3

George dejó caer en el suelo del laboratorio el colchón que había traído del coche.

—¿Qué rayos es eso? ¿Vas de campamento?

—Vivir aquí es la única forma segura de vigilar el laboratorio. El hermano Pierce tiene a sus lacayos en la oficina del sheriff. Para guardarnos las espaldas, hemos de suponer que también los tiene entre los policías del campus.

—No se me había ocurrido pensarlo. —Clark tocó el colchón con la punta del pie—. Supongo que tienes razón.

—Tengo razón. Esta ciudad es de Pierce, no de Constance, un hecho que pasamos por alto, con todos los peligros que implica.

—A Constance le supo muy mal cuando se enteró de lo ocurrido. Te envía sus mejores deseos.

—¿Por qué no me envía un hechizo efectivo contra ese cretino? Clark, hablemos claro, Constance debe apoyarme, de lo contrario será mejor que me abandone. En esto no hay términos medios.

Clark lo miró fijamente.

—Es inevitable que adopte una postura ambigua, dadas las consecuencias personales a las que se enfrenta si llegas a tener éxito.

George suspiró. No podía culpar a Constance Collier. Entendía por qué lo rechazaba; su trabajo estaba relacionado con la transferencia de poder en el Covenstead. Evidentemente, aquello era muy duro para Connie. Cuando una hoja cae, otra ocupa su puesto. El árbol continúa viviendo pero, para la rojiza hoja otoñal, es una catástrofe.

Tiene que aceptarlo. Se está haciendo vieja. Dios santo, si la iniciaron con un disparo en la cabeza. Debería estar contenta de que la ciencia le evite a Amanda esos riesgos.

No hay nada que pueda evitar los riesgos. El riesgo está del otro lado. Podrías asegurar que el cuerpo va a regresar vivo, pero nadie puede tener la certeza de que el alma encuentre el camino de regreso.

—Eso es lo que Connie dice. Pero, al menos, el heredero del alma tendrá un cuerpo al que volver. En el pasado no siempre ocurría así.

—El problema radica en que no siempre desean volver.

—No es nuestro problema. Nosotros sólo somos responsables del cuerpo. Y hablando de cuerpos, será mejor que nos pongamos a trabajar y comprobemos si nos han tendido alguna trampa.

Clark se dirigió a su estación. Comenzó a comprobar las partes más importantes del equipo, los dispositivos que detenían y volvían a poner en marcha el campo eléctrico intercraneal. Con este aparato aprendían a encender y a apagar cerebros como si fueran interruptores eléctricos.

—¿Cuán seria crees que podría ser esa trampa?

—¿Qué pasa, hay algún problema? —inquirió George acercándose a él.

—Todavía no. Se me ha ocurrido pensar que esto podría explotarme en la cara. Esa trampa de la que hablas podría ser una bomba, si es que van en serio.

—Supongo que Simón Pierce no es un terrorista. —No obstante, después de pensarlo, se preguntó si no se encontrarían en un peligro mayor del que imaginaba.

Evidentemente, Clark compartía la preocupación de su jefe.

—Han matado a más de una bruja, George.

—¿Los Gregory? —Se refería al incendio en casa de los Gregory, ocurrido el invierno pasado. Se suponía que había sido un accidente. Los cuatro miembros de la familia habían muerto en el interior de la casa. Libby Gregory era suma sacerdotisa de uno de los conciliábulos de la ciudad.

George escudriñó la selva de cables que conducían hasta la cámara de aislamiento en la que habían matado y resucitado a la rana. Su mirada se paseó por los conductores rojos hasta cada conector electromagnético. Buscaba un nuevo cable que saliese reptando de aquella maraña hacia Dios sabía dónde.

—Creo que está en orden.

—Será mejor que nos apartemos, por si acaso. Y avisa a Bonnie.

—Haremos algo más. Conecta los interruptores y luego pondremos en marcha el generador desde la otra sala. Y abre todas las ventanas.

Se dirigieron a la sala principal de control. Más allá, en la sala de animales, se veía a Bonnie limpiando jaulas.

—Oye, Bonnie, vamos a encender el transformador elevador. Agáchate y ponte a cubierto, cariño.

—¿Qué pasa?

—¿Qué te parece? Te digo que te agaches y te pongas a cubierto, y lo primero que haces es asomar la nariz. ¿Y si nos estuvieran atacando? ¿No te das cuenta de que una descarga atómica podría lanzarte a mil doscientos metros de aquí convertida en polvo? A menos que te agaches y te pongas a cubierto, en cuyo caso te quemas a fuego lento.

