8

Tres piedras en la catedral dolménica

En el solar de la catedral de Jaén existió, en los tiempos del matriarcado, un santuario donde se rendía culto a la Diosa Madre en su triple advocación.

Los hallazgos arqueológicos —recordemos las venus de Torredelcampo y Otíñar o la Astarté de Cástulo[131]— corroboran la gran importancia de este santuario desde épocas remotas y la continuidad del culto a la Diosa Madre en aquel lugar.

El santuario era un gran dolmen rodeado de otros dólmenes votivos de menor entidad.

¿Por qué un dolmen?

El dolmen es la imagen de la caverna. Las cavernas son lugares sagrados, lugares donde «lo numinoso se produce o es acogido»[132]. El dolmen es la alegoría de la Diosa Madre, «el intento de reproducir el escenario de la procreación, húmedos y angostos túneles de acceso a la celda uterina cobijada por cúpula».[133]

Dentro del Dolmen Sagrado, en su soterrada cavidad uterina, a la débil luz que se filtraba del exterior, se columbraba la forma imprecisa de tres grandes piedras esféricas que representaban a la Diosa. Entre las piedras brotaba un manantial, en el centro mismo del dolmen. El agua formaba tres regatos que saldrían al exterior por los tres caminos de acceso: el camino del Toro, correspondiente a la fratría del negro, y los caminos de las fratrías blanca y roja. En el exterior del dolmen, sobre el túmulo artificial que lo cubría, sobre los árboles sagrados que lo rodeaban, a lo largo de los caminos de acceso, sobre las chozas y sobre los cielos se pespunteaba la negrura azulada de miles de golondrinas, grajos y vencejos, las aves sagradas de la Diosa Madre, protegidas y alimentadas por los devotos y peregrinos que les ofrecían los frutos de la tierra y unas tortas votivas confeccionadas con harina en las que se dibujaban los emblemas de las fratrías y a veces se adornaban con un huevo, tradición que perdura en Jaén y en otros lugares.[134]

La Navidad cristiana procede de la festividad pagana del solsticio de invierno, las saturnales romanas, en las que se exaltaba la fecundidad. En el Jaén medieval, un ilustre iniciado, el condestable Iranzo, organizaba combates rituales de huevos y repartía hornazos los lunes de Pascua. El hornazo, tradicional aún hoy de la Pascua, se remonta a aquella torta con huevo del santuario dolménico. El huevo es símbolo universal de generación y de vida, por eso aparecen huevos de distintas aves, incluida la exótica avestruz, en algunas tumbas de Jaén.[135]

Los peregrinos y devotos llegados de lejanas tierras, tras afrontar trabajos y peligros, accedían al santuario por tres entradas diferentes. El peregrino escogía una u otra según el aspecto de la divinidad que convenía a su devoción particular o a su fratría, hermandad o clan. En cualquier caso, el camino que recorrían era idéntico. El dolmen constaba de ocho grandes losas verticales que soportaban una gran losa horizontal. Los ocho soportes habilitaban otros tantos huecos intermedios por los que una persona podía entrar o salir. Cada dos losas señalaban una puerta de entrada iniciática. Los espacios siguientes, a uno y a otro lado, quedaban invalidados, pues una misma piedra no podía servir de dintel a dos puertas contiguas. Por lo tanto, tres puertas ocupaban seis piedras. Las dos restantes constituían una cuarta puerta, sólo de salida, que era común para los peregrinos de cualquier fratría que hubiesen completado el recorrido iniciático en el interior del dolmen y hubiesen bebido agua de la fuente.

De este modo quedaba establecida la unidad fundamental de la Diosa a pesar de sus diversas advocaciones trinitarias. El peregrino accedía por la puerta de su fratría particular, pero luego tenía que entrar y salir por las puertas de las otras fratrías, de modo que su recorrido iniciático se confundía con los de ellas. La puerta de los Iniciados, la cuarta, era común. Todos eran hijos de la Diosa Madre y al pasar por ella se hermanaban.

