Después de su choque con la burocracia de Memphis, justo cuando estaba a punto de darse por vencido, Ozzie recordó algo que debería habérsele ocurrido antes. Llamó por teléfono a Booker Sistrunk, cuyo bufete estaba a cuatro manzanas de la cárcel municipal. Después de un principio accidentado se habían mantenido en contacto, y en los últimos meses se habían visto dos veces cuando Ozzie había ido a la ciudad. Booker no había vuelto a Clanton, ni tenía muchas ganas de hacerlo. Los dos se habían dado cuenta de que lo lógico entre dos hombres negros que vivían a una hora de distancia y gozaban de cierto poder en un mundo de blancos, era encontrar territorios en común. Lo lógico era ser amigos. Un punto de especial interés para Booker era que los Lang aún le debiesen cincuenta y cinco mil dólares, un dinero que deseaba proteger.
La policía de Memphis odiaba a Booker Sistrunk, pero también le tenía miedo. Tardó un cuarto de hora en llegar con su Rolls negro, y empezaron a saltar papeles de una mesa a otra con Lucien Wilbanks como gran prioridad. Lucien salió media hora después de la entrada de Booker.
—Tenemos que ir al aeropuerto —dijo.
Ozzie le dio las gracias a Booker y prometió mantenerle informado.
Resultó que Lucien se había dejado el maletín en el avión. Él pensaba que debajo del asiento, pero también podía estar en el compartimento superior. En todo caso, los azafatos eran unos idiotas por no haberlo encontrado. Habían estado demasiado concentrados en sacarle a rastras del avión. Ozzie y Prather le escucharon indignados de camino al aeropuerto. Por su aspecto y su olor, Lucien podría haber sido un indigente detenido por vagancia.
En el departamento de objetos perdidos de American Airlines no les constaba que hubieran traído ningún maletín del vuelo de Atlanta. El encargado, que estaba solo, empezó a buscar sin muchas ganas. Lucien encontró una sala de espera con bar y se pidió una pinta de cerveza. Ozzie y Prather comieron cerca y mal en el bar de una zona de tránsito muy concurrida. Procuraban no perder de vista al pasajero. Cuando llamaron al bufete de Jake no se puso nadie. Casi eran las tres. Obviamente estaba liado en el juzgado.
Localizaron el maletín en Minneapolis. Para entonces, como Ozzie y Prather eran representantes de las fuerzas del orden, American Airlines estaba tratando el maletín como si fuera una prueba de gran valor, decisiva para una investigación importante, cuando en realidad se trataba de una bolsa de piel vieja y gastada con algunas libretas y revistas, jabón barato y cerillas del Glacier Inn de Juneau, y una cinta de vídeo. Después de muchas dudas y de muchas discusiones se organizó un plan para reenviarlo lo antes posible a Memphis. Si no había percances llegaría hacia la medianoche.
Ozzie dio las gracias al encargado y fue a buscar a Lucien, que resucitó cuando salían del aeropuerto.
—Oye, que tengo aquí mi coche. Quedamos en Clanton.
—No, Lucien, estás borracho —dijo Ozzie—. No puedes conducir.
—Ozzie —replicó con rabia Lucien—, estamos en Memphis. Tú aquí no mandas nada. ¡Vete a la mierda! Hago lo que me da la gana.
Ozzie levantó los brazos y se fue con Prather. Intentaron seguir a Lucien mientras salían de Memphis en hora punta, pero el pequeño y sucio Porsche se les escapó al adelantar peligrosamente por el denso tráfico. Siguieron hasta Clanton. Justo antes de las siete llegaron al bufete de Jake, que aguardaba sus noticias.
La única un poco positiva de aquel día tan atroz y tan frustrante había sido que hubieran detenido a Lucien por ebriedad en público y con resistencia a las fuerzas del orden. Así quedaba descartada cualquier posibilidad de que volviera a ejercer. Tal como estaban las cosas, sin embargo, fue algo nimio, una satisfacción que Jake ni siquiera podía mencionar. Por lo demás el panorama era de lo más desalentador.