—George, eres un tipo curioso.

—Curioso y sensacional, pequeña mía. Si logramos sobrevivir a esto, quisiera irme a la cama contigo.

—Clark, destrózalo.

—Clark, no le niegues a un viejo sus placeres.

—Bonnie no me interesa. Tengo otros planes.

Al oírlo, Bonnie se encolerizó.

—Claro, Connie te casará con alguna sacerdotisa púber para que tú te ocupes de los niños mientras tu mujer se pasa la noche cubierta de ungüentos follándose a los sacerdotes, ¿no?

—Podrías vivir en el Covenstead si aceptases sus reglas —le recordó Clark suavemente—. Te sentaría muy bien.

—Supongo que soy demasiado rebelde para ello. Cuando voy allí y huelo tanto alimento sano me entran unas ansias irrefrenables de comerme por lo menos cuatro Big Macs. Prefiero ser una bruja de ciudad, así no tengo que vivir de acuerdo con ninguna regla.

—No vivimos de acuerdo con ninguna regla, Bonnie. Entre todos decidimos cómo debemos vivir.

—Lo cual significa que estás dispuesto a menear la escoba para las que no llevan ungüentos y a recibir órdenes de adolescentes.

—Es una idea completamente errada. En el Covenstead no hay jerarquías fijas. Bonnie, me gustaría que probaras al menos durante un par de semanas…

—Vale, muchachos, no nos pongamos a discutir el tema en estos momentos; podríamos estar sentados sobre el artefacto del hermano Pierce, con rumbo a Hiroshima. Le he dado potencia al transformador. Abriré las vías de alimentación.

George se metió en la sala de animales junto con Bonnie y cerró la puerta.

—George, ¿de verdad hay peligro o es que la paranoia pudo más que tú?

—Hemos de tomar precauciones. Después de todo, entraron ni el laboratorio.

—Por cierto, el resto de los animales se encuentra bien —le comento Bonnie—. Sólo falta la rana.

—La rana —repitió George meneando la cabeza.

—Les hice un análisis de sangre a Tess y a Gort para asegurarme de que no les han inyectado ningún veneno de acción retardada. Están en plena forma.

—Las pequeñas bendiciones son bien recibidas en este lugar empobrecido. No podemos permitirnos el lujo de comprar otros macacos rhesus.

—Las vías de alimentación están abiertas —anunció Clark—. Activaré la jaula.

—Espera. Sal de ahí.

—Tengo que tomar las lecturas. Si nos excedemos, quemaremos la instalación.

—Podría ser peligroso.

—Constance me asignó a este laboratorio —dijo Clark, apretando las mandíbulas. No tuvo que dar ninguna explicación más. George entendía la lealtad de las brujas hacia su reina. Como miembro de un conciliábulo de la ciudad, George también sentía esa lealtad, aunque con menos fuerza.

Las luces se oscurecieron cuando Clark activó el intensísimo campo magnético que constituía el corazón del dispositivo. Era tan potente que los electrones de su interior tendían al éxtasis. Los motores eléctricos del campo se detendrían, las baterías dejarían de emitir energía. Y los sistemas eléctricos sensibles, como los cerebros y los nervios, dejarían de funcionar. Unos segundos en aquel limbo magnético bastaban para detener el sistema nervioso de un animal y dejarlo efectivamente muerto, aunque ileso. Evidentemente, con el tiempo, las células comenzarían a deteriorarse. Pero, antes de que eso ocurriera, el animal podría ser devuelto a la vida desactivando el campo y reanimándole el corazón.

El sistema era potencialmente más seguro que la anestesia y la suspensión de las principales funciones corporales abría una serie de posibilidades quirúrgicas impensadas. George sentía que su trabajo tenía muchas más posibilidades que las deseadas por Constance, quien pretendía utilizarlo en el antiguo ritual de la iniciación. Si las cosas salían bien, tendría por fin la posibilidad de pasar a la inmortalidad. Soñaba con el Nobel, con una cátedra en el MIT (Massachusetts Institute of Technology), se veía paseando por los apartados caminos de Cambridge, vistiendo un desaliñado traje de paño, maduro tanto en edad como en honores.

No obstante, en esos momentos, lo más importante era el ritual de las brujas. Le encantaba aquel arte, su espíritu y sus objetivos. Y el peligro y el drama que encerraba la verdadera iniciación, el paseo por el mundo de los muertos: era la aventura humana más grandiosa y se sentía feliz de poder participar en ella.

