Mandy se durmió al instante y, al siguiente, salió corriendo vestíbulo abajo, hacia el dormitorio de su tío. Los gritos de George despertaron sus instintos más profundos; eran agudos, parecidos a los de un niño asustado. Lo primero que se le cruzó por la cabeza era que se habría producido un incendio.
Entonces lo vio, acuclillado en medio de la cama, mesándose el cabello ralo con las manos. Lo bañaba la luz de la luna dándole el aspecto de una sombra peligrosa. Mandy tanteó en busca del interruptor de la luz, lo encontró por fin detrás de la puerta y encendió.
La luz amarillenta lo convirtió en un viejo acurrucado. Algo obsceno, húmedo y verde yacía ante él, sobre las sábanas. George le chillaba. Mandy se acercó a su tío. Éste lanzó otro grito. Tenía los ojos fijos y ausentes, alejados de todo excepto de la masa pegajosa que había sobre la cama. Cada vez que gritaba, le salían por la boca hilillos de saliva ensangrentada.
—¡George!
Mandy lo aferró por los hombros y lo sacudió enérgicamente varias veces. Estaba rígido como un leño. Tenía la piel helada. Volvió a aullar.
—¡George!
Jadeó entrecortadamente. Volvió a lanzar un grito desgarrador, agudo como el de un pájaro.
—¡Ey! —Lo sujetó de las mejillas y se inclinó sobre su rostro. Las ventanas de la nariz le palpitaban y entreabría los labios como para volver a gritar. Mandy lo abofeteó con fuerza en la mejilla derecha. El grito se quebró para convertirse en un sollozo. Le volvió la cara y lo abofeteó en la mejilla izquierda—. ¡George, despierta! ¡Estás soñando!
George levantó las manos para atajar los golpes. Durante un instante permanecieron así; ella lo sujetaba por la barbilla y él buscaba un poco de cordura en aquellos ojos. Entonces se desplomó contra Mandy, llorando amargamente. La muchacha estrechó a aquel hombre delgado contra su pecho.
—Calma, George, cálmate. Ya ha pasado.
—¡Y un cuerno! —gritó con voz ronca—. ¡Fíjate en eso! ¿Sabes qué es?
Era verde, tenía motas color castaño y estaba tan mojada que había dejado una mancha irregular en la sábana.
—¿Qué?
—Un pellejo —suspiró él—. El pellejo de una rana. ¡De mi rana! —Entonces, George se echó a llorar, sin ruido, amargamente, sacudiendo los hombros, con lágrimas que le bañaban el rostro.
Sólo podía referirse a las ranas que utilizaba en el laboratorio. Pero ¿qué diablos haría allí uno de esos bichos? Mandy la miró. El hecho de que estuviera allí, sobre la cama, un sitio sorprendentemente incorrecto, le hizo sentir toda la fuerza del viento que susurraba alrededor de la casa. Mandy sólo pudo pensar en sábanas limpias y cuartos soleados; se estremeció.
—¿Por qué está aquí, George?
—La verdad es que no resulta tan misterioso —admitió aclarándose la garganta—. Necesito una copa.
—Vamos, tranquilízate. Ya te la traigo. No te muevas.
—Aquí no —dijo, y salió de la cama. Despatarrado como una araña, atravesó el cuarto. Sacó la bata del armario.
Mandy lo siguió hasta el cuarto de juegos, donde George ya estaba sirviendo Black Label en dos copas altas.
—Salud —dijo—. ¡Por la religión!
En los últimos minutos, Mandy había acumulado un buen número de preguntas. Pero no quiso presionarlo. El hombre necesitaba tiempo para sosegarse. Aunque hablaba en lugar de gritar, Mandy notó un pánico indómito en sus ojos.
—Ven aquí —le dijo, dando unos golpecitos en el sofá. George se sentó. Mandy le rodeó los hombros con el brazo.
Al cabo de un rato, comenzó a explicárselo todo.
—No cabe duda de que ha sido obra de un fanático de la religión llamado Pierce. Ha montado aquí una de esas iglesias fundamentalistas. El hermano Simón Pierce. Un charlatán de esos a los que gusta aporrear la Biblia.
—¿Ah, sí?
—Se ha… bueno, debería decir se han manifestado contra mi trabajo. Predica en contra de lo que hago. Que la muerte es cosa de Dios, ya sabes, ese tipo de cosas.
—Ésa porquería que había en tu cama…
—No lo entiendes, ¿verdad? —inquirió riendo amargamente.
