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En el principio…

Todo empezó el 6 de abril de 1993. Yo intentaba escapar de la depresión que me produjo el fallecimiento de mi esposa, la bióloga Elizabeth Wilcox, devorada por un tigre en la selva de Ranchipur. Me había refugiado a rumiar mi amargura entre los hayedos del país de Gales, en el viejo molino de Hay on Wye, que Elizabeth y yo habíamos rehabilitado con tanta ilusión, pero aquella casa antaño cálida se había convertido en un lugar desangelado y triste. Pasaba las horas frente a la chimenea apagada, contemplando las cenizas frías. «Te vendrá bien salir de aquí, trabajar, implicarte en algún empeño difícil», me había aconsejado, con su sempiterna copa de coñac Napoleón en la mano, mi viejo amigo lord Riggulsford, en la última reunión de la Royal Ornithological Society. Seguí su consejo. Acepté un ofrecimiento de la BBC para colaborar en un documental sobre las aves de la sierra de Cazorla, en España. Un cambio de aires me vendría bien.

Llegué a Cazorla una semana antes que el resto del equipo de rodaje y me instalé, como otras veces, en la torre del Vinagre, entre los espesos pinares que pueblan el pantano del Tranco, rodeado de belleza y de paz.

Madrugaba todos los días y salía a ver aves. Un miércoles al amanecer, en las últimas estribaciones del parque de Cazorla, observé un ave de presa que volaba defectuosamente a poca altura. La seguí con los prismáticos. Era un halcón. Renqueaba del ala derecha. Se posó en la copa de una añosa encina. Lo observé más de cerca. Ajeno a mi presencia, se despulgaba el pecho con su pico curvo. Quizá llevaba plomo en las alas.

Plomo en las alas…, como yo.

Un halcón con plomo en las alas no es probable que sobreviva. Llevaba un par de jaulas en la trasera del coche. Si se dejaba atrapar quizá podría salvarlo. Salvar el halcón, apostar por la vida, salvarme a mí, por esas simetrías que a veces urde el destino.

Detuve a prudente distancia mi vehículo con tracción a las cuatro ruedas alquilado y me interné a pie por el pinar. Cuando el halcón descubrió mi presencia, emitió su grito «quec-quec-quec-quec» y remontó nuevamente el vuelo, esta vez hacia el crestón rocoso del cerro del Escribano, que separa el valle de la aldea de La Iruela. Lo seguí con los binoculares hasta que lo vi trasponer un muro arruinado de la vieja fortaleza templada, entre las inmensas rocas grises.

En el patio del castillo, un hombre fuerte y alto, bien parecido, con una hermosa barba azafranada, en la que el sol naciente arrancaba destellos de cobre,[1] consultaba una brújula. A lo largo del muro ruinoso había extendido una cinta métrica.

—¿Ha visto un pájaro grande por aquí? —le pregunté.

—¡Menudo susto me ha dado el cabrón! —respondió—. Me ha pasado volando a un palmo de la nariz. Me parece que ha aterrizado en las ruinas de la iglesia.

El halcón estaba atrapado en unas retamas. Me acerqué a él, lo tomé con precaución y lo introduje en la jaula. Los de la Estación Forestal lo enviarían al Centro de Recuperación de Aves de El Tranco y con un poco de suerte volvería a volar sin dificultad dentro de unos meses.

—¿Se come? —inquirió el de la barba, a mi espalda. Me volví…

—No, no se come. ¿Cómo se va a comer un halcón? —repliqué.

—¿Es usted ornitólogo?

—Algo así.

—Pues yo soy castellólogo —informó tendiéndome una mano cordial—. Me dedico a estudiar castillos y murallas. Qué gusto da ser algo que acabe enólogo, ¿verdad, usted?

Nos sentamos en un murete derruido. Se llamaba Juan y era profesor de inglés, pero le gustaba más la historia. Estaba preparando su tesis doctoral sobre castillos. Aquél fue el comienzo de una buena amistad. Hoy, además de amigo, es mi traductor al castellano.

Estábamos en las ruinas de una iglesia de tres naves, sin más teche que el purísimo cielo azul. Las higueras, la jara, el tomillo y los rosales silvestres crecían entre las piedras bellamente labradas. El conjunto le hubiera encantado a un viajero romántico.

—¡Hermosa iglesia para un castillo! —comenté.

—No la hicieron para el castillo —replicó el barbudo—. El castillo es medieval, del tiempo en que moros y cristianos se disputaban estos territorios, pero la iglesia data del siglo XVI, cuando ya no había moros y Castilla era rica, o, al menos, el señor que la construyó era rico.

—He leído en el cartel, ahí fuera, que el castillo es templario.

—Eso creen y hasta hay una calle de los templarios, pero me parece que se equivocan. Desde hace cien años se viene diciendo que es templario, pero este castillo pertenecía al arzobispo de Toledo. Nunca fue templario.

—Entonces, ¿por qué lo llaman templario?