El símbolo de la fratría del negro era el Toro; la del rojo, el Arco; la del blanco, el Agua. Algunas ceremonias particulares de cada una de estas fratrías perduran en el folclore. En el Jaén medieval, los ballesteros, descendientes de la fratría del rojo, veneraban a san Antón y celebraban su fiesta con grandes hogueras. El condestable Iranzo, uno de los iniciados de la lista de la Cava, quemaba cera en honor del santo. La hoguera simbolizaba la fratría del rojo. Su origen matriarcal y agrícola se manifiesta en los buñuelos que se asocian a la fiesta de San Antón.[136]

Regresemos al santuario y acompañemos a un peregrino de la fratría del negro. Penetra en el dolmen por la puerta negra y sale por la blanca, vuelve a entrar por la puerta roja y sale de nuevo por la negra. A continuación penetra por la blanca y recorre el centro del dolmen, donde la fuente sagrada mana entre las tres esferas de piedra. Después de beber agua y cumplir sus ritos en el manantial sagrado, el peregrino sale por la cuarta puerta, la de los Iniciados. En su recorrido ha descrito tres arcos de circunferencia que se cortan y forman, en su trayectoria por el interior del dolmen, un triángulo esférico. Este triángulo encierra las tres piedras de la diosa y la fuente sagrada. Es un recorrido preciso relacionado con el laberinto iniciático de otros santuarios mediterráneos y con el Nudo de Salomón, ese enigmático emblema que marcaba las viejas casas del barrio de la Magdalena.

El rito conoció una forma de culto más arcaica en la que el iniciado rodeaba la piedra sagrada para contemplarla en todas sus facetas. Artemidoro supo de un santuario en el que «se ven de trecho en trecho y de tres en tres o de cuatro en cuatro unas piedras a las que dan la vuelta los que se allegan al lugar siguiendo una costumbre propia del país».[137]

Los que salían por la puerta de los Iniciados recorrían un tramo serpenteante de poco más de un kilómetro de longitud, jalonado de piedras votivas, hasta un gran manantial «tan recio como el cuerpo de un buey», cuyas aguas brotaban impetuosamente del costado de la montaña, en medio de un bosque sagrado.

A lo largo de este camino había una serie de estaciones cuyo sentido explicaban a los recién llegados las sacerdotisas y los bardos. Había un altar de sacrificios, el peñón de Uribe, donde, cada cierto tiempo, se inmolaba al Rey Sagrado. Después de cumplir los ritos necesarios, se accedía al manantial del oráculo y allí se recibía la respuesta de la Diosa Madre, la dispensadora de fecundidad y bienestar.

Los pastores patriarcales expulsaron del santuario a las sacerdotisas del Dolmen Sagrado e intentaron, en vano, desarraigar los cultos. Pasado un tiempo, se llegó a una solución de compromiso. Volvieron las sacerdotisas y la religión matriarcal perduró bajo las nuevas formas del patriarcado, pero los sucesivos colonizadores patriarcales —los pueblos históricos— no sólo aportaron divinidades solares. A veces llegaban influidos por los persistentes principios lunares, por las diferentes Diosas Madre del ámbito mediterráneo. Los romanos, por ejemplo, aportaron los cultos de Isis que tan sólo se superpusieron a los más antiguos de Tanit o Astarté, llegados poco antes con fenicios y cartagineses. El terreno estaba abonado.[138]

Desde entonces han transcurrido milenios. Las religiones patriarcales se han sucedido y han ocupado el santuario. Cultos solares de Iberia, el paganismo grecorromano, el primer cristianismo, los santuarios de los godos con Totila y Rufinus, el islam, el cristianismo de los conquistadores, han apagado los ritos matriarcales del Dolmen Sagrado. Pero a pesar de ello, la Diosa Madre se aferra tenazmente a su santuario.

El caso del Dolmen Sagrado de Jaén no es único. En todo el Mediterráneo se encuentran vestigios de este rito neolítico que deja su rastro en las romerías católicas. Hace unas semanas coincidí con Juan, mi amigo y traductor, en Soria, por cuyas bellas tierras se encontraba casualmente.[139] Se ofreció a acompañarme a las hoces del Duratón, no lejos de Sepúlveda, en Segovia, en donde yo me proponía observar los buitres leonados que pueblan aquella interesante colonia (Fig. 36).

