La virgen que paseó por Jaén
El Dolmen Sagrado en el que se adoraba a la triple Diosa Madre se convirtió, con el tiempo, en una catedral cristiana que es relicario de una singular reliquia: el Santo Rostro.
El Santo Rostro es un icono bizantino que representa la faz de un hombre delgado y barbudo, un enigmático rostro en el que destacan unos enormes ojos de hermosas pupilas. Sus devotos creen que es una genuina imprimación del rostro sudoroso y ensangrentado de Jesucristo camino del suplicio (Fig. 40).
El Santo Rostro que vemos hoy es un hombre delgado y barbudo de ojos melancólicamente ausentes, pero ¿fue siempre así?
En época medieval no se llamaba Santo Rostro, sino «la Verónica». Es decir, al principio tenía nombre de mujer. Lo de Santo Rostro se impuso sólo a partir del siglo XVIII y en dura pugna con la denominación tradicional, que es, por cierto, la que utiliza Cervantes: «Por ahora voy a la gran ciudad de Toledo a visitar a la devota imagen del Sagrario, desde allí me iré al Niño de la Guardia y dando una punta, como halcón noruego, me entretendré con la santa Verónica de Jaén».[162] «Verónica o Santa Faz como indiferente se le nombra», escribe, a finales del siglo XVIII, el deán Mazas.[163]
Lo que los fieles adoraban con el nombre de la Verónica era un rostro lampiño en el que sólo se distinguían unos ojos de penetrante mirada, una nariz y una boca.
El obispo Sancho Dávila hizo «pegar en una tabla el rostro», después «se mandó pintar toda la parte exterior de la cara, lo que se hizo con muy poca premeditación e inteligencia».[164] Quizá sobró premeditación. De este modo, el lampiño rostro de la Verónica quedó travestido en la hierática faz barbuda actual. Se perdió para siempre aquel rostro femenino que los peregrinos acudían a adorar el día de Nuestra Señora, aunque sus devotos siguieron llamándolo «la Verónica».
Unos grandes ojos representan a la Diosa Madre en las pinturas rupestres y en los idolillos prehistóricos. La Verónica era unos grandes ojos en un lampiño rostro de matrona. El Santo Rostro fue, en su origen, una mujer más venerada, incluso, que Cristo. Una mujer distinta a la Virgen María, cuyo culto sólo se extendió a partir del siglo XII. Una mujer venerada ininterrumpidamente desde mucho antes, de la que, a la postre, el clero cristiano se apropió hábilmente. La Verónica de las fuentes medievales es, evidentemente, una Diosa Madre como confirman las leyendas concernientes a esta reliquia (Fig. 41).
La Verónica se mostraba a los peregrinos una vez al año, el 15 de agosto, día de la Virgen. Cuando se acercaba este día afluían al templo sus devotos, algunos llegados de lejanas tierras. Los moros de Granada aprovechaban la ocasión para perpetrar sus incursiones en busca de botín y esclavos, sabedores de que encontrarían los caminos abarrotados de indefensos peregrinos, según atestigua la Crónica de Tranzo.
La autoridad eclesiástica procuró asociar la reliquia, ya falsificada burdamente para que representara a Cristo, con la fecha culminante de la Pasión del Crucificado y decidió mostrarla dos veces al año: el tradicional día de la Virgen de Agosto y en Viernes Santo. El próximo paso en el enmascaramiento de la Diosa Madre era previsible: suprimieron la ceremonia de agosto, en el día de Nuestra Señora, de claras raíces matriarcales precristianas y astrológicas, y la mostraron sólo en Viernes Santo.
Los devotos seguían acudiendo en tiempos de sequía a la Diosa Madre de la fecundidad y de las aguas, cuyo verdadero origen ignoraban, bajo las pilosas veladuras del Santo Rostro. Las rogativas se repiten en las sequías de 1653, 1655, 1658, 1661, 1668, 1737 y 1824. También acudían a la señora del mundo subterráneo en los terremotos, como hicieron en 1712 y 1755.[165]
¿Por qué falsificó el obispo Sancho Dávila la venerada reliquia que sus antecesores habían respetado en la forma antigua? Quizá porque se hizo preguntas que sus antecesores no se habían formulado y supo extremos que convenía ocultar.