—Porque a principios del siglo XX existió una logia neotemplaria que celebró algunas ceremonias secretas en las ruinas de esta iglesia. Sus motivos tendrían, supongo, porque cuando la iglesia se construyó hacía ya doscientos años que habían desaparecido los templarios. No obstante, si los secretos del Temple se transmitieron a otras organizaciones, hay razones para creer que don Francisco de los Cobos, el constructor de esta iglesia, perteneciera a una de ellas. No sé si ha oído hablar del todopoderoso secretario del emperador Carlos V. Él edificó este templo siendo señor de La Iruela. El de los Cobos era muy aficionado a la arquitectura y admiraba a Vandelvira.

—¿Vandelvira? —pregunté.

—Andrés de Vandelvira, un arquitecto iniciado en los secretos de los antiguos constructores. Trazó la catedral de Jaén con el número de oro, la áurea proporción transmitida desde Egipto a Grecia, pasando por el Templo de Salomón. A la muerte de don Francisco de los Cobos, su biblioteca se perdió, y es lástima, porque seguramente contenía las claves para desvelar muchos misterios. También perdieron La Iruela sus descendientes porque en 1606, el arzobispo de Toledo, después de mucho pleitear, consiguió recuperarla para su diócesis.

Conversamos un rato más y nos despedimos. Juan estaba atareado con la medición y estudio de los castillos de la comarca, pero cuando lo invité a almorzar, al día siguiente, en la torre del Vinagre, aceptó de inmediato.

Unos días después fui a Jaén para arreglar los permisos de filmación en el parque de Cazorla. Telefoneé a Juan, me recogió en el hotel del Pósito, donde me alojaba, y paseamos hasta la cercana catedral.

¡La catedral de Jaén! Era la primera vez que penetraba en aquel monumento singular. Me cautivó inmediatamente por su contenida belleza. ¡Aquellas altas y silenciosas naves en penumbra, como una armónica caverna tan sólo iluminada por la difusa claridad que se filtraba desde las altas vidrieras coloreadas!

—¡Qué hermoso edificio! —murmuré.

—La armonía de las proporciones, número y geometría, ése es el misterio —me dijo Juan—. ¡El cofre repleto de secretos!

No lo entendí bien, porque mi amigo tiene cierta tendencia a la metáfora. Le dije:

—¿Un cofre? ¿Qué cofre?

Me miró severamente como si hubiese roto el hechizo que se esforzaba en crear con sus palabras. Quizá, también, reflexionaba sobre la conveniencia de comunicarme ciertas cosas.

—No hay cofre —me dijo—. La catedral misma es el cofre y los misterios que guarda. Bajo este suelo, en estas paredes, en las miradas de los ángeles, de los santos, de los obispos de palo o de piedra que nos contemplan desde todas partes, indiferentes al tiempo, en apariencia mudos, pero bastante elocuentes para el que sepa escuchar.

Ciertas cosas no se comprenden cuando uno ha pasado una mala noche y se ha despertado temprano. Debió de notar en mi semblante que no lo estaba entendiendo.

—Ven, que te enseñaré algo.

Me llevó al coro de la catedral, una construcción barroca, tardía, que perturba algo la armonía de la catedral renacentista. El coro de la catedral de Jaén parece una fortaleza, es macizo y pesado, con adornos recargados que no concuerdan con la ligereza y la gracia del resto del edificio. Es como una caja rectangular abierta al altar mayor. Por una puerta lateral accedimos a un vestíbulo oscuro abierto en el grosor del muro. Tanteando en la oscuridad, Juan encontró el picaporte de la puerta interior.

La abrió y entramos en el coro. Tres lados del rectángulo los ocupaba una sillería de madera oscura, en dos niveles. En el centro había dos enormes facistoles con libros corales, grandes como albardas (Fig. 1).

—¿Qué te parece? —me preguntó.

—Un coro muy hermoso —respondí cortésmente, aunque no estaba impresionado en absoluto. A lo largo de mi vida profesional, he realizado algunos documentales de tema artístico para la BBC y he visitado docenas de catedrales antiguas con sus respectivos coros. No me pareció que el de Jaén tuviera nada de extraordinario.

—Es algo más que un coro —dijo Juan reflexivamente—. Algunos creen que es un jeroglífico, un libro mudo, al estilo medieval, un libro de compleja lectura porque las páginas que lo componen están desordenadas. Los coros de los edificios cristianos nos cuentan gráficamente historias bíblicas y representan personajes del Antiguo o del Nuevo Testamento, cada cual con su cartela correspondiente o con el símbolo que lo identifica. Son gráficos dirigidos a impresionar a una feligresía analfabeta que recibe la doctrina a través de los iconos.

Convine en que así era.