En las hoces del Duratón habitan doscientas parejas de buitres leonados, una especie extinguida en casi toda Europa. Estos inteligentes y bellos animales nidifican en febrero y ponen un único huevo por pareja en los nidos instalados en las cortadas inaccesibles que ha ido labrando el río. Después de asistir a los rituales del vuelo y a los cortejos, así como a la algarabía que las aves levantan en el carroñeo de una oveja muerta, tras espantar a los alimoches más pequeños y ágiles que llegan los primeros al festín, a media tarde, invité a mi amigo a visitar el cercano santuario de San Frutos, el santo pajarero, situado en lo alto de un roquedo que el río ha recortado hasta convertirlo en una península. De hecho, el milagro del santo consistió en abrir el profundo tajo que casi aísla las rocas de la ermita, cuando los moros intentaban pasar al santuario para escabechinar a los cristianos allí refugiados.

Hay que advertir que aquí existió un santuario matriarcal cristianizado en el siglo IV y transformado en ermita de la Virgen de la Hoz. La piadosa tradición sitúa en estos parajes la vida de tres hermanos ermitaños (un trío que nos recuerda a los del Dolmen Sagrado): san Frutos, san Valentín y santa Engracia. La Virgen de la Hoz, por su parte, responde al esquema general de las Vírgenes Negras templarias: escondida por sus devotos durante la invasión musulmana, permanece oculta hasta el siglo XIII, en que se le aparece a un pastor llamado Pedro (=piedra) y le pide que avise a las autoridades para que le construyan una ermita en aquel mismo lugar. La reina Isabel la Católica, que era muy devota de esta Virgen, construyó un monasterio, cuyas ruinas persisten hoy en el hondón del río. Vestigios del antiguo santuario precristiano son las numerosas pinturas rupestres diseminadas por los abrigos de la zona, la Solapa del Águila y la cueva de los Siete Altares, que albergó el cenobio visigodo y luego mozárabe.

En la ermita, bajo el modesto altar que sostiene la imagen de san Frutos, hay dos puertecitas por las que entran y salen los devotos cuando recorren de rodillas el angosto deambulatorio en torno a la piedra santa que sostiene la imagen, un pilar desgastado por los años, que acarician y besan (Fig. 37).

Podríamos multiplicar las referencias a rituales de ambulación en torno a piedras sagradas. En el templo de Karnak, en Egipto, los turistas han heredado el ritual de darle siete vueltas a una piedra sagrada para asegurarse la suerte en el futuro (Fig. 38). En la romería de Orcera, Jaén, se le dan siete vueltas a la ermita para pedir un deseo. Los indios clackamas de Oregón (USA) veneraban una piedra llamada Tomanowos (=Persona del Cielo), en realidad un meteorito muy poroso caído hace diez milenios y transportado por un glaciar, durante la Edad del Hielo, a la cumbre de una colina. La iniciación en la vida adulta requería que los jóvenes de la tribu diesen una serie de vueltas y revueltas en torno a la piedra mientras repetían una salmodia, lo que llamaban «el camino de Tomanowos». Ahora los representantes de la tribu pleitean en los tribunales porque quieren recuperar el meteorito, que está en el Museo de Historia Natural de Nueva York.

Dólmenes y campanas

Llamamos dolmen al monumento megalítico consistente en un recinto de losas verticales techado por otras horizontales. La palabra es de origen bretón y significa “mesa”. En otros lugares de Europa se llaman mesa, caja, tumba de gigante, horno, cueva e incluso campana.

En Jaén, el Santo Reino, el dolmen recibía el nombre de campana, quizá por la sólida oquedad que sus piedras configuran. En las denominaciones que dan los campesinos al mundo de su entorno suele haber mucho sentido común. Es posible que las primeras campanas les parecieran instrumentos destinados a emitir vibraciones mágicas. Desde luego, estaban convencidos de que los dólmenes las emitían, puesto que se asociaban a las corrientes telúricas. El caso es que dólmenes y campanas estaban cargados de significado religioso.[140]

Los documentos medievales y las tradiciones confirman la relación de identidad dolmen-campana. La imagen de la Virgen de la Cabeza de Andújar, el santuario más famoso de Andalucía oriental, se encontró en 1227 en la concavidad de dos peñas, junto a una campana.[141] La campana es el dolmen, las dos peñas pueden ser las cabezas o monolitos esféricos que, con la propia Virgen, completaban la tríada de Diosas Madre, según veremos.