En Occidente, el antiguo ritual se conservaba sólo en el Covenstead. Animistas como los indios norteamericanos habían dejado de practicarlo. Entre los apaches, para convertirse en chamán era preciso arrojarse de un precipicio. Los que sobrevivían pasaban la iniciación. Los que morían, morían.

George escuchó el ronroneo del aparato. Sonaba estupendamente.

—¿Qué tipo de lecturas recibes, Clark?

—Parece que todo está en orden. No hay pérdidas extrañas de energía, ni signos de daños.

George regresó al laboratorio principal. Puso una mano sobre el hombro de Clark y le dijo:

—Fuiste muy valiente al quedarte aquí dentro.

—Un riesgo calculado. Supuse que aunque lo desearan no tendrían suficientes conocimientos técnicos para conectar una bomba a este sistema.

—Aun así…

Clark desactivó el campo. Las luces volvieron a titilar, y la jaula emitió un sonido ligero y seco. Un fuerte olor a ozono llenó el aire. George pulsó el interruptor del suelo que encendía los ventiladores. Notó que temblaba. Le sorprendió que el equipo no hubiera sufrido daños.

De repente, se echó a llorar. La mayoría de los hombres habrían apartado la vista, incómodos. Sin embargo, fiel a la costumbre de las brujas, Clark rodeó a George con los brazos y lo consoló.

—¿Sabes? —dijo en voz baja—, no importa que todo sea muy difícil, tenemos que seguir adelante. No pretendo ser sensiblero pero, francamente, nuestro trabajo ayudará a mucha gente. Tenemos una misión y no debemos olvidarlo.

Bonnie entró en el laboratorio principal y le puso la mano en el hombro.

—George, estamos contigo. Estoy contigo.

George deseó que fuese Bonnie quien lo abrazaba. Pero, cuando Clark lo soltó, la chica consideró que la escena había concluido y se dirigió a la sala de animales.

Después siguió el silencio: no resultaba agradable saberse sitiados. Cuando caló hondo, esa dura verdad no hizo más que aumentar el desasosiego.

—Lo que no entiendo es cómo Pierce pudo llevarse precisamente la rana con la que estábamos trabajando —dijo George—. ¿Cómo supo cuál era?

—El terrario aislado —repuso Clark—. Está separado del resto.

—Supongo que será así. Espero que no volvamos a saber de él.

Clark dejó de trabajar. Durante un momento se mostró reacio a hablar. Daba la impresión de estar reuniendo una especie de fuerza interior.

—Francamente, George, el tal hermano Pierce tiene más poder en esta ciudad de lo que tú imaginas. Reconozco que últimamente ha tenido problemas con la participación de los feligreses, al menos si hemos de creer lo que dice la prensa. Pero ese hombre tiene más carisma en el dedo gordo del pie que el demagogo corriente con hálito de fuego en todo su corpas delicti. Tendrías que ver el campus los domingos por la mañana, cuando el hermano Pierce predica algún tema de los grandes. Está vacío. Y no es que la gente prefiera quedarse en cama, sino que están en el tabernáculo, participando en el culto estudiantil dominical. Hasta el número de drogadictos de Bixter se está reduciendo considerablemente. Nos estamos convirtiendo en una universidad bíblica.

—Nos pasa por aceptar a todos esos campesinos palurdos de Jersey. Tendríamos que buscar gente fuera del estado.

—Lo que quiero decir es que ese tipo nos tiene rodeados. Está en todas partes. Si un predicador fundamentalista puede lograr que la gente se mueva en el campus de una universidad moderna, es imparable. Y el hermano Pierce es el dueño del estado de Maywell. Así de simple.

—¿Qué alternativas nos quedan? ¿Cerrar el laboratorio e irnos a casa?

—En mi opinión, se trata de reunir coraje y trabajar deprisa. Incluso prescindiendo del problema de los fondos. Cuanto más tardemos, más problemas nos causará.

—¿Qué sugieres?

—Mandar al infierno los protocolos experimentales y dedicarnos al gran experimento. Creo que deberíamos pasar directamente a las pruebas con los monos rhesus. —Clark estaba ojeroso—. A pesar de los problemas con los que vamos a encontrarnos.

—¿Qué me dices de la gente de Stohlmeyer? Estaríamos violando nuestros propios protocolos experimentales.

—Tenemos una obligación. —Le tembló la voz—. Constance me ha dicho que queda poco tiempo, que no puede esperar mucho más.

—Es muy arriesgado.

