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A Mandy no le hizo falta un mapa para saber cómo llegar a la finca de los Collier.

Ocupaba todo el extremo sudoeste del municipio de Maywell y se extendía más allá aún. Las tierras de la concesión original incluían los montes Stone y Storm, el valle que hay entre ambos, y una zona de ochenta mil acres en Nueva Jersey y Pennsylvania. Mandy condujo su coche por la calle Bridge hacia la entrada de la finca.

La calma llenaba el aire de la mañana. Unos árboles rojos, amarillos y anaranjados se alzaban sobre la vieja calle de ladrillos. Aquí y allá, los niños remoloneaban camino de la escuela. Junto a la calle Bridge, y a veces por debajo de ella, brillaba el arroyo Maywell bajo la luz del sol. El otoño era la época seca, por lo que el arroyo suspiraba a lo largo de su lecho lodoso y acanalado. Todo resultaba tan familiar, tan tranquilo, como si llevara ausente apenas unas horas. Pero los años habían cambiado la familiaridad de Maywell. En otra época, aquel lugar había sido simplemente la vida. Mientras que ahora, le dolía estar allí.

Mandy echó un vistazo a su reloj. Eran las nueve y veinte. Tenía que reunirse con la gran señora dentro de diez minutos. La gran señora, la peligrosa señora. De pequeña, le habían advertido que no hablara nunca con Constance Collier aunque, claro está, tampoco ella lo había hecho. Salvo sus ocasionales y prohibidas incursiones en la finca con los demás niños para observar los rituales de las brujas, sólo en un par de ocasiones había visto de lejos a la legendaria figura, sentada majestuosamente en el asiento posterior de su enorme Cadillac, mientras uno de sus serios acólitos la conducía a alguna función local.

En una ocasión memorable, las miradas de Mandy y Constance se encontraron cuando la anciana atravesaba lentamente Maple Lane en su enorme coche negro. Aquello había sido cuando la vida en casa de los Walker estaba sumergiéndose en el más profundo de los infiernos. Cada dos días, iba a parar a la basura una botella vacía de ginebra de litro y las discusiones hacían que ¿Quién teme a Virginia Woolf?, pareciese una película de los hermanos Marx.

Desde la copa de su arce, Mandy había observado el coche. Avanzaba muy despacio. Al acercarse a la casa, notó que la anciana la miraba con atención.

A veces, Mandy soñaba que aquel coche se acercaba con las luces apagadas, en medio de la noche, y a veces soñaba que la anciana señora se bajaba de él como la niebla que surca el césped, bajo la sombra del arce… entonces veía su sombra alta y severa en el vestíbulo o sentía una mano huesuda posada en su frente…

En cierta ocasión había oído a su padre gritar en el sótano, y, entre los gritos, había surgido una voz grave pero firme y la pequeña Mandy había pensado: Está en casa. Constance Collier está en casa.

A la mañana siguiente, Mandy había llegado a la conclusión de que lo había soñado.

En aquella época, Constance le había inspirado temor. Pero ahora, el hecho de que fuera bruja le resultaba indiferente. Lo que le interesaba eran las ilustraciones que le habían encargado. No había motivos que impidieran a Amanda Walker convertirse en otro Michael Hague o incluso en otro Arthur Rackham. Aparte de eso, ilustrar un libro de Grimm le ofrecía la oportunidad de expresar al máximo su arte.

Mandy estaba convencida de que sus visiones sobre los cuentos de hadas eran originales, potentes y nuevas. Sin duda, si llegaba a pintarlas, asombrarían al mundo artístico.

Lo único que se interponía entre ella y el éxito era esta última entrevista. Prometía ser difícil. ¿Cómo había descrito Will a Constance Collier? Quijotesca. Descortés. Arrogante. Y más le valía a uno no llegar tarde a una cita con ella. Jamás, había dicho Will. Por lo que recordaba de su propio pasado, a Mandy le resultó fácil imaginar que tratar con la señorita Collier sería mucho más difícil de lo que Will le había dicho.

La pared de ladrillo que marcaba la frontera de la finca con la ciudad no tardó en aparecer por la ventanilla derecha del Volkswagen. Estaba cubierta de enredaderas, pero en excelente estado. De la parte superior sobresalían unas puntas de hierro que remataban en un gancho. Tal vez, en los últimos años, las incursiones desde la ciudad se habían tornado más agresivas. Ya no se podía escalar aquel muro para saltar al otro lado, sudorosos y sin aliento, con las rodillas despellejadas y el corazón galopante.

