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La espiga y la diosa

Recordaba al profesor Robert Deianus de mis días escolares: alto, moreno, algo chepudo, delgado, con aspecto de jefe indio, solemne y serio. Su colega Mortimer Thomson le habló de mi investigación y tuvo la deferencia de recibirme.

—No tiene usted aspecto de perseguir quimeras —comentó a guisa de saludo.

A primera hora de la tarde, la sala social del Marson College estaba desierta. La tenue luz de las melancólicas lámparas de visera verde competía con la del día invernal que se filtraba por las vidrieras emplomadas. Deianus me ofreció asiento en un ajado sofá chéster y él se acomodó en su sillón de orejas favorito, tapizado en cretona estampada, de un color indefinible.

Escuchó, con el ceño fruncido, el relato de mis descubrimientos. Después reflexionó un momento y dijo:

—Hace unos doce mil años ocurrió lo que los arqueólogos e historiadores llamamos «revolución neolítica» o «revolución agrícola». Le supongo enterado.

Asentí. Años atrás se lo había oído contar ante una clase de veinte alumnos.

—¿En qué consistió esta revolución? —prosiguió—. Hasta entonces el hombre había vivido de los frutos, semillas, raíces que recolectaba, o de lo que cazaba, o pescaba. Cuando los alimentos comenzaban a escasear, la horda se trasladaba a otra región menos explotada. Había mucho espacio, la naturaleza era virgen y la tierra estaba poco poblada.

»Aquellos hombres eran simples depredadores. Pero, de pronto, la invención de la agricultura alteró profundamente la vida y el destino de la humanidad. De ser depredador de la naturaleza, el hombre se convierte en su colaborador. El vagabundo recolector abandona su vida errante, echa raíces en un territorio que considera suyo y se convierte en productor.

»Es un cambio que acarrea muchos cambios. El hombre tiene que inventarse el concepto tiempo. Tiene que pensar en el futuro, labrar y sembrar hoy para recoger mañana. Guardar lo necesario para subsistir hasta que llegue la próxima cosecha, reservar la simiente…

»Estos cambios implicaron una revolución en el pensamiento. El hombre toma conciencia de los ritmos superiores que rigen el cosmos.

»También se produjo un cambio social. Hasta entonces los hombres se habían ocupado de la caza y las mujeres, de la recolección. La aparición de la agricultura, que potencia la tradicional tarea de la mujer, acarrea una nueva valoración del elemento femenino. La recolectora pasa a un primer plano. Se instituye el matriarcado.

»Cuando aumentó la población, la vida de los primeros agricultores se tornó más difícil. La obsesión por asegurar la fecundidad de la tierra y de los animales, de la que dependía la supervivencia de la comunidad, se concretó en unas prácticas mágicas centradas en torno a la estrella Spica y a la Luna.

Un bedel asomó la cabeza. Deianus alzó una mano a guisa de saludo y despedida. El bedel desapareció.

—En la profunda noche de los tiempos —prosiguió—, el hombre primitivo contemplaba fascinado la bóveda celeste. Adoramos aquello que no nos explicamos y, al propio tiempo, nos esforzamos en penetrar y dar sentido a lo que ignoramos.

»En los inicios de la revolución agrícola, hace unos catorce mil años, el equinoccio de primavera tenía su punto vernal (o punto del sol en el ecuador celeste) en la constelación de Virgo.

»Los sumerios llamaban a la constelación Bad-Tibira y a su estrella principal, Sib (la Spica actual). Los primeros agricultores relacionaron la constelación de Virgo con la diosa de la fertilidad Deméter, Ceres, Perséfone y los distintos nombres de la Diosa Madre que, andando el tiempo, se ha transformado en la Virgen o Madre Divina.[28]

»El hombre primitivo observó que la estrella Spica, la principal de la constelación que hoy llamamos de Virgo, desaparece en el horizonte del cielo nocturno el quince de agosto, lo que coincide con el agostamiento de la vegetación. Era el tiempo de recoger el trigo ya seco y maduro. Spica vuelve a aparecer en el cielo nocturno el ocho de septiembre, coincidiendo con el momento de la sementera.[29]

»La mente primitiva asoció el ciclo agrícola, del que dependía la fecundidad de las cosechas, con el de la misteriosa estrella Spica, que, de algún modo mágico, regía la alternancia estacional que hace crecer el cereal. Por eso precisamente la llamaron Spica, “espiga”.

