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El sermón estaba siendo el llamamiento anual a la responsabilidad, la habitual exhortación al diezmo, el desafío a darle a Dios su 10 por ciento con presencia de ánimo y con alegría. Jake lo había oído cien veces, y como siempre le resultó difícil mantener un contacto visual prolongado con el reverendo mientras pensaba en cosas mucho más importantes. Admiraba al reverendo, y todos los domingos pugnaba diligentemente por mostrarse cautivado por sus homilías, pero a menudo era imposible.

Tres filas más adelante, justo al lado del pasillo, estaba el juez Atlee, en el mismo y venerado asiento que se reservaba desde hacía por lo menos diez años. Contemplando su cogote, Jake pensó en el juicio y en la apelación. Al ser tan reciente el veredicto, la causa toparía con un muro de ladrillos. Los trámites durarían una eternidad. Noventa días para que la taquígrafa transcribiese cientos de páginas de actas procesales, y otros noventa porque rara vez entregaban a tiempo el material. En cuanto a las instancias y maniobras posteriores al juicio, durarían meses. Una vez que las actas fueran realmente definitivas, la parte perdedora dispondría de noventa días para presentar un recurso, y en caso de necesidad se alargaría el plazo. Cuando el Tribunal Supremo y Jake lo recibieran, él tendría otros noventa días para contestar. Cumplidos los plazos, y admitidos a trámite todos los documentos, empezaría la espera de verdad. Normalmente había retrasos, dilaciones y aplazamientos. Los letrados ya habían aprendido a no preguntar por qué tardaba tanto. El tribunal hacía lo que podía.

En Mississippi, las causas civiles duraban un promedio de dos años. Al prepararse para el juicio Hubbard, Jake había encontrado un caso similar en Georgia que se había arrastrado trece años. Se había dirimido ante tres jurados distintos, había ido y vuelto al Tribunal Supremo como un yoyó, y al final había sido zanjado fuera de los tribunales, con la mayoría de los impugnadores ya fallecidos, y consumido todo el dinero en abogados. A Jake no le preocupaba el tema de los honorarios, pero sí le preocupaba Lettie.

Portia le había dicho que su madre ya no iba a la iglesia. Demasiados sermones sobre diezmos.

Si en algo era de fiar la experiencia de Harry Rex y Lucien, el veredicto de Jake estaba en la cuerda floja. La admisión del vídeo de Ancil constituía un error anulable. La sorpresa de Fritz Pickering no estaba tan clara, pero probablemente inquietase al Tribunal Supremo. El «vertido de testigos» que se había sacado Wade Lanier de la manga daría lugar a una severa reprimenda, pero no llevaría de por sí a una anulación. Nick Norton estaba de acuerdo. Presente en la vista del viernes, y sorprendido por el vídeo, le había conmovido profundamente su contenido, pero le había preocupado su admisibilidad. Entre perritos calientes y cerveza, los cuatro letrados, Willie Traynor y otros expertos habían debatido hasta altas horas de la noche del viernes, mientras que las señoras tomaban vino junto a la piscina de Harry Rex y charlaban con Portia.

A pesar de que el juicio le hubiera salvado económicamente, Jake ya tenía ganas de dejarlo atrás. No le gustaba la idea de ir recortando la herencia durante años a base de honorarios mensuales. Tarde o temprano empezaría a tener la sensación de haberse convertido en una sanguijuela. Acababa de ganar un juicio importante y ya buscaba otro.

Aquella mañana, en la Primera Iglesia Presbiteriana, nadie habló del juicio, y Jake lo agradeció. Reunidos después los feligreses bajo dos enormes robles, mientras iban despacio hacia el aparcamiento conversando amigablemente sobre naderías, el juez Atlee saludó a Carla y Hanna, y comentó que hacía un día precioso de primavera. Después se alejó con Jake por la acera.

—¿Podrías pasar esta tarde, hacia las cinco, por ejemplo? —dijo cuando ya no podían oírlos—. Es que quiero comentarte una cosa.

—Claro que sí, señoría —dijo Jake.

—¿Y podrías traer a Portia? Me gusta su perspicacia.

—Creo que sí.