El portal principal, por el que Mandy jamás había pasado, se encontraba bien cerrado. Mandy detuvo el coche y se apeó. El portal era sencillo, casi austero; era de hierro forjado y sus barrotes remataban en afiladas puntas. Habría podido contener una prisión. En su parte superior se veían las conocidas palabras en bronce: «Esta tierra de oscuridad», extraídas de un verso del gran poema de Constance Collier, País de las hadas: «Y ella entró en esta tierra de oscuridad, llevada de la mano por la misma neblina».

Qué tranquilo y qué antiguo era aquel lugar. Los árboles se elevaban enormes y silenciosos. El único sonido que podía oírse era el de alguna hoja que, ocasionalmente, caía al suelo con un susurro.

Detrás del portal había un sendero de tierra cuyas sinuosidades se internaban en un denso bosque que los niños siempre habían evitado, prefiriendo el camino más largo, a campo traviesa.

Mandy empujó y tiró del portón hasta que con los pies acabó arañando los ladrillos del suelo. Pero los goznes no se dignaron siquiera a crujir.

Miró a su alrededor y vio la pequeña caseta del guardián: la puerta de hierro estaba abierta de par en par. En el interior había un teléfono en desuso que colgaba de un cordón desgastado. Descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja.

—¿Oiga? —No había línea—. Estupendo. —Eran exactamente las nueve y media—. Maravilloso. —Aquello era empezar con buen pie. La despedirían incluso antes de conocer a su empleadora.

Pero no debían despedirla. Tenía que funcionar. Como fuese. O le esperaba una negra perspectiva: ilustrar cubiertas de libros o, tal vez, meterse en publicidad. Para Mandy no existía idea más horrenda que la de verse obligada a abandonar su visión y limitarse a utilizar sus habilidades. Había visto a personas así, incluso se había entrevistado con ellas en unas cuantas agencias de publicidad. Le había entrado frío al caminar por las largas filas de oficinas modernas, equipadas con sus mesas de dibujo y sus cajas de luces, y ver a aquellas personas grises acurrucadas allí, vistiendo unos tejanos de marca gastados y camisas de Yves Saint Laurent.

Pensó en la posibilidad de trepar el portal.

Entonces vio que en la parte posterior de la casa del portero había otra puerta que llevaba a la finca. Se abrió fácilmente. Al empujarla, oyó el crujido de un papel. En la parte posterior, para que no se viera desde la calle, había una nota pegada con cinta adhesiva. «Señorita Walker: Por favor, asegúrese de que la puerta quede cerrada después de entrar».

No cabía duda, por ahí debía pasar. Will T. Turner había sido muy amable al decírselo. Era un tipo realmente marginal.

Una vez dentro de la finca, se dirigió a la parte posterior del portal y lo revisó para ver si encontraba alguna especie de picaporte. No había nada.

Indignada porque nadie le había explicado estos detalles, se dirigió a toda prisa a su coche y lo aparcó lo más lejos posible del camino, luego sacó su preciado portafolio del asiento trasero y volvió a entrar a pie en la finca. En aquella gastada caja negra llevaba sus obras más importantes, todo lo que había pintado en relación con los cuentos de hadas de Grimm.

El portafolio pesaba. Mandy no podía estar furiosa con Will. Él había hecho todo lo posible. Si ella hubiera planeado las cosas de un modo inteligente, habría telefoneado a la señorita Collier la noche anterior para confirmar la cita y habría tenido ocasión de preguntarle cómo llegar a su casa.

Momentos después de haber iniciado la caminata, notó que aminoraba la marcha, a pesar del retraso que llevaba. Finalmente, se detuvo del todo. No pudo evitarlo. Se hallaba en el interior de una hermosa catedral arbórea cuyos troncos ennegrecidos se extendían formando coronas de un brillante color otoñal. Las hojas cubrían el sendero de tierra, señalando sus confines con relucientes tonalidades.

Aquello era sobrecogedor. El tiempo transcurrido en Manhattan le había hecho olvidar el apasionado silencio de los bosques. Echó a andar otra vez y entonces notó el exquisito aroma del aire, cargado del olor de las hojas en descomposición.