»Entre los egipcios ocurre lo mismo, pero allí la referencia del año agrícola la suministra el orto helíaco de la estrella Sirio (su primera aparición al amanecer), que coincidía con la primera inundación anual del Nilo, que cubría la tierra con una capa de limo fertilizante. La constelación de Orión precedía a Sirio en una hora.

Estaba claro: en diversas culturas de la Antigüedad, las piedras sagradas son la representación de la divinidad vinculada a cultos astrales de significado agrícola.

—La fuerza fecunda de la tierra y de las hembras se personificaba en la Diosa Madre, Gran Diosa o Diosa Blanca —prosiguió el profesor—. Aquellos agricultores comenzaron a venerar pequeñas figurillas de exagerados rasgos femeninos que los arqueólogos denominan, un tanto humorísticamente, venus.[30]

»Cada pueblo, cada religión del Mediterráneo, tuvo una Diosa Madre, representante de la estrella Spica dispensadora de fecundidad. La Diosa Madre se asociaba a la estrella, era reina del cielo y madre de los otros dioses que se derivaron de ella.

»Por todas partes la misma historia. La Diosa Madre recibe distintos nombres en distintas culturas: la Sarrat Same de los babilonios; la reina de las espigas, Ishtar, como nombraban al planeta Venus; la egipcia Isis y Hathor; la india Lacksmi; la Cibeles de Asia Menor; la fenicia Astarté; la cartaginesa Tanit…

»Hubo un momento en que los cultos de Venus, Astarté e Isis se confundieron, ya en los albores de nuestra era, cuando el imperio romano uniformaba el mundo conocido. Pero entonces llegó el cristianismo, que hizo tabla rasa de los cultos anteriores. A pesar de todo, la Diosa Madre, la constelación de Virgo, la estrella Spica, perduraron confundidas en la Madre de Cristo, la Virgen María.

—Eso parece una afirmación arriesgada, profesor —objeté.

—¿Arriesgada? Nada de eso. Los días de la Diosa Madre eran el 15 de agosto y el 8 de septiembre, ocaso y orto helíaco, respectivamente, de la estrella Spica. En el calendario cristiano la Asunción de la Virgen María se celebra el 15 de agosto y el nacimiento de la Virgen, el 8 de septiembre. «La coincidencia de los acontecimientos astronómicos es tan grande que puede considerarse excluido el azar».[31]

»Hoy se ha perdido la memoria de estas asociaciones, pero en la Edad Media, cuando se construían las catedrales góticas, estaba todavía presente en el conocimiento de unos pocos iniciados. Esto explica que la Virgen y el Niño representen el signo de Virgo en el zodíaco de la vidriera de la catedral de Notre Dame de París y explica también que los templarios se interesaran por los santuarios matriarcales y los cristianizaran instituyendo en ellos el culto a las Vírgenes Negras.

—¿Y el culto a la Luna? —pregunté.

—Junto a la estrella Spica, la Luna ocupó un lugar importante en el culto a la fecundidad. De hecho, aquel gran escenario de la noche parecía existir sólo para que la cambiante Luna ejerciera su fría fascinación. Noche tras noche, el disco de plata cruzaba la bóveda celeste, crecía, decrecía, moría y resucitaba. El hombre primitivo se percató de la influencia del astro frío sobre las aguas. La Luna regía las mareas, por lo tanto, también tenía poder sobre la lluvia, de la que dependía el crecimiento de la espiga. La Luna era señora de la vegetación. Todavía hoy el aparcero de una finca de Pembroke aguarda a que la Luna esté en cuarto menguante para recoger sus hortalizas o a que brille la luna nueva para sembrar.[32]

—Además, el ciclo lunar de veintiocho días se relacionaba con el ciclo menstrual de la mujer —apunté.

