La rana deseaba desesperadamente saltar. Pero no podía. Se sacudía una y otra vez. Pero quedaba donde estaba, sujeta firmemente por las abrazaderas. Hacía flexiones, se ponía rígida, se sacudía. El dolor cálido, seco, continuaba. La rana movió la lengua. Sintió dolor. Intentó mover lentamente la cabeza. Volvió a sentir dolor. Tenía la sensación de que algo la perforaba. Una y otra vez trató de saltar. Pero se quedaba donde estaba, en aquel lugar duro y blanco, sin un solo vestigio de hojas, sin batir de alas, sin aquellos insectos agudos y deliciosos que, entre forcejeos, le robaba al aire.
Intentó saltar.
Y continuó inmóvil.
Lo intentó una vez. Y otra. Y otra más.
¡Sentía dolor, debía moverse, debía saltar!
—Allá vamos… Rayos, no. Bonnie, este bicho sigue estando demasiado resbaladizo.
Le rasparon el lomo; sintió una quemazón y un dolor atormentador y seco. Saltó, saltó, saltó.
—Gracias. Allá vamos…
—Ya está, George. La sonda está bien colocada. Recibo una buena señal.
—Vale, Clark. Empecemos.
En el monte Stone la criatura —que todavía era todo ojos— comenzó a tejerse un cuerpo de gato para estar preparada en cuanto se pusiera el sol. Dos gorriones, que vieron que algo asombroso creaba su propia y sólida presencia de la nada, alzaron el vuelo, piando en el silencio.
Un mapache se detuvo en seco, miró y lanzó un maullido.
Lo que veía carecía de clasificación taxonómica. Aquella criatura de la piedad obedecía a una extraña ley. Se paseó mientras esperaba que la luz del sol abandonase las calles de la ciudad. Y, al mismo tiempo, padecía, igual que la rana.
La rana no entendía nada de lo que veía a su alrededor. Por encima de sus ojos se tendían unas largas cintas. Veía las sinuosidades y las vueltas de los alambres que partían de su cráneo. Pero no entendía qué eran esos alambres. Le parecían piernas, y pensó en los insectos.
Le gustaba utilizar sus ojos certeros y aguzar la vista.
Porque aguzar la vista significaba comer bien. Pero no oía el batir de alas, ni veía cuerpos regordetes, ni olía el aroma agradable relacionado con la visión de esas largas piernas. El hambre le hizo fluir la sangre por la lengua hasta hinchársela. Quería ver insectos, oler la humedad, estar en aguas verdosas. Quería saltar.
Pero se encontraba como pegada a aquel sitio.
—Clark, el electroencefalograma me parece correcto. La rana es normal. No se la ve muy feliz, pero es normal.
—Bonnie, no dejes que se sacuda y se quite los electrodos. Detesto a las ranas. Lo que me van son los animales grandes.
—¿Como cuál?
—Como las personas, cariño.
—A Constance no le gustaría.
—No, y tampoco le gusta esto.
—Pero lo estás haciendo.
—Tal vez no le guste nuestro trabajo, pero al menos aprecia su necesidad. Cosa que no se puede decir de la gente de Stohlmeyer. A veces creo que son seguidores secretos del hermano Pierce.
—Cielos, no me lo nombres. No quiero que me tiemble el pulso cuando trabajo.
El silencio se cernió sobre las tres personas que ocupaban el laboratorio. Sabían el objetivo final de sus experimentos, la meta que les había fijado cinco años antes Constance Collier: matar a un ser humano para devolverle después la vida. Ésa era la meta, el programa de Constance Collier.
Pero a Constance le desagradaba que tuvieran que matar a tantos animales para alcanzar el objetivo.
—Siento cada una de esas muertes —le había dicho a George—. Tal vez haya cometido un error. Tal vez tendrías que suspender el proyecto.
Pero él jamás lo suspendería. Había sido su objetivo en Yale y allí había destruido su carrera. Lo conseguiría en Maywell y, así, lograría sacar su nombre del fango. En aquel apartado lugar lograría su venganza. Algún día, su universidad sería famosa por los experimentos que él había llevado a cabo.
Finalmente habló Clark, el técnico.
—Muy bien, chicos, estoy listo para empezar.
—Yo también —dijo el doctor Walker.
—Bonnie, ¿qué me dices del audiovisual? —inquirió Clark.
—Ya está en marcha.
—De acuerdo. Allá vamos. Comienzo la cuenta atrás. Cinco…
La rana sintió una pesadez, como si estuviera enterrada en el barro. Una pesadez y un sofoco. El corazón empezó a latirle con más fuerza.