Aquel lugar no sólo era hermoso, oscuro y enorme, era algo más que no acertaba a definir. Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo; apuró el paso. Era como si el bosque no estuviera del todo inconsciente.

No tenía ni idea de la extensión del sendero. En todo caso, era lo bastante largo para hacerla llegar tarde. Avanzó acarreando el portafolio; intentó canturrear algo pero no lo logró.

Le bullía excesivamente la imaginación.

—Sabes que estoy aquí, ¿no? —susurró. Las hojas caían con leves sonidos. Los árboles filtraban el brillante sol matinal transformándolo en una calina dorada.

Allí, las tonalidades eran magníficas; aquéllos debían ser unos árboles muy robustos. Las plantas mueren alegremente porque están seguras de su propia resurrección. No ocurría igual con los seres superiores. Los seres que comparten el terror por la muerte definitiva son hermanos, desde el microbio al hombre.

El sendero describía una curva ascendente y terminaba en una colina, cien metros más adelante. Mucho antes de llegar a la cima, Mandy comenzó a respirar con esfuerzo. El frío de la mañana le había dado vigor. Se sentía estupendamente; todo su cuerpo cantaba.

Se preguntó cuál sería el origen de la leyenda del vigilante de los bosques. Aquel sitio estaba lleno de vida, pero no de vida humana. Los árboles eran seres enigmáticos. Sabía que el hombre había reconocido aquella diferencia al erigirlos en templos de sus dioses más misteriosos: los espíritus del bosque. Ahora, esos dioses habían caído bajo. En otra época se les adoraba en los bosques pero, ahora, habían quedado encerrados en el reducto de los cuentos de hadas bajo el nombre de gnomos.

Al fin y al cabo, la de Grimm era la red en la que el mundo cristiano había capturado a los antiguos dioses, disminuyendo sus poderes (o al menos eso creían) al convertirlos en tema de cuentos infantiles.

A este lado de la cima, llegó a un lugar más oscuro del bosque, donde los troncos de los árboles parecían más enormes y la alfombra de hojas más mullida.

Vio una cara pequeñita, muy quieta, que la espiaba desde un agujero, en la base de uno de los árboles. Era su imaginación, qué duda cabía.

Mandy se acercó y observó horrorizada aquella cosa que iba adquiriendo el sólido aspecto de algo real. Se apartó de ella lanzando un grito involuntario. Aquel sonido quedó empequeñecido por la inmensidad del lugar. La cara era bastante terrible.

Parecía imposible que algo tan pequeño, tan asombrosamente inhumano, pudiera estar allí; pero continuaba viéndolo a grandes rasgos, incluso a varios metros de distancia. Mientras lo observaba, le pareció que se arrastraba por el suelo un frío espantoso y se apoderaba de su cuerpo. Levantó el portafolio, frágil escudo, y lo colocó ante sí.

Retrocedió al otro extremo del sendero. De repente se sentía helada, casi enferma, y se resistía al impulso de echar a correr.

Su mente se esforzó por encontrar una explicación a aquella presencia imposible. ¿Sería un enano? No. Tal vez una estatuilla. Sí, eso tenía que ser.

Pero Mandy logró ver la humedad brillante de sus ojos.

Decidió salir de allí. Telefonearía a Constance Collier desde algún café seguro de la ciudad.

Su reloj marcaba las diez menos cuarto. Por teléfono, a la señorita Collier le resultaría muy sencillo decirle que se olvidara del asunto.

No tenía alternativa. La razón le decía que no se hallaba ante una criatura sobrenatural, ni ante un gnomo, ni ante una de las hadas de Constance Collier. Esos seres ya no existían.

Pero un enano loco, escapado de algún manicomio de la zona, podía ser algo muy real. ¿Y acaso no existía el Instituto Peconic Valley para delincuentes con trastornos psíquicos?

Si no lograba dejar atrás a esa cosa, debería renunciar a aquel trabajo.

Temblorosa, se aferró al portafolio y emprendió la marcha hacia la cima de la colina. Deseaba por encima de todo que la aparición del agujero se esfumase, que fuese una invención de su vivida imaginación. Pero continuaba allí, mirándola con aquellos ojos ausentes, de piedra.

Mandy se inclinó para ver un poco más de cerca lo que parecía como una pequeña estatua. Era un elfo malvado que sonreía socarrón, una criatura de las grietas y los agujeros de la tierra. Quizá fuera una mandrágora, o una pequeña fada montando guardia en las tierras del País de las Hadas.

