47

El jurado abandonó la sala en silencio y siguió al ujier por una escalera trasera que daba a una puerta lateral del juzgado, el mismo recorrido que había seguido desde el martes. Una vez fuera se dispersó sin mediar una sola palabra. Nevin Dark decidió ir a comer a casa. En aquel momento no quería estar con sus compañeros. Necesitaba tiempo para digerir el relato que acababa de escuchar. Quería respirar, pensar, recordar. Dentro de su camioneta, solo, con las ventanillas abiertas, casi se sentía sucio. Quizá lo remediase una ducha.

«El señor Burt». «El señor Burt». Por el lado más nebuloso del árbol genealógico de su mujer había un tío abuelo o primo lejano que se llamaba Burt. Había vivido cerca de Palmyra hacía muchos años, y siempre se había rumoreado que formaba parte del Ku Klux Klan.

No podía ser la misma persona.

En los cincuenta y tres años que llevaba en el condado de Ford, Nevin solo había oído hablar de otro linchamiento, pero casi se le había olvidado la historia. Supuestamente había sido a principios de siglo. Todos los testigos habían muerto, y los detalles estaban olvidados. Nevin nunca había oído describir un asesinato así por un testigo real. Pobre Ancil. Presentaba un aspecto tan lastimero, con su cabecita redonda, y su traje demasiado grande, y las lágrimas que se secaba con la manga…

Estuviera o no desorientado por el Demerol, no cabía duda de que Seth sabía lo que hacía.

Michele Still y Barb Gaston no tenían ningún plan para la hora de comer. Estaban demasiado conmocionadas para pensar con claridad. Subieron al coche de Michele y huyeron de Clanton por la primera carretera de salida, sin ningún destino en la cabeza. La distancia les fue útil. Después de casi diez kilómetros por una carretera del condado vacía pudieron relajarse. Pararon en una tienda y se compraron unos refrescos y unas galletas saladas. Después se sentaron a la sombra, con las ventanillas abiertas, escuchando una emisora de soul de Memphis.

—¿Tenemos nueve votos? —preguntó Michele.

—Chica, podríamos tener doce.

—Qué va. Con Doley no podemos contar.

—Algún día le zurraré en el culo. No sé si hoy o el año que viene, pero lo pienso hacer.

Michele logró reírse. Se animaron bastante.

También Jim Whitehurst se fue a casa a comer. Su mujer le esperaba con un estofado. Comieron en el patio. Jim le había contado todo lo referente al juicio, pero no quería repetir lo que acababa de escuchar. Ella, sin embargo, insistió, y casi dejaron la comida intacta.

Tracy McMillen y Fay Pollan fueron juntas en coche a un centro comercial situado al este de la ciudad, donde tenía mucho éxito un nuevo local de bocadillos. Sus insignias de «Jurado» atrajeron algunas miradas, pero ninguna pregunta. Buscaron una mesa tranquila para poder hablar, y solo tardaron unos minutos en ponerse totalmente de acuerdo. Aunque en sus últimos días de vida Seth Hubbard ya no fuera el mismo, no cabía duda de que lo había planeado todo a la perfección. De todos modos, a ellas no les habían caído muy bien ni Herschel ni Ramona, y aunque no les gustase que todo el dinero se lo quedase una asistenta negra, la decisión, como había dicho Jake, no la tenía el jurado. El dinero no era de ellos.

Para la familia Hubbard, una mañana de lo más prometedora se había convertido en una humillante pesadilla. Ahora se sabía la verdad sobre su abuelo, a quien a duras penas habían conocido, y su apellido quedaría manchado para siempre. La mancha podrían aprender a gestionarla, pero perder el dinero sería una catástrofe. De repente tenían ganas de esconderse. Fueron rápidamente a casa de su anfitrión, cerca del club de campo, y se olvidaron de comer mientras debatían si volver al juzgado.