—Cuatro.
La rana sintió un cosquilleo interno. Aquella sensación fue tremenda; nunca había experimentado nada igual: un cosquilleo debajo de la piel, como si la recorrieran unas arañas de agua. La rana intentó moverse, huir de aquel cosquilleo, pero la pesadez pudo más que ella. El miedo le hinchó los ojos.
—Tres.
La rana sintió como si la estuvieran despedazando. Vio unas garras, unas enormes alas silbantes.
Entonces le sobrevino la muerte y su corazón se detuvo.
Alrededor de la aterrada criatura se elevó un olor de agua que se convirtió en la visión del agua en la oscuridad. Las garras la soltaron y la rana cayó en unas aguas tranquilas; entonces fue el amanecer, se elevaron las moscas y la rana se encontró sobre la hoja flotante de un lirio, croándole al sol.
—Dos.
El sueño se hizo oscuridad, y la rana se sintió caer hacia la nada.
—Uno.
La negrura se partió y el sueño acuático de momentos antes se abrió ante la rana, pero esta vez fue real.
La rana era libre. Olía bien el agua; saltaba en ella con facilidad; se agitaba a su alrededor haciendo que la piel le temblara de placer a medida que se sumergía hacia el fondo negro de la alberca. A su lado pasaron hileras de renacuajos y en los haces de sol nadaban unos peces espinosos; entonces, la rana volvió a la superficie asomando entre los lirios en flor.
—Es el fin. Está muerta, George.
Arropado por fin en la oscuridad, el gato comenzó a bajar el monte. Al hacerlo, su silueta fluctuó y adquirió solidez. Al abandonar las laderas, se convirtió en la sombra de un gato, en un estremecimiento de la luz, en un jirón de aire frío. Cuando llegó a las afueras de Maywell, era ya la oscura y retozante sugestión de algo bastante familiar.
Cuando se encontró bajo la luz de la farola, en la esquina de Indian y Bridge, ya era un viejo gato negro, con una oreja cortada y una cola orgullosa y torcida.
Al menos eso era lo que parecía. Sin embargo, aquella visión no engañaba ni a los animales ni a los niños, pues ellos presentían la verdadera forma de aquel ser vasto y terrible, que los llenaba de terror.
En la ciudad, los gatos despertaron y miraron fijamente las ventanas oscurecidas. Los felinos callejeros se ocultaron en los porches o se acurrucaron debajo de los coches. Los pájaros se agitaron en sus árboles y los perros a los pies de sus amos. Aquí y allá alguno que otro niño dormido se puso a gritar. En la finca de los Collier, la vieja Constance hizo una pausa en su caminata, cerró los ojos y se internó en el inmenso espacio que llevaba en su interior. Sabía que debía intentar detener a Tom, pero no lo hizo. George lo lograría, era un superviviente. Además, ¡pobre rana!
En cualquier caso, probablemente, su gesto habría resultado fútil. La flagrante violación de las leyes de la vida enfurecía al gato. La interferencia de Constance ni siquiera llegaría a notarse.
El gato negro comenzó a atravesar Maywell con un solo objetivo: la Sala Dos de Animales, Terrario D-22, del Edificio Wolff de Biología. Bajó por la acera derecha de la calle Bartlett, dejó atrás las casas altas que, durante generaciones, habían albergado a las mismas familias de Maywell: los Haspell, los Lohse, los Coxon, familias cuyos antepasados habían visto la revolución desde aquellas ventanas con cristales engarzados de plomo y habían sallado por los campos primaverales para dejar mandrágoras a las hadas.
El gato pasó junto a un Mustang convertible rojo bajo el cual se ocultaba un colega suyo, viejo y artrítico.
El gato oyó su respiración asmática, vio el dolor reflejado en sus ojos. Asustado por aquel enorme espíritu que recorría la acera a trancos, el minino aulló con desdicha.
El gato se detuvo. Agachó la cabeza, se concentró en el animal abandonado y agonizante que tenía ante sí. Una pata sensible se tendió y tocó al morrongo temeroso. Te ofrezco el don de la muerte, viejo gato. Te lo has ganado. Y en un instante, el cuerpo del morrongo cayó al suelo. El gato observó que su alma se elevaba como humo hacia el cielo estrellado.
Ninguna de las pulgas del morrongo saltó al otro gato. Prefirieron quedarse en el frío suelo otoñal.