—¡Claro! Por eso la Luna se consideraba señora de la fecundidad en sus más variados aspectos. Era femenina, desaparecía del cielo, moría, y luego volvía a resucitar. La vegetación, que le estaba sometida, también moría y resucitaba, siguiendo el ritmo de las estaciones. Pero el hombre también moría. Por consiguiente, su resurrección, su inmortalidad, dependerían del poder mágico del astro frío.

Deianus hizo sonar una campanilla y el bedel apareció portando una bandeja con dos copas de oporto que depositó en la mesita delante de nosotros.

Tomamos el primer sorbo en silencio.

—¡Qué hermosa la vida! —murmuró Deianus, paladeando el licor—. Otro símbolo relacionado con la Luna es la serpiente —prosiguió—. El agua nace en los manantiales y luego se desliza por entre las piedras, «serpeando» como la serpiente que abandona su escondite subterráneo y avanza con movimiento ondulante, tan imposible de seguir por el ojo humano como el rápido curso de las aguas. La húmeda serpiente se asoció a la Luna, señora de las aguas, la línea ondulada simboliza por igual las aguas y la culebra.

»El símbolo de la serpiente es tan antiguo que ha ido enriqueciéndose con gran cantidad de atributos: es la «fuerza» de la Luna, es la inmortalidad por metamorfosis (puesto que la serpiente se renueva, pierde la piel vieja y renace), es la fecundidad lunar y es la ciencia y la profecía, la sabiduría y la magia. Como inmortal, encarna los espíritus de los muertos.[33]

»En la mente del hombre primitivo se formaron asociaciones que inspiraron dioses y mitos: Luna-lluvia-fertilidad-mujer-serpiente-muerte-regeneración periódica.[34]

»El hombre se aferraba a la continuidad de la vida más allá de la muerte, del eterno retorno, de una fuerza que se manifiesta en el ritmo de la fecundidad, en el revivir de la vegetación en la armonía de un cosmos o mundo ordenado.[35]

El Rey Sagrado

En los tiempos del matriarcado, una mujer a la que denominaremos reina gobernaba la tribu como encarnación de la Diosa Madre, pero, al igual que ella, necesitaba un hombre que la fecundara y asegurase, a través de ella, la fecundidad de la tierra, de la que dependía la supervivencia de la tribu. El cónyuge de la reina era el Rey Sagrado. La ceremonia de su designación simbolizaba la unión del rey Sol con la reina Tierra. El ritual incluía el asesinato ficticio del rey durante la ceremonia del baño. Tenía que morir como miembro de la tribu o clan al que había pertenecido para resucitar como miembro de la tribu o clan de la reina. Como se sabe, el baño es imagen de muerte y renovación.[36] Éste es también el sentido primigenio del bautismo cristiano.

Recordé los tres Reyes Sagrados que reciben su baño iniciático en el coro de la catedral de Jaén.

En los tiempos más remotos, se sacrificaba al rey en cuanto la reina quedaba embarazada. La preñez de la reina, y por lo tanto de la Diosa Madre, era la imagen de la Creación del cosmos y el cosmos «sólo se crea por el sacrificio o autosacrificio de un dios».[37]

El rito exigía el sacrificio del rey al final de cada Año Sagrado, pero como la idea de morir no entusiasmaba al monarca, con el tiempo se consiguió que un sustituto, a menudo un niño, ocupase su lugar, o que su castración o cojera simbolizasen su muerte.[38] Finalmente, se humanizó aún más la ceremonia y la cojera real era solamente fingida.[39]

El Año Sagrado no debe entenderse como un año de 365 días, sino como Gran Año, o período en el que el año solar y el año lunar del solsticio de invierno se sincronizan y coinciden, lo que sucede cada diecinueve años.[40]

Comenzaron a llegar otros profesores para la tertulia académica de la tarde y me despedí de Deianus.

—Téngame informado de sus investigaciones —me dijo— y procuraré ayudarle.

Asesinato en el baño.