Sancho Dávila determinó que la Verónica llegó de Tierra Santa en el equipaje de san Eufrasio, uno de los legendarios Siete Varones Apostólicos evangelizadores de España, que estableció su sede episcopal en el Santo Reino.
Cuando los moros invadieron la Península, los cristianos trasladaron las reliquias de san Eufrasio a las montañas de Astorga o a las de Oviedo y las ocultaron en un cofre. Pasaron muchos años, tantos que casi se perdió memoria del contenido de aquella caja, ya que nadie se atrevía a abrirla, hasta que don Ponce, obispo del rey Ramiro in, no pudo refrenar su curiosidad y quebrantó los sellos del arca. En cuanto levantó la tapa se quedó ciego. La memoria de tan ejemplar castigo disuadió a otros posibles curiosos, hasta que el piadoso rey Alfonso VI tuvo el valor necesario para abrir de nuevo el arca después de prepararse espiritualmente con ayunos y oraciones. Como lo movía un limpio deseo de adorar las reliquias, esta vez no se produjo el castigo divino. El rey tomó para sí el más precioso de los objetos, es decir, el Santo Rostro, y lo transmitió a sus sucesores, hasta que Fernando III lo ofreció al templo de Jaén, devolviéndolo a su primitivo lugar.
Según otra versión, el obispo don Nicolás de Biedma trajo el Santo Rostro de Sevilla, donde lo había dejado Fernando III, que lo encontró en Jaén después de su conquista. ¿Una reliquia cristiana en el Jaén musulmán? Pues sí. Cuando los moros invadieron la diócesis de San Eufrasio, los cristianos ocultaron la reliquia en unas catacumbas del barranco de los Escuderos, no lejos de la catedral.[166]
Éstas son las versiones eclesiásticas del origen de la Verónica, pero la persistente tradición popular señala que un obispo la trajo de Roma volando por los aires.
El obispo tenía tres diablillos encerrados en una garrafa… Un día, uno de ellos le propuso un trato: lo llevaría por los aires a Roma si el obispo se comprometía a entregarle cada noche las sobras de su cena. El prelado accedió y voló a Roma a lomos del diablo, consiguió el Santo Rostro del Papa y regresó también por los aires. El diablillo volvió a su garrafa y el obispo cada noche le entregaba puntualmente las sobras de su cena, que a partir de entonces fueron nueces, por lo que al diablo sólo le correspondían las cáscaras.[167] En esta leyenda observamos, además, la identificación de los tres diablos de la garrafa con las tres advocaciones de la Diosa Madre en el Dolmen Sagrado.[168]
El obispo don Sancho Dávila consiguió disfrazar aquel enigmático rostro de mujer y hacerlo pasar por varón barbudo. Consiguió que el nombre de Verónica cayera en desuso a base de potenciar el del Santo Rostro desde los púlpitos y las imprentas. Consiguió, incluso, proveer a la reliquia con un origen cristiano y consiguió que los falsos cronicones lo propalaran… Pero no consiguió silenciar una serie de ritos ni borrar todas las pistas que insistentemente señalan el verdadero carácter de la reliquia. Porque la sufrida Verónica no es otra cosa que la representación de la Diosa Madre en el principal santuario de la región donde estuvieron los lugares sagrados del antiguo matriarcado peninsular.
Hemos hablado de una triple Diosa Madre de la que la Verónica sería una mera representación. ¿Dónde están las otras dos? Con el advenimiento del cristianismo, la segunda se convirtió en la Virgen de la Antigua y la tercera, en la Virgen de la Capilla.
Nuestra Señora de la Antigua.
En la capilla mayor de la catedral de Jaén, sobre el relicario donde se guarda, bajo siete llaves, el Santo Rostro, vemos a Nuestra Señora de la Antigua, una Virgen sedente de apenas 70 cm de altura, que sostiene al Niño en su brazo izquierdo y lo amamanta (Fig. 42).
La Crónica General asegura que Fernando III se dirigió a la «mezquita mayor (la actual catedral de la ciudad conquistada) y puso altar y urna a Santa María».[169] Eso ocurrió en 1246. Sin embargo, la talla es más tardía.[170]
Es evidente que la Virgen de la Antigua no pudo ser aquella imagen que Fernando III colocó en la urna. Pero, si hubo otra, ¿cómo es que a ésta se la llama «la Antigua»?