Un bosque de hechizos fabulosos,

viejos ramajes, raíces y agujeros,

el gran dominio de Leannan…

Al recordar aquellos versos del País de las Hadas, la amenaza del bosque desapareció como niebla en descomposición. Miró a su alrededor con ojos nuevos. Aquello que antes parecía hostil, se presentaba ahora rodeado de un halo maravilloso. Se había borrado la sonrisa socarrona de aquella carita, hacía muecas para asustar a quien pudiese amenazar a su reina. Uno de sus valientes soldaditos.

Mandy se sintió encantada. Aquél era el bosque del poema. A los veinte años, Constance Collier había escrito allí el sueño de Leannan, el hada reina…

Con paso confiado, llena de alegría y asombro, Mandy emprendió el ascenso hacia la cima.

Ante ella se extendía una vista magnífica. El sendero había sido trazado cuidadosamente para aprovecharla. Bajaba serpeando a través de los verdes campos, hacia un lago enorme, cubierto de lirios y lleno de cisnes y, desde allí, atravesando los anchos pastizales, iba hacia la mansión. Era muy propio de Will T. Turner haber descrito aquel lugar como «decadente». ¿Se habría visto forzado a dejar el coche junto al portal y entrar a pie? Probablemente habría recorrido ese mismo sendero y habría pensado que la herrumbre impedía abrir el portal, que había demasiadas hojas y un exceso de cisnes en el lago y que la hierba estaba plagada de diente de león y ajonjero.

El pobre Will T. Turner no había notado que se encontraba en la Tierra de la Oscuridad, donde vivían las hadas creadas por Constance Collier.

Al salir del bosque, Mandy fue a campo traviesa, inspirando profundamente el aroma seco y punzante de los breñales de otoño; por su imaginación pasaban a toda velocidad las imágenes de los cuadros que pintaría allí.

Tanto si llegaba puntual como si no, Constance Collier tenía ya una ilustradora. Amanda Walker había decidido que no la echarían de allí, ni siquiera a punta de pistola.

«Pintaré a Hansel y Gretel en los bosques, claro está. Y el castillo de Briar-Rose desde esta vista, con los arbustos espinosos ahogando los muros bajo esta misma luz».

Dondequiera que mirase había más cosas gloriosas, estupendas cercas de madera vetusta, un almiar desbaratado, un enorme dispositivo con guadañas herrumbradas que debía haber servido en otra época para segar los campos.

Qué acertada había estado Constance Collier al dejar todo aquello en su estado natural. Si había existido alguna vez un paraje feliz, era aquél.

Oh Pollyanna, sonríe. Estás a punto de encontrarte con una anciana difícil. Constance Collier se desayuna con ilustradores. Aquella mujer había prácticamente despedido al gran Hammond Morris, al quemar los cuadros que había pintado para Viaje al alba. Cuando se enteró de ese particular, Mandy había sentido desprecio por Constance Collier. Pero entonces no le habían ofrecido este trabajo.

Al acercarse a la casa, notó su estado de abandono. La arquitectura de estilo palatino resultaba muy elegante; era un edificio de ladrillo rojo y blancas columnas, con un hermoso porche lateral curvado y unos enormes ventanales vacíos. Las hojas estaban en todas partes: tapando los desagües, tapizando los paseos, volando por el porche.

No se oía sonido alguno. A pesar del aire fresco, el brillante sol de la mañana hacía transpirar a Mandy. El portafolio le resultaba cada vez más pesado, y se alegró de poder apoyarlo en la pared cuando, por fin, llegó a la casa. Subió entre las altas columnas desconchadas y buscó el timbre. Tuvo que contentarse con golpear a la puerta.

El eco de sus llamadas resonó en el interior. No recibió ninguna indicación de respuesta, ni una voz, ni el sonido de unas pisadas. Cuando volvió a llamar, se sobresaltó al oír un batir de alas en el extremo del porche. Seis o siete cuervos enormes que volaban en círculos en el patio delantero fueron a posarse en un roble y empezaron a graznarse unos a otros.

—¡Hola!

El sonido de su voz hizo que los cuervos levantaran otra vez el vuelo. Iban de un extremo al otro del patio lleno de maleza y, cada vez que giraban, sus alas restallaban en el aire.