El gato continuó su camino y todos los seres sensitivos advirtieron su presencia, como si se tratara del paso de un wendigo[1]. Al pasar ante la casa de los Coxon, ofreció una visión a la mente inocentemente abierta de la pequeña Kim, un bebé de once meses. La niña se echó a llorar. No sabía hablar, pero en un atisbo doloroso y cruel de la mente enorme que pasaba por allí, había entrevisto su propio fin, en el interior de una cosa azul que aún no sabía que se llamaba coche; caía a las aguas vociferantes de un río crecido, una noche de otoño. Y en la flor de la vida.
Al oír la desolación de su llanto, la madre de Kim entró en su cuarto, la cogió en brazos y, cantándole y acariciándola, intentó calmarla.
—Cariño, vamos, eructa —le dijo su madre—. Es que tienes mucho aire. —Cuando la pequeña dejó de llorar, su madre volvió a dejarla en la cuna.
La rana encontró unas moscas gordas y deliciosas que sobrevolaban por la superficie del agua. Las cazó, apuntando con su vista aguzada y sacando la lengua.
Algo que la rana habría llamado diosa, si hubiera conocido algo parecido, se adentró en el agua, rociando a la rana con una lluvia de deseo que le hizo olvidar la comida y la obligó a seguirla.
—Controla el flujo sanguíneo de las extremidades. Esperaremos que se pare por completo antes de traerla de vuelta.
La rana iba a saltos tras la diosa verde; quería demostrarle que era el macho más grande, el macho supremo, enorme, fuerte, con voz de trueno. Se zambulló en lo hondo y subió a la superficie para volver a zambullirse.
—Ya está, George. Ya paró el flujo sanguíneo.
—¿Podemos decir que estamos ante una Rana catesbeiana completamente muerta?
—De acuerdo con todas las normas, incluso las de la Fundación Stohlmeyer.
—Esta vez, doctor, nos aceptarán los protocolos. Seguro.
—Gracias, Bonnie. —George Walker besó el pelo rubio de la veinteañera. Se puso de pie. Era un hombre cincuentón que medía un metro ochenta.
¡Dios mío!, pensó. ¡Qué hermosa es su juventud!
—Doctor, ya llevo noventa segundos sin recibir ninguna lectura de datos.
—Bien, Clark. Creo que esta vez los convenceremos.
—Seguro —repitió Bonnie.
Y si no lo hacemos, pensó George, os echarán de la Universidad de Maywell State de una patada en el trasero, igual que a mí. Sin la subvención de Stohlmeyer no había cátedra y, por supuesto, tampoco ayudantes. Pero a Clark qué le importaba eso, podía regresar al Covenstead. Bonnie era demasiado alocada para vivir en la aldea bruja de Constance Collier. En cuanto a George, poseía una casa en la ciudad. Tenía sus motivos para mantenerse alejado de la finca; el más importante de todos era su carrera. Una cosa era que la gente viajase del Covenstead a Nueva York y otra muy distinta que tratasen de trabajar en Maywell.
Cualquier profesor que fuese lo bastante estúpido para mantener un contacto abierto con las brujas podía olvidarse de cosas como ejercer un profesorado.
Si se agotaba la subvención Stohlmeyer, Constance podría conseguirle a George cierta cantidad de dinero para su trabajo, pero la subvención era la convalidación que las autoridades universitarias precisaban para permitirle continuar allí. La pérdida de la subvención significaba la pérdida de su carrera. George no podía soportar aquella idea: había trabajado con tanto empeño y lo habían comprendido tan poco…
—Chicos, a conquistar la gloria, devolvámosle la vida a este bicho.
La rana oyó un ruido monótono en el aire, un sonido como el batir de alas de pájaro. Sonaba bajito y por todas partes, no podía ser un pájaro. ¿Acaso sería el viento?
La rana vio una especie de movimiento rápido en la superficie del agua, se apartaron los lirios, las hojas de los cipreses y de los sauces se elevaron hacia el cielo negro, y oyó cómo el ruido monótono se convertía en grito. No esperó más, saltó hacia la oscuridad para refugiarse en las profundidades.
Allí, nadando, encontró una diosa rana, reluciente y dorada. El corazón de la rana macho quedó prisionero de aquella visión; el animalito fue tras la diosa, se sumergió más y más, el vientre le ardía, los músculos le cantaban en medio del silencio. La reina lo incitaba a sumergirse a unas profundidades que otras ranas jamás habían osado alcanzar.
—Ven —le decía, veloz—. Nada —le decía con gracia—. ¡Nada, nada!
Tras la rana macho, se agitaba el viento, rugía entre los lirios, partiendo las aguas verdes y tranquilas de la sagrada alberca.
—¡Nada, pequeño —le gritaba la diosa—, nada con toda tu alma!