Se sentaron en torno a la mesa del comedor, bajo un ventilador de techo que crujía y que no paliaba en nada el calor y la humedad. Fuera se estaba mucho más fresco (en el porche habrían estado bien), pero por algún motivo el juez prefería el comedor. Había una cafetera y una fuente de pastas baratas, compradas en alguna tienda. Tras un sorbo de café, aguado y pésimo, Jake no le dedicó más atención.

Portia no quiso tomar nada. Estaba nerviosa, incapaz de controlar su curiosidad. No era su barrio. Tal vez su madre hubiera visto casas bonitas, pero nunca como invitada, solo porque las limpiaba.

El juez Atlee presidía la mesa, con Jake a su derecha y Portia a su izquierda. Después de unos preliminares algo incómodos, hizo un anuncio, como si estuviera en el juzgado frente a una manada de letrados nerviosos.

—Quiero que se zanje el caso fuera de los tribunales. Durante los próximos dos años, mientras se tramita el recurso, nadie tocará el dinero. Se le dedicarán cientos de horas. Los impugnadores cargarán las tintas en que hay que anular el veredicto, y entiendo sus razones. Si admití el vídeo de Ancil Hubbard fue porque en aquel momento lo pedía la justicia. Era necesario que el jurado, e imagino que todos los demás, entendiéramos la historia. Daba sentido a las razones de Seth. Ahora se dirá con rotundidad que en términos procesales cometí un error. Desde una perspectiva egoísta prefiero que no se me anule un veredicto, pero lo importante no son mis sentimientos.

«Y un cuerno», pensó Jake mirando a Portia, que se había quedado muy quieta, con la vista en la mesa.

—Supongamos por un momento que se repite el juicio. La próxima vez no os pillará por sorpresa lo de Pickering, estaréis preparados para Julina Kidd y sobre todo tendréis a Ancil en la sala como parte interesada y testigo superviviente; o bien, si está en la cárcel, no cabe duda de que tendréis tiempo para tomarle declaración como es debido. En todo caso, la próxima vez tendréis argumentos mucho más sólidos, Jake. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, claro.

—Ganaréis porque tenéis que ganar. Fue justamente por eso por lo que permití el vídeo de Ancil. Era de justicia. ¿Me sigues, Portia?

—Sí, sí, señor.

—Bueno, ¿entonces cómo lo zanjamos? ¿Cómo frenamos el recurso y seguimos viviendo?

Jake sabía que Atlee tenía la respuesta, y que en el fondo no quería muchas aportaciones de nadie.

—Desde el viernes por la tarde no he pensado en nada más —continuó el juez—. El testamento de Seth fue una manera desesperada de intentar arreglar en el último minuto una injusticia horrible. Dejándole tanto dinero a tu madre, lo que intentaba Seth en realidad era congraciarse con tu bisabuelo y todas las familias Rinds. ¿Estás de acuerdo?

«Di que sí, Portia, di que sí, narices». Jake se lo sabía de memoria. Cuando pregunta «¿Estás de acuerdo?», ya da por hecho que lo estás con vehemencia.

—Sí —dijo ella.

El juez Atlee bebió un poco de café. Jake se preguntó si tomaba aquel brebaje repulsivo todas las mañanas.

—Llegados a este punto, Portia —dijo el juez—, me gustaría saber qué quiere tu madre en realidad. Sería útil saberlo. Seguro que te lo ha dicho. ¿Puedes explicárnoslo?

—Pues claro, señoría. Mi madre no quiere mucho, y tiene reservas sobre que le den tanto dinero. Por decirlo de alguna manera, es dinero de blancos. En el fondo no es nuestro. A mi madre le gustaría quedarse con el terreno, las treinta hectáreas, y construirse una casa; bonita, pero no una mansión. Ha visto bastantes casas bonitas, pero siempre había estado segura de que no tendría ninguna. Ahora, por primera vez en la vida, puede soñar con una buena casa, que pueda limpiar ella misma. Quiere mucho sitio para sus hijos y sus nietos. No volverá a casarse, aunque algunos buitres ya la ronden. Quiere irse al campo, donde estar tranquila sin que la moleste nadie. Esta mañana no ha ido a la iglesia, señoría. Hace un mes que no va. Todo son manos tendidas. Mi madre solo quiere que la dejen en paz.

—Algo más querrá que una casa y treinta hectáreas —dijo Jake.

—Bueno, claro, ¿quién no quiere dinero en el banco? Está cansada de limpiar casas.