Cada vez que llamaba, la puerta se sacudía. Era evidente que no estaba cerrada con llave. Diciéndose que los ancianos eran duros de oído, Mandy giró el ennegrecido picaporte de bronce y abrió la puerta.

Una vez dentro, se encontró ante un vestíbulo central en penumbras con habitaciones a ambos lados. La alfombra del vestíbulo era vieja pero hermosa y las luces elegantemente aflautadas. Mandy pulsó los botones de los interruptores pero las luces no se encendieron. Las miró; los restos de cera le indicaron que aquellos dispositivos servían ahora de portavelas. En mitad del corredor, en un trastero abierto, se veía un flamante aspirador Panasonic. Al menos todavía había electricidad en la casa. Aquel toque de tecnología moderna le infundió esperanzas, hasta que se dio cuenta de que la máquina no sólo era nueva, sino que todavía no la habían desembalado. Seguía envuelta en una bolsa de plástico; de hecho, el material de embalaje se encontraba al fondo del corredor, en la cocina. Alguien lo había estado embalando, quizá para devolverlo.

Mientras se internaba en la casa, los cuervos se fueron amontonando en el porche de delante, graznando y peleándose entre ellos; el eco de sus chillidos resonaba en el silencio. Pero, cerca de allí, se oían otras voces amortiguadas.

—Has de tener más cuidado —decía un hombre. Era un anciano y hablaba con un hilo de voz.

—Tengo que continuar —respondía una anciana—, ¡por la Diosa, estoy a punto de lograrlo!

—¿Señorita Collier?

En lo alto de las escaleras se oyó un resuello y, después, silencio. Mandy presintió que había interrumpido una conversación muy privada. Habría regresado hacia la puerta principal, pero se encontraba ya más cerca de la cocina y salió a toda prisa por la parte trasera.

En el centro de la cocina había una mesa de roble macizo: sus patas finamente talladas representaban gárgolas y vides. Sobre la mesa había un tostador, de los que se usan en las chimeneas, y una hogaza de pan de pasas casero parcialmente cortada.

Al atravesar la cocina, Mandy advirtió que había velas en la lámpara que pendía del techo.

Entonces vio algo realmente sorprendente: en el fregadero, en lugar de un grifo normal, había una antiquísima bomba manual de hierro. Detrás de la bomba, adosado a la pared, había un pequeño calentador de agua, como los que Mandy había visto en los hoteles baratos donde se había alojado en su viaje a Europa.

A la derecha del fregadero estaba la cocina, un enorme monstruo de hierro de ocho fogones, alimentado a leña. En las puertas del horno, tallada en el hierro, aparecía la marca: «Amanecer Real». La bruja podía haber asado a Gretel en un horno así, y todavía le habría sobrado espacio para colocar un par de enormes marmitas.

La embargó una sensación de miedo infantil. Jamás había visto aquel lugar, pero Jimmy Murphy y Bonnie Haver habían logrado colarse y habían visto a una hermosa joven guisando en aquella misma cocina.

—Era bonita, pero el fuego se le reflejaba en la cara —le había contado Jimmy—. Daba tanto miedo que creí que iba a mearme en los pantalones.

Aquello había ocurrido hacía ya diez años; para Mandy era media vida. Si Constance lo recordaba, probablemente le parecería ayer.

Del otro lado de la ventana de la cocina, le llegó a Mandy el primer sonido claro que oía desde que entrara en la casa. La sorprendió. Un sonoro chapaleo, seguido del boing bien nítido de la tabla de un trampolín.

¿Acaso Constance Collier, una mujer de más de ochenta años, estaría nadando en pleno otoño? Mandy salió por la puerta trasera, recorrió una enorme pared de ladrillo, que rodeaba una maraña de cedros. Entonces se encontró con otra sorpresa. El sendero terminaba en unos escalones de ladrillo y éstos conducían a un jardín formal y desgreñado, que rodeaba una piscina taraceada de elaborados mosaicos que relucían bajo el agua agitada.

Un joven, esbelto y pálido, con la rubia cabellera ondeando tras él en el agua, como si fuera humo, nadaba vigorosamente de un extremo al otro de la piscina.

—¡Hola!

Sin prestarle atención, hizo otra piscina nadando.

—Disculpe, por favor.