El gato negro echó a correr. Dobló una esquina y entró en la calle Meecham. El barrio había cambiado; las casas habían sido sustituidas por una fila ordenada de pequeños comercios. La heladería de Bixter estaba abierta, sus videojuegos zumbaban y metían bulla. A su lado, la librería B. Dalton estaba a punto de cerrar. Joan Kominski echó llave a la caja registradora y apagó las luces. Joan no vio pasar al gato; éste le lanzó una visión de su futuro: la mujer estaba en el cuarto de un hospital y, al respirar, no lograba que se le llenaran los pulmones de aire. La alucinación fue tan vivida que hasta olió el oxígeno y, tras la bruma de la carpa de oxígeno, vio en la pared el cuadro de un payaso e incluso saboreó las secreciones que la ahogaban. Y sintió la mano de Mike en la suya y le oyó gritar:
—¡Doctor, doctor!
Asombrada, Joan se detuvo. Con manos temblorosas encendió un cigarrillo. Permaneció en la oscuridad de la librería, fumando e intentando calmarse.
El gato trotó rápidamente por la calle Main y atravesó el Morris Stage Road. Mike Kominski regresaba a casa de su trabajo en Nueva York, tarde, como de costumbre, y repleto de martinis de la Amtrak, por lo que no sería conveniente que lo pescasen frente a aquel Lincoln.
El viento se encontraba justo detrás de la rana; el animalito sabía que era seco y caliente. Nadó y nadó en las turbulentas y oscuras aguas. Allí delante, la rana hembra, la diosa, centelleaba incitándolo a continuar, a sumergirse cada vez más en su persecución.
—¡Recibimos un campo eléctrico!
El viento le tocó el lomo; era caliente, desagradable, duro. Debía de ser el viento de la muerte, porque olía como aquel lugar del hombre.
¡Tenía que resistírsele! Delante de ella, la diosa exhibía su dorada belleza. La rana macho nadó como nunca lo había hecho, el agua siseaba al pasarle por la nariz y los ojos, el cuerpo le latía por el esfuerzo. Los ojos y la piel de la diosa brillaban.
El viento volvió a tocar a la rana macho.
—¡Recibo latidos!
—¡No!
El viento envolvió a la rana macho.
—Se estabiliza.
El cielo de la rana macho se vino abajo. Pero la diosa no lo abandonó. Despojado ya de toda aquella belleza, le quedó la parte más bella. Cuando la diosa vio que lo arrastraban otra vez al otro lado, ella también giró y nadó ferozmente hacia la seca agonía que lo atrapaba. La diosa ya no fomentó su determinación sino que se concentró en darle ánimos. Se internó en lo más profundo de la rana macho, entró en el lugar secreto donde brillaba la fuerza de su espíritu.
Entonces, la rana sintió que le dolía todo, que tenía hambre y calor, que no olía a moscas y que todo volvía a ser sombrío.
—¡Está viva, George!
—¡Y tanto que lo está! —George Walker no logró contenerse. Se levantó del banco de instrumentos y aplaudió. Bonnie, con su rubia cabellera como una pincelada de alegría, saltó a los brazos del doctor. Él besó sus labios húmedos.
George disfrutó de la delicia de la muchacha, mientras el joven Clark los observaba tras las gafas empañadas. Tranquilízate, Clark, deja que este viejo tome su parte. ¿Qué más te da? En el Covenstead ya te dan todo lo que te hace falta.
George carecía de ese privilegio. Su relación con Constance era un secreto demasiado bien guardado; no podía entrar en el Covenstead salvo al abrigo de la noche, y sólo en las raras ocasiones en que lo mandaban llamar.
En cuanto a vivir entre las brujas… quizá podría, si lograba concluir su trabajo. Jamás le había contado a Constance que soñaba con retirarse a la oculta aldea de las brujas.
Tenía miedo de hacerlo. No estaba seguro de poder soportar que ella le dijese lo que tanto temía: que en su destino no estaba escrito que fuese a encontrar la paz en esta vida.
A veces, la soledad de su postura era muy difícil de soportar.
—Debemos quitarle el cabestro —dijo Clark con un tono lleno de ansiedad—. Se deshidratará. Y la verdad es que no nos conviene nada tener un espécimen dañado.
Bonnie se apartó de la presencia revoloteadora de George y anunció:
—La meteré en una bolsa y la devolveré al terrario.
—Aíslala —le ordenó George—. Y colócale una banda con la fecha y la hora. Por nada del mundo vamos a mezclar a este pedacito de oro con los demás bichos.