—Los relieves de este coro reproducen escenas y personajes de la Biblia. En eso no se diferencia del resto. Ésa es la parte exotérica, externa, visible. Pero el de la catedral de Jaén presenta una singularidad: entre las imágenes bíblicas se han deslizado otras, o ciertos detalles, aparentemente innecesarios, que permiten una segunda lectura esotérica, secreta, y reservada solamente para iniciados. Este lugar oculta un complejo jeroglífico que en su momento los conocedores podrían interpretar. Lo lamentable es que sus sucesivas reformas han alterado el orden de los elementos. Ahora resulta difícil, si no imposible, descifrarlo.

Estábamos ante una de las sillas bajas. La talla del respaldo representaba la caída de san Pablo en el camino de Damasco. Recordé la historia. En los tiempos en que el cristianismo todavía no era religión sino una herejía desgajada del judaísmo, Saulo, el inquisidor fariseo, se dirigió a Damasco para reprimir un brote cristiano en aquella comunidad judía. En medio del camino, Saulo tuvo una visión cegadora que lo hizo caer del caballo. Cristo se le apareció y le dijo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Llegado a Damasco, Saulo se convirtió al cristianismo, se bautizó y desde entonces se llamó Pablo.

El relieve que representa a Saulo caído del caballo en el camino de Damasco cuida minuciosamente el detalle. Hasta las lazadas de las sandalias de los criados que lo acompañan se distinguen con claridad. El suelo sobre el que Saulo acaba de dar la costalada es una calzada romana. Mi amigo me señaló tres misteriosas esferas en el ángulo inferior izquierdo del relieve, sobre las losas (Fig. 2).

—¿Qué crees que son estas tres esferas? —me preguntó.

Las examiné. Desde luego, no eran frutos, ni piedras del campo, ni nada parecido a un objeto que pueda encontrarse en la naturaleza. Eran tres esferas aparentemente absurdas que no se integraban en el conjunto de la escena representada de manera tan minuciosamente realista, ni parecían cumplir función alguna.

—No tengo ni idea —admití.

—Sin embargo, alguna función deben de tener —insistió—. El tallista no pudo colocarlas ahí por casualidad o por capricho.

Convine en que llevaba razón. Unos asientos más adelante, la tabla tallada representaba a un obispo vestido de pontifical, con báculo y mitra.

—San Nicolás —señalé—. Mi santo patrón, por eso lo conozco. Un santo popular en el Reino Unido.

—La representación exotérica de san Nicolás —corrigió Juan—, el guardián de los tesoros ocultos, según la tradición. Quizá no sea casual que tú te llames así. Observa aquí, a su derecha, esta cuba que aparece en la viñeta y, dentro de ella, tres hombres que parecen rezar. No son mártires arrojados en una caldera de agua hirviendo, puesto que la cuba es de madera y no se advierte debajo de ella representación de fuego. Son simplemente tres neófitos que acaban de recibir el bautismo. En muchos ritos antiguos (de los que el cristianismo lo toma) el bautismo es una forma de renovación, de iniciación. Uno abandona una vida anterior y renace a la nueva tras sumergirse en el agua sagrada. Y aquí, a la izquierda del prelado, tres doncellas arrodilladas que presentan al obispo sendas esferas (Fig. 3).

Tres esferas, de nuevo. Nos miramos. Mi amigo sonrió.

—Otra vez el enigmático trío de esferas, como las de la caída de Saulo en el camino de Damasco. Tres hombres que se dan el baño iniciático y tres doncellas con tres esferas. Parece que haya cierto paralelismo.

Pasamos a otro relieve del coro: san Martín cortando su capa para entregarle la mitad a un mendigo. Juan me señaló el ángulo en el que aparecía nuevamente un objeto esférico (Fig. 4).

En el relieve siguiente, Cristo en casa de Marta y María, volvemos a encontrar las tres enigmáticas esferas, esta vez en forma de tres panzudas vasijas a los pies del Maestro… (Fig. 5).

—Parece que al tallista le gustaba la forma pura de la esfera —observé.

—No hemos terminado —me advirtió—. He dejado lo mejor para el final.

Esta vez me llevó al lado opuesto del coro y me señaló una de las tallas altas.

—Mira esa escena.

El relieve representaba a un rey cristiano, con capa de armiño y corona real, que levantaba una espada. A su lado, un sabio moro o judío, con un turbante en la cabeza, le señalaba un grupo de estrellas. Entre el rey y el sabio había una gran esfera, tan grande que llegaba a la altura de las rodillas (Fig. 6).

—Nuevamente la esfera —observé—, aunque esta vez de tamaño mucho mayor. ¿Qué significan estas esferas?

—Lo que signifiquen no lo sé —dijo Juan—, pero es seguí no las han colocado ahí por azar. Es evidente que el escultor recibió instrucciones muy precisas.

—Estoy de acuerdo —dije—, pero ¿instrucciones de quién?

Mi cicerone me condujo al sitial que preside el coro. Me la talla del respaldo

—Te presento a don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, obispo de la diócesis de Jaén entre 1500 y 1520, y a sus secretarios Aquí tienes al obispo que hace de san Nicolás y a los tres personajes de la cuba (Fig. 7).

Contemplé la cara huesuda, la frente despejada y noble que el tallista había representado con artístico empeño.