Se detuvo y se cogió al borde de la piscina. Cuando se puso de pie, con el agua hasta la cintura, Mandy se dio cuenta de que estaba desnudo. Le dio mucha rabia que aquello la turbara y dijo muy deprisa:

—Lamento molestarlo, busco a la señorita Collier.

—¿No está en la casa? —inquirió, sin hacer el mínimo esfuerzo por ocultarse. Mandy procuró no apartar los ojos de su cara.

—He llamado, pero nadie me contesta.

—Se supone que está ahí dentro, discutiendo con mi padre. —Salió del agua, cogió una toalla que yacía en el césped y comenzó a secarse—. ¿Estaban allí sus pájaros?

—¿Sus pájaros?

—Los siete cuervos. Casi siempre están con Constance. Si ellos andaban por ahí, lo más seguro es que ella también.

Cuando el muchacho se le aproximó, con la toalla sobre los hombros, Mandy notó que era mucho más joven de lo que parecía. Tendría unos dieciséis años. Un vello adolescente le cubría el labio superior.

—Soy Robin —le dijo. Mandy supo que se estaba sonrojando; Robín era muy, pero muy hermoso, en todos los aspectos que le gustaban en un hombre. Tenía unos músculos firmes pero no abultados. Su piel era suave, pero no por eso parecía blando. Y sus genitales eran… bueno, bastante completos.

El muchacho llevaba rato con la mano tendida cuando ella se dio cuenta. Mandy se la estrechó. Él la sujetó con firmeza, se la llevó a los labios y la besó. Sintió en la piel la tibieza de su aliento. Robin sonrió ligeramente y, al bajar la vista, notó su propia turgencia. Mandy luchó por no echarse a temblar y, para sus adentros, maldijo el rubor que le teñía las mejillas.

—Soy Amanda Walker —anunció con voz firme—. La ilustradora. Voy a trabajar con la señorita Collier en los cuentos de Grimm.

—No sé nada de eso —dijo Robin, meneando la cabeza—. Tal vez Ivy pueda ayudarte. Es mi hermana —comentó, aproximándose más a Mandy. La muchacha logró verle los dientes detrás de los labios entreabiertos. Su sonrisa era tan sutil que lograba traslucir pasión y amabilidad al mismo tiempo. Nada podía leerse en aquellos ojos de obsidiana que contrastaban extrañamente con el cabello rubio y la soleada piel nórdica—. Mi hermana está tomando el sol en el laberinto, allí no le llega la brisa.

Mandy no se había dado cuenta de que la enorme maraña de cedros que ocupaba el centro del jardín era, o había sido, un laberinto. Se alegró de poder alejarse de aquel joven. Había tenido el descaro de no cubrirse siquiera con la toalla.

Así, de cerca, el laberinto desprendía un fuerte olor a aceite de cedro. Mandy encontró la entrada y se adentró un corto trecho. Los renovados chapaleos de Robin fueron absorbidos por la espesura. Sólo le llegaban los débiles graznidos de los cuervos. La maleza cubría de tal forma el sendero de creosota que Mandy tuvo que ponerse a gatas para poder avanzar.

El laberinto no era complicado, porque una cuerda indicaba el camino. No era de extrañar; no era nada divertido abrirse paso por aquellos pasillos enmarañados, llenos de telarañas y pegajosas bolas de cedro.

En el centro del laberinto se encontró con otra gran sorpresa, un maravilloso jardín secreto. Tendría unos tres mil metros cuadrados y estaba poblado de estatuas. Todas las figuras eran personajes de los libros de Constance Collier: allí estaba Pandoric, el malvado niño con cuernecitos; frente a él, Drydana, su madre, que tenía el poder de convertirse en pájaro carpintero. A ambos extremos del jardín se encontraba Braura, la enorme doncella osa, alzada en dos patas, con las garras de bronce brillando al sol; frente a ella estaba Elpot, el Rey de los Gatos, que tenía una oreja cortada y sabía, entre otras cosas, cómo volar. En el centro, sobre un pedestal de mármol, se alzaba el Hada Reina, la pequeña Leannan, la mayor creación de Constance Collier. Aparecía estupendamente esculpida, con su cintura delgada y sus brazos de alabastro, la nariz firme, los labios delicados y sus enormes ojos grises. El escultor no sólo había captado la descripción que hiciera del personaje la señorita Collier, sino el profundo salvajismo que empujaba a Leannan a correr alocadamente por los bosques, «lanzando la salvaje cazadora tales gritos que helaba los pasos de quien ella buscaba».