Dos horas después Jake fue en coche a la casa de Lucien, y al parar en la entrada vio que no estaba el Porsche. Habló un momento en el porche con Sallie, que prometió llamarle en cuanto llegara Lucien.
Milagrosamente, el maletín de Lucien llegó a Memphis a medianoche. Lo recogió el agente Willie Hastings, que lo llevó a Clanton.
El viernes a las siete y media de la mañana Jake, Harry Rex y Ozzie se reunieron en la sala de la planta baja y cerraron la puerta. Jake introdujo la cinta en su reproductor de vídeo y apagó las luces. En la pantalla del televisor aparecieron las palabras «Juneau, Alaska… 5 de abril de 1989», que al cabo de unos segundos desaparecieron. Después de presentarse, Jared Wolkowicz explicaba lo que estaban haciendo. Después era Lucien quien se presentaba y decía que iban a tomar declaración a alguien, y que sería él quien hiciera las preguntas. Se le veía sobrio, con la mirada limpia. Presentaba a Ancil F. Hubbard, que prestaba juramento ante el taquígrafo.
Menudo, frágil y con la cabeza lisa como una cebolla, llevaba el traje negro y la camisa blanca de Lucien, ambos dos tallas demasiado grandes. Tenía un vendaje detrás de la cabeza. Encima de su oreja derecha se adivinaba un trozo de la cinta adhesiva que lo mantenía en su sitio. Tragaba saliva con dificultad y miraba la cámara como si le diera pánico.
—Me llamo Ancil F. Hubbard —decía—. Vivo en Juneau, Alaska, pero nací en el condado de Ford, Mississippi, el 1 de agosto de 1922. Mi padre se llamaba Cleon Hubbard, mi madre Sarah Belle y mi hermano Seth. Seth era cinco años mayor que yo. Nací en la granja de la familia, cerca de Palmyra. Me fui de casa a los dieciséis años y nunca he vuelto. Nunca. Nunca he querido volver. Voy a contar mi historia.
Cincuenta y ocho minutos después, al desaparecer la última imagen, se quedaron sentados mirando la pantalla. Los tres habrían preferido no volver a verlo ni oírlo nunca más, pero no sería así. Finalmente Jake se levantó despacio y pulsó el botón EJECT.
—Más vale que vayamos a ver al juez.
—¿Podréis hacer que lo admitan? —preguntó Ozzie.
—Ni de coña —dijo Harry Rex—. Se me ocurren diez maneras de dejarlo fuera, y ni una de meterlo.
—Por intentarlo que no quede —dijo Jake.
Cruzó la calle corriendo, con el corazón tan agitado como la cabeza. Los otros abogados ya merodeaban por la sala, contentos de que fuera viernes y con muchas ganas de llegar a casa con una gran victoria a las espaldas. Jake habló un momento con el juez Atlee para decirle que era urgente que se reunieran los letrados en su despacho, donde había un televisor y un vídeo. Cuando estuvieron todos reunidos alrededor de la mesa, y su señoría hubo llenado y encendido su pipa, Jake explicó lo que iba a hacer.
—La declaración se tomó hace dos días. Lucien, que estaba allí, hizo unas preguntas.
—No sabía que hubiera vuelto a ejercer —comentó Wade Lanier.
—Un momento —dijo Jake sin hacerle mucho caso—. Primero vemos la grabación y luego nos peleamos.
—¿Cuánto dura? —preguntó el juez.
—Más o menos una hora.
—Es una pérdida de tiempo, señoría —dijo Lanier—. Al no haber estado yo, ni haber tenido la oportunidad de interrogar al testigo, no puede admitirse la declaración. Es absurdo.
—Tenemos tiempo, señoría —dijo Jake—. ¿A qué viene tanta prisa?
El juez Atlee chupó su pipa mientras miraba a Jake.
—Ponla —dijo con un brillo en la mirada.
Para Jake, volver a ver el vídeo fue tan desgarrador como la primera vez. Se le confirmaron cosas que no estaba seguro de haber oído bien. Miró varias veces de reojo a Wade Lanier, cuya indignación se fue difuminando a medida que sucumbía al peso del relato. Al final se quedó mustio. Todos los letrados de la parte impugnadora habían sufrido una transformación. Ya no quedaba nada de su arrogancia.