—El otro día te interesabas por don Francisco de los Cobos y la iglesia templaria de La Iruela. Probablemente, sus conocimientos procedían de don Alonso Suárez, un iniciado en la doctrina secreta de los templarios que plasmó sus conocimientos en este coro.

Era la primera vez que escuchaba el eufónico nombre del hombre que inspiró y financió la sillería del coro: don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce. Antes de llegar a Jaén había sido inquisidor general. Juan me contó la historia. Hacia el final de su mandato como inquisidor, y aún después, tuvo ciertos problemas, derivados de su benevolencia en el puesto.

—¿Un inquisidor sospechoso de apiadarse de sus víctimas? —me extrañé.

De pronto el relieve de la caída de Saulo en el camino de Damasco adquiría un nuevo sentido: san Pablo, inquisidor contra los cristianos, sufrió una revelación y se convirtió en el gran apóstol del cristianismo. La venda cayó de los ojos de don Alonso Suárez, inquisidor contra los herejes, y se convirtió en valedor de aquellos a los que antes había perseguido o, al menos, en protector de ciertas doctrinas que antes había intentado erradicar. Don Alonso Suárez se había identificado con el Saulo evangélico y había colocado aquellos tres guijarros en la calzada que recorría san Pablo en su camino de Damasco, los mínimos obstáculos con los que su caballo había tropezado, gracias a lo cual le sobrevino la revelación que cambió su vida.

Tres guijarros representativos de las tres esferas que luego se repetirían, más o menos disimuladas, en otros relieves del coro de la catedral.

Tres esferas relacionadas con tres muchachas, las que presentan las esferas al obispo. Tres muchachas cuya larga cabellera hasta la cintura significaba en tiempos de don Alonso que eran «doncellas en cabello», es decir, vírgenes.

Tres esferas correspondientes a tres vírgenes…

Se hacía tarde y yo tenía que gestionar la solicitud de grabación para el equipo de la BBC en la oficina correspondiente. Me despedí de mi amigo y acordamos encontrarnos de nuevo.

Por la tarde, de vuelta al hotel, no dejaba de pensar en lo que había visto por la mañana. Un jeroglífico medieval en las tallas del coro de una catedral española. Un inquisidor que se vuelve tolerante con las doctrinas heréticas que antes perseguía, que las representa en la forma de tres esferas en el camino de Damasco, tres esferas que tres Vírgenes ofrecen al obispo… Aquello me intrigaba.

En los días siguientes indagué sobre las Vírgenes de la catedral de Jaén y me topé con una noticia sorprendente. En la Edad Media y en tiempos del obispo Suárez existió en la catedral jiennense una Virgen «del Soterraño», es decir, del subterráneo, pero luego le cambiaron el nombre y la llamaron Virgen de la Antigua, una advocación bastante común entre las Vírgenes españolas.

¿Qué razón aconsejó este cambio?

Evidentemente, alguien había tratado de ocultar el primer nombre de la Virgen. Soterraño significa subterráneo. A alguien no le interesaba que se recordase que aquella Virgen había estado primitivamente en un subterráneo.

Me reclamaron de Londres. Había que aplazar la grabación de Cazorla porque dos miembros del equipo habían contraído paperas en la estepa de Kazajastán durante el rodaje de un documental sobre los mamuts sepultos en los hielos perpetuos. Mientras tanto, urgía montar mi último documental sobre la danza nupcial de la gaviota pizpicán norteamericana.

Cuando estoy en Londres suelo instalarme en uno de los hotelitos de Bloomsbury Square, a un paso del Museo Británico. Una tarde ociosa me dirigí al museo, penetré en la enorme sala de lectura y consulté el fichero informatizado: «Catedral. Jaén», escribí en la pantalla. En un segundo, el rectángulo luminoso registró media docena de entradas. Una de ellas remitía a los documentos de una arqueóloga de los años cuarenta, una tal Joyce Mann, que había adjuntado sus notas a los papeles de una fundación, la Research Into Lost Knowledge Organisation (RILKO).

Busqué RILKO y la pantalla me remitió al legado particular del benefactor sir Thomas Morley, que había cedido a la British Library el archivo particular de un tal Patrick O’Neill, presidente de una Sociedad Benéfica y Cultural extinta en 1922. Una nota avisaba de que estaba pendiente de catalogación y ordenación[2].

Un revoltijo de papeles, pensé, donde me puedo extraviar. No obstante, movido quizá por un pálpito que me alertaba sobre la posibilidad de que allí se encerrara una buena historia, decidí dedicarle aquella tarde.

La bibliotecaria a la que me dirigí, una chica de cuarenta años, melenita corta teñida de caoba, gafitas de miope sobre su naricilla pecosa, los pechos voluminosos y algo caídos, la mirada de ave de presa tras los vidrios, me evaluó con un rápido vistazo. Creo que me aprobó. Mi vida deportiva, sana, al aire, me presta un bronceado natural que contrasta con mi cabello trigueño, y eso les suele gustar a las mujeres. Me sonrió brevemente al recibir la ficha que le entregaba.