La conversación con el erudito me suministró materia para pensar. Los Reyes Sagrados morían en el agua, según el rito más antiguo, el de los tiempos de la Diosa Madre, que deja su huella en algunas tradiciones históricas: Osiris, Hércules, Minos y Agamenón perecen asesinados en el baño.[41]

Había algo en estas historias que resultaba familiar. Una antigua tradición de Jaén señalaba el asesinato de un rey moro en los baños de la Magdalena, en el subsuelo del actual palacio de los condes de Villardompardo, un tal Alí, muerto el 22 de marzo de 1018.[42]

Recordé el peñón de Uribe, mencionado en la oración del gitano y su emotiva leyenda: un muchacho casadero que llevaba al hospicio a su padre impedido lo depositó sobre el peñón de Uribe para descansar y despedirse de él. El anciano rompió a llorar. «¿Por qué lloras, padre?», preguntó el hijo. «Porque recuerdo el día en que llevé a mi padre al hospicio, como ahora haces tú conmigo. También yo lo senté en esta piedra para despedirme de él». El hijo, arrepentido, cargó de nuevo con el padre y lo condujo de vuelta a casa.

Las versiones más arcaicas de esta leyenda inmemorial sugieren su origen astral. El joven es el Año Creciente; el viejo, el Año Menguante; la mujer con la que se casa el joven es la Diosa Madre. Cada Año Sagrado, el Rey Sagrado se renueva y el que llega se deshace de su predecesor hasta que un acto de piedad interrumpe la cadena (el cambio de religión, que acaba con el rito sacrificial del Rey Sagrado). La localización del cambio de Año, precisamente sobre el peñón de Uribe, sugiere la función que el mítico altar de piedra tuvo en la ceremonia. Es posible que fuera el altar de sacrificios lo que explicaría las extrañas incisiones y escotaduras labradas en su superficie.

Dos tradiciones inmemoriales del barrio de la Magdalena aludían claramente al sacrificio del Rey Sagrado en los tiempos matriarcales, cuando la Diosa Madre ordenaba el mundo desde el santuario dolménico y el oráculo de la fuente de la Malena.

Seguí investigando el misterio de Jaén, mientras el cámara David O’Connor continuaba postrado a causa del virus marroquí. El forzoso aplazamiento me estaba resultando de lo más fructífero. Sentía que, por un azar del destino, tenía tiempo para desenredar la madeja templada. Continué investigando. Supe que hace cuatro mil años ocurrió uno de esos cataclismos que alteran el rumbo de la historia. Una serie de tribus indoeuropeas procedentes del Asia Central irrumpieron en el Mediterráneo y Oriente Medio.[43] Esta vez no eran agricultores, sino ganaderos que practicaban la trashumancia y habitaban en chozas.[44] Los machos, toros y moruecos, encabezaban sus rebaños, marcando la dirección y el ritmo de la caminata, mientras las hembras, vacas y ovejas, los seguían sumisas. Estos pueblos se gobernaban por un sistema patriarcal basado en el predominio del principio masculino y solar.[45]

Los recién llegados derrotaron a los pueblos autóctonos, agrícolas y matriarcales, antes de convivir y fusionarse con ellos. Entre el Dios del Trueno de los pastores y la Diosa Madre de los pueblos sometidos se estableció una rivalidad que todavía perdura en las invisibles raíces de nuestra sangre o en eso que llamamos, de un modo impreciso, cultura europea.

Esta rivalidad entre los principios solares y los lunares se manifiesta en los mitos de lucha característicos de las religiones mediterráneas. Uno de ellos originó la leyenda del lagarto de la Malena. El lagarto es la serpiente que habita en la gruta del manantial matriarcal, lunar, del santuario jiennense. El preso condenado a muerte que mata al lagarto es el héroe solar de los pueblos patriarcales. Su prisión es el recuerdo del sacrificio de los Reyes Sagrados en los tiempos del predominio matriarcal. El caballo que monta el héroe es el animal solar característico de estos pueblos, junto con el carnero, representado por la piel de cordero que sirve de cebo. Y el fuego que abrasa las entrañas del monstruo, y lo mata, es el Sol mismo.

