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El rey de la espada

Me instalé definitivamente en Jaén dispuesto a desentrañar el enigma que había tentado a tantos a lo largo de los siglos. Volví a recorrer, con los ojos bien abiertos, los lugares ancestrales del Santo Reino frecuentados por los buscadores de la Mesa de Salomón.

Una tarde contemplaba el relieve del coro catedralicio que representa la esfera de piedra entre el rey cristiano y el sabio del turbante, cuando se me acercó un canónigo y me espetó:

—¿Ha leído usted ese libro de la Mesa de Salomón, eh? ¡Pura patraña!

Y se marchó desdeñoso y estirado, sin aguardar respuesta. Lo contemplé mientras se alejaba con aquel elegante flamear de faldas, enaguas blancas, con vuelo y puños de encaje, que destacaban sobre el negro con su fimbria púrpura. Me admiró el porte de aquel sacerdote, su certeza berroqueña en la verdad excluyente que predica la Iglesia. Llevan dos mil años en el negocio de vender humo y, aunque ya la sociedad civil no les consiente que quemen a los disidentes, todavía se muestran intolerantes con la competencia. Miré a mi alrededor. Estaba el templo en recogida penumbra. Había algunas señoras de edad y un par de jóvenes opusinos arrodillados en los bancos de madera, esperando la misa. Pensé en los absurdos dogmas que el de la sotana les había inculcado desde la infancia, antes de la edad de la razón, en el disco duro del cerebro. Hace dos mil años, un dios cananeo permitió que su hijo se encarnara y bajara a la tierra para sufrir martirio y morir crucificado a fin de redimir a la humanidad de un pecado cometido por un hipotético primer hombre, miles de generaciones atrás, un pecado con el que fatalmente nacemos todos los mortales. Pensé, con cierta melancolía, en los extraños dogmas con los que se gana la vida el hombre de la sotana: que ese hijo de Dios martirizado resucitó al tercer día y subió al cielo —¿adónde, a qué planeta?— en carne y hueso, así como la madre que lo engendró, y que en su nacimiento no intervino semen de varón, sino un Espíritu Santo, sin concurso carnal alguno, y que la mujer se mantuvo virgen antes, durante y después del parto. El hombre que profesaba creer en todas esas cosas estaba convencido también de que elevando las manos y repitiendo una fórmula sagrada, el trozo de pan que sostienen sus dedos se transforma en carne y sangre del judío que crucificaron los romanos hace dos mil años, no en un símbolo de su carne, sino en la carne y la sangre verdaderas.

Viéndolo alejarse me pregunté si verdaderamente creía en todo eso o si solamente fingía creerlo porque lo requería su oficio y de algo hay que vivir. La duda me reconcomía. Desde luego, todo el dogma católico, ese encadenamiento de mitos absurdos que suponen un insulto a la inteligencia humana y un monumento al fanatismo y a la sinrazón, me resultaba mucho más increíble que la historia de la Mesa de Salomón.

En estas cavilaciones andaba cuando se me acercó otro visitante que buscaba, como yo, el relieve de la esfera de piedra con el rey y el sabio.

—¿Usted cree que los templarios encontraron el tesoro?

—Pues mire usted —le dije—, no sé qué pensar.

Ésa es mi verdad. Investigo y descubro que a lo largo de la historia muchas personas notables han buscado el secreto de la Mesa de Salomón. Supongo que yo no busco la Mesa, sino a las personas que la buscaron. La vida me ha baqueteado mucho y ya creo en pocas cosas. De lo único que estoy seguro es de que algunas historias no son tan increíbles como las que cuentan los brujos de la tribu, o sea, el clero de cualquier religión, en cualquier tierra.

Regresé al hotel, conecté el ordenador portátil y revisé mis apuntes. El rey de la espada debe de ser Fernando III, que conquistó Jaén en 1246. Me hice una pregunta: ¿participó Fernando III en la búsqueda de la Mesa de Salomón?