—¿Los papeles de la fundación RILKO? —dijo—. ¡Uff! No sé si podré encontrarlos. No es la clase de legajo que la gente solicita a menudo.

Sonreí.

—Creo que usted debe de ser bastante eficiente, señorita.

Me devolvió la sonrisa, a pesar de que se me había escapado una expresión machista, hoy en desuso, afortunadamente.

—Aguarde en su asiento, por favor.

Diez minutos más tarde, la eficiente bibliotecaria descargó sobre el pulido pupitre tres gruesas carpetas atadas con cintas.

—Los papeles de Miss Mann —me dijo.

Los examiné. Había una docena de cuadernos repletos de notas arqueológicas y dibujos. Entre las anotaciones referentes a la catedral de Jaén me llamó la atención la fotografía de un documento en papel pautado. Hacia 1943, cuando la arqueóloga Mann investigaba, no era muy corriente fotografiar un documento, a no ser que fuera muy importante. ¿Qué tenía de excepcional aquella lista de nombres compuesta por una anónima mano de finales del siglo XIX bajo el encabezamiento: «Los que buscaron la Cava»?

Entre los nombres de la lista figuraba el del obispo Suárez, el prelado que inspiró las enigmáticas figuras del coro de la catedral.

¿Qué era la Cava? En su acepción antigua, la palabra significa “cueva u hoyo”. La lista de los que buscaron la Cava, luego lo supe, incluía a varios personajes notables que vivieron entre los siglos XIII y XVIII.

A juzgar por el epígrafe, estos hombres habían buscado una cueva u hoyo, es decir, un subterráneo. ¿Estaba relacionado con la Virgen del Soterraño y con las otras dos Vírgenes portadoras de esferas que aparecían en el relieve del coro? Quizá alguna vez existieron esas esferas relacionadas con el culto a las tres Vírgenes.

A primeros de septiembre, telefoneé a mi antiguo conocido el profesor Angus Chipneck, del Departamento de Estudios Medievales de la Universidad de Oxford y asesor de documentales arqueológicos de la BBC. Me recibió aquella misma mañana en su gabinete de trabajo, entre montañas de libros apilados en el suelo y sobre las mesas que no dejaban más espacio que el necesario para dos ajadas butacas y una mesita, en la que pronto humearon dos tazas de té.

—¿La doctrina secreta de los templarios? —rezongó después de oír mi relato y de contemplar algunas fotografías del coro de la catedral de Jaén—. Sí, es posible. Los templarios descubrieron en Tierra Santa una sabiduría milenaria transmitida por una cadena de iniciados con la que intentaron acrecentar su poder.

—Sabiduría y poder no siempre caminan juntos —comenté melancólicamente.

—Casi nunca. Los templarios lo intentaron. Su ideal y su última meta eran la Sinarquía, el gobierno del mundo por los sabios, sin guerras de religión, sin abusos de los poderosos, sin tretas de las multinacionales. Las multinacionales del tiempo de los templarios eran las ciudades mercantiles de Italia, Génova, Venecia, Pisa… Aquellos y otros mercaderes de Europa fueron la causa verdadera de las Cruzadas. La religión fue sólo un pretexto. Detrás de tanto sacrificio sólo había una desmedida codicia de la oligarquía, los aliados del Papa y de los monarcas cristianos de Europa. Los templarios concibieron la idea de redimir a la humanidad de sus sufrimientos, alcanzar el imperio de la justicia, la paz universal, la primacía de la razón frente a la pasión destructora.

—Son hermosas palabras, profesor —comenté—, pero enteramente utópicas. Los templarios acabaron en la hoguera.

—Que los templarios fracasaran en la empresa no significa que sus herederos, si los hubiera, no puedan culminarla con éxito.

Me hizo pensar.

Mediado septiembre, regresé a España y pasé unos días en Sevilla arreglando permisos de filmación en el departamento correspondiente de la Junta de Andalucía. Un día, al pasar por la plaza del Salvador, observé una esfera de piedra que servía de peana a una sencilla cruz de madera en un ángulo achaflanado de la vetusta iglesia (Fig. 8).

Recordé inmediatamente aquella esfera del coro de la catedral de Jaén, la del rey cristiano y el sabio con turbante que señalaba las estrellas.

Telefoneé a Juan para comunicarle mi hallazgo.

—He encontrado una esfera como la del relieve de la catedral.

—¿Cerca de una iglesia?

En una iglesia. En El Salvador de Sevilla.

—Ésa es la primera iglesia de Sevilla, la más antigua —me dijo—. Esa esfera debió de pertenecer al santuario primitivo. ¿Cuándo vuelves por Jaén?

—Mañana.

—Te prepararé una visita guiada a cierto lugar.

