5

El olor ácido y aterrador de Manos Largas hizo gritar a Tess. Su chillido despertó a Gort, que también se puso a chillar. Tess corrió por la jaula y sintió cómo el viento le golpeaba la cara; se colgó de los barrotes, pasó a la pared del fondo, donde se dio de golpes, regresó a los barrotes del frente y luego volvió a colgarse del techo.

Había recorrido un largo camino, pero no por ello se hallaba más lejos de Manos Largas. Aquel hombre despedía un apestoso temor que la contagiaba. Tess se puso a gritar. Y volvió a correr por la jaula. Su propio terror la confundía, obligando a sus manos a hacer cosas indebidas. Le dio un golpe a Gort.

Él no tardó en enseñarle sus temibles dientes; entonces, Tess pensó lo estupendo que era aquel mono y bajó la vista un momento para decirle: «Soy tuya».

En ese momento, Manos Largas la aferró con sus dedos. Tess se puso a gritar y mordió aquellos dedos con una furia tal que debieran haber dejado de existir, pero Manos Largas se limitó a gruñir un «¡Mieerda!», y continuó sacándola de la jaula.

A Tess no le gustaba estar fuera de la jaula ya que allí tenía todos sus olores y los de Gort y allí estaba además Gort. Fuera de allí no podía correr por la jaula y colgarse de los barrotes del extremo para volver a la pared del fondo, una y otra vez, mientras el viento le agitaba la pelambre y Gort corría en sentido contrario, y se cruzaban una y otra vez para acabar tumbados en el suelo, revolcándose juntos, tan contentos, en sus agradables olores.

Manos Largas la tenía atrapada, y cómo. Tess intentó darse la vuelta y morderle la cara, pero no lo logró; Manos Largas la separó de Gort. Volvió a chillar. Gort chilló también. Entonces la condujeron a un lugar que olía a hombre, se oyó un estampido, la pared se cerró y ella se encontró lejos de Gort y muy sola.

—Está muy nerviosa, Bonnie. ¿Qué le pasa?

—Ya sabes que es excitable.

—No podemos colocarla en el campo en este estado. Hará fundir las bobinas.

Tess oyó sus gruñidos, notó el temor en la voz de Manos Largas y supo la verdad: la tenía atrapada, pero le temía, por eso la mona le enseñó los dientes. Dejó al descubierto sus dientes largos y afilados, para obligarlo a rendirse. Pero Manos Largas no llegó a rendirse: se limitó a apartarla un poco más y continuó con sus asustados gruñidos.

—¡Tendremos que darle un sedante!

—Los protocolos…

—No lo menciones en el informe. Inyéctala o podemos olvidarnos de ella ahora mismo.

—Stohlmeyer jamás lo aceptará.

—Bonnie, ¿es que no entiendes lo que se te dice? ¡Inyéctala y no lo menciones en el informe!

—George, esto es una chapuza. Una verdadera chapuza.

—¡Haz lo que te digo! Dejaremos que se le pasen un poco los efectos y haremos el experimento cuando esté atontada.

Pequeña Amarilla le enseñó los dientes a Manos Largas, pero éste no se rindió, como no se había rendido ante Tess. Entonces, la simia se dio cuenta de la fuerza de aquel hombre y comprendió que debía ser tan inmensa que olía a miedo. Si Tess era incapaz de asustar a ese mono y Pequeña Amarilla, la que le traía la comida, tampoco podía, entonces, Manos Largas era demasiado poderoso.

Tess se calmó; sabía que no le quedaba otra salida que someterse a la fuerza del horrible Manos Largas.

—Vaya, vaya, Tess, ¿por fin te has cansado? ¡Zorra! Bonnie, creo que podemos prescindir del Valium. Está suave como un guante.

—Es que a veces reaccionan así cuando los cambias de sitio. Aunque nunca suele durarles mucho.

Manos Largas colocó a Tess en una jaula tan pequeña que apenas podía moverse. Y mucho menos correr. Sólo podía estar echada y sentir cómo los duros cables se le clavaban en la barriga, las rodillas, las manos y la cabeza. Pero eso era lo que quería Manos Largas y Tess no era bastante fuerte para oponer resistencia.

—Bien, Clark, ya está dentro de este maldito chisme.