Durante el descanso Lettie y Portia volvieron a la casa de los Sappington, pero no se les pasó por la cabeza comer, sino que fueron al dormitorio de Lettie, se descalzaron a patadas y se tumbaron juntas, cogidas de la mano, para llorar.

La narración de Ancil había cerrado tantos círculos…

Era tal la vorágine de pensamientos que casi no cabían las palabras. Las emociones eran demasiado intensas. Lettie pensó en su abuela Esther, y en lo horrible de la historia. También en su madre, una niña sin ropa, comida ni techo.

—¿Cómo lo sabía, mamá? —preguntó.

—¿Quién? ¿Cuál? ¿Qué historia?

—Seth. ¿Cómo sabía que eras tú? ¿Cómo descubrió Seth Hubbard que eras la hija de Lois Rinds?

Lettie se quedó mirando el ventilador del techo, sin respuesta.

—Era un hombre muy inteligente —dijo al fin—, pero dudo que lleguemos a saberlo.

Willie Traynor pasó por el bufete de Jake con una bandeja de bocadillos y se autoinvitó a comer. Jake y Harry Rex estaban en el piso de arriba, tomando algo en el balcón: Jake café, y Harry Rex cerveza. Agradecieron los bocadillos, que se sirvieron ellos mismos. Willie optó por una cerveza.

—Mirad, cuando tenía el periódico —dijo—, hacia 1975, un tío publicó un libro sobre linchamientos. Se documentó a tope, puso un montón de fotos truculentas y todo eso, y le salió un libro muy ameno. Según este señor, que era del norte, con muchas ganas de dejarnos mal, entre 1882 y 1968 fueron linchados tres mil quinientos negros en Estados Unidos. También hubo mil trescientos blancos, pero la mayoría eran ladrones de caballos del oeste. A partir de 1900 casi todos los linchamientos fueron de negros, incluidos mujeres y niños.

—¿Es el mejor tema de conversación, justo ahora que estamos comiendo? —preguntó Harry Rex.

—No sabía que fueras tan delicado, chicarrón —replicó Willie—. Pero bueno, adivinad qué estado encabeza la lista nacional de linchamientos.

—Me da miedo preguntarlo —dijo Jake.

—Has acertado. El número uno somos nosotros, con casi seiscientos, todos negros menos cuarenta y dos. Georgia nos sigue de cerca, y luego viene Texas, también de cerca. Total, que me acuerdo de que al leer el libro pensé: seiscientos son muchos. ¿Cuántos fueron en el condado de Ford? Retrocedí cien años y me leí todos los números del Times. Solo encontré tres, todos negros, y Sylvester Rinds no salía en ninguna parte.

—¿Quién ha hecho los cálculos? —preguntó Jake.

—Se han hecho estudios, pero su validez es cuestionable.

—Si se sabe de seiscientos —dijo Harry Rex—, te apuesto lo que quieras a que hubo muchos más.

Willie tomó un trago de cerveza.

—Y adivina cuánta gente fue acusada de asesinato por haber participado en un linchamiento.

—Cero.

—Has acertado. Ni una sola persona. Era la ley del país, y los negros eran blanco fácil.

—Me da asco —dijo Jake.

—Pues a tu jurado también, chaval —dijo Willie—, y lo tienes de tu parte.

A la una y media el jurado se volvió a reunir en la sala de deliberaciones, sin que se pronunciara ni una palabra sobre el juicio. Un ujier los condujo a la sala. Ya no estaba la pantalla. Tampoco había más testigos. El juez Atlee miró hacia abajo.

—Sus conclusiones, señor Brigance.

Jake se acercó al podio sin libreta. No tenía notas.