—No.
—Es el pellejo de una rana que maté y que resucité esta misma tarde.
De modo que ése era el triunfo del que había hablado antes.
—¿Y lo lograste?
—Claro que lo logré. Salió casi bordado. —Lanzó una sonora carcajada—. Supongo que te habrás enterado que prácticamente nos han cancelado la subvención de la Fundación Stohlmeyer. —Lo dijo como si fuera algo de público conocimiento.
—No, no lo sabía. ¿Y por qué iban a cancelar un proyecto tan increíble?
—Precisamente porque es increíble. Al mundo académico no le gustan los avances. Le desagradan las conmociones. Prefiere la confirmación correcta y segura de las viejas teorías. Los científicos miran con el ceño fruncido las cosas inusuales, lo extraordinario no recibe apoyo alguno. Por esa razón dentro de unas semanas se me acaba la subvención. A menos, claro está, que obtenga unos resultados tan espectaculares que logren atraer a la prensa. Entonces, la Fundación Stohlmeyer se verá obligada a renovarme los fondos o deberá enfrentarse a una situación muy incómoda. Esta rana iba a ser mi resultado espectacular.
—Repite el experimento con otra rana.
—Con el tiempo que me queda no puedo hacer nada, requiere mucha preparación. Para cumplir con los protocolos que el comité de revisión nos impuso, debemos probar que el animal goza de una estupenda salud antes de utilizarlo. Para eso hace falta una semana de observaciones y pruebas. —Hizo una pausa y miró fijamente su copa—. Dios mío, cuando pienso en lo cerca que he estado… —Dejó caer los hombros—. El problema con el hermano Pierce comenzó de un modo muy inocente. Hace tres meses concedí una entrevista a The Collegian. Al domingo siguiente, empezó a ocuparse de mí. Las semillas del ego dan un fruto muy amargo. ¡Maldita sea!
Mandy creyó que debía animarlo de alguna manera. George no le caía demasiado bien, pero el pobre estaba sufriendo.
—Puedes seguir intentándolo, sé que podrás.
—La rana era sólo el primer paso, después íbamos a probar con una serie de macacos rhesus, para intentar luego lo más grande. El experimento más espectacular del mundo. Me habría hecho famoso. ¡Famoso, Mandy! Habría rehabilitado mi carrera. La Junta Científica de Yale se habría visto obligada a encajar el golpe. Maywell habría dejado de tratarme como basura sólo porque he fallado en otros campos. Es hora de que se reconozca lo que hago, ¿no te parece?
Mandy notó los huesos del hombro de George. Estaba demasiado obsesionado con su trabajo para hacer ejercicio. Se estaba consumiendo.
Se dio un puñetazo en la palma de la mano.
—¡Esto es allanamiento de morada! ¡Agravio malicioso! Llamaré a la oficina del sheriff. —Se puso de pie.
—¿Estás seguro de que esa rana es la tuya? Tal vez sea otro animal. Algo simbólico.
—Este fanático entró sin permiso en mi laboratorio, mató algo de mi propiedad, vino aquí, allanó mi casa y me atacó. —A medida que hablaba, su voz iba adquiriendo un tono de furia creciente y renovada. Marcó un número—. Aquí George Walker, del 232 del callejón Birch. ¡Claro que tengo una denuncia! Allanamiento de morada. Agresión. ¿Que quién es la víctima? ¡Yo soy la víctima! Y sé quién ha sido. ¡Sé muy bien quién ha sido!
Durante un momento más, George escuchó lo que le decían. Y luego colgó el teléfono violentamente.
—Vendrán dentro de unos minutos. ¡Maldición! —Volvió a coger el teléfono—. ¿Bonnie? Hola, cariño. Lamento molestarte a estas horas de la noche. Oye, ¿quieres hacerme un favor enorme? Creo que Pierce entró en el laboratorio. Sí, Pierce. Estoy completamente seguro de que ha sido él. Y tengo motivos para creer que ha matado a la rana. —Se produjo una pausa durante la cual se oyeron sonidos al otro lado de la línea—. Vete al laboratorio y compruébalo. Y llámame en cuanto puedas. Quiero tener la confirmación antes de que llegue el sheriff. Eres un ángel, Bonnie. Te compensaré con las notas —dijo, y colgó—. Es mi asistente general de laboratorio. Su dormitorio está al otro lado del patio de Wolff. Dentro de diez minutos me llamará.