El relieve de la silla del coro de Jaén que representa al hombre del turbante transmitiendo la tradición del Dolmen Sagrado al rey manifiesta que Fernando III recibió esta información directamente de algún personaje moro o judío de la ciudad. Y esta creencia estaba aún viva entre los iniciados cuando el obispo Suárez hizo tallar aquellas sillas, a principios del siglo XVI. Igualmente viva se hallaba la tradición que identificaba a la Virgen del Soterraño o Antigua con la imagen depositada por Fernando III en el templo dolménico el día de su entrada en Jaén; o que la dedicación a la Magdalena del templo oracular del manantial hubiera sido igualmente decisión personal del monarca.

Partiendo de la hipótesis de la iniciación directa de Fernando III, pueden contemplarse bajo una luz inédita las circunstancias que lo condujeron a la conquista de Jaén.

La primera expedición de Fernando III a Andalucía, la campaña de Quesada, cuando todavía era un joven de veintitrés años, ocurrió en 1224. En esta expedición ocurre un hecho singular. En contra de toda lógica militar, los freires calatravos se apartan de la hueste real y, tomando una dirección diametralmente opuesta a la del joven rey, van a saquear el castillo de Víboras, al sur de Martos, cerca del santuario de Fuensanta, «la Negra», uno de los antiguos lugares consagrados a la Diosa Madre. La crónica asegura que regresaron con un espléndido botín, cosa difícilmente creíble, habida cuenta de que Víboras era un lugar carente de importancia. Pero probablemente los freires no se pusieron en tal peligro para buscar ganancia material. Buscaban algo más profundo.

Para llegar a Víboras pasaron por las ruinas del santuario de San Nicolás, cerca de Torredonjimeno, donde, en 711, se ocultó la Mesa de Salomón, el santuario en el que los obispos Totila y Rufinus velaron por el secreto.

Era razonable conjeturar que el rey estaba informado de ello. De otro modo, no hubiese permitido a las tropas calatravas partir a una empresa aparentemente absurda, que debilitaba el grueso de su ejército.

Años más tarde concedió a los calatravos un extenso territorio que incluía el santuario de San Nicolás, la columna de Hércules (Martos), el santuario de la Negra en Fuensanta de Martos (Fuente-Santa), Víboras, y otros lugares de la región.

Dentro del recinto exterior del castillo de Víboras existe un tosco relieve que reproduce el mismo esquema geométrico que adornaba el dintel de la casa de las almenas, el antiguo solar de los Chaprut, iniciadores de la tradición cabalística en Jaén (Fig. 83).

En 1225 Fernando III dirigió sus fuerzas contra Granada, por Martos y Fuensanta, al santuario de la Diosa Madre, de la Negra, y Víboras, los santuarios de la Diosa Madre explorados por los calatravos el año anterior. Ya en tierras de Granada, recibe una visita de don Alvar Pérez de Castro, noble castellano a sueldo de los moros de Jaén. Después de una larga entrevista don Alvar se une al rey, que lo colma de honores y le otorga su confianza.

Don Alvar Pérez de Castro llevaba tiempo residiendo en Jaén, de la que era alcaide o jefe militar y como tal había defendido la ciudad frente a su rey natural. Su repentina reconciliación con Fernando pudo deberse a la información que le transmitió acerca de la Mesa de Salomón. Desde entonces, al rey de Castilla le obsesionó la conquista de Jaén «quel auie gran sabor a tomar». (Ocampo). No puede ser coincidencia que en sucesivas expediciones la hueste real recorra lugares relacionados con los santuarios del Dolmen Sagrado. En 1228 llega a Castro (a las peña de Castro), y remonta el río de la Plata siguiendo la línea del cerro Veleta y Otíñar, cuya población destruye como antes destruyera la de Grañena (la teua o Caleña de las crónicas), correspondiente al cerro Pitas, uno de los que esconden tesoros mágicos según la tradición. En 1245 cerca la ciudad y, tras siete meses de asedio, la rinde, aunque las tropas ocupantes no entran en ella hasta tres semanas más tarde.

La entrega de Jaén es enigmática.