La rana no tardó en regresar a la horrible alberca sin agua, la de paredes mágicas. Ya sabía lo que tenía que hacer allí. Sentarse. Saltar significaba un terrible dolor de nariz. La pared mágica no se veía, pero era tan dura como la corteza de un tronco.
De modo que la rana se sentó. Le bastó recordar su cielo para experimentar una agonía infinita. Rogó a la rana dorada que la ayudase.
¡No puedo!
¡Por favor, llévame de vuelta!
¡No puedo!
Le cayó encima una lluvia de moscas muertas que se le pegó a la nariz. La lengua de la rana no fue en su busca.
¡Por favor!
¡No puedo!
La rana experimentó una sensación por la verde alberca perdida que en los seres superiores recibe el nombre de amor. No le quedaba más que continuar sentada, inerte y muda, en el silencio.
Las ranas no están hechas para la angustia. Ni para que les roben la muerte. Ni para ser arrebatadas de su humilde paraíso.
Las ranas están hechas para la alegría.
Allí delante se agazapaba el negro y feo Edificio Wolff. Nadie vio la increíble forma del gato que entró en el edificio, tampoco lo vieron deslizarse pasillo abajo hacia la puerta exacta.
Pero, en el preciso instante en que el gato traspuso esa puerta, la rana lo supo.
Al otro lado de la pared mágica, la rana vio unos ojos peligrosos. En otra ocasión se habría alejado de un salto de aquellos tremendos ojos, pero ahora continuó sentada, con aire apático. En su cerebro se repetía la imagen de las aguas profundas y de la amante dorada que había perdido.
La rana no saltó ni cuando la enorme cabeza negra del gato se disolvió para penetrar la pared mágica. Si hubiera entendido el milagro que significaba el que un gato pasara la cabeza a través de un cristal sólido sin romperlo, tal vez la rana habría saltado. Pero no entendía la pared mágica. Para la rana, los cristales no perseguían más objetivo que el de desilusionar a los batracios.
El gato rozó a la rana con el hocico, después abrió la boca. Los ojos aguzados de la rana vieron la lengua, los blancos colmillos, la garganta palpitante. Y vio algo más.
En lugar de miedo, la rana sintió ansiedad. Porque en el fondo de la garganta del gato vio a su bella diosa pérdida; tenía la piel bañada por el sol. Yacía en una alberca de cristal; a sus flancos nadaban legiones de renacuajos.
El vientre del gato encerraba el cielo. La rana macho metió la cabeza dentro de la boca del gato.
Esta muerte no le haría sufrir. El gato cerró las fauces tan de golpe que la rana no sintió nada.
Pero ya había muerto una vez, y con eso bastaba. Vio un fiero resplandor de luz, oyó un sonido, algo así como el que producen las hojas al romperse, y desapareció.
El gato saboreó la carne fría y agria de la rana, la engulló apresuradamente, se bebió su fría sangre, sintió que los ojos pegajosos se le adherían a la lengua y notó que la piel era resbaladiza y dulce y los músculos salados. Se tragó a la rana.
Cuando regresó a la noche, la luna se elevaba roja por el este, difuminada su luz por la neblina proveniente de la Central Eléctrica de Peconic Valley, ubicada a veinte millas de allí, en Willowbrook, Pennsylvania. El gato avanzó por la calle North hacia la única urbanización de Maywell, «Los callejones», construida por Willowbrook Resources en 1960. Con los años, la homogeneidad de la urbanización había quedado camuflada por los árboles. Cada una de las calles había sido bautizada con el nombre de una variedad familiar. Los abedules plantados en Birch (Callejón del Abedul) se veían altos y azules bajo la luz de la luna, y los pinos de Spruce (Callejón del Pino) eran de un tono verde oscuro. En Elm (Callejón del Olmo) habían puesto robles jóvenes y todavía quedaban uno o dos olmos holandeses originales que luchaban como esforzadas víctimas.
El gato bajó por Maple Lane (Callejón del Arce) hasta llegar a la casa de los Walker, un chalet elevado, recubierto con tablas de aluminio de color amarillo claro; en la entrada para coches había aparcado un Volvo modelo 79. Junto a él, se encontraba el viejo Volkswagen Escarabajo de Amanda.
El gato se metió entre ambos coches, pasó a través de la puerta cerrada del garaje y entró en el cuarto de juegos. No pareció importarle que las luces estuviesen encendidas; sabía que en ese cuarto no había nadie. Se escabulló detrás del sofá justo cuando entraba Amanda, nerviosa y con los ojos hundidos. Levantó las orejas hacia ella y oyó mucho más que su respiración y sus movimientos. Oyó la voz de su mente, el débil susurro de su alma.