—¿Cuánto dinero? —preguntó el juez Atlee.

—Tan lejos no hemos llegado. En los últimos seis meses nunca se ha sentado y ha pensado: «Bueno, venga, me quedo cinco millones, le doy un millón a cada niño y tal y cual». Mi madre no es así. No es su manera de pensar. No va con ella. —Portia se quedó un segundo callada—. ¿Usted cómo repartiría el dinero, señoría? —preguntó.

—Me alegro de que me lo preguntes. Voy a explicaros mi plan. La mayor parte del dinero debería meterse en un fondo para vuestros parientes consanguíneos. En vez de darlo en efectivo, que solo serviría para empezar a gastar como locos, sería mejor una especie de fundación que solo se usara para la educación. A saber cuántos Rinds habrá por el mundo, aunque seguro que pronto lo averiguaremos. La fundación estaría controlada con mano férrea por un fiduciario que me mantendría informado. El dinero se invertiría de manera sensata, pongamos que a lo largo de veinte años, y durante ese tiempo se usaría para ayudar al mayor número posible de alumnos. Debe limitarse a un solo objetivo, y el más lógico es la educación. Si no se limitara empezarían a salir mil peticiones, desde gastos médicos a comida, y desde casas a coches nuevos. El dinero no está garantizado. La gente se lo tiene que ganar. El pariente consanguíneo que estudie mucho y consiga entrar en la universidad tendrá derecho a una subvención.

—¿En qué partes ha pensado dividir el dinero? —preguntó Jake.

Portia sonreía.

—A grandes rasgos propongo lo siguiente: partamos de la cifra de doce millones. Sabemos que es un objetivo variable, pero muy lejos no andará. Las partidas para Ancil y para la iglesia que sean de medio millón cada una. Nos quedan once. De esos once tomamos cinco y los ponemos en el fondo que acabo de describir. Son muchas clases, pero bueno, es de prever que salgan muchos parientes, viejos y nuevos.

—Siguen llegando a carretadas —dijo Portia.

—Nos quedan seis millones —continuó el juez Atlee—. Los repartimos a partes iguales entre Lettie, Herschel y Ramona. Naturalmente, Lettie se queda con las treinta hectáreas que habían sido de su abuelo.

En pleno baile de números, Jake respiró hondo y miró al otro lado de la mesa.

—La clave es Lettie, Portia.

—Aceptará —dijo Portia sin dejar de sonreír—. Se queda con una buena casa y un buen cojín, pero sin los agobios de una fortuna de la que todo el mundo querría una parte. Ayer por la noche me dijo que el dinero no le correspondía a ella, sino a toda la familia de Sylvester. Quiere ser feliz, y que la dejen en paz. Esto la haría muy feliz.

—Y al resto ¿cómo se lo vendes? —preguntó Jake.

—Yo supongo que Herschel y Ramona estarán encantados. Sobre Ancil y la iglesia no sé qué decir. Ten en cuenta, Jake, que la herencia aún la controlo yo, y seguirá siendo así mientras quiera. No se puede repartir ni un céntimo sin mi autorización, y no hay ninguna fecha límite para cerrar las sucesiones. Seguro que nadie me ha llamado burro a mis espaldas, pero si quiero serlo soy capaz de pasarme los próximos diez años sentado sobre el dinero de Seth. Mientras estén protegidos los bienes, puedo tenerlos todo lo guardados que quiera.

Había adoptado su tono de presidente de sala, que no dejaba dudas de que el juez Reuben V. Atlee se saldría con la suya.

—De hecho —continuó—, tal vez sea necesario mantener abierta indefinidamente la sucesión, para administrar el fondo educativo del que hemos hablado.

—¿Quién lo gestionará? —preguntó Jake.

—Yo había pensado en ti.

Primero Jake se estremeció. Después estuvo a punto de salir huyendo ante la idea de decenas o incluso centenares de alumnos que pedían dinero a gritos.

—Muy buena idea, señoría —dijo Portia—. Mi familia estará más tranquila si Jake sigue implicado y vigila el dinero.

—Bueno, ya habrá tiempo de decidirlo —dijo Jake a la defensiva.

—¿Trato hecho, entonces? —preguntó el juez.

—Yo no soy parte interesada —dijo Jake—. A mí no me mire.

—Seguro que a Lettie le parecerá bien, pero tendré que hablar con ella —dijo Portia.