Al día siguiente, después de un almuerzo copioso con Juan, fui a Arjona siguiendo sus indicaciones. Arjona es un pueblo blanco sobre un cerro que se alza como una isla en medio del océano de los olivos, a cuarenta kilómetros de Jaén y a sólo diez o doce de la autovía de Andalucía. Al llegar telefoneé a Pepe Alcántara, concejal de cultura, amigo de Juan, y me cité con él en la parte más alta del pueblo, la plaza de Santa María, una explanada desde la que se divisa un dilatado y bello paisaje de la campiña olivarera, con la Sierra Morena al norte y la peña de Martos y los montes de Jabalcuz al sur. Pepe es un hombre joven, delgado, de mirada inteligente. Me estrechó la mano con fuerza.

—Juan me ha encomendado que te enseñe la piedra.

Cruzamos la plaza empedrada.

—Ahí tienes tu esfera de piedra, la que aparece retratada en la sillería del coro de la catedral —me señaló.

En el centro de un mirador con tres cipreses había una gran esfera de piedra caliza de algo más de un metro de diámetro. La examiné en su contorno. Era similar a la que había visto en la iglesia de El Salvador de Sevilla. No parecía esculpida, sino natural, a juzgar por las pequeñas concavidades que punteaban su superficie. Recordé que esas concavidades o cazoletas, llamadas en inglés cups, son frecuentes en los monumentos megalíticos (Fig. 9).

—¿Es la esfera de la catedral de Jaén? ¿Cómo demonios ha llegado hasta aquí?

—La trajo Juan. Hace veinte años apareció debajo de los cimientos del bar Sanatorio, en el subsuelo de la primitiva catedral de Jaén. Mi amigo le dio unas pesetas al camionero que evacuaba los escombros para que, en lugar de arrojar la piedra al vertedero, la trasladara a una finquita de su padre, cercana a la ciudad, entre el Puente de la Sierra y el Puente de Jontoya. Con el tiempo peregrinaba tanto dominguero a ver la piedra que temió que acabara adornando el jardín de algún chalet hortera y la trajo aquí. Ha aparecido en algunas revistas. Viene bastante gente a verla. La llaman la piedra de la Luna, supongo que por los cráteres que tiene, y aseguran que da suerte. Los visitantes la tocan y enuncian un deseo. De vez en cuando le ponen velas, especialmente en la noche de San Juan. ¿Ves esa hendidura?

Me señalaba un retallado cuadrado de unos diez centímetros de lado por otros tantos de profundidad en la parte de la esfera.

—Ahí es donde se encajaba la cruz o la imagen de la Virgen.

—¿Entonces es cristiana?

—Digamos que la cristianizaron.

—¿Qué sentido tiene aquí?

—No sé si sabes que en esta cumbre existió hasta el siglo XVIII una ermita de San Nicolás, sobre un santuario prehistórico cristianizado. Ahora ha desaparecido, pero en el solar que ocupó se encontró hace unos años una esfera algo menor que ésta. La tenemos en el museo.

El Museo Arqueológico de Arjona, en la misma plaza de Santa María, ocupa la planta baja del santuario de los Santos. Su director, Pepe Valenzuela, me acompañó en la visita y me mostró la esfera de San Nicolás. Era más lisa que la piedra de la Luna y tenía una proyección, resto de un primitivo pedestal con el que formaba una sola pieza. Unos extraños signos recorrían la superficie (Fig. 10).

—¿Qué pone aquí?

—Ni idea. Es ibero y no se ha descifrado —me respondió el director.

Me despedí del concejal y paseé por el pueblo, compré unos dulces en la confitería de Campos, como me había recomendado Juan, y regresé a Jaén.

Le envié un fax, con fotografías de las piedras, al profesor Mortimer Thomson, mi antiguo tutor en Oxford. Al día siguiente recibí la respuesta:

Querido Wilcox:

Muy interesante el material que me envía. Son piedras sagradas o betilos, las imágenes anicónicas que representaron a los dioses antes de que los devotos los imaginaran como personas o animales.

El betilo puede adoptar forma esférica o de columna redonda o cuadrada, acaso rematada en un capitel. Se supone que los betilos son una herencia oriental, semita, llegada a España con los fenicios, pero nada nos desautoriza a pensar que los indígenas no veneraran ya sus propios betilos en la forma de esas esferas de piedra. En cuanto a la inscripción indescifrable del betilo menor de Arjona es posible que sea el nombre del dios o de la diosa que representa. Lo digo porque en el templo de Edeta (en San Miguel de Liria, en Valencia), capital de la Edetania ibérica, una cabeza femenina representativa de la diosa cartaginesa Tanit lleva escritas en la frente las palabras Dea Caelestis, la denominación latina de la diosa.

Espero haberle sido útil,

Con mis mejores deseos,

Mortimer Thomson, PhD.

Juan había quedado en recogerme en mi hotel para salir de tapas. Llegó poco después de las siete.

—Antes del papeo quiero enseñarte algo —dijo.

Atravesamos la plaza de la catedral y nos metimos por la calle de los Abades, en realidad, una calleja estrecha y silenciosa, con el suelo de losas y geranios en los balcones. Nos detuvimos ante una hornacina callejera que contenía un crucifijo (Fig. 11).

—¿Qué ves al pie de la cruz?

—¿Tres huevos? —aventuré sin dar crédito a mis ojos.

—En efecto: tres huevos. Algunos creen que es una copia del Cristo de Burgos, pero los del barrio lo llaman «el de los Tres Huevos». La imagen original era antiquísima pero se perdió en 1936.

—¿Crees que hay alguna relación entre los tres huevos y las tres esferas de la vecina catedral?[3]

—Desde luego, no tienen explicación lógica, a no ser que simbolicen algo.

Aquella noche indagué en Internet. El huevo es uno de los raros símbolos universales en cuyo significado parecen coincidir las antiguas civilizaciones. Es el germen del universo a partir del cual se genera la Creación.[4] Simboliza la renovación de la naturaleza, por eso aparece en tumbas de muchos lugares del mundo.

Los tres huevos del Cristo de la calle de los Abades eran una pervivencia del símbolo cultural que en la vecina catedral representaban las tres esferas de piedra. Esas esferas eran emblema de la Virgen, pero también eran huevos, es decir, centros del mundo a partir de los cuales se regenera la Creación.[5]

Al día siguiente, Juan me llevó a un cerro de la campiña a varios kilómetros de Jaén.

—Ahora vas a ver la esfera de Perulera, si no se la han llevado ya. Lo digo porque hace años que no la visito.

Dejamos el todoterreno a la entrada del carril y remontamos el olivar hasta el indócil escarpe del cerrete. En la hondonada de la tierra de labor, semienterrada, había una esfera de más de un metro de diámetro, con una escotadura tallada de unos seis centímetros de lado y algunos más de profundidad (Fig. 12).

—La esfera o betilo de Perulera.

Después, Juan me mostró una fotocopia de la página de una antigua revista de antropología.

—La esfera que hemos visto la descubrí, por pura intuición, interpretando la oración de un gitano. Imagínate: un misterio templario transmitido por una oración sanadora que recitaba un analfabeto.

—No termino de entender… —confesé.

—A principios del siglo XX los curanderos gitanos sanaban las mataduras de las caballerías recitando una oración al tiempo que aplicaban sobre la parte dañada pergaminos de un libro, supuestamente encuadernado con la piel del lagarto de la Malena. El libro aludía repetidamente a la virtud de la Mesa de Salomón.

—¿La Mesa de Salomón?

—El gran tesoro de los templarios. El libro del que arrancaban las hojas tenía unos signos dibujados a fuego sobre las guardas.[6]

En cuanto a la oración del gitano, el texto decía:

Por la mesa del moro

onde está el lagarto

que te cures pronto

con este emplasto/pacto

La Tinaja la Tina

la piedra el macho,

el losón del Veleta

i y el caño santo

Por el peñón de Uribe

que está en palacio

el peral de la era

se está secando

que se seque esta pupa

que estoy untando.

Había anotado algunas conclusiones de Miss Mann. En los días siguientes visité los lugares en torno a Jaén que la investigadora señaló en sus apuntes bajo el epígrafe «El camino templario».

¿El camino templario? Hasta donde mis modestos conocimientos sobre historia comarcal abarcaban, Jaén y su entorno habían sido en la Edad Media lo que se llaman tierras de realengo, es decir, directamente controladas por la corona. Allí no había habido templarios.

¿Por qué, entonces, el camino templario?

En la sierra de Otíñar, a quince kilómetros de Jaén, está el cerro Veleta, con sus cuevas con pinturas prehistóricas y su dolmen a media ladera. Dos kilómetros más adelante, en el barranco de la Tinaja, existe un antiguo santuario prehistórico en el que destacan insculturas en forma de círculos concéntricos y una Venus en relieve (Figs. 13 y 14).

Otíñar, cerro Veleta, barranco de la Tinaja… Había algo familiar en la asociación de aquellos nombres… Me recordó la oración del curandero:

La Tinaja la Tina

la piedra el macho,

el losón del Veleta

El losón del Veleta podía referirse a la piedra superior del dolmen del cerro Veleta, que es, en efecto, lo que podría describirse como losón. La Tinaja estaba clara: era el barranco de la Tinaja. La Tina podría ser corrupción de Otíñar. Sería la Tinaja de Otíñar.

Podía ser. Pero ¿y la piedra del macho? ¿Se refería a la cantera del Veleta o a otro megalito todavía no descubierto o ya destruido? ¿Un menhir quizá?

El peñón de Uribe era un peñasco que existió hasta principios del siglo XX en Jaén, en el callejón de los Uribes, barrio de la Magdalena, no lejos del solar de los llamados Palacios de los Reyes Moros, luego convento de Santo Domingo. El peñasco, que sobresalía del suelo empedrado a un lado del callejón, medio empotrado en el muro colindante, estaba tallado en forma de cubo y presentaba canaletas en la parte superior, más lisa, por donde debería fluir la sangre de los sacrificios o los líquidos de las libaciones. La roca natural, recortada para evitar que estorbara el tránsito de los carros, formaba una especie de poyo o banco en el que se sentaban los ancianos de la vecindad para hacer tertulia. También servía de podio al pregonero para vocear su pregón.

