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El bafomet

En la esquina del primer contrafuerte, entre los dos primeros paneles, sentado sobre la moldura superior de la cenefa, hay un hombrecillo vestido a la usanza del siglo XV y tocado con un turbante que se anuda reproduciendo el esquema tripartito del Nudo de Salomón. Tiene la cara redonda y fea, la mirada curiosa e incisiva, algo desviada hacia la izquierda, la boca enorme y firmemente cerrada, con algo de sapo, los labios apretados. Está sentado en el suelo a usanza oriental, las piernas retraídas y los pies juntos por las plantas. Los codos descansan sobre las rodillas y se agarra los tobillos con las manos. La izquierda tiene el dedo índice montado sobre el corazón (Fig. 131).

Todos estos detalles escultóricos deben de ser significativos, porque aparecen minuciosamente descritos en los papeles de Joyce Mann bajo el epígrafe: «Bafomet de la catedral».

El Bafomet se menciona repetidamente en los procesos contra el Temple. Según los inquisidores, los templarios adoraban a un ídolo al que llamaban Bafomet. No queda claro si se trataba de un monstruo deforme, de un busto humano o de un ser andrógino.

El Bafomet de los Templarios es la plasmación simbólica de un ente abstracto de la Cábala, la Pequeña Figura. En el capítulo dedicado a Ben Chaprut se citaron los textos cabalísticos que aludían a esta Pequeña Figura representativa de lo visible o externo de la Cabeza del Anciano o Dios Primordial.

Después de mi indagación sobre Joyce Mann, me reuní con Mr. Mortimer Thomson en su despacho del All Souls College y le mostré las fotocopias de algunas fichas de la investigadora.

—La señora Mann hizo bien su trabajo —comentó—, aunque tuvo ciertas dificultades dado que se trataba de una mujer físicamente especiosa, y los españoles, en los años cuarenta, además de mal comidos, estaban muy reprimidos y no concebían que una mujer viajara sola sin ser puta.[392]

Mr. Mortimer Thomson tenía una tendencia a divagar que yo achacaba a su avanzada edad, aunque en sucesivas conversaciones fui descubriendo que en realidad sentía hacia Joyce Mann una mezcla de envidia y admiración. Ella, mujer, se había arriesgado a realizar su trabajo de campo en condiciones a veces penosas, mientras sus compañeros se quedaban en casa, sin salir de Oxford, dedicados a labores de gabinete.

Mr. Mortimer Thomson recordaba perfectamente el asunto de los Bafomets de Joyce. La intrépida arqueóloga había recorrido los lugares templarios de España en busca de Bafomets y había informado sobre los que le parecieron más interesantes.

—Era un asunto secundario desde el punto de vista académico —observó Mr. Mortimer Thomson—, pero no carecía de interés, dado que en Francia se conservan escasos Bafomets porque los sicarios del rey Felipe los destruyeron sistemáticamente. En España, por el contrario, los templarios no sufrieron persecución y sus símbolos se respetaron.

Mr. Mortimer Thomson me suministró una fotocopia de la lista de Joyce Mann.

A mi regreso a España recorrí los lugares que aparecían en el itinerario de Joyce Mann. Los templarios y sus sucesores calatravos solían emplazar el Bafomet en la piedra clave del arco de entrada a sus iglesias, un lugar lógico si se piensa que en el arco apuntado la clave es la que sostiene el empuje del resto, y que el arco de entrada es el que acota y enmarca, para el devoto y para el iniciado, el lugar sagrado situado en el altar mayor o en sus aledaños. El Bafomet de la mayor encomienda templaria de la Península, el de Fregenal de la Sierra, en Badajoz, tiene la forma de un rostro de anciano feo, toscamente tallado con una barba poblada y partida, peinada a surcos a uno y otro lado de la cara (Fig. 132). Algo parecido sucede con el de la iglesia templaria de la Veracruz, a las afueras de Segovia (Fig. 133). El de Arjona, en la iglesia de Santa María, presenta la misma barba partida, pero en este caso la cabeza se apoya en dos extrañas proyecciones que no supe interpretar hasta que visité la capilla templaria de San Bartolomé, en el río Lobos (Fig. 134).

En realidad, había acudido allí en busca de los buitres, como dije. El río Lobos, en Soria, hace un recodo y se encaja en una hoz que discurre entre escarpes inaccesibles en los que anida una nutrida colonia de buitres. Es un placer tenderse en la hierba, a la sombra de los muros románicos, y contemplar, al otro lado del río, el vuelo del buitre, las hembras enseñando a las crías con solicitud maternal y los machos de pescuezo deshilachado ojeando a las hembras e intentando emparejarse con ellas.

