El vuelo a Seattle tenía overbooking. Lucien consiguió la última plaza en el de San Francisco, donde dispondría de veinte minutos para tomar otro directo a Chicago. Si todo iba bien aterrizaría en Memphis justo después de medianoche. Fue todo mal. Perdió la conexión en San Francisco, y estuvo a punto de ser esposado por un guardia de seguridad cuando le echó la bronca a un vendedor de billetes. Con tal de sacarle del aeropuerto, le hicieron subir a un puente aéreo para Los Ángeles con la promesa de que en Dallas tendría una mejor conexión. De camino a Los Ángeles se bebió tres bourbons dobles con hielo, haciendo que los azafatos intercambiaran miradas. Después de aterrizar se fue directamente a un bar para seguir bebiendo. Llamó cuatro veces al bufete de Jake, pero siempre le salía el contestador. También llamó tres veces a Harry Rex, pero le dijeron que estaba en un juicio. A las siete y media cancelaron el vuelo directo a Dallas. Entonces Lucien insultó a otro vendedor de billetes y amenazó con denunciar a American Airlines. Con tal de sacarle del aeropuerto le embarcaron en un vuelo de cuatro horas a Atlanta, en primera clase, con bebida gratis.
Tully Still era operador de carretillas para una empresa de transportes del polígono industrial del norte de la ciudad. Hacía el turno de noche y era fácil de localizar. El miércoles a las ocho y media de la noche Ozzie Walls le saludó con la cabeza y se adentraron juntos en la oscuridad. No tenían ningún parentesco, pero sus madres habían sido amigas íntimas desde la escuela elemental. La mujer de Tully, Michele, era la número tres del jurado. Primera fila, justo en medio. La presa de Jake.
—¿Cómo va de mal? —preguntó Ozzie.
—Bastante. ¿Qué ha pasado? Primero iba todo de perlas, y de repente se ha jodido.
—Un par de testigos sorpresa. ¿Dentro qué dicen?
—Mira, Ozzie, ahora hasta Michele duda de Lettie Lang. Está quedando fatal. Disimula, hace que los viejos blancos cambien su testamento… No te preocupes, que Michele y la Gaston no le fallarán, pero eso quiere decir que tendrá dos votos. Y los blancos del jurado no son mala gente. Uno o dos puede que sí, pero hasta esta mañana la mayoría estaba con Lettie. No es una cuestión de negros contra blancos.
—O sea, ¿que hablan mucho?
—Yo no he dicho eso. Me parece que lo que hacen es cuchichear mucho. Normal, ¿no? No se puede esperar que la gente no diga nada hasta el final.
—Supongo.
—¿Qué va a hacer Jake?
—No estoy muy seguro de que pueda hacer algo. Dice que ya ha llamado a sus mejores testigos.
—Pues nada, parece que le han pillado por sorpresa y que los abogados de Jackson han podido con él.
—Ya veremos. Quizá aún no se haya terminado.
—Tiene mala pinta.
—Tú no digas nada.
—No te preocupes.
En el bufete Sullivan no estaban celebrando con champán, pero sí se servía buen vino. Walter Sullivan, el socio jubilado que había fundado el bufete treinta y cinco años antes, sabía mucho de vinos, y hacía poco que había descubierto los buenos Barolos italianos. Tras una cena ligera de trabajo en la sala de reuniones descorchó algunas botellas, trajo unas copas de cristal y organizó una cata.
Al ambiente le faltaba poco para ser triunfal. Myron Pankey, que había observado a mil jurados, nunca había presenciado un vuelco tan rápido, tan absoluto.
—Los tienes en el bolsillo, Wade —dijo.
A Lanier se le reverenciaba como a un mago de los tribunales, capaz de sacarse conejos de la chistera a pesar de la normativa de presentación de pruebas.
—El mérito es del juez —dijo y repitió modestamente—. Solo quiere un juicio justo.
—En los juicios no se trata de justicia, