había representado aquellas joyas de niños risueños que se deslizaban colina abajo hacia la eternidad.

Y los cuervos habían destruido ese cuadro.

—Puede resultar una bendición perder el pasado —le había dicho Constance—. A veces, lo que parece un tesoro puede resultar una carga. No deberías odiar a mis pájaros por darte la oportunidad de comenzar de cero. En estas tierras se han pintado grandes cuadros. Si le das una oportunidad a este lugar, verás cómo te alimenta a ti también.

Los cuervos habían volado en interminables círculos para posarse finalmente en un hermoso arce, desde el cual observaban a Mandy con sus ojos amarillos y ausentes.

De pronto, el gato levantó la cabeza.

—¿Qué ocurre, Tom?

El gato la miró largo rato; después le lamió la mano.

—¿No me dirás que tienes hambre? —Durante el lloroso viaje de regreso desde la casa de Constance Collier, sólo se acordó de una cosa: de comprar una bolsa de Cat Chow. Hacía media hora escasa que Tom había comido con mucho apetito.

El gato se puso de pie, vigilante; se le antojó enorme, interminable; respiraba lanzando unos gruñidos agudos.

El corazón le dio un vuelco. Sintió miedo. Al fin y al cabo, se trataba de un gato callejero.

—¿Qué diablos te pasa?

El gato se quedó mirándola unos instantes. Luego, el animal se estremeció, se dirigió hacia los pies de la cama, saltó al suelo y fue hacia la puerta.

—Ni hablar. —Había tenido varios gatos y creía saber exactamente lo que le ocurría a éste—. Te he preparado una caja en mi vestíbulo. —Mandy se levantó, abrió la puerta y cogió al animal por el cogote. Pesaba, pero logró cruzar el suelo de la sala y la cocina—. ¡Aquí! —le gritó, aplastándole el morro contra la caja que le había preparado—. Quédate aquí un ratito, Tom, entenderás lo que quiero decirte. —Encerró al gato en el vestíbulo y regresó a la cocina. Eran casi las ocho, se había pasado bastante rato acostada en aquella habitación. Una rica cena la pondría de mejor humor.

Abrió la nevera.

Antes del accidente, había pensado en limpiar la casa de George y llenar la nevera y los armarios de comida. El pobre no lograba adaptarse a su nueva condición de soltero y, obviamente, no sabía vivir solo. Estaba claro que, sin Kate y los niños, su vida había perdido cohesión. Kate lo había abandonado tan de repente. Vivía allí, y, de pronto, al día siguiente ya no estaba.

Como Mandy no había hecho la compra, tenía muy poco para elegir. Tocó la salchicha añeja que había en el estante superior. ¿Qué podría contener, además de bacterias?

Se vio obligada a conformarse con un bocadillo de salchicha de dudosa calidad.

Cuando hubo sacado del armario la enorme sartén de hierro y colocado el pan en la tostadora, se le acabaron las escasas reservas de energía psíquica de las que había hecho acopio durante su prolongada meditación.

El gato maulló. Pronto estaría ya tan desesperado como para usar la caja. Probablemente, estaba acostumbrado a hacer sus necesidades afuera. Tal vez no debería intentar domesticarlo. Tal vez no tenía derecho a hacerlo. Tal vez fuera un animal de campo, igual que los cuervos.

—Esos pájaros no son animales domésticos —le había dicho Constance Collier—, viven aquí, nada más. Sospecho que los antepasados de esta bandada habitaban en este lugar mucho antes de que se construyera la casa. —Había hecho una pausa para observar a los pájaros y agregar—: Los animales viven en la eternidad. ¿Cuánto tiempo supones tú que los cuervos y los árboles han estado juntos en este mismo sitio? Un arce dando origen a otro y así sucesivamente… ¿durante cuánto tiempo? ¿Cien mil años? El glaciar que ocupaba el valle Peconic se retiró hace justamente cien mil años.

Mandy no podía enfadarse con alguien que pensaba así.

Del vestíbulo le llegó un siseo. Un siseo muy sonoro.

—¡Gato Negro, Gato Negro, apártate del fuego, apártate del fuego! —canturreó Mandy mientras volvía hacia el vestíbulo para comprobar qué ocurría—. ¿Qué te pasa, morrongo?