El juez Atlee siguió contemplando la pantalla después de que Jake sacara la cinta. Volvió a encender su pipa y expulsó una nube de humo.
—¿Señor Lanier?
—Bueno, señoría, está muy claro que no puede admitirse. Yo no estaba allí ni tuve la oportunidad de interrogar o contrainterrogar al testigo. Sería injusto.
—Vaya —dijo Jake sin poder aguantarse—, que está en la línea del resto del juicio. Ahora un testigo sorpresa, luego una emboscada… Pensaba que estaba con esos trucos, Wade.
—Haré como si no lo hubiera oído. No es propiamente una declaración, señoría.
—Pero ¿qué podría haberle preguntado? —dijo Jake—. Describe cosas que pasaron antes de que usted naciera, y es el único testigo que ha sobrevivido. Le sería imposible contrainterrogarle. No sabe nada de lo que pasó.
—No está debidamente autentificado por el taquígrafo —dijo Lanier—. El abogado de Alaska no está colegiado en Mississippi. Y podría decir muchas más cosas.
—Perfecto, pues lo retiro como testimonio y lo presento como declaración jurada. Las palabras de un testigo que ha prestado juramento ante notario. El taquígrafo también era notario.
—No tiene nada que ver con la capacidad para testar de Seth Hubbard el 1 de octubre del año pasado —dijo Lanier.
—Ah, pues a mí me parece que lo explica todo, Wade —replicó Jake—. Despeja cualquier duda de que Seth Hubbard supiera lo que hacía. Vamos, señoría, si está dejando que el jurado lo oiga todo.
—Basta —dijo con severidad el juez Atlee. Cerró los ojos como si meditara. Después respiró hondo, mientras se le apagaba la pipa—. Señores —dijo al abrir los ojos—, creo que el jurado debe conocer a Ancil Hubbard.
Diez minutos después se pidió orden en la sala. Entró el jurado, y una vez más se desplegó la gran pantalla. El juez Atlee pidió disculpas al jurado por el retraso, antes de explicar lo sucedido y mirar hacia la mesa de los impugnadores.
—Señor Lanier —dijo—, ¿tiene usted más testigos?
Lanier se levantó como si tuviera artritis.
—No, señoría.
—¿Señor Brigance?
—Con la venia de su señoría, deseo llamar a la señora Lang para finalidades limitadas. Será solo un momento.
—Muy bien. Señora Lang, recuerde por favor que ya ha prestado juramento y sigue siendo válido.
Portia se inclinó para susurrar algo.
—¿Qué haces, Jake?
—Ahora no —contestó él en voz baja—. Ya lo verás.
Lettie, en quien seguía vivo el horrible recuerdo de su última comparecencia en el banquillo, se sentó e intentó parecer tranquila. No quiso mirar al jurado. No había habido tiempo para prepararla. Ignoraba por completo qué iba a suceder.
—Lettie —empezó a decir Jake—, ¿quién era su madre, su madre biológica?
Lettie sonrió y asintió con la cabeza al entenderlo.
—Se llamaba Lois Rinds.
—¿Y de quién era hija?
—De Sylvester y Esther Rinds.
—¿Qué sabe usted de Sylvester Rinds?
—No llegué a conocerle, porque murió en 1930. Vivía en unas tierras que ahora son de los Hubbard. Después de su muerte Esther se las cedió al padre de Seth Hubbard. El padre de Sylvester se llamaba Solomon Rinds, y ya era dueño de las mismas tierras.
—No hay más preguntas, señoría.
—¿Señor Lanier?
Wade se acercó al podio sin notas.
—Señora Lang, ¿ha tenido usted alguna vez una partida de nacimiento?
—No.
—Se quedó huérfana de madre a los tres años, ¿no es así?
—Exacto.
—En diciembre, cuando le tomamos declaración una semana antes de Navidad, no estaba tan segura de su ascendencia. ¿Por qué ahora sí?
—Porque he conocido a unos parientes. Han salido las respuestas de muchas preguntas.