Mandy tenía la firme sensación de que su tío no debería haber telefoneado a la oficina del sheriff.
—George, procura calmarte antes de que venga el sheriff.
—¿Por qué? Acaban de agredirme, me han echado a perder el experimento y hasta podría significar mi ruina si no logro que Stohlmeyer me renueve la provisión de fondos. ¿Por qué motivo tengo que calmarme? En todo caso, tendría que estar furioso. ¡Y lo estoy!
—Apártate de esa botella. Y cepíllate los dientes. Si huelen que has bebido, no te prestarán atención.
—¡Mandy, he sido atacado en mi propia cama!
—George, piensa en lo que ha ocurrido. ¿Qué impresión causará a un policía?
Dejó que reflexionara ese punto. Regresó a su dormitorio, se fue al armario y buscó la bata. La invadió un profundo cansancio. Eran más de las tres de la mañana. La luna había descendido y había dejado el cuarto en penumbras. A la luz de la luna que aún quedaba fuera, logró ver la enorme masa del monte Stone que se elevaba tras la casa, la densa vegetación del monte interrumpida por tramos de reluciente roca gris.
Mandy se puso la bata y abrió la ventana para que el aire frío la refrescara. Le llegó el dulce aroma de las hojas al descomponerse, entremezclado con el olor antiguo del humo. La Osa Mayor rodaba por encima de la cumbre de la montaña.
La Osa Mayor. Estrellas de mujer. Las niñas de Atenas solían bailar bajo su cobijo, en honor de Artemisa, la cazadora salvaje que, en forma de osa, rondaba por las colinas otoñales en busca de presas. De pequeña, el juguete preferido de Mandy había sido un osito de peluche llamado Sid.
Las luces de un coche iluminaron la cerca trasera cuando el sheriff avanzó por el sendero. Mandy se cerró la bata y regresó junto a George.
Su tío abrió de par en par la puerta principal antes de que llamasen al timbre.
—Pase.
—¿Es usted el demandante?
—Claro que sí.
El ayudante del sheriff era un hombre enjuto; los ángulos y las arrugas de su cara aparecieron exagerados bajo la luz del porche. En la cintura llevaba una enorme pistola, demasiado grande para la delgada mano que descansaba sobre la culata. En el bolsillo superior llevaba unas gafas oscuras; una patilla mordisqueada colgaba hacia afuera. El hombre tenía los labios secos y resquebrajados. En la copa del sombrero llevaba una mancha que parecía de comida. Entró en la casa y Mandy notó que el aliento le olía a guindilla. El ayudante del sheriff miró a George.
—¿Agresión?
—Efectivamente.
—¿Heridas?
—Mentalmente, estoy seriamente herido. —Sonó el teléfono.
George se apresuró a contestar, mientras Mandy observaba fijamente al ayudante del sheriff, cuyos ojos la sopesaban de un modo íntimo y desagradable desde el primer momento que la vio. En otra época lo habría odiado por ello pero, después de tantos silbidos, murmullos y manoseos indeseados, aprendió a ser indiferente a hombres como aquél. A medida que había ido madurando, Mandy se había dado cuenta de la inseguridad sexual de aquellos tipos. Los veía como niños asustados, incapaces de crecer, atrapados en el peñón de la adolescencia.
George subía y bajaba la voz mientras hablaba por teléfono.
—¿Le apetecería una taza de café?
—Sí, señora. A esta hora de la noche, me sabrá a gloria.
—Acompáñeme. —Lo llevó a la cocina y le preparó una taza de café instantáneo. Estaba vertiendo el agua cuando entró George como una tromba.
—¡Tal como me figuraba, la rana ha desaparecido! Ese maldito predicador logró entrar y se la llevó. Y la mató. ¡Mierda!
El ayudante del sheriff lanzó una mirada interrogativa a Mandy.
—El laboratorio del doctor Walker ha sido objeto de un acto de vandalismo —le explicó Mandy.
—Pues eso es asunto de la universidad. Nosotros no nos metemos en el campus.
—La cosa empezó allí —le espetó George—, pero terminó aquí. Acompáñeme. —Condujo al ayudante del sheriff a su dormitorio. Los restos de la rana yacían sobre la sábana blanca; al secarse habían adquirido un tono verde oscuro—. Ahí es donde terminó la cosa. El hermano Pierce, o uno de sus robots, entraron aquí en plena noche y me tiraron esa cosa a la cara.
—¿Quién dijo que ha sido?