—¿Y qué ocurriría si incendiaran el laboratorio o nos pusieran una bomba? Ese riesgo sería mucho mayor.

Dado que la salud de los monos estaba ya bajo observación, les llevaría menos tiempo preparar el experimento con ellos que repetirlo con otra rana. Además de comprobar la salud del animal sometido al experimento, debían medir los pequeñísimos voltajes de su cerebro y ajustar todo el instrumento a esos voltajes para que la criatura no sufriera un cortocircuito cuando anulasen sus campos eléctricos internos. Era una tarea larga y compleja. Pero ya llevaban semanas tomando mediciones periódicas de los monos. En parte, Clark tenía razón. Sería mucho más rápido pasar a trabajar directamente con los monos y olvidarse de las ranas. Los riesgos eran claros: si fallaban, Stohlmeyer les anularía la provisión de fondos. Además, existía la dificultad del equipo.

—Los monos son mucho más grandes que las ranas. ¿De dónde sacamos el dinero para ampliar el campo?

Con aire desconsolado, Clark sacó la tarjeta VISA de la billetera y anunció:

—Es todo lo que tengo.

—¿Con la tarjeta de crédito conseguimos tres mil dólares?

—Desgraciadamente, sólo mil. Y a menos que me equivoque, tú podrías obtener otros mil. ¿O es que Kate te dejó arruinado?

La respuesta de George resonó en el laboratorio que olía a animal.

—Podré aportar otros mil sólo si consigo un préstamo dando como garantía el coche.

—Podríamos pedirle a Constance. No sería una gran cantidad. Seguramente nos podrá dar el dinero sin delatar la relación que existe entre el laboratorio y el Covenstead.

—George, sabes lo conservadora que es, jamás le sacarás nada —gritó Bonnie desde la sala de animales.

—Quiere que nos demos prisa, pero le molesta que matemos a unos cuantos animales. ¡Y, para colmo, no nos prestará nada! Una de dos, o Constance se compromete en esto o será mejor que lo olvide. Díselo, Clark. Si no me da el dinero para ampliar las jaulas, arrojo la toalla.

—No, George, no vas a arrojar la toalla. Sabes que no podemos arriesgarnos a tener relaciones financieras con el Covenstead. Además, tú necesitas lo de Stohlmeyer. De lo contrario, ¿cómo lograrás el reconocimiento del mundo exterior? ¿Una investigación respaldada económicamente por la brujería? Vamos, hombre.

—Constance podría encontrar el modo —gritó Bonnie—. Lo que pasa es que es una tacaña.

Clark no prestó atención y dijo:

—Nos arreglaremos, George, de un modo u otro. Ojalá fuera rito, así podría aportar todo lo que hace falta. Y ya que Bonnie está tan comprometida en esto, quizá pueda echarnos una mano.

A George se le iluminaron los ojos.

—Oye, Bonnie, es una idea estupenda. No me cabe duda de que invertirás un dinerito en tu brillante profesor.

De la sala de animales le llegó una sonora carcajada. George abrió la puerta que comunicaba ambas habitaciones, dejando que en el laboratorio entrara un vaho mucho más potente. Agua estancada y pis de rana, plátanos pasados y mierda de mono.

—Es nuestro pan, Bonnie. El de nosotros tres.

—Si mal no recuerdo, estoy aquí con una beca. ¿De dónde voy a sacar el dinero?

—Cariño mío, compras mucha droga en Bixter —le dijo Clark—. Te he visto marcarte una dosis de cuidado de un solo golpe.

—Pero, vamos a ver, ¿qué eres tú, el detective de la casa? ¿Acaso en el Covenstead nos tienen a todos fichados?

—Eres una pobre mujer. Eres bruja y todavía no eres libre. Sabemos que la diferencia entre el bien y el mal es ilusoria. Pero también sabemos que no hay que confundir ambas cosas.

—Qué bien.

—La verdad es que sabes que en el Covenstead a nadie le importa si eres una niñita mala o no.

—Claro que no, se limitan a sonreír condescendientemente…

—¡No les importa! Eres sierva de tus culpas. Pero las culpas son tuyas, Bonnie. Deberías tomar ejemplo de Constance. Ella sabe lo que es ser libre.

—Bonnie esclava, Connie libre. Me suena a hechizo.

—No logro metértelo en la cabeza. No comprendes que lo malo es la culpa.

—Déjate ya de condescendencias, me fastidia el rollo ese de yo soy más bueno que tú —sugirió Bonnie con sarcasmo—. Me aburres. Puedo llegar a ser una bruja estupenda sin tu ayuda, Clark.