—Disculpe usted, ¿puedo saber quién es?

—¡Cuánto lo siento! Es que la estatua… soy Amanda Walker, la ilustradora. Tenía una cita con la señorita Collier.

—¿Tenía que reunirse con ella aquí?

—No exactamente en este lugar. Pero sí, aquí, en la finca.

Ivy rebuscó entre las pertenencias que había esparcidas a su alrededor, sacó un reloj con esfera azul y dijo:

—Son las diez y media. Constance sigue con mi padre.

—¿Sabe si me estaba esperando?

—No lo sé. He estado aquí casi toda la mañana.

Ivy era tan hermosa como su hermano. Su presencia incomodó a Mandy mucho más que la de Robin. Había en el aspecto de aquella jovencita algo confuso: sus brazos y piernas de músculos firmes, los pechos pequeños cubiertos por el escueto traje de baño negro, su rostro suave y gentil, los ojos oscuros, llenos de humor. Mandy se preguntó que ocurriría si una mujer como aquélla la abrazara.

—Me temo que he llegado terriblemente tarde. Tenía que haber estado aquí a las nueve y media. —La muchacha miró a Mandy como si se tratara de una loca—. Ha sido un error —continuó Mandy, apenada—. Le ruego que me ayude.

—Parece usted desesperada —observó Ivy con una sonrisa.

—Sé que no le gusta la impuntualidad. Este trabajo es muy importante para mí. Y se me ha hecho tan tarde…

—A ti te perdonará, Amanda.

—¿Podrías decirme dónde encontrarla?

—Fíjate en lo que tengo aquí. —La muchacha se agachó y recogió un enorme libro ilustrado a todo color que Mandy reconoció de inmediato.

—¡La edición Hobbes del País de las Hadas!

—Firmado y pintado a mano por Hobbes para Connie. ¿No es precioso? —Casi con indiferencia, entregó a Mandy el valioso ejemplar.

—Es… es extraordinario. ¡Ni siquiera sabía que existiese! —Bajó la vista y observó la cubierta de cuero. Lo abrió con reverencia. En el interior había una foto de Hobbes sentado sobre el pedestal de aquella misma estatua, junto a una Constance Collier mucho más joven. El ilustrador llevaba una pajarita al cuello y una camisa a rayas, arremangada hasta los codos. Constance lucía un vestido largo, con el corpiño de encaje. Sus negros ojos celtas observaban alegremente a su compañero, que parecía un tanto sorprendido.

Aquel libro no estaba ilustrado con aguafuertes, tal como había supuesto Mandy, sino con las delicadas acuarelas originales que les habían servido de modelo.

Una acuarela de Hobbes, y de aquella calidad, valdría unos cinco mil dólares. ¿Y cuántas habría en total? Por lo menos veinte.

—¡Dios mío!

Mientras Mandy admiraba las ilustraciones, Ivy recitó:

Con los ojos perlados de rocío,

en la muerte se hunde Leannan,

se desploma sobre el lecho sombrío de Braura,

la temible doncella osa.

A Amanda le sorprendió la erudición de Ivy.

—¿Conoces País de las Hadas?

—Por supuesto. ¿Por qué crees que Robin y yo estamos aquí? Somos estudiantes, igual que tú. —Yo soy ilustradora.

—Ése sólo fue un pretexto para obligarte a venir. Ya verás Tiene muchos planes para ti.

En ese mismo instante, surgió una voz de entre los cedros:

—¡Aquí estás, tonta fisgona! ¡Sal de ahí! ¿Por qué no subiste? Seguro que has oído lo que hablábamos.

—¿Señorita Collier?

Una mujer alta y delgada, con un traje manchado de polvo apareció entre los arbustos. Se presentó ante ellas quitándose las telarañas y las ramitas que llevaba colgadas de la ropa.

—En nombre de la Diosa, ¿qué haces tú aquí? ¡Vaya! ¿Qué es lo que tienes en las manos, niña tonta?

Mandy estaba horrorizada. No atinó a hacer otra cosa que alcanzarle a aquella extraña mujer el valiosísimo libro y esperar que Ivy admitiera su culpa.

—¡No me lo des a mí! Se me caería al regresar a la casa. ¡Ten cuidado! ¡No dejes que el cuero se rasgue en las ramas de los cedros, se estropearía! ¡No entiendo cómo se puede ser tan descuidado! ¡Andando!