La otra gran Virgen del Jaén medieval, la de la Coronada, se encontró hacia 1270 bajo una campana extramuros de la Puerta de Martos.[142] La Virgen del Collado, patrona de Santisteban del Puerto, se encontró también en el interior de una campana enterrada.[143] La Virgen de Fuensanta de Martos se encontró en una caxa de piedra, donde, según la tradición medieval, la habían enterrado los mozárabes en 894.[144] Una antigua calle del Jaén medieval, situada en el camino iniciático que unía el Dolmen Sagrado y el manantial de la Malena, se llamaba campanas de Santiago unas veces y horno de Santiago otras. Horno y campana son dos denominaciones del dolmen. Era lugar sagrado y allí se instituyó la Cofradía de Santiago de los Caballeros.[145] Otra Virgen iniciática, la de la Consolación, se encontró en 1458 a dos kilómetros de Torredonjimeno, cerca de Jaén, en lo que sus primeros devotos describieron como una cueva.[146]

Vemos que, según la tradición, las negras y diminutas imágenes medievales de la Virgen de esta tierra se descubren dentro de campanas, cajas o cuevas, es decir, de dólmenes.

Al lado de la catedral de Jaén, por su costado norte, discurre la calle de las Campanas, la calle de los dólmenes. En época medieval se abría en ella una monumental entrada a la ciudad llamada Puerta de Santa María, la puerta de la Virgen.

La catedral descansa sobre el collado del Dolmen Sagrado, un espacio sagrado milenario muy anterior a la ocupación del lugar por curas y cabildos. En aquel lugar se establecieron sucesivamente un templo pagano, una mezquita musulmana y una catedral cristiana.

Muchos dólmenes y santuarios se transformaron en ermitas, tan abundantes en la comarca. En algunos casos, la insistente actividad constructora de los devotos destruyó o modificó el antiguo dolmen y alteró su espacio sagrado, pero otras veces esta relación se conserva. Si hacemos una excursión a Río Cuchillo y buscamos el lugar donde fue ermitaño fray Juan de la Miseria, el animoso carmelita autor del retrato de santa Teresa, encontraremos un dolmen —ésa era su cueva— sobre el que luego se construyó una casa. Lo mismo ocurre en la ermita de la Santa Cruz en Cangas de Onís, edificada sobre un dolmen que hoy le sirve de cripta, o en la cripta de San Antolín, en la catedral de Falencia, que aprovecha una capilla visigótica a su vez instalada en un dolmen (Fig. 39).

Hay tantos dólmenes, cuevas y peñas sagradas en España que intentar mencionarlos sería cosa de nunca acabar. Regresemos al Dolmen Sagrado de la catedral de Jaén, el santuario de la Diosa Madre más importante de la región.

El turista que hoy visita la catedral, obra maestra de Andrés de Vandelvira, repara en que el templo ha sido ideado como santuario de una reliquia singular: el Santo Rostro, el lienzo con el que, según la tradición, una piadosa mujer, la Verónica, enjugó el rostro de Cristo en el camino del Calvario. El rostro atormentado, manchado de sangre y de sudor, dejó su impronta en el lienzo.

Cristo es un Rey Sagrado y la piadosa intervención de la mujer, Verónica, más importante aún que el propio Cristo en el culto primitivo de este santuario, revela un compromiso entre la Diosa Madre titular y el nuevo Dios del Trueno de los conquistadores patriarcales. ¿Debe extrañarnos que el más venerado Cristo de San Francisco, junto a la catedral, se denominará precisamente «el Cristo del Trueno»?

Blanco, negro, rojo

En el coro de la catedral de Jaén aparecen tres Vírgenes que sostienen tres piedras esféricas. En el camino de Damasco, donde Saulo recibe la revelación divina, hay tres piedras esféricas. En el santuario del Caño Santo, en la catedral de Jaén, hubo tres Vírgenes.