Clark entró en la sala de animales meneando la cabeza y le dijo:

—Concentrémonos en el problema que tenemos entre manos. Si no logramos conseguir tres mil dólares para ampliar el campo de los rhesus, no tenemos nada que hacer.

George siguió a Clark. Bonnie se disponía a preparar una rana para las pruebas físicas.

—Si reducimos el tiempo de observación a cuarenta y ocho horas, el jueves por la noche estaremos dispuestos para esta preciosidad.

—Bonnie, cariño, le sale una papilla amarilla por el ano —le dijo Clark.

—Es ungüento A & D. Se lo puse para tomarle la temperatura.

—Lo que dice Clark tiene sentido, Bonnie. Si ampliáramos el campo, mañana mismo podríamos trabajar con el rhesus. En cuanto consigamos las bobinas.

—No tengo dinero. Y tampoco podremos amenazar con una barra de hierro a los de contabilidad para sacarles otra orden de compra. O sea, dejadme acabar las mediciones de este batracio.

—Bonnie, entre los dos podemos conseguir dos mil dólares. Seguro que tú podrás reunir los mil que faltan.

—Te equivocas.

George se le acercó. Había dos maneras de definir a aquella brujita: primera, era exquisita y deliciosa; segunda, era una muchacha muy tozuda. Por las noches, recorría a nado sus sentidos. Pero sólo en la fantasía. No se tomaba en serio a su viejo profesor.

—Incluso en la sala de animales hueles como un ángel. —La muchacha le sonrió—. Bonnie, sabes muy bien lo que todo esto significa para mí. Ya he pasado los cincuenta, bonita.

—Soy plenamente consciente de ello.

—Es obvio que además de convertirme en un hombre sexualmente interesante, como sin duda me consideras, significa que moriré siendo un viejo triste si no logro sacar a flote el experimento. Tú eres joven, tienes la vida por delante. Pero ésta es mi última oportunidad, cariño. Después vendrá el ocaso y se acabó.

Bonnie devolvió la rana al terrario y le dijo:

—George Walker, eres un hipócrita, un tipo fascinante y un hijo de perra. Si te diera los mil dólares, tendría que quitárselos a otras personas. Eso sería privarlos de su felicidad. Y se pondrían furiosos si no llegaran muy arriba. Se pondrían furiosos conmigo.

—¿Qué tengo que hacer, arrodillarme y suplicarte? —Mientras hablaba, sus ojos miraron los dos monos rhesus que ocupaban una jaula grande. Aburridos, le devolvieron la mirada. George presintió el odio que había en ella.

—Sería divertido verte de rodillas, pero no te serviría de nada.

George se dirigió a la jaula de los rhesus. Sintió ganas de hacerles unas cuantas muecas a aquellas feas bestias.

—¿Qué diferencia de peso hay entre Tess y Gort?

—Tess pesa nueve kilos y Gort once.

—Me refiero a la masa corporal.

—Tess hace 56,75 centímetros cúbicos, aproximadamente el setenta por ciento de la masa corporal de Gort. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Tess podría caber en un campo de noventa centímetros. Eso significaría nueve bobinas más. No tendrías que prestarme ningún dinero.

—Mejor. Mis clientes me matarían muy, pero muy lentamente, si les robara su dinero. Porque eso es lo que tendría que hacer. Sólo tengo sesenta dólares.

George le puso las manos sobre las delgadas caderas. Ella no se apartó, pero tampoco respondió. Simplemente se quedó muy quieta. ¡Qué planes tenía él para esa chica! Si la fase del rhesus daba resultado, ella sería la siguiente. La pequeña y querida Bonnie sería la primera persona que moriría y podría contarlo. Suponiendo que lograra convencerla. Suponiendo que el mero hecho de sugerírselo no la hiciera salir corriendo hacia la terminal de autobuses más próxima. Pero, de momento, no era preciso afrontar el problema de convencerla.

George rellenó una orden de compra para las bobinas. Cuando se las suministraran, la pobrecita Tess tendría una experiencia de lo más extraordinaria. Ignorante de su futuro, la mona permanecía sentada en la jaula despiojando a su compañero y frunciendo los labios. Si George se lo proponía, tal vez lograra conseguir que Techtronics le entregase el material antes del mediodía. Mandaban camiones de la empresa a la universidad con mucha frecuencia.

La pequeña y querida Tess. No era un rhesus grande; tampoco era un rhesus asustado. Todavía.