—Estas conclusiones —empezó a decir— serán las más breves de la historia de esta sala, porque no puedo decir nada tan convincente como el testimonio de Ancil Hubbard. Cuanto más hable, más distancia interpondré entre él y sus deliberaciones, de modo que seré breve. Voy a pedirles que recuerden todas las palabras de Ancil Hubbard, aunque es dudoso que quien las haya oído pueda olvidarlas. A menudo los juicios dan giros inesperados. El lunes, cuando empezamos este, ninguno de nosotros podría haber predicho que el misterio de que Seth Hubbard hubiera legado su fortuna a Lettie Lang lo explicaría un linchamiento. En 1930 el padre de Seth Hubbard linchó al de Lettie Lang, y después de matarle se quedó con sus tierras y dispersó a su familia. Esa historia la ha contado Ancil mucho mejor de como pueda contarla yo. Durante seis meses, muchos nos hemos preguntado por qué hizo Seth lo que hizo. Ahora lo sabemos. Ya está claro.

»Personalmente siento una nueva admiración por Seth, a quien no conocí. A pesar de sus defectos, de los que ninguno carecemos, era un hombre de talento. ¿Conocen a alguna otra persona capaz de reunir una fortuna así en diez años? Pero más allá de eso, consiguió seguir la pista de Esther y Lois, y más tarde de Lettie. Unos cincuenta años más tarde llamó a Lettie por teléfono y le ofreció trabajo. No fue ella quien llamó. Seth lo tenía todo planeado. Era un hombre de talento. Admiro a Seth por su valentía. Sabía que se estaba muriendo, pero se negó a hacer lo que se esperaba de él y eligió un camino mucho más polémico. Sabía que su reputación quedaría manchada, y que su familia maldeciría su nombre, pero le dio igual. Hizo lo que le pareció correcto.

Jake se acercó al testamento manuscrito y lo cogió.

—Y por último, admiro a Seth por su sentido de la justicia. Mediante este testamento manuscrito intenta corregir una injusticia cometida hace décadas por su padre contra la familia Rinds. En sus manos está, señoras y señores del jurado, ayudar a Seth a corregir esa injusticia. Gracias.

Volvió lentamente a su asiento, y al hacerlo miró al público. En la última fila estaba Lucien Wilbanks, sonriendo y saludándolo con la cabeza.

«Tres minutos veinte segundos», se dijo Harry Rex al pulsar el botón de su reloj de pulsera.

—Señor Lanier —dijo el juez Atlee.

Wade cojeó más que de costumbre al ir al podio. Veía con la misma impotencia que sus clientes que el dinero se le iba de las manos. Lo habían tenido en el bolsillo. A las ocho de la mañana, sin ir más lejos, habían estado gastándolo mentalmente.

En aquel momento tan acuciante, Wade tenía poco que decir. La historia, que había aparecido de golpe, inesperadamente, lo había hundido. Con todo, era un veterano que ya había pasado por otros malos tragos.

—Uno de los instrumentos más importantes de los que disponen los abogados en los juicios —empezó a decir— es la oportunidad de contrainterrogar a los testigos de la parte contraria. El abogado casi siempre tiene la oportunidad de hacerlo, pero de vez en cuando, como ahora, le resulta imposible. Y es muy frustrante. Me siento atado de pies y manos. Me encantaría tener aquí a Ancil y hacerle unas preguntas, como por ejemplo: «Dígame, Ancil, ¿no es verdad que se encuentra en prisión preventiva por distribución de cocaína y fuga?», y «Vamos a ver, Ancil, ¿no es verdad que las fuerzas del orden de al menos cuatro estados le buscan, entre otras cosas, por obtención de bienes a través de medios fraudulentos, hurto mayor e impago de la pensión a sus descendientes?». Y también: «Ancil, explíquele al jurado por qué hace veinte años que no presenta la declaración de la renta». O la más importante de todas: «Ancil, ¿no es verdad que si el testamento manuscrito de Seth es declarado válido usted cobrará un millón de dólares?».

»Pero no puedo, señoras y señores, porque Ancil no está aquí. Lo único que puedo hacer es avisarles. Les aviso de que todo lo que han visto y oído de Ancil podría no ser lo que asegura ser.