—¿Y ahora está segura?
—Sé quién soy, señor Lanier. De eso estoy segura.
Lanier se sentó. El juez Atlee se dirigió a la sala.
—A continuación veremos la declaración grabada en vídeo de Ancil Hubbard. Bajen la luz. Quiero que estén cerradas las puertas y que nadie entre ni salga. Será cuestión de una hora, más o menos, sin interrupciones.
El jurado, que tan inexorablemente se había aburrido el día anterior, tenía los ojos muy abiertos y muchas ganas de asistir a aquel giro inesperado en el proceso. Muchos de los espectadores se desplazaron a la derecha de la sala para ver mejor la pantalla. Se atenuaron las luces y ya no se movió nadie. Fue como si todos respiraran profundamente. La cinta empezó a girar. Tras las presentaciones de Jared Wolkowicz y Lucien apareció Ancil.
«—Esta es mi historia —dijo—, aunque en el fondo no sé por dónde empezar. Vivo aquí, en Juneau, pero en realidad no soy de aquí ni de ningún otro sitio. Soy del mundo y lo he visto casi todo. En estos años he tenido mis problemas, pero también me he divertido mucho. Muchísimo. A los diecisiete años entré en la marina, mintiendo sobre mi edad. Con tal de irme de casa habría sido capaz de cualquier cosa. Pasé quince años destinado por todas partes. Luché en el Pacífico y en el USS Iowa. Después de la marina viví en Japón, Sri Lanka, Trinidad… En tantos sitios que ahora mismo ni me acuerdo. Trabajaba en navieras y vivía en el mar. Cuando quería descansar me instalaba durante una temporada en algún sitio, nunca el mismo.
—Háblanos de Seth —dijo Lucien fuera de plano.
—Seth me llevaba cinco años. No teníamos otros hermanos. Él era el mayor, y siempre se esforzaba por cuidarme. Nuestra vida era dura por culpa de nuestro padre, Cleon Hubbard, a quien odiamos desde el día en que nacimos. Nos pegaba, y también a nuestra madre. Parecía que siempre estuviera peleado con alguien. Vivíamos en medio del campo, cerca de Palmyra, en la granja de la familia, en una vieja casa de campo que había construido mi abuelo. Se llamaba Jonas Hubbard, y su padre Robert Hall Hubbard. La mayoría de nuestra familia se había ido a Arkansas, es decir, que no es que tuviéramos muchos primos o parientes cerca. Seth y yo trabajábamos en la granja de sol a sol, ordeñando las vacas, cortando el algodón, cuidando el huerto, cogiendo algodón… Se esperaba que trabajásemos como los adultos. Entre la Depresión y todo lo demás, la vida era dura, pero bueno, ya dicen siempre que en el sur nos daba igual la Depresión porque a nosotros nos duraba desde la guerra…
—¿Cuántas tierras teníais? —preguntó Lucien.
—Algo más de treinta hectáreas. Llevaban mucho tiempo en la familia. Casi todo era bosque maderero, aunque mi abuelo había talado algunas partes para cultivarlas. Algodón y judías.
—¿Y la familia Rinds tenía la finca de al lado?
—Exacto. Sylvester Rinds. También había otros Rinds. De hecho Seth y yo de vez en cuando jugábamos con varios de los niños, pero solo si no nos veía Cleon, que odiaba a Sylvester y a todos los Rinds. Era una enemistad que había estado incubándose muchos años. Es que Sylvester también tenía treinta hectáreas justo al lado de las nuestras, al oeste, y a los Hubbard siempre les había parecido que eran suyas por derecho. Según Cleon se había apoderado de ellas en 1870, durante la Reconstrucción, un tal Jeremiah Rinds, un antiguo esclavo que de alguna manera había podido comprarlas. Yo entonces era muy pequeño y no entendía lo que pasaba, pero los Hubbard siempre se consideraron los legítimos propietarios del terreno. Creo que hasta fueron a juicio, pero el caso es que siguió en manos de la familia Rinds. A Cleon lo indignaba, porque solo tenía treinta hectáreas, lo mismo que aquellos negros. Recuerdo haber oído muchas veces que los Rinds eran los únicos negros del condado que tenían tierras propias, y que se las habían quitado a los Hubbard no sé cómo. Seth y yo sabíamos que habríamos tenido que odiar a los hijos de los Rinds, pero es que no teníamos a nadie más con quien jugar. Nos íbamos con ellos a escondidas a pescar y a nadar. Mi mejor amigo era Toby Rinds, un niño de mi edad. Una vez Cleon nos pilló a Seth y a mí nadando con los Rinds y nos pegó tanto que no podíamos ni caminar. Era un hombre violento, vengativo, malo, lleno de odio y con muy mal genio. A nosotros nos daba mucho miedo».