Amanda miró a su alrededor meneando la cabeza. Ahí estaba otra vez, de vuelta en aquella horrible casa. Sabía que aquél era un regreso triunfal a Maywell, pero el tener que quedarse en ese lugar ensombrecía su victoria. Era una pena que no se pudiera permitir el lujo de alojarse en el Maywell Motor Inn. Dado el estado de sus finanzas, ya había sido toda una proeza conseguir gasolina suficiente para el Volkswagen.
Aquella casa… aquella ciudad… lo único que le producía al menos un asomo de grato recuerdo era pensar en Constance Collier, en su salvaje colonia de brujas y sus vistosos rituales estaciónales, las hogueras ardiendo en las colinas y las enloquecidas cabalgatas por la ciudad.
Todo parecía tan tranquilo ahora… Probablemente, la edad habría ablandado a Constance.
Escaparse hasta la finca de los Collier para ver a las brujas bailando desnudas en los campos primaverales había sido desesperadamente emocionante, una de las escasas emociones de su niñez en aquella sobria comunidad.
Aunque al final de un día feliz siempre la estaba esperando aquella casa. Había regresado a los resentimientos y a las penas de su hogar: ése era un lugar de iras no manifestadas, donde sus habitantes lloraban de noche.
Miró a su alrededor. Todo era oscuro y triste. Había empeorado, si cabía, desde que George se la comprara a su hermano. Aquella casa tenía una frialdad abierta, como si el odio flotara en cada cuarto, como si rezumara de las paredes, las puertas, el aire mismo. Al menos ya no había hipocresías. Ahora, el cuerpo de la casa reflejaba su alma.
De pie, en el cuarto familiar, Amanda sintió sobre sí el peso de aquel lugar. Recordó una noche terrible cuando volvió a casa después de observar, de participar casi, en el ritual de vísperas de Todos los Santos en la finca de los Collier. Su padre la había estampado contra aquella misma pared.
—¡No vuelvas a acercarte nunca más a ese lugar! —le había ordenado con la voz llena de pena y desolación.
¿Qué pensaría ahora? Dentro de unos días iba a trabajar con Constance Collier.
No participaría en la brujería. No tenía tiempo para esas fantasías. Aunque sería interesante aprender algo más de lo que ocurría en la finca.
Se dejó caer en el viejo sofá, el mismo que había estado allí en su infancia. A los veinte años, cuando ya se había independizado, descubrió que no era necesario estar triste. La vida podía ser plena y prometedora. Vivir poseía una estética que debía aprender cuidadosamente, o corría el peligro de precipitarse por el mismo agujero que se había tragado a sus padres, el agujero de la quiebra espiritual, de la indiferencia moral.
A través de las sucias puertas correderas de cristal vio el patio trasero. Allí seguía el viejo arce en el que había pasado tantas horas estivales; al verlo, se le hizo un nudo en la garganta. En una tarde como aquélla, diez años atrás, tal vez había estado subida al arce, sentada en su palacio de hojas.
Diez años. Los silencios se hacían más prolongados. Continuó pasando revista mentalmente a la relación con sus padres. Si tenía que seguir en aquella casa, los recuerdos, que no eran más que obsesiones, se volverían insoportables.
Abrigó la esperanza de que en casa de Constance Collier hubiera lugar suficiente para ella. Entonces, el duro viaje se le haría mucho más llevadero.
Lo único que podía haberla hecho regresar a Maywell era Constance Collier. Y allí estaba; la habían elegido para ilustrar la nueva traducción de Grimm, realizada por la famosa escritora. Era el mejor y el mayor encargo que le hubieran ofrecido jamás.
Mandy había recorrido mucho camino en sus escasos veintitrés años. Un camino largo y difícil. Claro que el Premio Caldecott por la ilustración de Rosa y Dragón había hecho que la distante y misteriosa Constance Collier se fijara en su anónima paisana.
Mandy era capaz de crear mundos enteros en su imaginación y de pintar hasta el último mechón de dorada cabellera.
Unas manos cayeron sobre sus hombros.
—¡Oh!
—Lo siento, no quería asustarte.
—Tío George.
Se sentía muy agradecida hacia su tío porque había aceptado rápidamente que se quedara allí. En cuanto Mandy hubo entrado en la casa, comprendió el motivo del interés de su tío: sin Kate y los niños, aquel lugar era mucho más desolado que antes.
—Estás preciosa, Amanda.
—¿Por qué no iba a estarlo? He huido de Manhattan, y mañana veré a Constance Collier.