Alhamar, el fundador de la dinastía nazarita de Granada, pacta la entrega de Jaén con Fernando III después de una entrevista personal. Según la versión oficial, el musulmán se presentó espontáneamente en el campamento cristiano y se entregó al rey de Castilla con gran humildad. Fernando III, por su parte, correspondió a este hermoso gesto garantizando a Aben Alhamar la supervivencia de su reino y aceptándolo como vasallo.

Demasiado simple para ser verdad. Examinemos el asunto.

Después de siete meses de asedio, Jaén estaba perdida. El resto del territorio musulmán, parte del valle del Guadalquivir y el futuro reino nazarí de Granada también estaban irremisiblemente perdidos a medio plazo. El Estado de Al-Ándalus era tan caótico que no hubiese tardado en caer en manos de Castilla. Por lo tanto, el pacto de Jaén resulta completamente desfavorable para los intereses de Fernando III.

Alhamar cede solamente una ciudad de antemano perdida y se asegura el mantenimiento del resto de su reino a pesar de lo precario de su situación. Los historiadores lo han comprendido así pero, lejos de admitir que quizá hubo alguna cláusula secreta en el tratado, prefieren pensar que el rey de Castilla se sintió conmovido por el gesto y se mostró generoso.

Una explicación romántica completamente carente de lógica. El objetivo final de Fernando III era lisa y llanamente conquistar los territorios musulmanes a uno y otro lado del estrecho de Gibraltar. Sólo la muerte evitó que cruzase a África para proseguir sus conquistas.

Entonces, ¿cómo se explica que dejara atrás un gran reino musulmán, que aceptara la supervivencia de una dinastía árabe en Granada y que garantizara la inviolabilidad de ese reino y de esa dinastía al reconocerlos como vasallos de Castilla?

Un pacto secreto. Alhamar ofreció a Fernando III lo que tan afanosamente había buscado desde que comenzó sus conquistas, el secreto de la Mesa de Salomón.

Esta hipótesis viene reforzada por el hecho de que desde ese momento las dinastías reinantes en Castilla y en Granada comparten el misterio de la Mesa, un vínculo secreto que resiste incluso a sus ocasionales desavenencias y guerras.

Ya tenemos a Fernando III en Jaén, donde, a pesar de los graves asuntos que lo reclaman en otros lugares, se demorará por espacio de siete meses. De lo que hizo en este tiempo contamos con algo más que conjeturas. Fernando III se construyó un palacio extramuros, en un lugar despejado frente a la mezquita del Dolmen Sagrado.

Extraña disposición: el agua de este palacio se encaña desde el llamado «palacio de los reyes moros», el lugar del peñón de Uribe de la Magdalena. Traen el agua de una fuente distante quinientos metros cuando existe otra, la del Dolmen Sagrado, a sólo cincuenta metros.[284]

El palacio es un edificio civil, pero adosada a él, el rey hace construir una capilla que «no podrá demolerse nunca».[285] La suerte de su palacio no preocupa al rey, pero sí la de la capilla adyacente.

Un siglo más tarde, en 1354, el sucesor de Fernando, Pedro I, cede el palacio a los claustrales de San Francisco y les advierte que no se puede tocar la capilla, que debe respetarse tal como está.

¿Qué tiene de particular esta capilla?

En un documento de 1524 aparece nuevamente la misma exigencia: «Ni ahora ni en ningún tiempo no han de poder deshacer una capilla do se decía misa que la fundó e fizo el señor don Fernando el Santo».[286]

A finales del siglo XVIII otro buscador de la Mesa, el deán Mazas, advierte que la capilla que «se debe mirar con respeto y no permitir jamás que se altere ni deshaga».[287]

Y finalmente, un iniciado en la Mesa de Salomón, Muñoz Garnica, hace lo humanamente posible por evitar la destrucción de la capilla cuando, a mediados del siglo XIX, se aprueba su demolición.

¿Qué secreto encerraba esta capilla por el que personas tan significadas, algunas conocedoras del misterio de la Mesa de Salomón, se empeñen en que se respete y se conserve inalterada?

Una capilla octogonal. Una capilla similar a las docenas de capillas octogonales que los templarios elevan en sus edificios iniciáticos a imitación de la cúpula que corona la roca sagrada del Templo de Jerusalén (Fig. 84).