Esta dicotomía solar-lunar no podía durar eternamente. El anhelo natural del hombre era conciliar los dos principios, abolir dualismos, «trascender su condición humana para reintegrarse en la unidad primordial».[46] Ésa fue la gran obra de la sabiduría de Salomón que los templarios intentaron rescatar dos mil años más tarde.

Transcurrió casi un milenio antes de que se alcanzara una solución de compromiso entre los principios lunar y solar. La información que tenemos es fragmentaria, pero sabemos cómo resolvieron este dilema los pueblos que más han influido en la cultura europea, los griegos y los hebreos.

Era necesario un dios nuevo que desposara a la Diosa Madre. El Dios del Trueno de los pastores se casó con la diosa matriarcal y engendró en ella a dos mellizos: un varón y una hembra.[47]

Los griegos adoptaron una religión ecléctica, capaz de satisfacer a las dos partes. En adelante, compartirían el poder el principio solar, patriarcal (el Dios Trueno, Zeus), y el principio lunar, matriarcal (la Reina del Cielo, Hera). Zeus y Hera se casan, y todos los dioses menores serán sus hijos.[48]

Los hebreos estaban divididos en doce tribus patriarcales y una matriarcal. La devoción predominante era el dios-toro El, procedente de Asia, al que incorporaron creencias de la religión solar de Akenaton durante su permanencia en Egipto, pero cuando se asentaron en Canaán, la tierra prometida, encontraron que los agricultores cananeos adoraban a la diosa lunar Ashera.[49]

Durante un tiempo, el conflicto entre autóctonos y forasteros pareció insoluble. Hasta que Salomón, el sabio, resolvió la pugna de modo pragmático: en la nueva capital de su reino, Jerusalén, levantó su famoso Templo dedicado al dios solar Yahvé (otro nombre de El), pero muy cerca construyó otro templo dedicado a la diosa Ashera. En la mitología hebrea, Yahvé estaba casado con Ashera, la Sabiduría, y con otra diosa de nombre Anatha.

Las noticias que transmite la Biblia están manipuladas para adaptarlas a las creencias religiosas de cada período, pero, a pesar de este enmascaramiento, diversos indicios revelan que en Jerusalén hubo otros templos y otros dioses además de Yahvé.

El matrimonio de conveniencia entre Yahvé y Ashera, que aseguraba la pacífica convivencia de principios solares y lunares, no duró mucho. Después de la muerte de Salomón, en tiempos de Josías, se prohibió la adoración de Ashera y Anatha. El dios El-Yahvé reinó en solitario, como dios absoluto.

Las cinco diosas griegas fueron más afortunadas. Aunque estaban en minoría frente a los siete dioses varones, mantuvieron su influencia hasta que la religión olímpica se sustituyó por el cristianismo, una religión patriarcal, solar y rígidamente monoteísta derivada de la judía.

El establecimiento de esta religión patriarcal en las sociedades mediterráneas obligó a reajustar los mitos lunares. Se suprimió la muerte sacrificial del Rey Sagrado y se impuso el héroe solar vencedor de la Serpiente o de la Muerte, tan frecuente en la mitología de los pueblos pastores que originaron las naciones históricas (indoeuropeos, judíos y turcomongoles).[50]

El héroe solar es el salvador del mundo. Es Teseo, Dédalo, Sansón, Hércules, Osiris, Minos, Agamenón.[51] Cristo también. Generalmente, el héroe solar es traicionado por una mujer y asesinado en el baño. La oposición de la mujer-luna y el baño lustral, donde muere el Rey Sagrado, son elementos familiares desde el mito antiguo de la Diosa Madre.

Las primitivas religiones de Iberia dejan su rastro en algunos mitos mediterráneos, especialmente en los grecolatinos. Existen razones para creer que los mitos griegos más antiguos proceden del sur de la península Ibérica, la tierra de Héspero, del Ocaso, del fin del mundo, donde sitúan los griegos tres regiones fundamentales de su mitología: los Campos Elíseos, el Hades y el Jardín de las Hespérides, así como el Erebo y el Océano, donde se enfrentan los titanes y los dioses del bosque tartesio, el imperio de Urano y el reino de Cronos.[52] En estas regiones habitan también las tres Hespérides, las tres Gorgonas, las tres Parcas, las tres Moiras o hijas de la noche, los tres Cíclopes y los tres Hecatónquiros.