La Diosa Madre se adoraba en forma de trinidad, al propio tiempo una e indivisible, al modo mágico de algunas religiones más tardías, incluida la cristiana.

La trinidad de la Diosa Madre representaba los tres aspectos de la Luna, el primer símbolo universal del matriarcado. Había una luna nueva, la del crecimiento; otra llena, la del amor y la batalla y una tercera negra o vieja, la de la muerte y la adivinación. Blanca, roja y negra, los tres colores de la Luna.[147] En sus asociaciones agrícolas la luna blanca era la cultivadora, la roja, la segadora y la negra, la aventadora.[148] En su proyección femenina, la blanca es la doncella, la Primavera; la roja es la mujer, el Verano; y la negra, la bruja, el Invierno.[149]

El color de la vida era el de la sangre, el del amor y la batalla, es decir, el rojo.[150] Por eso se teñían de rojo los cadáveres, para que prolongasen su vida en la de ultratumba. Éste era también el color del Rey Sagrado, el amante de la Diosa Madre destinado al sacrificio.[151]

En las antiguas lenguas ibéricas, rojo se decía gor, en vasco se dice gorri. El color sagrado de la vida pervive en muchos topónimos de raigambre ibérica como Calahorra o Ilíberis.

No es casual que en los campos de Gorgorafe, en el Guadiana Menor, se hayan encontrado tantos dólmenes. Tampoco es casual que el mítico rey que enseñó la agricultura a los pueblos ibéricos fuese Gárgoris, un Rey Sagrado, o el Rey Sagrado por excelencia, en los lejanos días del matriarcado.

En los tiempos de Cáncer (es decir, en la era heraclea del –8750 al –6600),[152] Hércules, el héroe solar, busca las manzanas del jardín de las Hespérides en Occidente, en España.

La manzana es el símbolo universal del Conocimiento. Es la imagen evolucionada de la esfera de piedra. En su camino, Hércules pasa por Martos y deja un santuario al pie de la peña. Como en Calpe, la montaña se hace berilo del héroe solar, su menhir sagrado, el monolito de su fundación.

Volvamos a las manzanas de las Hespérides. Gea, la Tierra, entregó estas manzanas maravillosas a Hera como regalo de boda y encomendó su vigilancia a las tres Hespérides, hijas de Atlas y de la Estrella Vespertina. Las Hespérides vivían en el Océano y eran de diferente color: blanca, roja y negra, los familiares colores de la Luna.[153]

Las Hespérides representan los tres aspectos de la Diosa Madre, en cuyo jardín estaban las manzanas de oro, símbolos del Conocimiento, de la regla, de la fórmula del saber que el héroe solar Hércules les arrebata. Esto ocurre en tiempos neolíticos, de la revolución agrícola, lo que indica que los míticos secretos eran, en su versión más antigua, los de la agricultura.

Los tres aspectos de la Diosa Madre perduran en el cristianismo en la forma de las tres Marías. «Los coptos incluso se atrevían a combinar las tres Marías, espectadoras de la crucifixión de Cristo, en una sola persona con María Cleofás, la Virgen y María Magdalena».[154] El culto a la tríada de diosas sobrevive en Arles (Provenza). Los gitanos veneran a las «tres Marías del Mar», la Virgen, María Cleofás (hermana de la Virgen) y María Salomé (madre de Santiago y Tomás), a las que a veces agregan Marta y Sara para formar un revelador quinteto.[155] La piadosa leyenda sostiene que las expulsaron de Palestina y llegaron a Francia en compañía de Sara, la sirvienta egipcia, de Lázaro (el resucitado), de Marta (la otra hermana de la Virgen) y de María Magdalena (la pecadora, según la versión oficial; en realidad, la esposa de Jesús). En el santuario matriarcal de Sainte Marie de la Mer, la piedra santa venerada por los devotos es «la almohada», un bloque de mármol sobre el que supuestamente se encontraron los huesos de las santas. Los gitanos sacan en procesión a santa Sara, el 24 de mayo, hasta la orilla del mar para esperar a las tres Marías.