—Recibo una buena lectura. Es clara y correcta. Es un placer trabajar con algo que tiene un microvoltaje de un nivel decente, lisas ranas apenas sobrepasan el umbral de la observabilidad.

Tess no tardó en notar que la pequeña jaula en la que se encontraba no tenía el olor de Manos Largas. Por tanto, significaba que la había soltado. Pero Tess no podía moverse, a menos que empujase y patease.

—¡Date prisa, que vuelve a ponerse como loca!

—Preparado para la cuenta regresiva.

—¡Olvídate de la cuenta regresiva! ¡Hazlo ya!

—De acuerdo, potencia. ¡Activaré el campo… ya!

El mundo entero se desplomó sobre Tess. Lo perdió todo, la fuerza, la voz, los olores, los sonidos. Gritó, gritó y gritó sin producir sonido alguno; de nada le sirvió llamar a Gort, o incluso a Manos Largas, para que la sacaran de aquella horrenda oquedad. ¡Y empezó a caer! Caía y no encontraba ni ramas, ni follaje a los que aferrarse.

¡Caía al suelo, donde los leopardos, las hienas y los malolientes monstruos comedores de monos merodeaban como sombras en la oscuridad!

El miedo la azotó como una mano inmensa, vio dientes al descubierto y oyó los gruñidos malignos de la muerte; intentó aferrarse, trepar, patear… en el vacío.

Entonces olió el perfume más exquisito que jamás hubiera conocido, el mejor perfume, el más querido, el que le recordaba sus años en la selva cuando comían unas bayas verdes y dulces directamente arrancadas de los árboles y bailaban entre las ramas. Olió el aroma delicado y lechoso del pecho materno.

¡Mamá, soy yo!

Se aferró a la pelambre suave y cálida de su madre. Y su madre la acurrucó entre sus piernas, donde todo era seguro, y comenzó a despiojarla.

A su alrededor volvió a alzarse la vieja selva, los mismos árboles, la misma agua verde y deliciosa, la misma cascada fría, atronadora y alegre; la rodeaban los olores frescos y dulces de los monos.

Otra vez mamá. Otra vez la selva. Y en la arboleda se oía el guirigay del grupo del Agua Rugiente, del Payaso, del Gran Gris, de los Pequeños Pardos y de las niñas chillonas.

Su madre la despiojó detrás de las orejas, donde se amontonaban los ácaros provocando increíbles picores.

—¡Estupendo! Tráela.

La voz que había resonado por el cielo dejó una raja amarilla y humeante por donde había pasado.

Mamá siseó ante el peligro y Tess se agarró de su pelambre y partieron. Se balancearon junto con la compañía por la arboleda combada y susurrante.

Les seguía un viento blanco. ¡Blanco, muerto! Aplastaba la selva entera; los árboles caían como palillos. Silbaba y aullaba; sonaba como algo enorme que avanzase a través de la selva.

Mamá continuó saltando de árbol en árbol, cada vez más deprisa, enfurecida, gritando al enorme monstruo que había penetrado por la raja del cielo. Los pies del monstruo tronaban al dar contra el suelo, su hálito las bañaba.

Tess lanzó un chillido al olfatearlo, porque era el olor de Manos Largas, de Pequeña Amarilla y de aquel horrible lugar sin monos al que Tess no quería regresar jamás.

¡No me alejéis de mi selva, no me apartéis de mi grupo!

El gigante se acercó más y más. Sin dejar de chillar, mamá se llevó a Tess, a veces por el suelo, a veces hacia lo alto de las ramas, amagando y ocultándose sólo como sabe hacer una madre, dejando atrás la espesura, atravesando rocas, sin importarle las heridas que se hacía, agarrándose a una rama para subir más arriba, hasta la cima de la selva, saltando como si tuviera alas.

Se oyó un ruido fuerte y seco.

La selva desapareció.

Gritando, mamá cayó en la nada.

Tess sintió que la dura jaula se le metía en el cuerpo por los cuatro costados. En su interior estalló la agonía.

—¡Cristo santo, Bonnie, tranquilízala!

—Traeré la pistola. ¡No puedo inyectarle la hipodérmica, está demasiado fuera de sí!