El gruñido que recibió por respuesta restalló como el trueno. Mandy dio un paso atrás.

Luego espió a través de los cristales de la puerta. El vestíbulo estaba vacío.

Los llamados de la doliente y desolada simia se habían vuelto demasiado acuciantes para pasarlos por alto. El gato se había paseado por el vestíbulo en busca de una salida justificable, pero no había encontrado ninguna.

Agotada su paciencia, planeó por encima de la casa, volando por la ciudad anochecida, rozando apenas la punta de la farola que había al final de Maple Lane, acariciando las copas de los árboles. A su paso, los pájaros levantaron el vuelo. Abajo, los perros y los gatos echaban a correr, asustados por aquella presencia. Una rata, que cayó de un cable, murió antes de tocar el suelo.

Tom atravesó al vuelo el silencio de la noche, sintiendo el aliento dormido del cielo, cruzando calles, callejones y casas cada vez más deprisa; voló por encima del local de Bixter y quedó envuelto en el aroma a hamburguesas fritas que salía de su chimenea; sobrevoló el tabernáculo del hermano Pierce, del que se elevaba la excitación vocinglera de un hombre que temía tanto a la muerte que predicaba el castigo eterno.

Y así llegó al campus.

Embargaba al gato una furia justa. Aquel experimento iba contra las leyes. A Constance no parecía importarle. ¿Por qué no le ponía fin? ¿Acaso Constance volvía a utilizarlo? A pesar de los enormes poderes del gato, aquella mujer, astuta como el diablo, había logrado, una vez más, ganarle la partida.

De haberse atrevido, el gato se habría presentado en aquel lugar con su espada de fuego. Pero sabía que no tenía derecho a destruir a George Walker a menos que hacerlo contribuyese a los designios generales de Constance y de Leannan. Aquéllos habían sido siempre los términos del hechizo mediante el que Constance conjuraba al Rey de los Gatos para que asumiera brevemente una vida terrenal.

El gato entró en el laboratorio. Al menos gozaría del placer de aliviar los sufrimientos del rhesus. Lejos de ser prohibido, aquel acto era un hilo imprescindible en la urdimbre de la historia.

El Rey de los Gatos entró majestuosamente en el laboratorio donde George Walker estaba sentado en ropa interior, comiendo una pizza de Stouffer, con el saco de dormir dispuesto en el suelo, junto a él. George ni siquiera dejó de masticar cuando el gato pasó ante él como una exhalación y atravesó la puerta cerrada que daba a la sala de animales.

La bestia con el alma ultrajada yacía sobre el vientre en el fondo de una miserable jaulita; a su lado, acuclillado, se hallaba su compañero. Habían estado despiojándose. Y ahora dormían.

No vieron rielar el aire, encenderse y fluctuar delante de ellos. Al principio no era más que una sonrisa con colmillos flotando, luego aparecieron los ojos verdes encima.

Para que esta muerte fuese rápida y silenciosa, el gato necesitaba la destreza de una figura humana y un arma sigilosa.

Se concentró y recordó el olor, la forma y el peso del ser humano que conocía mejor.

Los ojos se desintegraron y volvieron a formarse, escudados tras unos párpados pálidos; los labios se convirtieron en los de una vieja; eran orgullosos, delicados y firmes.

Y de repente, en el aire, se materializó todo el cuerpo viejo y ajado, medio desnudo; bajó de golpe unos cuantos centímetros, y se quedó quieto. La cara fiera y amable luchaba contra los temblores de la edad; en la mano, entre el pulgar y el índice, llevaba una larga aguja brillante.

Dado que uno de los miembros de esta pareja de simios había sido seriamente agraviado, ambos recibirían la bendición de la muerte. Se habían ganado ese goce tan especial.

Con sumo placer, la silueta de Constance Collier levantó la larga y afilada aguja de tejer y la hundió en el ojo de uno de los monos y, luego, en el corazón del otro.

Un instante más tarde, sólo quedaba el arma como prueba de paso veloz por aquel lugar; eso y los finos hilillos de sangre que caían al suelo desde los cuerpos de Tess y Gort.