En la ermita de Piedras Santas, patrona de Pedroche (Córdoba), también se veneran tres Vírgenes.[156] Son pervivencias del culto a las Marías que todavía era firme en el Jaén del siglo XVI, cuando una devota encargó ponerlas en su capilla funeraria.

En el Dolmen Sagrado de Jaén había un santuario de la Diosa Madre en su triple aspecto. Cada color —blanco, rojo, negro— tenía su puerta y su camino. Estas puertas sagradas perduraron, como veremos cuando la catedral sustituyó al dolmen.

El negro era el color de la fratría del Toro, posiblemente la más importante. La calle del Toro, hoy calle del Obispo, era precisamente la que en época medieval seguía el trazado que lleva hoy a la puerta del Perdón de la catedral.[157] La fratría del blanco dejó su recuerdo en el nombre de la torre del Alcotán o del algodón; la fratría del rojo, en el de la famosa puerta Bermeja, que comunicaba la primitiva catedral con su claustro.

Más persistentes que la memoria de los hombres, más persistentes incluso que la misma piedra, las aves sagradas de la Diosa Madre vuelven cada primero de marzo a la catedral dolménica. Bandadas y bandadas de golondrinas, grajos y vencejos llegan al templo y lo invaden, se cuelan por sus desvanes y galerías altas, se refugian en las molduras barrocas de la fachada, instalan sus nidos en aleros y altillos provocando la desesperación del cabildo, que no sabe ya qué medidas tomar para que las negras aves abandonen la extraña querencia del templo. Lo han probado todo, desde terroríficos espantapájaros a cebos envenenados, pero las aves de la Diosa acuden tozudas a su cita anual guiadas por un ciego instinto milenario.

Lo que ocurre en la catedral de Jaén no es excepcional ni único. Hace miles de años existieron otros santuarios de la Diosa Madre en los que se producía idéntico fenómeno. En el cabo de San Vicente (Portugal), en un antiguo santuario dolménico, se veneraban unas piedras sobre las que los devotos hacían libaciones de agua.[158] En época musulmana el santuario se transformó en un lugar de culto que era, asombra decirlo, monasterio cristiano y mezquita musulmana. No es que hubiera una mezquita al lado del monasterio. Es que monasterio y mezquita eran una misma cosa. El santuario estaba dedicado a san Vicente, pero es evidente que aquel curioso ejemplo de hermandad y fusión de dos creencias enfrentadas se basaba en un convencimiento muy anterior a las creencias mismas y al propio san Vicente, patrón del lugar, cuyas reliquias se veneraban allí. Como dice Hagerty, «en el monasterio-mezquita de san Vicente se encerraba el secreto mismo de al-Ándalus».[159]

Pues bien, en aquel santuario, que finalmente destruyeron los fanáticos almorávides, habitaba una bandada de cuervos que revoloteaban sin cesar por encima de la cúpula y nunca se apartaron del lugar o de sus aledaños. Se decía que habían llegado de Valencia acompañando a las reliquias del santo.[160]

Este curioso fenómeno de los pájaros negros que se ha perdido en el cabo de San Vicente persiste hoy en el solar del Dolmen Sagrado jiennense.

Volvamos ahora la mirada a sus grajos y golondrinas. En realidad, no son negros como los profanos creen. Si observamos de cerca una golondrina, la más sagrada de estas aves, repararemos en que el plumaje superior es negro, en efecto, pero tiene la garganta rojiza y la pechuga blanca: negro, rojo y blanco, los colores de la Diosa Madre que persisten en sus aves consagradas.

Los paralelos mediterráneos son elocuentes: en Grecia, «las grullas eran sagradas para la Luna, probablemente porque combinaban los colores lunares: el blanco, el rojo y el negro».[161]

La golondrina es todavía sagrada en el Santo Reino y su vuelo se considera premonitorio: si se acerca al suelo, anuncia lluvia vivificante, un oráculo propio del matriarcado agrícola.

A las golondrinas no se las mata si uno quiere evitar la ira de la Diosa. La piadosa leyenda cristiana ha disfrazado la antigua prohibición inventándole un motivo: se respetan porque con sus picos sacaron las espina de Cristo crucificado.