—¡Pierce! ¡El fundamentalista chalado! Me odia y odia mi trabajo. Ha llegado incluso a organizar una manifestación en mi contra.
El ayudante del sheriff dejó la taza de café.
—¿Ha visto usted a ese hombre?
—Claro que no. Estaba durmiendo.
—Vamos a ver si lo he entendido bien. ¿Quiere usted presentar una denuncia?
—¡Por supuesto que sí! Acuso a ese fanático de destruir bienes de la universidad, que Dios sabe cuánto valen; le acuso de allanar mi laboratorio y mi casa y de arrojarme esa cosa con la intención de hacerme daño…
El hermano Pierce es un líder religioso muy respetado en Maywell, doctor Walker. Creo que no debería usted acusarlo de este modo, sin testigos ni nada.
—Es obvio que es el culpable.
El ayudante del sheriff echó una mirada a Mandy.
—El Señor estará de parte del hermano Pierce —dijo con suavidad. Entrecerró los ojos y observó a George—. Debería usted saberlo. Por no mencionar la ley.
—¿La ley? ¡Soy yo el lesionado!
—No tiene usted ninguna lesión. —Pasó el dedo por el borde del tazón y luego miró a George directamente a los ojos. Sonrió—. Al menos de momento. —Lo dijo en un murmullo apenas audible.
Pobre George. No servía para juzgar a los hombres. Mandy vio cómo abría la boca y notó por su expresión que, lentamente, iba entendiéndolo todo. George meneó la cabeza y dijo:
—La universidad mantiene a esta ciudad. Deberían avergonzarse.
—Los profesores son todos unos altaneros y no gobiernan Maywell. Además, la principal fuente de trabajo no es la universidad sino la Central Eléctrica de Peconic Valley. De todos modos, me limito a darle un buen consejo. La ley castiga a quien presenta cargos falsos. Y el castigo es muy duro, doctor.
—De modo que ahora seré yo el arrestado. Esto sí que tiene gracia.
—Oiga, señora, ¿por qué no lo mete otra vez en la cama? Y manténgalo alejado del alcohol. No le sienta bien.
El ayudante del sheriff hizo ademán de marcharse. George se abalanzó sobre él, le obligó a girarse, lo sujetó por la pechera de la chaqueta y observó fijamente el cañón de la pistola.
El arma había subido rápidamente. Se encontraba entre los dos hombres; su potencial les obligó a callar. Ambos bajaron la vista y la miraron. Mandy oyó cómo respiraban, vio que la frente de George estaba perlada de sudor.
—Quíteme las manos de encima y guardaré la pistola.
En el largo momento que transcurrió hasta que los dos hombres se separaron, Mandy cerró los ojos. Acompañó hasta la puerta al ayudante del sheriff. El hombre iba a decirle algo, pero ella cerró la puerta con excesiva rapidez para no darle ocasión de hacerlo.
—¡Inútil! ¡Es un maldito inútil! Mandy, te juro que odio este pueblo de mierda. Consiguen a alguien como yo, ¿y crees que les importa? ¡Qué va! Voy a inmortalizar este lugar. Algún día mi laboratorio se convertirá en un museo. ¡La gente vendrá a ver el sitio donde por fin se resolvió el misterio de la muerte! Y esta asquerosa ciudad me escupe en la cara.
Mandy escuchó los desvaríos de su tío. Afuera, el ayudante del sheriff arrancó el coche; las luces iluminaron brevemente las ventanas del frente. El sonido del motor se perdió en la noche.
—Es tarde, George. Será mejor que nos vayamos a dormir.
—¿Dormir? Me voy al laboratorio. Tengo que trabajar.
Su primera reacción fue intentar detenerlo, pero vio que de ese modo no haría más que someterlo a una mayor presión. Lo dejó marchar.
Al cabo de diez minutos, el Volvo de George arrancó y salió traqueteando por la calle. Mandy oyó el chirrido de los neumáticos al girar una esquina; después, la envolvió el silencio.
Regresó a su dormitorio. Era una pena que no pudiera cerrar la puerta con llave. La idea de quedarse sola en una casa que había sido allanada con tanta facilidad no le hizo ni pizca de gracia. Llevaba en la cama diez minutos escasos cuando creyó oír unos ruidos.
Era un sonido como de arañazos y provenía del mirador. Se sentó en la cama, a escuchar, escudriñando en la oscuridad. La noche se aposentó a su alrededor. La luna se había puesto y los grillos dejaron de cantar. El mundo se hallaba sumido en la silenciosa quietud que precede al alba.