Quizá la Santa María del rey no fue otra que el Santo Rostro, es decir, la Verónica en su primitiva imagen de mujer, antes de que se le añadiesen las sacrílegas barbas. Ello explicaría, en efecto, que esta talla del siglo XIV pueda llamarse con propiedad «la Antigua», puesto que es la primera que se hizo de Nuestra Señora propiamente dicha. La otra existía ya y era la enigmática Verónica, lo que explicaría, además, el propio carácter de santuario de los templos que se han sucedido en aquel espacio sagrado y la continuidad de su dedicación, primero a Nuestra Señora y luego al Santo Rostro, sin perder por ello su identidad formal, puesto que ambas son la primitiva Verónica.
Pero la Virgen de la Antigua recibió antes dos nombres distintos que el clero procuró desarraigar y sepultar en el olvido. El primitivo nombre de la Virgen de la Antigua es Nuestra Señora del Soterraño, es decir, Nuestra Señora del Subterráneo.[171] Pero ¿por qué sustituyeron por otro su nombre primitivo? Evidentemente, porque deseaban erradicar cualquier mención del subterráneo, es decir, del Dolmen Sagrado. Después de destruirlo físicamente, o de cegarlo, se propusieron borrarlo también de la memoria de sus fieles. Y cuando estaba recién salida del subterráneo, en el siglo XV, se llamaba Virgen de la Consolación.[172]
Examinemos ahora la imagen.
Lo primero que llama la atención de esta Virgen Galactrofusa es su pedestal, una peana en forma de nube, vagamente esférica, tan alta como la propia imagen. Esta peana no es la original, sino un añadido del siglo XVII. ¿Cómo sería la original? Nuestra hipótesis, que más adelante razonaremos, es que la original era una piedra esférica de las llamadas cabezas. Cuando la arrumbaron, porque les pareció torpe y pesado soporte para tan liviana imagen, tan sólo procuraron sustituirla por algo parecido. Una nube tallada en forma casi esférica cubría perfectamente el expediente. Pero ¿y los fieles? Los fieles devotos suelen resistirse a cualquier alteración de las imágenes que veneran.
Los fieles no advirtieron el cambio. Hacía ya mucho tiempo que la imagen de la Antigua estaba vedada a la contemplación del pueblo. Podían rezarle, eso sí, y cuando le dirigían sus preces sabían que estaba allí, escuchándolos desde su alta hornacina de la capilla mayor, a casi tres metros del suelo, encima del cofre de la Verónica, pero no podían verla. Una cortina perpetuamente corrida delante de la imagen lo impedía.
Esta cortina sólo se descorría cuando pasaba el cabildo en pleno por delante del altar camino de la Sala Capitular, con el templo vacío, en privado.[173] La contemplación de Nuestra Señora de la Antigua, como la del Arca de la Alianza del Templo de Salomón, quedaba reservada al Sumo Sacerdote, a los iniciados.
Es sorprendente que se mantenga durante siglos la devoción por una imagen que sus fieles no pueden contemplar. Hoy tal restricción ha caído en desuso, quizá porque tampoco quedan fieles ya, y la Virgen de la Antigua se ofrece a nuestra curiosidad, negra, remota, enigmática e inaccesible. Mejor diríamos que no toda la imagen sino tan sólo su rostro oscuro y diminuto, puesto que el resto sigue oculto debajo de la espesa cortina de sus ropajes y adornos, como sucede también con el resto de las Vírgenes Negras repartidas por nuestra geografía. Allí está la Virgen. Con el pulgar y el índice se oprime el pezón izquierdo para que la leche llegue a la boca del Niño. Pero no lo mira. Mira de frente a sus oferentes.
¿Y la tercera Diosa Madre? El caso de la tercera Diosa Madre podría parecer increíble pero, afortunadamente, existen actas notariales que certifican su rocambolesca historia.
La Virgen que paseó por Jaén
El 10 de junio de 1430, poco antes de la medianoche, ocurrió el prodigio. En medio de un resplandor tan vivo que iluminaba la calle como si fuera de día, los atónitos siete testigos del milagro contemplaron a una fantasmal comitiva que descendía por la calle Maestra del Arrabal de San Ildefonso, en el barrio extramuros de la ciudad medieval. Delante marchaban siete hombres con cruces. A continuación, unas veinte personas que precedían a una hermosa señora con un niño en brazos a la que acompañaban un hombre y una mujer. La seguían hasta trescientos hombres y mujeres. Finalmente, cien hombres armados que cerraban la comitiva. Toda la fantasmal procesión vestía de blanco.