Difundir la especie para cumplir el mandato evangélico.

Incluso las personas, criaturas de la naturaleza al fin y al cabo, no somos ajenas a esa propensión natural a difundir la especie.[393]

Un lugar interesante el cañón del río Lobos. Aparqué el todoterreno a un par de kilómetros de distancia, pasado el pequeño camping, y seguí la senda marcada paralela al río, entre la arboleda, el mismo camino por el que los caballeros templarios de la vecina encomienda de Ucero acudían de mañana a cumplir sus ritos y rezos al santuario.

El santuario es una pequeña iglesia consagrada a san Bartolomé, una de las devociones de los templarios. A san Bartolomé lo despellejaron sus torturadores, por eso se representa viejo, con su propia piel en la mano. Para el Temple equivale a la simbólica serpiente que se desprende de su piel y se renueva. Renovación: morir para vivir, renacer a una vida superior, el objetivo de toda Iniciación.

Cuando llegué a la iglesia era todavía temprano y estaba cerrada. Crucé el puentecillo de madera y penetré en el antiguo santuario pagano, el que los templarios remozaron al construir su iglesia.

El santuario ancestral del río Lobos es una hendidura vertical en la roca que semeja un sexo femenino. Dentro, el parecido se acentúa, puesto que la única y ancha galería penetra como una vagina en suave cuesta en el interior de la montaña (Figs. 135 y 136).

La vagina de la tierra. Cerca de la entrada hay una roca prominente, un altar natural. En el fondo, un pequeño espacio más reservado pudo ser el sanctasanctórum.

Los visitantes de aquel santuario bien podrían pensar que regresaban a la tierra y volvían a nacer de ella. Las piedras representativas de la diosa madre desaparecieron. Quizá se encuentren en el subsuelo de la vecina iglesia templaria.

Me tumbé en la hierba hasta que apareció el guarda. Lo acompañaba un matrimonio, Juan Sol y Gloria, que deseaban visitar el templo.

—¿Se interesa por la arquitectura? —me preguntó Juan.

—Bueno, en realidad, busco un rostro esculpido en algún capitel. Un amigo me ha hablado de él.

—¿El Bafomet? —preguntó Juan con una sonrisa.

—¿Sabe lo del Bafomet?

—¡Sí, hombre! Ahí lo tiene usted —dijo señalándomelo.

El Bafomet se repetía en varios capiteles: un rostro de hombre con grandes orejas (símbolo del discípulo que escucha al Maestro) sobre una pareja de proyecciones verticales similares a la del Bafomet de Arjona (Fig. 137).

—¿Y esos alargamientos debajo de la barba? —pregunté.

—Ésos son los tabotat que acompañan a ciertos Bafomet, no a todos: los tabotat, que suelen darse en parejas (singular tabot), son representaciones de las tablas de la ley que Moisés depositó en el Arca de la Alianza. Como se sabe, se supone que el Arca está en el santuario rupestre de Lalibela, en Etiopía. Nadie puede verla, pero en muchas iglesias etíopes hay copias de sus tabotat que se utilizan en las ceremonias.

Juan Sol me señaló otros detalles que suelen pasar desapercibidos: los graffitis con ocho radios, representación del octógono, similares a los que grabaron los templarios encerrados en las mazmorras del castillo de Chinon; la losa con la cruz patada en la que algunos visitantes iniciados posan los pies desnudos…

Los Bafomets templarios me remitieron, como cerezas prendidas, a la veneración templaria de cráneos santos. En la mezquita de Damasco se venera un relicario con la calavera de san Juan Bautista, la figura más característica del santoral templario (Fig. 138).

En el santuario de los Santos de Arjona, en una urna de cristal, se venera la calavera de uno de los dos patronos, Bonoso o Maximiano (Fig. 139).

La calavera de san Eufrasio, uno de los varones apostólicos, en Andújar, se guardaba en un relicario de plata que durante un tiempo se exhibió en el museo de la catedral de Jaén y ahora han retirado del público (Fig. 140). (Recordé la fundación templaria del santuario de la Virgen de la Cabeza de Andújar).

En el santuario de San Frutos en las hoces del Duratón, Segovia, se veneraban las calaveras de los santos Valentín y Engracia, decapitados por los moros y arrojadas a la fuente de El Caballar, desde entonces conocida como Fuente Santa. En tiempo de sequía era tradicional mojar en el agua de la fuente las calaveras de los santos para impetrar lluvia.[394]

Finalmente, en la abadía de Mons se venera la calavera del rey san Dagoberto II, (651-679) el último rey merovingio descendiente de la sang real de Jesucristo, asesinado ritualmente de una lanzada en el ojo mientras dormía (Fig. 141). Recordemos el interés de los templarios por la sang real.