—Muy bien, pues hazlo y dime algo mañana. Prepararé un informe y se lo pasaré a todos los abogados. Jake, te sugiero que vayas esta semana a ver a Ancil y obtengas unas cuantas respuestas. Yo organizaré una reunión de todas las partes para dentro de unos diez días. Nos encerraremos y no saldremos sin haber llegado a un acuerdo. Quiero que se lleve a cabo. ¿Lo habéis entendido?

Lo habían entendido perfectamente.

Un mes después del veredicto, arrellanado en el asiento derecho del viejo Porsche de Lucien, Ancil Hubbard miraba las suaves colinas del condado de Ford a través de la ventanilla. No tenía recuerdos del paisaje. Había pasado sus primeros trece años de vida en aquellas tierras, pero llevaba otros cincuenta poniendo mucho empeño en olvidarlos. No veía nada que le resultase familiar.

Le habían puesto en libertad bajo fianza gracias a las gestiones de Jake y otras personas, y su amigo Lucien le había convencido de hacer el viaje al sur. Una última visita. Quizá te lleves una sorpresa. El fino pelo gris había vuelto a crecer, y había tapado a medias la fea cicatriz del cogote. Ancil llevaba tejanos y sandalias, como Lucien.

Se metieron por una carretera del condado y se acercaron a la casa de Seth. En el jardín había un letrero de SE VENDE.

—Aquí vivía Seth —dijo Lucien—. ¿Quieres que paremos?

—No.

Se internaron en el bosque por otra carretera de grava.

—¿Reconoces algo? —preguntó Lucien.

—La verdad es que no.

El bosque se iba haciendo menos denso. Llegaron a un claro. Delante había varios coches aparcados de cualquier manera, y mucha gente, incluidos unos cuantos niños. Salía humo de una barbacoa de carbón.

Algo más lejos había unas ruinas cubiertas de vegetación e infestadas de kudzu. Ancil levantó una mano.

—Para —dijo.

Salieron. Algunos de los que estaban cerca se acercaron para saludar, pero Ancil no los vio. Miraba más lejos. Empezó a caminar hacia el sicomoro donde habían encontrado a su hermano. Le siguieron en silencio. Algunos se quedaron atrás. Seguido de cerca por Lucien, Ancil caminó unos cien metros hasta detenerse y mirar a su alrededor. Señaló una loma cubierta de robles y olmos.

—Allí arriba estábamos Seth y yo, escondidos en el bosque. Entonces parecía más lejos. Le trajeron aquí, debajo de este árbol. En aquel momento había más árboles, una hilera de cinco o seis perfectamente alineados, al lado de este arroyo. Ahora solo hay uno.

—En el año 1968 hubo un tornado —comentó Lucien a sus espaldas.

—A Seth le encontramos aquí —dijo Ozzie, que estaba al lado de Lucien.

—¿Es el mismo árbol? —preguntó Jake, que estaba al lado de Ozzie.

Ancil oía sus voces y miraba sus caras, pero no las veía. Estaba aturdido, en otra época, en otro lugar.

—No puedo asegurarlo —dijo—, pero creo que sí. Todos los árboles eran iguales. Una hilera perfecta. Solíamos pescar allí —dijo, señalando de nuevo—. Seth y yo. Justo ahí.

Expulsó el aire ruidosamente, y pareció que hacía una mueca. Después cerró los ojos y sacudió la cabeza.

—Fue tan horrible… —dijo al abrirlos.

—Ancil —dijo Lucien—, está aquí la nieta de Sylvester. ¿Quieres conocerla?

Respiró hondo y se arrancó del sueño, girándose de golpe.

—Con mucho gusto.

Lettie se acercó y tendió una mano, que Ancil ignoró. La tomó suavemente por los hombros y se los apretó.

—Lo siento mucho —dijo—. Lo siento mucho.

Después de unos segundos Lettie se soltó.

—Ya basta, Ancil —dijo—. Lo pasado, pasado está. Démoslo por cerrado. Quiero presentarle a mis hijos y a mis nietos.

—Con mucho gusto.

Y así Ancil conoció a Portia, Carla, Ozzie, Harry Rex y el resto de la familia de Lettie. Después saludó por primera vez a Herschel Hubbard, su sobrino. Hablando todos a la vez, se alejaron del árbol hacia el picnic.