Al ser la tercera vez que lo veía durante la mañana, Jake no se concentró tanto, sino que observó al jurado, que se había quedado de piedra, como hipnotizado. No se perdían una sola palabra, como si no se lo creyeran. Hasta Frank Doley, el más hostil a Jake, estaba inclinado, dándose golpecitos en los labios con el índice, absolutamente fascinado.
—¿Qué le pasó a Sylvester? —preguntó Lucien.
—Ah, sí, es lo que querías saber. La enemistad se agravó cuando talaron unos árboles cerca de la frontera entre los dos terrenos. Cleon los consideraba suyos y Sylvester estaba seguro de que no, de que eran de él. Después de haberse peleado tantos años por los límites, todos sabían exactamente dónde estaban. Cleon estaba a punto de estallar. Me acuerdo de que dijo que ya había aguantado demasiado tiempo las chorradas de los Rinds, y que era hora de hacer algo. Una noche llegaron unos hombres y bebieron whisky detrás del establo. Seth y yo salimos a escondidas y quisimos espiar lo que decían. Estaban planeando algo contra los Rinds. No pudimos enterarnos de qué era exactamente, pero estaba claro que algo planeaban. Un sábado fuimos al pueblo por la tarde. Hacía calor. Creo que sería agosto, agosto de 1930. Los sábados por la tarde iba todo el mundo al pueblo, negros y blancos. Todos tenían que hacer compras y aprovisionarse para la semana. Entonces Palmyra solo era un pueblo de campesinos, pero los sábados estaba a reventar, con las tiendas y las aceras llenas. Seth y yo no vimos nada, pero por la noche oímos hablar a unos niños de que un negro le había dedicado un piropo a una blanca, y que estaba todo el mundo muy disgustado. Luego nos enteramos de que el negro era Sylvester Rinds. Al volver a casa en la parte trasera de la camioneta, con mis padres delante, sabíamos que pasaría algo. Se notaba. Al llegar a casa Cleon nos mandó que nos fuéramos a nuestros cuartos y no saliéramos hasta que nos lo dijera. Luego oímos que discutía con nuestra madre. Fue una pelea de las gordas. Creo que Cleon le pegó. Después oímos que se iba con la camioneta, y aunque nos hiciéramos los dormidos salimos enseguida y vimos que los faros se alejaban hacia el oeste, hacia Sycamore Row.
—¿Dónde estaba Sycamore Row?
—Ahora ya no existe, pero en 1930 era una aldea en tierras de los Rinds, al lado de un riachuelo. Nada, unas cuantas casas viejas desperdigadas, de la época de los esclavos. Era donde vivía Sylvester. Total, que Seth y yo embridamos a Daisy, nuestro pony, y la montamos a pelo. Las riendas las llevaba Seth. Yo me aguantaba como un desesperado, pero ya estábamos acostumbrados a montar a pelo y sabíamos lo que hacíamos. Al acercarnos a Sycamore Row vimos las luces de varias camionetas. Bajamos, nos metimos con Daisy por el bosque y la dejamos atada a un árbol. Seguimos acercándonos hasta oír voces. Estábamos en una cuesta. Al mirar hacia abajo vimos a tres o cuatro blancos pegando con palos a un negro. No llevaba camisa y tenía los pantalones desgarrados. Era Sylvester Rinds. Su mujer, Esther, estaba en la entrada de su casa, a unos cincuenta metros, chillando y llorando. Intentó acercarse, pero uno de los blancos la dejó tirada por el suelo. Seth y yo nos acercamos hasta la entrada del bosque y nos quedamos mirando y escuchando. Aparecieron más hombres en otra camioneta. Llevaban una soga. Al verla Sylvester se puso como loco. Solo pudieron sujetarle entre tres o cuatro, hasta que consiguieron atarle las manos y las piernas. Entonces le llevaron a rastras hasta una de las camionetas y le tiraron en la parte trasera.