A mi regreso a Londres estudié algunos tabotat del Legado Etnográfico Hackney, en el Museo Británico. De cerca no impresionan: unos renegridos listones de madera o de piedra, de sección triangular o trapezoidal, largos y anchos como un antebrazo (¿quizá el codo sagrado?), con una serie de ideogramas e inscripciones en ge’ez, la lengua litúrgica de Etiopía. Según la ficha que Margaret me facilitó, procedían de la expedición de Napier a Magdala, en 1867.

Los Bafomets templarios del río Lobos y el de Arjona se asientan sobre tabotat representativos del contenido del Arca de la Alianza.

El Bafomet de Jaén es una figurilla casi renacentista desprovista de la rigidez de sus colegas medievales, pero su mensaje es el mismo: asentado sobre una esquina del templo, la parte arquitectónicamente más débil, dominando los dos planos, preside la moldura gótica del obispo Suárez y comunica su mensaje intemporal: esto que sigue es la palabra de Dios Primordial emanada de la Pequeña Figura, o sea, de su figuración física, éste es su secreto. Pero al propio tiempo, la Pequeña Figura tiene la boca ostensiblemente cerrada y apretada para indicar su vocación de secreto y la obligación de guardarlo que la Sabiduría impone a los iniciados.

En cualquier caso, representa «el principio de unidad trascendente frente a la apariencia dualista».[395]

La tradición popular desprecia esas complejidades y sostiene que aquella figura de aspecto entre risible y desagradable representa a Mahoma. Para justificar esa atribución se dice que antiguamente tenía el rostro pintado de negro, lo que motivó que se conociera popularmente como «la mona».[396]

En Jaén, «la mona» inspiraba un temor reverencial, especialmente desde que un mozo que le rompió la nariz con una piedra enloqueció y murió. La calle Valparaíso, poco más que humilde callejón, por el que discurre la moldura gótica, se conoce popularmente como «callejón de la mona». Los paganos llamaban a Cristo kixmi (es decir, mono).

Enfrente del Bafomet, en el rincón que forma el contrafuerte vecino, una gárgola representa a un dragón con cabeza de serpiente, alas de murciélago replegadas y garras de águila, la mítica serpiente de la Malena según la iconografía catedralicia (Fig. 142).

Casi todos los sillares que componen el muro del obispo Suárez ostentan marcas de cantero. Cada cantero o equipo de canteros poseía una señal o firma que esculpía sobre una de las caras del sillar cuando terminaba de cantearlo. Para algunos, estas señales tienen una explicación práctica: servían para cobrar lo trabajado al final de la jornada o para justificar la excelencia del trabajo frente al pagador.

Una explicación absurda. Si fuera así, el arquitecto procuraría que tales señales quedaran en la parte oculta de la obra y no en su cara externa, a la vista de todo el mundo. Las marcas de cantero en la cara externa del sillar son la firma del creyente que está levantando, con el esfuerzo de sus manos, una obra espiritual.

Las marcas representan al gremio o grupo del cantero. En el muro del obispo Suárez debieron de trabajar, como se deduce del examen de estas marcas, dos equipos sucesivos. El primero, que levantó los cimientos y las primeras dos o tres hiladas, podría corresponder al pontificado del obispo Osorio. A esta parte pertenecen las siguientes:

Parecen versiones muy estilizadas de la flecha que brota de la esfera, de la cabeza de toro y de un aparato de nivelar basado en un objeto que flota sobre el agua.

El equipo siguiente, más numeroso, convocado por el obispo Suárez, constaba de, al menos, catorce canteros. Uno de ellos usaba la marca de la cabeza de toro, ya empleada en el período anterior. Quizá era la misma persona, convocada de nuevo después de unos años.

Aparte de los canteros, en la época del obispo Suárez trabajaron en la moldura gótica algunos escultores, quizá Enrique Egas, que fue visitador y tasador de la obra.

En los signos de cantero de la segunda etapa volvemos a encontrar elementos familiares: la flecha, el compás (que traza circunferencias, símbolo del agua desde los tiempos más remotos), la cabeza de toro más o menos esquemática, y dos letras: la tau y la i.

La i en su forma gótica coetánea de la obra podría tratarse simplemente de una inicial, quizá la del condestable Iranzo, un iniciado mártir de los secretos del Dolmen Sagrado, asesinado pocos años antes, precisamente sobre el espacio central del propio dolmen. También podría ser la inicial de Isis, uno de los nombres de la Diosa Madre. (Figs. 143, 144, 145 y 146).