Las tres Hespérides son las hijas de Atlas, que custodian las manzanas de oro de la Sabiduría en un jardín o paraíso hasta que Hércules se las roba.

Las tres Gorgonas son Estero, la fuerte; Euriala, la que salta lejos, y Medusa, la reina, de la que desciende Gerión, el gigante enemigo de Hércules.

Las tres Parcas (Cloto, que hila; Láquesis, que mide, y Átropos, que corta) son las hijas de la Noche, como también lo son las Moiras, (y la noche es Occidente, el Ocaso).

Los tres Cíclopes son Brontes, Estéropes y Argos.

Los tres Hecatónquiros son Coto, Briareo y Giges.[53]

En estos mitos clásicos más arcaicos los personajes se presentan en grupos de tres y son femeninos, o gigantes (resultantes de la demonización de antiguos principios femeninos).

Estas tríadas descienden de la Triple Diosa que reinaba en los santuarios occidentales en los tiempos del matriarcado.[54]

En los relieves del coro de la catedral de Jaén, tres Vírgenes se simbolizan con tres esferas de piedra, imagen del Huevo primordial de la Creación. Y hay tres Reyes Sagrados en un baño iniciático, todo ello presidido por la imagen del obispo.

El obispo Suárez, que planeó la sillería del coro, era consciente de estas asociaciones del antiguo santuario de la Diosa Madre que perduraban en el cristianismo, las había acatado y quería transmitirlas.

Sobre mi mesa de trabajo tenía la fotografía aumentada del relieve en el que el hombre del turbante muestra un grupo de estrellas al rey. La composición era simple: arriba, las estrellas; abajo, la piedra esférica; a los lados, las dos figuras humanas. Era evidente la relación entre el mundo de arriba, las estrellas, y el mundo de abajo, la piedra.

La piedra ya estaba identificada. Era aquella misteriosa esfera hallada en la catedral, el Huevo primordial del culto a la Virgen. Pero ¿y las estrellas?

Las estrellas eran seis, dispuestas de este modo peculiar:

Seis estrellas. Sin embargo, el grupo de estrellas quedaba tan limitado por el marco superior del relieve que quizá el artista había querido sugerirnos que estaba incompleto. Algunas estrellas habrían podido quedar excluidas por falta material de espacio para representarlas.

La Diosa Madre se identificaba con la estrella Spica de la constelación de Virgo. ¿Serían estas estrellas representación de Virgo?

Si comparamos la constelación de Virgo con las estrellas del relieve catedralicio, el resultado es que coinciden. Si dividimos esta constelación con una línea imaginaria a la altura del marco del relieve, el número y la disposición de las estrellas coincide:

Es más, la mano del hombre del turbante parece dibujar un arco que enmarca la estrella Spica, que el artista ha diferenciado del resto tallándole cinco puntas, en lugar de seis.

El cinco, precisamente, uno de los números sagrados de la Diosa Madre.

El mensaje del obispo Suárez está claro. La asociación entre la esfera de piedra, la constelación de Virgo y el culto a las Vírgenes. Un sabio moro o judío, el hombre del turbante, había transmitido el secreto de la Diosa Madre a un rey. El rey tiene la espada desenfundada y en alto. ¿Ataca al hombre del turbante? No. El hombre del turbante no parece sentirse amenazado. Entonces, ¿qué sentido tiene la espada en alto? La espada es el símbolo de un rey que ejerce el poder de las armas. De un rey conquistador. ¿Qué rey conquistador pudo recibir el secreto del hombre del turbante en Jaén? Sólo uno. El rey cristiano que conquistó la ciudad y su territorio a los moros. Fernando III de Castilla, llamado el Santo.

En principio sólo era una hipótesis…