—¿Dónde estaba tu padre? —preguntó Lucien.
Ancil se quedó callado, respiró profundamente y se frotó los ojos antes de seguir hablando.
—Ahí, un poco apartado, mirándolo todo con una escopeta al hombro. Se notaba que formaba parte del grupo, pero no quería ensuciarse las manos. Había cuatro camionetas. Se alejaron lentamente de las casas, pero no fueron muy lejos, solo a una hilera de sicomoros. Era un sitio que conocíamos mucho Seth y yo, por haber pescado en el riachuelo. Había cinco o seis sicomoros perfectamente alineados. Por eso se llamaba así, Sycomore Row. Decían que los había plantado una tribu india para sus ritos paganos, pero no sé si es cierto. Las camionetas se pararon al llegar al primer árbol y formaron un semicírculo para tener bastante luz. Seth y yo las habíamos seguido entre los árboles sin hacer ruido. Yo no quería mirar. Hubo un momento en que dije: «Vámonos, Seth», pero no me moví, ni él tampoco. Era demasiado horrible para irse. Echaron la cuerda por encima de una rama gruesa y pasaron el dogal por el cuello de Sylvester, que se retorcía y gritaba, suplicando: «Que yo no he dicho nada, señor Burt, no he dicho nada; por favor, señor Burt, usted sabe que no he dicho nada». Dos hombres tiraron de la otra punta y casi le arrancaron la cabeza.
—¿Quién era Burt? —preguntó Lucien.
Ancil volvió a respirar hondo y se quedó mirando la cámara durante una pausa larga e incómoda.
—Bueno —dijo al fin—, han pasado casi cincuenta y nueve años y estoy seguro de que hace tiempo que se han muerto todos. Seguro que se están pudriendo en el infierno, que es donde tienen que estar, pero tienen familias, y no serviría de nada nombrarlos. Seth reconoció a tres: el señor Burt, que era el cabecilla de los linchadores, nuestro querido padre, por supuesto, y otro, pero no pienso dar nombres.
—Pero ¿te acuerdas de cómo se llamaban?
—¡Y tanto! No se me olvidará en la vida.
—De acuerdo. ¿Qué pasó después?
Otra larga pausa en la que Ancil hizo un esfuerzo por recuperarse.
Jake miró al jurado. La número tres, Michele Still, se tocaba las mejillas con un pañuelo de papel. La otra integrante negra, Barb Gaston, la número ocho, se secaba los ojos. A su derecha, Jim Whitehurst, el número siete, le tendió un pañuelo.
—Sylvester estaba prácticamente colgado, pero aún tocaba la plataforma de la camioneta con los dedos de los pies. La cuerda le apretaba tanto el cuello que no podía hablar ni gritar, aunque lo intentaba; hacía un ruido horrible que nunca se me borrará de la memoria, una especie de gruñido agudo. Le dejaron sufrir uno o dos minutos, admirando de cerca lo que habían hecho. Él bailaba sobre la punta de los pies, intentando soltarse las manos y gritar. Era tan patético, tan espantoso…
Ancil se secó los ojos con la manga. Alguien fuera de campo le acercó unos pañuelos de papel. Respiraba con dificultad.
—Madre mía… Es que es la primera vez que lo cuento. Luego Seth y yo estuvimos días y meses hablando de lo que habíamos visto, hasta que nos pusimos de acuerdo en intentar olvidarlo. Es la primera vez que se lo cuento a otras personas. Fue tan espantoso… Nosotros éramos pequeños. No podríamos haberlo evitado.
—¿Y entonces qué pasó, Ancil? —preguntó Lucien después de una pausa.