»Olvidémonos por un momento de Ancil. Voy a pedirles que regresen a la noche de ayer. ¿Se acuerdan de lo que pensaban? Se fueron de aquí después de haber oído testimonios muy persuasivos, empezando por los de médicos acreditados más allá de cualquier duda, expertos que han trabajado con pacientes de cáncer y entienden hasta qué punto queda trastocada la capacidad de pensar con claridad cuando se toman muchos analgésicos.

Lanier procedió a resumir las declaraciones de los doctores Swaney y Niehoff. Al tratarse de las conclusiones finales se daba mucho margen al arte de la persuasión, pero Lanier lo tergiversaba todo tan perversamente que Jake se sintió obligado a levantarse.

—Señoría —dijo—, protesto. No creo que el doctor Niehoff dijera eso.

—Se admite la protesta —dijo de malos modos el juez Atlee—. Señor Lanier, voy a pedirle que se ciña a los hechos.

Lanier, ofendido, siguió divagando sobre lo que habían dicho tan excelsos médicos. No hacía ni un día que habían subido al banquillo. No hacía falta reproducir declaraciones tan recientes. Ahora Lanier daba tumbos, descolocado. Por primera vez desde el principio del combate, Jake pensó que se le veía perdido.

—Seth Hubbard no tenía capacidad para testar —repetía Lanier cuando no se le ocurría nada más.

Sacó a colación el testamento de 1987, y para alegría de Jake y contrariedad del jurado volvió a explayarse sobre él.

—Tres millones cien mil dólares desperdiciados porque sí —dijo con un chasquido de los dedos. Acto seguido describió un ardid fiscal conocido como «fideicomiso con salto generacional», y justo cuando la número diez del jurado, Debbie Lacker, iba a quedarse dormida, repitió—: Tres millones cien mil dólares desperdiciados porque sí.

Hizo chasquear de nuevo los dedos con fuerza.

Aburrir a un jurado que no podía moverse de su sitio, obligado como estaba a escuchar, era un pecado capital, pero Wade Lanier estaba poniendo toda la carne en el asador. Aun así tuvo la sensatez de no atacar a Lettie Lang. Sus oyentes acababan de enterarse de la verdad sobre su familia. Habría sido una imprudencia denigrarla o hacerle algún reproche.

Lanier hizo una pausa penosa para estudiar sus apuntes.

—Sería conveniente ir terminando, señor Lanier —aprovechó para decir el juez Atlee—. Ya ha excedido el tiempo.

—Perdón, señoría.

Lanier, nervioso, agradeció al jurado con palabras sensibleras sus «maravillosos servicios», y a guisa de conclusión les rogó que sopesaran los hechos con imparcialidad, sin dejarse llevar ni por las emociones ni por el sentimiento de culpa.

—¿Desea replicar, señor Brigance? —preguntó el juez Atlee.

Jake tenía derecho a diez minutos más para rebatir las afirmaciones de Lanier. Como abogado de la parte proponente le correspondía la última palabra, pero tuvo el sentido común de rehusar.

—No, señoría, creo que el jurado ya ha oído bastante.

—Muy bien. Ahora, señoras y señores, tendré que dedicar unos minutos a ilustrarles sobre el ordenamiento jurídico y cómo se aplica en esta causa, así que presten atención. Cuando acabe se retirarán a la sala del jurado y empezarán con sus deliberaciones. ¿Alguna pregunta?

La espera siempre era la peor parte. La retirada del jurado quitaba un gran peso de encima. Ya se había acabado el trabajo. Ya habían declarado todos los testigos, y no era necesario preocuparse por los alegatos y las conclusiones. Ahora empezaba la espera, cuya duración era imposible predecir.

Jake invitó a Wade Lanier y Lester Chilcott a tomar algo en su bufete. A fin de cuentas era viernes por la tarde, y se había acabado la semana. Abrieron cervezas en el balcón del piso de arriba, con vistas al juzgado.