Mientras la miraba, los ojos le rebosaban de algo que ella presintió como deseo. ¿No habría sido una imbécil al aceptar quedarse en casa de su tío? Quizá tendría que haber ido directamente a la finca. Pero la señorita Collier no le había ofrecido alojamiento. De repente, recuperó sus antiguas costumbres pueblerinas. No se atrevía a mostrarse franca con la principal ciudadana de Maywell. Su agente le había dado la razón.
—No pongas en peligro el proyecto, exigiendo cosas de entrada —le había aconsejado Will T. Turner.
—¿Tienes algo para beber? —preguntó Amanda.
George se alejó con sus zapatillas de piel de oveja, atravesó el linóleo gastado de la sala de juegos.
—¿Te basta con un poco de brandy Mr. Boston?
Aceptó la copa y bebió unos sorbitos.
—Mmm… Justo lo que necesitaba para relajarme.
—Mandy, me alegro de que estés aquí. —Estaba muy cerca de ella—. Lamento que encontraras la casa tan desordenada. Pero se me olvidó por completo que venías. He estado muy ocupado en el laboratorio.
—¿Estás haciendo algo bueno?
—Eso espero.
Mandy asintió y volvió a beber.
—Pero estoy tan cansado… —admitió George soltando una carcajada—. Hoy hemos tenido un gran éxito. Enorme.
—¿Quieres contármelo?
—La verdad es que no. Sólo puedo decirte que fue un triunfo.
La miró fijamente.
Si permanecía en aquella casa, lo más probable era que George intentara propasarse. Y era lo único que le faltaba. A la mañana siguiente, cuando viera a Constance, tendría que correr el riesgo de ofenderla y pedirle un cuarto en la finca.
Se disponía a formularle a George alguna pregunta amable sobre su triunfo, cuando ocurrió algo inusual. La habilidad de tener visiones de lo más detalladas cuando le apetecía constituía uno de sus talentos más preciados. Pero jamás la asaltaban así, sin ser solicitadas.
No obstante, a pesar de ser una mujer sana y de no estar cansada, se encontró en las garras de una visión no deseada.
Vio a un George macilento, encogido en un cuarto oscuro que podía ser, tal vez, la espantosa habitación fría del sótano de aquella casa. La madre de Mandy solía guardar allí los abrigos, en la estancia que el folleto de venta clasificaba como bodega.
Fue allí donde Mandy y Charly Picaño se habían ocultado para besarse prolongadamente detrás del perchero.
Y donde Punch, el gato, había muerto de hambre mientras la familia estaba de vacaciones. Nadie se había dado cuenta de que el animal había quedado allí encerrado.
Allí, entre murmullos, los niños se contaban historias de brujería y Marcia Cummings había sostenido que las brujas eran buenas.
En la visión de Mandy, una mujer yacía sobre la mesa de aquel cuarto que, de habitación misteriosa, se había transformado en cámara de torturas. La mujer estaba muerta, pero George no estaba triste.
En aquel momento, George sonreía. Mandy dio un respingo al ver su cadavérica sonrisa.
—¿Mandy?
A George se le borró la sonrisa de la cara. Empezó a observarla fijamente. Mandy se bebió el brandy de un solo trago.
—Vaya, sí que se te da bien.
—No olvides que me he convertido en una chica de ciudad. Estoy cansada, el viaje ha sido largo. Quiero irme a la cama.
—Siento no haberte preparado el cuarto de huéspedes.
—No te preocupes, sé hacerme la cama.
Cuando Mandy se dirigió a la habitación, él la siguió. Mientras caminaban en silencio por la casa, Mandy rogó que el cuarto que iba a ocupar no fuera el de su infancia. Pero sus esperanzas no se vieron realizadas.
George se detuvo ante la puerta y la aferró por los hombros. La besó en la frente y le dijo:
—Buenas noches, Mandy.
La muchacha se esforzó por no echarse a temblar. Cuando George la beso, notó que sus labios eran como dos tiras de cuero.
—Buenas noches, George. —Se volvió para enfrentarse a su pasado.
George y Kate habían criado allí dos niños y ni siquiera se habían molestado en cambiar el papel pintado. Mandy recordó que lo había escogido en la tienda de Chasen de la calle Main y que había dudado mucho entre un dibujo de flores de maíz y éste, una serie de rosales. Había elegido las rosas y, después, había plantado un jardín de rosas debajo de su ventana. Al cabo de tres años, los rosales florecieron y, en secreto, se llamó a sí misma la niña de las rosas. Sólo Marcia lo sabía.
—Se lo he contado a tía Constance —le había susurrado una cálida noche de junio, mientras yacían desnudas, bajo las sábanas.
—¿Se lo has contado?