El blanco cortejo rodeó el cementerio de la parroquia de San Ildefonso y se detuvo en un palenque o palco revestido de paños blancos y rojos junto a los muros de la iglesia. El hombre que acompañaba a la señora sostuvo ante ella un libro abierto. A las doce en punto, cuando las campanas de la ciudad tocaron a maitines, la milagrosa visión se esfumó, se apagó el resplandor y la oscuridad borró de nuevo los perfiles de la ciudad dormida.
Tres días después, 13 de junio, comparecen ante los notarios Juan Rodríguez de Baena, Álvaro de Villalpando y Fernando Díaz los testigos que habían presenciado el milagro: Pero, hijo de Juan Sánchez, casero de la mujer de Rui Díaz de Torres y Juan, hijo de Usanda Gómez, que dormían en casa de Alonso García, a espaldas de la iglesia de San Ildefonso; María Sánchez, mujer de Pedro Hernández, moradores de la calle Maestra del Arrabal y Juana Hernández, casada con Aparicio Martínez, que habitaba junto al cementerio del templo. Comparecieron también, para atestiguar las declaraciones, Pedro de Falencia y Alfonso Pérez. El documento notarial se conserva. No se trata de una falsificación: los notarios y los testigos son personas que vivieron cuando se levantó acta del prodigio. Las firmas son válidas. Todo es genuino. ¿Qué podemos pensar? (Fig. 43).
Una de dos: o se acepta que verdaderamente la Virgen y otros cuatrocientos y pico seres celestiales pasearon por las polvorientas calles del Jaén medieval aquella calurosa noche de junio o se piensa que todo el asunto fue un montaje.
¿Un montaje? ¿Para qué y por quién?
Examinemos los hechos.
A raíz del milagroso Descenso, la iglesia de San Ildefonso, una iglesia de arrabal, fuera de las murallas, en un barrio todavía secundario, se convierte en santuario elegido por la propia Virgen, lo que atrae numerosas devociones. Se instala una capilla y en ella una imagen de la Virgen, una talla de finales del XIV o poco posterior que aserraron de un retablo.
El celestial paseo de la Virgen por Jaén se inició en la calle Maestra del Arrabal, actual Llana, que bajaba desde la torre del Alcotán, (una de las puertas sagradas del Dolmen), junto a la capilla mayor de la catedral. Por consiguiente, puede decirse que fue la propia Virgen la que manifestó su deseo de trasladarse desde la catedral a la iglesia de San Ildefonso. Cuando sus fieles devotos conocieron el milagro a ninguno le parecería mal que la autoridad eclesiástica se hiciese eco de la voluntad de Nuestra Señora y dispusiese el traslado de su imagen al nuevo santuario por ella elegido.
Así fue como la tercera Diosa Madre de la catedral, probablemente la correspondiente a la fratría del blanco, abandonó su antiguo santuario para mudarse a una nueva residencia trescientos metros más abajo.
¿Quién decidió este cambio?
La máxima autoridad era el obispo Gonzalo de Stúñiga, que encargó la información testifical. Este obispo, un noble educado para la guerra, que había estado casado, no era muy ducho en cuestiones religiosas. Lo suyo era el fragor de la batalla, la gloria de la pelea, no el cabildeo de las sacristías. En los treinta años de su pontificado sólo se preocupó de guerrear contra los moros. Dejaba las teologías y los encajes para sus subordinados. Él, al decir de los romances, «decía misa armado». Dos veces cayó prisionero de sus enemigos y finalmente murió cautivo en las mazmorras de Granada.[174]
No, el montaje del Descenso de la Virgen no parece propio de Gonzalo de Stúñiga. Aunque él lo tolerara, la invención debió de partir de colaboradores suyos que han quedado en la sombra. Quizá del cabildo catedralicio o de un grupo del cabildo. La existencia de un grupo suficientemente poderoso como para inducir al obispo a un montaje de tal magnitud es más que razonable.
Los que decidieron el cambio ¿organizaron tan grandísimo tinglado sólo para cambiar de iglesia una imagen sin incurrir en las iras de sus devotos? Desgraciadamente, sólo podemos conjeturar sobre esas razones.
Quizá quisieron separar a las tres Vírgenes, las tres Diosas Madre de la catedral, para acabar con pervivencias arcaicas de cultos matriarcales que escapaban al control de la iglesia oficial.