—Aquello de allí es la sala de deliberaciones —dijo Jake—, donde están ahora.

Apareció Lucien, siempre dispuesto a tomarse una copa. Ya tendrían sus palabras, Jake y él, pero de momento el ambiente se prestaba al alcohol.

—Venga, Lucien —dijo Wade, riéndose—, que nos tienes que contar lo que pasó en Juneau.

Lucien engulló media cerveza y empezó a hablar.

Después de que se hubieran tomado todos un café, un refresco o un vaso de agua, Nevin Dark llamó al orden a los reunidos.

—Propongo —dijo— empezar por el esquema de trabajo que nos ha dado el juez. ¿Algo en contra?

Nadie dijo nada. Las deliberaciones del jurado no se regían por ninguna norma. El juez Atlee les había dicho que podían hacer lo que les pareciera.

—Bueno, pues la primera pregunta es esta —dijo Nevin—: ¿el documento firmado por Seth Hubbard cumplía los requisitos necesarios para ser un testamento ológrafo, en el sentido de que (1) lo escribió entero Seth Hubbard, (2) lo firmó Seth Hubbard y (3) le puso fecha Seth Hubbard? ¿Alguna duda?

—Yo sobre eso no tengo ninguna —dijo Michele Still.

Los otros estuvieron de acuerdo. De hecho los impugnadores no habían dicho lo contrario.

—Ahora viene la gran pregunta —continuó Nevin—: la capacidad para testar, o pleno uso de las facultades mentales. La cuestión es si Seth Hubbard entendía y calibraba la naturaleza y los efectos de su testamento ológrafo. Como de eso va el juicio, propongo que expresemos por turnos nuestra postura. ¿Quién quiere empezar?

—Tú primero, Nevin —dijo Fay Pollan—, que eres el número uno.

—Vale, pues lo que pienso es lo siguiente. A mí no me parece bien excluir a la familia y darle todo el dinero a otra persona, sobre todo cuando Seth solo la conocía desde hacía tres años, pero como dijo Jake al principio, nuestro cometido no es decidir a quién le corresponde el dinero. No es nuestro dinero. También pienso que los últimos días Seth perdió facultades y estaba bastante dopado, pero después de haber visto a Ancil no tengo ninguna duda de que sabía lo que hacía. Llevaba tiempo planeándolo. Yo voto a favor del testamento. ¿Tracy?

—Estoy de acuerdo —dijo rápidamente Tracy McMillen—. En este caso hay muchas cosas que me inquietan, pero también hay muchas que no deberían inquietarme. De repente nos han puesto delante varias décadas de historia, y eso no creo que debamos cambiarlo ninguno de los de aquí. Lo que hizo Seth lo hizo por algunas muy buenas razones.

—¿Michele?

—Ya sabéis lo que pienso. Lo que me gustaría es que no tuviéramos que estar aquí. Me gustaría que Seth le hubiera dejado un poco de dinero a Lettie, si le apetecía, y que también hubiera pensado en su familia, aunque no le gustara, lo cual no le reprocho… Por muy malos que sean no se merecen quedarse sin nada.

—¿Fay?

Fay Pollan fue la que menos compasiva se mostró, con la posible excepción de Frank Doley.

—A mí no me preocupa mucho su familia —dijo—. Probablemente tengan más dinero que la mayoría de nosotros, y es gente joven, con estudios. Ya se las arreglarán. Si no ayudaron a Seth a ganar su dinero, ¿por qué tiene que tocarles todo a ellos? Él los excluyó por algo, que no llegaremos a saber. Encima su hijo ni siquiera sabía quién era el centrocampista de los Braves. Dios mío… Hace años que somos fans de Dale Murphy. Yo creo que mintió. En todo caso estoy segura de que Seth no era nada amable, pero como dijo Jake, no nos toca a nosotros decidir a quién le da el dinero. Estaba enfermo, pero no loco.