Mandy acunó el precioso libro entre sus brazos y fue tras Constance Collier con el corazón galopante. Una vez en el laberinto oyó una risita suave y advirtió que Robin había salido de su escondite para reunirse con su hermana y que ambos disfrutaban de la broma.

Mandy siguió a Constance a través de la cocina y entraron en la espaciosa biblioteca, donde los estantes estaban cargados de encuadernaciones en piel de becerro y tafilete. Se produjo un pesado silencio, interrumpido únicamente por los graznidos de los cuervos. Finalmente, Constance habló.

—Ponlo sobre la mesa, allí. Y ahora, jovencita, ¿es que te has vuelto loca? No me cabe otra explicación. Mira que entrar aquí para sacar de la biblioteca el mejor libro que poseo y, para colmo, meterte con él en el laberinto… Es un crimen.

—Yo no…

—¡No quiero excusas! Si quieres trabajar conmigo, lo primero que debes aprender es a no excusarte. Detesto las excusas.

Mandy sabía que se estaba sonrojando y le dio mucha rabia. Eso de sonrojarse era una maldición. Pero no podía evitarlo. No le quedaba más que aferrarse a la esperanza y seguir adelante.

—Señorita Collier, he traído mi portafolio. Le enseñaré las ideas que tengo para las ilustraciones de Grimm. —¿Debería haber agregado que en su portafolio estaban todas las ideas realmente valiosas que se le habían ocurrido para los cuentos de Grimm y que constituían lo mejor de toda su vida de trabajo? No venía a cuento. Los bosquejos y pinturas hablarían por sí mismos.

Constance Collier metió el ejemplar de Hobbes en una funda que había sobre la mesa tapizada de cuero de la biblioteca.

—Por si alguna vez te lo has preguntado, te informo que mató a mi marido. Hobbes mató a Jack.

Mandy recordó que Jack Collier había muerto a principios de los años veinte, en circunstancias extrañas. Había sido un accidente de caza o algo así.

—No lo sabía.

—Le disparó. Nos disparó a los dos —aclaró y se quedó mirando el libro durante unos momentos—. Vienes muy recomendada —dijo, y levantó la vista; era la primera vez que Mandy lograba verle bien el rostro. Tenía el sorprendente aspecto simiesco que suele producirse con los muchos años. Aquí y allá quedaban aún vestigios de la legendaria belleza de la juventud, las cejas tremendamente rectas, la nariz angulosa y fina. Sin embargo, los labios, misteriosos y plenos, habían desaparecido, al igual que la sorprendente sensualidad de la piel que Stieglitz captara en los retratos que de ella había pintado.

Por extraño que pareciera, los mismos años que habían devorado su sensualidad habían rodeado a Constance Collier de un misterio más profundo aún: a pesar de su aspecto laxo y consumido —era casi tan delgada como una hoja— sus ojos brillaban con una luz intensa. A Mandy le entraron unas inmensas ganas de conocer a aquella mujer. Unos ojos así debían esconder cosas maravillosas, de lo contrario, ¿por qué iban a brillar así?

A Mandy no le resultó difícil imaginarse convertida en discípula de Constance Collier. Se desvelaría por fin el misterio de la infancia. Más aún, se sentía fascinada por aquel lugar, por la antigua cocina, las velas, el laberinto, los extraños adolescentes. ¡Debía conseguir que la dejaran quedarse!

—Creo que he dejado mi portafolio en el porche.

Mientras Mandy se dirigía a la puerta principal, el graznido de los cuervos se iba haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en una cacofonía amarga y enloquecida, plena de pasiones inescrutables.

La bandada se elevó como un penacho de humo irascible cuando Mandy abrió la puerta.

Se quedó boquiabierta. Su grito estaba tan cargado de ira, que se vio obligada a cerrar firmemente los labios.

Los cuervos habían roto a pedacitos el portafolio y sus dibujos, y los habían esparcido por el patio.

Mandy se quedó mirando fijamente la escena sin dar crédito a sus ojos. Estaba destrozada. Aquellas criaturas sin cerebro habían despedazado su pasado, lo mejor de su obra.

Apenas se dio cuenta cuando se le acercó Constance Collier sigilosa, con una mirada de comprensión en el rostro, y le colocó una mano consoladora sobre el hombro abatido.