—Cristo santo, mira eso. Abre la jaula, Clark, échame una mano. Va a destrozar los conductores.

Tess saltó a aquel lugar asqueroso y maloliente; tenía el corazón destrozado porque acababa de saborear las alegrías de la selva y del reencuentro con su madre. Saltó al suelo y echó a correr, golpeando contra las paredes, gritando con tanta fuerza que logró oír la respuesta de Gort, encerrado en la otra habitación.

¡No volvería a aquel horrible lugar, ni con el pobre Gort, cuando podía tener a su madre, la selva y el grupo! ¡No, no, no!

Los nonos no saben pedir clemencia. Sólo pueden efectuar el gesto de la sumisión. Y ella lo hizo. Intentó decir de alguna forma a las paredes, al techo, al suelo, en busca del terrible gigante que la había traído de regreso: «Me rindo, yo, Tess, me rindo ante tu fuerza. Déjame volver a casa».

La mona dejó de moverse. Bonnie se le acercó, le revisó los ojos y anunció:

—Está inconsciente.

—Temía que destrozase las bobinas.

Bonnie tomó a la criatura entre sus brazos y la metió otra vez en su jaula. Volvió a conectar los conductores electrocardiográficos a los enchufes de la sala de animales para que Clark pudiese continuar con sus controles.

—Es increíble, ¿no? —dijo George mirando al rhesus dormido.

—Debo reconocer que lo es, George. Un animal superior.

—Clark, ¿qué tal van las lecturas?

—Por los datos que recibo, el bicho parece en buen estado, George.

—Bonnie, te dije que este trabajo sería una aventura.

—Sin duda lo es.

George metió la mano en la jaula y tocó la pelambre de la mona dormida.

—Me odia con toda su alma. ¿Lo sabías? A punto estuvo de traspasarme los guantes con esos dientes.

—Muestras tenerle miedo. Y por eso intenta dominarte.

George se acercó más a Bonnie y dijo:

—Me pregunto qué sentiría.

—Me imagino que nada agradable, a juzgar por la forma en que ha reaccionado cuando la hemos traído de vuelta.

—No cabe duda que ha sido un efecto colateral relacionado con el restablecimiento del campo eléctrico cerebral. Supongo que estará perfectamente cuando despierte.

—Quizá tengas razón.

—No pareces convencida.

—Estoy convencida. Pero lo estaré más cuando despierte y se vea normal.

—Vamos a ver qué hace Clark. El electroencefalograma debería darnos muchos datos.

Clark estaba ante el electroencefalógrafo leyendo los resultados. Tenía el rostro crispado por la concentración.

—¿Qué tal va eso?

—Continúa normal en todos los sentidos. —Sonrió—. A la Fundación Stohlmeyer le gustará.

—¿Qué habrá sentido esa mona? —inquirió Bonnie—. Me pregunto si la muerte es como un sueño o sólo una pantalla en negro. Probablemente sea como descender a la nada.

George la observaba atentamente. Supo que había llegado el momento de hablar del viaje de Bonnie.

—Averiguarlo será la mayor aventura en la historia de la humanidad.

—Y te llegará la hora de ganarte el Nobel, George —comentó Clark.

—Suponiendo que podamos realizar el experimento en un ser humano —aclaró George. Ya lo había dicho. Los tres sabían que con dos bobinas más, la jaula podría albergar la masa corporal de Bonnie. Y podrían conseguir otras dos bobinas igual que habían conseguido éstas. Sin necesidad de dinero: unas cuantas mentiras y habrían colado otra orden de compra. Lo único que se interponía en su camino era la propia Bonnie.

—Alguien va a desvelar un misterio como la copa de un pino —murmuró Bonnie.

—Alguien se hará muy famosa, se convertirá en heroína. Los ojos de Bonnie se encontraron con los de George. Había captado la indirecta.

—Sé que es lógico que me elijáis a mí, pero la jaula no es lo bastante grande.

—Si Tess despierta en condiciones, será el factor decisivo. Podré conseguir dos bobinas más sin ningún problema.

Clark captó por primera vez lo que se proponía George y se puso pálido.

—A Constance no va a gustarle. No hemos hecho las pruebas que le prometimos. Tal vez nos prohíba seguir adelante.