En cuanto al Caño Santo, debía de ser algún manantial. Siendo Santo bien podría tratarse del manantial de la catedral, al que se atribuían propiedades medicinales. De este Caño Santo, cuya arqueta de registro existe todavía en el muro de la calle Valparaíso, se surtieron las casas de la vecindad hasta hace pocos años. La alusión al peñón de Uribe donde está el palacio me animó a desentrañar el sentido de la oración sanadora. Los lugares mencionados se integraban dentro de una línea recta. El lugar donde está el lagarto se refería forzosamente al manantial de la Magdalena, escenario de la famosa leyenda.

El conserje del hotel me contó la historia: un lagarto monstruoso, más grande que un cocodrilo, habitaba en el manantial de la Magdalena, en el centro del Jaén medieval, y devoraba a las personas y a los rebaños. La población estaba tan aterrorizada que comenzaba a emigrar. Entonces, un condenado a muerte se ofreció a matar al monstruo si le perdonaban la vida. La autoridad accedió, lo liberó y puso a su disposición los medios necesarios, pero él rechazó las armas que le ofrecían y sólo pidió un caballo y un cordero. El cordero se lo comió la víspera de la hazaña en compañía del capellán de la cárcel.

—¿Cómo pudieron comerse un cordero entre dos hombres? —inquirí.

—¡A fuerza de pan, claro! —respondió el conserje—. Al día siguiente, al clarear el día, subió al caballo y se dirigió al manantial. Llegado al borde del arroyo dio unas cuantas voces y, en cuanto vio salir al monstruo, le lanzó la piel del cordero rellena de yesca bien seca, que previamente había encendido. El lagarto lo tomó por un cordero vivo, se lo tragó entero, la yesca le abrasó las entrañas y reventó.

—Una buena historia —reconocí.

—Cuando yo era niño, la piel estaba colgada de un muro de la iglesia de San Ildefonso —dijo el hostelero—. Ahora lo único que queda es un monumento con la escultura del lagarto en piedra, cerca del manantial (Fig. 15).

En el corazón del barrio de la Magdalena, el más antiguo de la ciudad, aún se muestra el famoso manantial donde habitaba el mítico lagarto (Fig. 16).

Recordé la oración del gitano:

—¿Y el peral de la era? —me pregunté.

La lógica sugería que estaría integrado con los otros topónimos de la oración en una línea recta que apuntase preferentemente hacia el norte.

el peral de la era

se está secando…

El cerro Perulera, hacia el norte. ¿El «peral de la era» de la oración?

—Ya sé cómo diste con la esfera de Perulera —le dije a Juan en nuestro encuentro siguiente.

Mi amigo sonrió. En efecto, siguiendo el mismo razonamiento fue a Perulera dispuesto a remover cada piedra en busca de un monumento prehistórico, pero la esfera de piedra se le vino casi a la mano.

Juan me señaló sobre un mapa los lugares mencionados por la oración. El santuario prehistórico del barranco de la Tinaja (o de los Neveros), el dolmen del Veleta, el Caño Santo de la catedral, el peñón de Uribe, el manantial de la Malena, mítica guarida del lagarto y la esfera de piedra del cerro Perulera quedaban inscritos con toda exactitud en una línea recta de doce kilómetros de longitud, tendida por encima de la ciudad en dirección sudeste-noroeste. (Figs. 17 y 18).

Inmediatamente pensé en las líneas ley descubiertas por Alfred Watkins. Watkins, arqueólogo aficionado de Hereford, gran amigo de mi tío abuelo Henry, descubrió que muchos lugares significativos de la campiña inglesa se alineaban en perfectas líneas rectas, indiferentes a los accidentes del terreno. Las ley, como Watkins llamaba a estas líneas que enhebraban monumentos, constituían una red invisible que recorría la superficie de la tierra. Lo interesante era que donde dos o más ley se cortaban solía haber una antigua iglesia, un cerro significativo, una ermita, un cementerio, una gruta, un monolito, una cruz del camino o cualquier otro hito de carácter sagrado.

Su teoría originó una viva controversia en los medios arqueológicos del Reino Unido. Los académicos la rechazan, aunque cuenta con entusiastas defensores que editan una revista y consagran las vacaciones a estudiar el territorio en busca de nuevos ley. Pueden parecer personas extravagantes, sin embargo, ellos insisten en la certeza de las observaciones de Watkins.[7]

—Yo no supe cómo interpretar mi descubrimiento —continuó Juan mientras se servía queso añejo, acodado en la barra de la taberna del Gorrión, cerca de la catedral—, pero al poco tiempo encontré una pista que me ayudó a devanar la madeja.