Quizá.
Hay un aspecto del documento notarial del Descenso que llama la atención: sus cifras cabalísticamente significativas. La procesión parece inspirada en la de la diosa Isis (la Diosa Madre egipcia) con su hijo Horus en brazos, tal como se relata en El Asno de Oro, de Apuleyo. Los cinco o siete portacruces representan al cinco, el número de la diosa, y al siete, el número de cada cuarto lunar (4 x 7 = 28); la señora con el Niño es, obviamente la Virgen Madre; el hombre que sostiene el libro abierto y la religiosa son representaciones de lo masculino y de lo femenino trascendente (por eso el libro). Los diez clérigos en dos filas de a cinco corresponden a los diez Sefirot del árbol de la Vida cabalístico; la representación del valor del nombre divino como 32 + 42 = 52 (5 x 5) en su operación única, que muestra el teorema de Pitágoras en su propuesta perfecta.
Trescientas personas entre hombres y mujeres sumados a diez clérigos y al grupo de la Virgen, que son 4, dan 314 personas, resultado de multiplicar pi por cien, que son los hombres armados representando a las 100 Lunas de los ciclos de la Diosa (Hécate = 100; Eunate = 100 puertas, etc.), son también 157 hombres y 157 mujeres, que es cada uno 50 x 3,14. A su vez, 100 es el área del cuadrado del sol que contiene un círculo de perímetro 31,4; por otro lado, se citan 20 hombres en dos filas de a 10 (10x10 = 100): con 20 hacemos un cuadrado de cinco de lado y tenemos un círculo (el de la Tierra o Santísimo) de 15,7 de perímetro.
Todos los datos concuerdan en la numerología de la Virgen, que es la Diosa Madre, y su cortejo.
La imagen de la Virgen de la Capilla es una dama sedente sobre una extraña peana formada por dos abultados almohadones superpuestos, variante de la cabeza de piedra de la primitiva Diosa Madre, que constituye una de las formas del betilo en la Antigüedad. Es la que adopta el ídolo de Chillaron (Carrascosa del Campo, Cuenca), fechado hacia el –1500, y la que se repite en una de las cruces de Mengíbar y en la del castillo de Tobaruela, cerca de Linares (Figs. 44, 45 y 46).
En el caso de la Virgen de la Capilla, señora y peana miden 0,57 centímetros. La pierna izquierda de la Virgen se adivina rígida debajo de sus vestiduras, que sólo dejan ver la punta del pie. La pierna derecha está algo flexionada. La postura del cuerpo parece indicada para llevar un peso en el lado derecho, no en el izquierdo. En realidad, la imagen primitiva no tenía Niño. El infante se añadió posteriormente, así como el brazo y la mano izquierda que lo sostienen.
En la cabeza tenía una corona o adorno que aserraron cuidadosamente dejando como único rastro una especie de anillo o diadema.[175]
Desde que llegó a su nuevo santuario, la Virgen se llamó de la Capilla. Pero ¿cómo se había llamado anteriormente, cuando todavía residía en la catedral? Es posible que se llamara Virgen de la Espiga. De hecho, hasta bien entrado el siglo XIX existió la reveladora costumbre de ofrendar seis espigas a la imagen, la Diosa Madre que representa a la estrella Spica.
El santuario del Dolmen Sagrado albergaba a las tres Diosas Madre que en época cristiana se llamaron Verónica, del Soterraño y de la Espiga o de la Capilla.
La tradición sostenía que durante la dominación árabe, la Verónica permaneció oculta en las catacumbas del barranco de los Escuderos, a unos trescientos metros de la catedral, junto al manantial de Santa María. Pero este manantial sólo data del siglo XVI. Antes de esa fecha sus aguas nacían en el subsuelo de la capilla mayor de la catedral, la cavidad sagrada del Dolmen. Los constructores de la catedral renacentista lo encañaron hasta el barranco de los Escuderos. El pilar donde vertían las aguas se llamó, en recuerdo de su origen, de Santa María y a su pie se construyó la ermita de San Félix de Cantalicio.[176] Por lo tanto, las catacumbas en las que los cristianos encontraron la Verónica no eran sino el Dolmen Sagrado de la catedral. Los musulmanes habían edificado su mezquita en el collado, pero habían respetado el santuario subterráneo.