—¡Pues no se lo digas a Constance! ¡No le cuentes nada! Limítate a hacer tu trabajo, Clark.

—Mantenerla informada forma parte de mi trabajo. Y lo sabes.

George se imaginó cómo reaccionaría Connie ante lo precipitado de sus planes:

—¡Ni hablar! No permitas que lo haga. Es tan impaciente.

Luego, al día siguiente:

—Clark, debes decirle a George que se dé prisa. Nos queda poco tiempo. —George tuvo que convencer a Clark para que no informase a Connie.

—Vamos, Clark, tú y yo sabemos lo que dirá Constance. Dirá que nos queda poco tiempo.

—Jamás la convencerás para realizar un experimento con seres humanos a estas alturas.

—¡No es asunto suyo! Soy yo quien toma las decisiones científicas. Díselo, si te parece, pero no estaré aquí cuando regreses. ¡Me es imposible trabajar con los de Stohlmeyer vigilándome por un lado y Constance por el otro!

—Tengo que informarla de esto.

—Hazlo y se acabó el proyecto. —Clark dio un respingo. Fantástico, el chico temía asumir esa responsabilidad. George siguió insistiendo—. Tess está viva.

—Eres un brujo, Clark —le recordó Bonnie—. Sé fiel a las necesidades de las brujas. Sí Constance muere antes de que iniciemos a su sucesora, ¿qué será del Covenstead?

«¡Bravo por Bonnie! Esa chica sí que era valiente».

—Tú decides, Clark. Informa a Constance y yo abandono. O haz bien tu trabajo, aquí y ahora, y los tres tendremos el éxito asegurado.

Bonnie se llevó la mano a la garganta y dijo:

—Ojalá estuviera permitido fumar aquí dentro. —Se echó a reír—. Me muero por un cigarrillo. He decidido hacerlo —dijo. Su voz tenía un no sé qué de maravillado y había miedo en sus ojos. Y muy quedo, agregó—: Quiero saber… quiero ser la primera. —Se pasó la lengua por los labios. Una vez más, George notó qué hermosa era; observó las delicadas líneas de su rostro, la inconsciente sensualidad de su boca, la franqueza de sus ojos, la quería mucho y se moría por besarla, por sentir que aquella boca se le abría. La muchacha tenía las mejillas sonrojadas.

—Serás una aventurera. Después, con tu belleza… la prensa le convertirá en una estrella.

—Constance jamás permitirá que la prensa se meta en esto —aclaró Clark.

—A Constance no le quedará más remedio —le espetó George—. Si Bonnie quiere que la prensa se entere, juro por los dioses que lo logrará.

Bonnie se acercó a los aparatos que había sobre el banco del laboratorio. Tocó las relucientes bobinas negras de los electroimanes.

—Cabría ahí dentro, tal como está, si lograses hacerla un poco más alta.

—No. Te quiero acostada, es más seguro. —No añadió que su cuerpo muerto se desplomaría si estuviera sentado y caería al suelo, arrastrando consigo todo el aparato. Bonnie dio una vuelta al banco, mirando los dispositivos. Finalmente, dijo:

—Cuando lo haya hecho, lo sabré. Voy a saberlo. —Sonrió y, al hacerlo, a George le pareció tan delicada y suave como una rosa recién abierta—. Soy una bruja de segunda, pero apuesto a que voy a causar una sensación de primera. —Sonrió con su mejor sonrisa—. Me pregunto si tendré dotes de actriz porque, si las tuviera, podría utilizarlas para hacer carrera en el cine. —Lo dudo mucho —murmuró Clark.

En el fondo, George también dudaba que Bonnie llegase a ser tan famosa fuera de los círculos científicos. Al fin y al cabo, al regresar, la única novedad que traería consigo era que la muerte es precisamente eso, muerte. Nada. Negritud. Y ahí no hay material para las crónicas de prensa.

—Serás como un astronauta —le dijo.

Bonnie se le acercó y le dio un beso en la mejilla. Se aferraron uno al otro, sintiéndose ya exploradores de lo desconocido.

Tess volvió a chillar desde su jaula, aflorándole la angustia a pesar de estar dormida bajo efectos de un sedante. Al cabo de un rato se calmó y siguió durmiendo.