—Pues lo que tenía que pasar. El señor Burt gritó: «¡Ya!», y el que conducía la camioneta avanzó. Al principio Sylvester se balanceó bastante. Los dos hombres de la otra punta de la cuerda estiraron un poco más, y Sylvester se levantó diría que un metro y medio, o dos. Tenía los pies a unos tres metros del suelo. No tardó mucho en quedarse quieto. Se lo quedaron mirando. Nadie quería irse. Luego desataron la cuerda y le dejaron tirado. Volvieron a las casas, que estarían a unos doscientos metros del árbol. Algunos caminaban y otros iban en camioneta.
—¿Cuántos eran, en total?
—No sé. Yo era pequeño. Supongo que unos diez.
—Sigue.
—Seth y yo los seguíamos en la oscuridad del bosque, oyéndolos reírse y darse palmadas en la espalda. Oímos decir a uno: «Vamos a quemar su casa». Se reunieron cerca de donde vivía Sylvester. Esther estaba en los escalones de entrada, con una criatura en brazos.
—¿Una criatura? ¿Niño o niña?
—Niña. Pequeña, pero no un bebé.
—¿Tú la conocías?
—No, entonces no. Seth y yo nos enteramos más tarde. Sylvester solo tenía una hija, que era aquella niña de nombre Lois.
A Lettie se le cortó con tal fuerza la respiración que sobresaltó a casi todo el jurado. Quince Lundy le pasó un pañuelo de papel. Jake miró a Portia por encima del hombro. Movía la cabeza, atónita, como el resto.
«—¿Quemaron la casa? —preguntó Lucien.
—No, pasó algo raro. Cleon se adelantó con la escopeta y se interpuso entre los otros hombres y Esther y Lois. Dijo que la casa no la incendiaba nadie, y los hombres subieron a las camionetas y se fueron. Seth y yo nos marchamos. Lo último que vi fue que Cleon hablaba con Esther en la entrada de la choza. Nos subimos al pony y fuimos corriendo a casa. Al meternos a escondidas por la ventana de nuestro cuarto nos encontramos con nuestra madre, que nos estaba esperando, muy enfadada. Quiso saber dónde habíamos estado. Seth, que era el que mentía mejor, dijo que habíamos salido a cazar luciérnagas. Pareció que se lo creía. Le suplicamos que no se lo dijera a Cleon. Creo que nos hizo caso. Cuando estábamos en la cama oímos llegar la camioneta. Cleon aparcó, entró en casa y se acostó. Nosotros no podíamos dormir. Estuvimos toda la noche susurrando. Yo no podía parar de llorar. Seth dijo que no pasaba nada, siempre que no me vieran. Juró no contarle a nadie que me había visto llorar. Luego le pillé llorando a él. Hacía tanto calor… En esa época no había aire acondicionado. Mucho antes del amanecer volvimos a salir por la ventana y nos sentamos en el porche trasero, donde se estaba más fresco. Hablamos de volver a Sycamore Row y ver cómo estaba Sylvester, pero en el fondo no lo decíamos en serio. Especulamos con lo que le pasaría a su cadáver. Estábamos seguros de que vendría el sheriff y detendría a Cleon y los demás. Necesitaría testigos. Por eso no podíamos decir ni pío sobre lo que habíamos visto. Nunca. Aquella noche no dormimos. Al oír a nuestra madre en la cocina nos metimos en la cama justo antes de que Cleon entrase y nos gritase que fuéramos a ordeñar las vacas en el establo. Lo hacíamos todas las mañanas, al alba. Absolutamente todas. Era una vida dura. Yo odiaba la granja, y a partir de aquel día odié a mi padre como nunca ha odiado un hijo a alguno de sus padres. Quería que viniera el sheriff a buscarle y se lo llevara para siempre.
Daba la impresión de que Lucien, fuera de plano, también necesitara descansar. Antes de la siguiente pregunta hizo una larga pausa.
—¿Qué pasó con las familias Rinds?
Ancil inclinó la cabeza y la sacudió exageradamente.