Volvió a oír el ruido. No cabía duda, provenía del mirador. Con cuidado, apartó las mantas y saltó al suelo. Lo primero que se le ocurrió fue ir a la cocina a buscar un cuchillo. Pero, para ello, tendría que atravesar el mirador. Decidió bajar al vestíbulo, tanteando las paredes en las sombras, hasta que llegó a la entrada del porche. Mientras las estrellas rodaban por el cielo y las hojas secas susurraban detrás de las ventanas, esperó. Le subió del estómago a la boca una sensación de náusea; el temor le hizo cosquillas en la piel. No soportaba permanecer allí en suspenso, tenía que actuar. Encendería las luces del porche. Sin duda, ahuyentarían a quienquiera que fuera aquél que merodeaba tras la puerta.
El interruptor produjo un sonoro chasquido. Y Mandy se llevó la mano a la boca para contener un grito. Lo que vio la hizo retroceder temblorosa. Entonces advirtió que aquellos ojos brillantes eran los de un animal.
¿Sólo un animal?
Rió contra los nudillos del puño cerrado. El corazón dejó de latirle con tanta violencia. El gato maulló.
—Pobrecito mío, estarás helado —le dijo colocándose debajo de la luz—. Te traeré un poco de leche.
Un gato callejero ante la puerta. Qué risa. Y eso la había aterrado. Al atravesar el mirador y la sala para entrar en la cocina, fue encendiendo más luces. Abrió la enorme nevera amarilla y la encontró casi vacía. Había una salchicha reseca, de caducidad y marca indescifrables, un paquete de salame cocido Oscar Mayer, una hogaza de pan Pepperidge Farm y, en el último estante, un cartón de leche semidescremada. Al gato le encantaría.
Llenó un plato y regresó al mirador. Cuando abrió la puerta trasera entró aire frío y con él, muy de prisa, un gato enorme. Mandy derramó buena parte de la leche al retroceder de un salto para dejar entrar al animal.
El gato comenzó a lamer furiosamente la leche derramada en el suelo.
—¡Pobrecito, sí que tienes hambre!
Cerró la puerta y depositó el plato junto a la enorme cabeza del animal. Era un gato realmente grande. Negro como el pecado, incluso la nariz. Tenía la punta de la cola retorcida y una oreja destrozada.
—Pobrecito, mira que eres feo. —Con delicadeza, le tocó el lomo, esperando que saltara. Pero no era una criatura salvaje. Se arqueó bajo su mano y bebió con más ahínco. Un animalito doméstico, famélico y agradecido—. ¡Qué dulce eres!
Le palpó el cuello, pero no encontró ningún collar. Cada una de sus caricias provocaba una reacción en el animal. Mandy le hizo mimos mientras continuaba lamiendo la leche, por el puro gusto de sentir cómo se ondulaban sus músculos bajo la suave y negra pelambre.
El gato terminó y levantó la cabeza. Cuando sus ojos se encontraron, Mandy se quedó fascinada. En aquellos ojos había algo ligeramente siniestro; le devolvía la mirada con una pasmosa tranquilidad. Eran ojos muy inteligentes. El gato le olisqueó la mano No producía sonido alguno; al parecer, Mandy no lograba hacerle ronronear, era como si fuese demasiado independiente para rebajarse a tan abyecta expresión de gratitud.
—¿Todavía tienes hambre?
El animal se puso rígido y miró más allá de Mandy. Con el silencio y la gracia de un ángel saltó por encima de la cabeza de la muchacha y pasó al vestíbulo, que conducía de los dormitorios al mirador. Había sido un salto fenomenal.
—¿Michifus?
Del dormitorio de Mandy llegó un poderoso maullido, cargarlo de insinuaciones. Mandy se puso de pie, estaba confundida y sentía un ligero temor, pero fue tras el animal.
Preguntas. ¿Cómo era posible que un gato cualquiera saltase así? ¿Y de dónde habría, salido? ¿Qué clase de gato sería?
¿Acaso no era hermoso, con su cara angulosa y reluciente, tendido al pie de su cama, invitándola con un guiño?
¿Pulgas?
¿Tina?
¿Fiebre?
Un maullido suave como brisa del cielo. Además, estaba cansada. Se metió en la cama.
—Sé bueno y vigila.
Y, como narcotizada, se durmió. Soñó que era Alicia y que se caía por el pozo oscuro del País de las Maravillas.