La deliberación duró lo que duran dos cervezas. Después de la segunda, un secretario avisó de que ya había un veredicto. Todas las risas cesaron de inmediato, mientras los abogados se metían chicles en la boca y se recolocaban las corbatas. Entraron juntos en la sala y ocuparon sus puestos. Al girarse hacia el público, Jake vio a Carla y Hanna en la primera fila, detrás de él. Las dos le sonrieron.

—Suerte —articuló Carla.

—¿Estás bien? —susurró Jake, inclinándose hacia Lettie.

—Tranquila —dijo ella—. ¿Y tú, estás bien?

—Hecho un manojo de nervios —dijo él, y sonrió.

El juez Atlee subió al estrado, y condujeron al jurado a la sala. A un abogado litigante le es imposible no mirar al jurado cuando regresa con el veredicto, aunque todos se prometan ignorarlo. Jake miró sin disimulo a Michele Still, que fue la primera en sentarse, y que le dirigió a su vez una fugaz sonrisa. Nevin Dark entregó el veredicto al secretario, que a su vez se lo dio al juez Atlee. El juez se lo quedó mirando durante una eternidad, hasta que se acercó unos centímetros al micro y dijo, disfrutando del suspense:

—No se aprecian defectos en el veredicto. El jurado tenía que contestar a cinco preguntas. Primera: ¿redactó Seth Hubbard un testamento ológrafo válido el 1 de octubre de 1988? La respuesta, por doce votos a favor y ninguno en contra, es que sí. Segunda pregunta: ¿entendía y calibraba Seth Hubbard la naturaleza y los efectos de lo que hacía al redactar su testamento ológrafo? La respuesta, por doce votos a favor y ninguno en contra, es que sí. Tercera pregunta: ¿entendía y calibraba Seth Hubbard quiénes eran los beneficiarios a los que dejaba sus bienes en el testamento ológrafo? La respuesta, por doce votos a favor y ninguno en contra, es que sí. Cuarta pregunta: ¿entendía y calibraba Seth Hubbard la naturaleza y cuantía de sus propiedades, y cómo deseaba disponer de ellas? La respuesta, por doce votos a favor y ninguno en contra, es que sí. Y quinta pregunta: ¿fue sometido Seth Hubbard a influencia indebida por parte de Lettie Lang o cualquier otra persona al redactar su testamento ológrafo el 1 de octubre de 1988? La respuesta, por doce votos a favor y ninguno en contra, es que no.

Ramona se aguantó un grito y empezó a llorar. Herschel, que se había trasladado a la segunda fila, se levantó inmediatamente y salió de la sala hecho una furia. Los hijos de ambos habían dejado de seguir el juicio el día anterior.

El juez Atlee dio las gracias al jurado y le autorizó a marcharse. Después levantó la sesión y desapareció. Hubo abrazos entre los vencedores, y caras largas entre los perdedores. Wade Lanier, elegante en la derrota, felicitó a Jake por haberlo hecho tan bien. También tuvo unas palabras amables para Lettie, a quien expresó sus mejores deseos.

Lettie no aparentaba estar a punto de convertirse en la mujer negra más rica del estado. Lo único que quería era volver a su casa. Se hizo la sorda ante un par de reporteros, y se abrió camino entre algunas personas que querían felicitarla. Estaba cansada de que la tuvieran entre algodones.

Harry Rex organizó una fiesta allí mismo: perritos calientes en la barbacoa de su jardín y cervezas en la nevera. Portia dijo que iría una vez que se hubiera ocupado de Lettie. Willie Traynor nunca se perdía una fiesta. Lucien dijo que llegaría pronto, y que tal vez llevase a Sallie, cosa excepcional. Antes de irse del juzgado ya se atribuía el mérito de la victoria.

Jake tenía ganas de estrangularle.