—Horrible, de verdad, horrible. Aún no he contado lo peor. Uno o dos días después Cleon fue a ver a Esther, le dio unos dólares y le hizo firmar una escritura de las treinta hectáreas. Le prometió que se podría quedar. Se quedó, pero solo unas cuarenta y ocho horas. El sheriff se presentó, efectivamente. Fue con uno de sus hombres y con Cleon a la aldea, y le dijo a Esther y los otros Rinds que los echaban. Inmediatamente. Venga, a recoger las cosas y a salir de aquellas tierras. Había una pequeña capilla de madera, una iglesia que usaban desde hacía décadas. Como demostración de que era el dueño de todo, Cleon le prendió fuego. La redujo a cenizas para demostrar lo importante que era. El sheriff y el agente le ayudaron. Y amenazaron con quemar también las chozas.
—¿Tú lo viste?
—Sí, claro. Seth y yo lo vimos todo. En principio teníamos que estar recogiendo algodón, pero al ver frenar el coche del sheriff delante de nuestra casa supimos que pasaba algo. Esperábamos que detuviera a Cleon, pero entonces en Mississippi las cosas no eran así. En absoluto. El sheriff venía a ayudar a Cleon a limpiar sus tierras y quitarse a los negros de encima.
—¿Qué les pasó a los negros?
—Pues que se fueron. Cogieron lo que pudieron y salieron corriendo por el bosque.
—¿Cuántos?
—Ya te digo que era pequeño. No los conté, pero en aquellas tierras vivían varias familias de los Rinds. No todos en la misma aldea, pero bastante cerca los unos de los otros. —Ancil respiró hondo—. De repente estoy cansadísimo —murmuró.
—Casi hemos acabado —dijo Lucien—. Sigue, por favor.
—Vale, vale. Total, que se fueron corriendo por el bosque. En cuanto una familia dejaba vacía su choza, Cleon y el sheriff le pegaban fuego. Lo quemaron todo. Tengo un recuerdo muy claro de los negros al borde del bosque, con sus hijos y las pertenencias que habían podido llevarse, mirando las llamas y el humo gris que provocaban, y llorando y lamentándose. Era horrible.
—¿Qué les pasó?
—Se dispersaron. Algunos acamparon un tiempo al lado de Tutwiler Creek, en pleno bosque, cerca del Big Brown River. Seth y yo buscamos a Toby y le encontramos con su familia. Pasaban mucha hambre, y estaban aterrorizados. Un domingo por la tarde cargamos los caballos, salimos a escondidas y les llevamos toda la comida que pudimos sin que nos pillaran. Fue el día en que vi a Esther y su hija, Lois. La niña tenía unos cinco años, y estaba totalmente desnuda. No tenía nada de ropa. Era horrible. Toby vino un par de veces a nuestra casa y se escondió detrás del establo. Seth y yo le dábamos toda la comida que podíamos. Él se la llevaba al campamento, que estaba a varios kilómetros. Un sábado se presentaron unos hombres con rifles y escopetas. No pudimos acercarnos lo suficiente para escuchar, pero más tarde nuestra madre nos contó que habían ido al campamento y habían echado a todos los Rinds. Un par de años después otro niño negro le explicó a Seth que Toby y su hermana se habían ahogado en el riachuelo, y que a algunos los habían matado a tiros. Creo que a esas alturas yo ya había oído bastante. ¿Puedo beber un poco de agua?
Una mano acercó un vaso de agua a Ancil, que la bebió despacio.
—Cuando yo tenía trece años —continuó— mis padres se separaron. Para mí fue un día feliz. Me fui con mi madre a Corinth, Mississippi. Seth se quedó con Cleon, porque no quería cambiar de colegio, aunque casi no se hablaban. Yo echaba mucho de menos a mi hermano, pero después de un tiempo, como es normal, nos distanciamos. Luego mi madre se volvió a casar con un zopenco que no era mucho mejor que Cleon. A los dieciséis años me fugué, y a los diecisiete entré en la marina. A veces pienso que desde entonces no he hecho otra cosa que correr. Después de irme no he vuelto a tener ningún contacto con mi familia. Pero ¡cómo me duele la cabeza! Ya está. Se acabó la triste historia».