—Me ha dicho que te diera un mensaje. Que le dijese a la niña de las rosas que la quiero y que velo por ella.
—¿Por mí?
Marcia la había estrechado, y se habían dormido, una en brazos de la otra; eran dos niñas de diez años, tan inocentes que su desnudez no significaba otra cosa que amistad.
—Nos quiere a todos. Deja que te lleve a conocerla.
Se trataba de algo estrictamente prohibido. El padre de Mandy odiaba a Constance Collier, odiaba Maywell. Vivía allí sólo porque Peconic lo había destinado a esa zona en calidad de director regional.
Cuánto había soñado Mandy, acostada en aquella cama, bajo la ventana. A veces, veía las luces de las brujas en el monte Stone; a veces, observaba cómo salía la luna roja o las estrellas.
En aquella casa había polvo, polvo y soledad. Y también algo más, reflexionó al cerrar la puerta de la habitación de huéspedes. En la pared de la sala había un sitio remendado hacía poco, como si tapase las señales de un puñetazo. Eran las señales de su padre.
—George es un hombre violento —le había dicho Kate. Por eso Kate lo había abandonado.
Mandy se cepilló los dientes y, en la oscuridad, se acostó en la cama. La luna proyectaba una pálida sombra en el suelo. El viento otoñal murmuraba entre las hojas secas con un sonido apagado. Desde la calle, le llegó el aullido de un perro.
El viejo gato salió de su escondite y avanzó por el cuarto de juegos, dejó atrás la enorme cocina comedor, se detuvo en la sala. Con la perspectiva de los muebles, el felino parecía desmesuradamente grande.
Su cara curtida resultaba sorprendentemente bondadosa. Y su cola enroscada era cautivadora. Pero la oreja recortada era casi cómica y le daba al gato un aspecto asimétrico.
El felino esperaba en el mirador donde Mandy había instalado las telas y el caballete, esperaba envuelto por el aroma de las pinturas y el aceite de lino. Apreciaba la destreza en sus pinceladas, y bebía de la energía de la muchacha. De aquella pobre y confundida muchacha, que no tenía ni idea de lo peligrosa que le resultaría esta historia cuando se fuera desarrollando.
Había pintado un paisaje solitario en el que un hada se escabullía por un sendero bañado por la luna… Lo había pintado con maestría, incluso con pasión, dejando entrever parte de la verdad encerrada en su corazón. Pero aquélla era una idea sentimental de lo que es un hada. Con aquellas alas, parecía más bien un insecto. Y era demasiado pequeña. El cuadro poseía el terrible defecto del encanto.
Desde los dormitorios le llegaron los sonidos del descanso. El gato se quedó quieto. Cerró los ojos, se concentró en cada matiz de sus habitantes. Sentía lo mismo que ellos, sacudía su cuerpo sucio y viejo cuando ellos se movían o se daban la vuelta, disfrutaba igual que George mientras éste adoraba las imágenes mentales de sus mujeres, de Bonnie, de Kate, de Mandy; con él experimentó la sensación apagada y palpitante en las entrañas y con él conoció el espantoso peso del tiempo.
El viejo gato esperó que la luna llegara a lo alto del cielo para comenzar.
Entonces se dispuso a desarrollar el siguiente acto de la historia.
Se metió en el dormitorio de George y escuchó el rumor de su sueño unos instantes. Con un rápido movimiento saltó a su cama. Oyó cómo su corazón se afanaba suave y fielmente por llegar a su interrumpido final, oyó los ruidos de su estómago que digería las comidas del día, sintió sus sueños, unos sueños plagados de ranas, de muerte, de muchachas y de pérdidas.
El gato recorrió suavemente aquel cuerpo dormido hasta que su enorme cabeza quedó justo encima de la garganta de George. Bajó los ojos y observó el palpitar de la arteria. Abrió la boca y sus colmillos quedaron a escasos centímetros de la carne. George Walker suspiró, como si en su fuero íntimo se hubiera percatado de que la muerte lo miraba desde arriba.
El gato boqueó sin hacer ruido y regurgitó. De la boca le salió algo verde y viscoso que fue a caer sobre el rostro de George. Cuando el hombre lanzó el primer suspiro de su sobresaltado despertar, el gato ya había regresado al porche cubierto dejando atrás los caballetes y las pinturas. Cuando George, jadeante, intentaba encontrar el interruptor de la luz, el gato trasponía la puerta trasera.
Se ocultó debajo del porche trasero justo en el instante en que las luces taladraban las ventanas de la casa y los pies de Mandy avanzaban retumbantes por el vestíbulo, mientras George Walker no paraba de gritar.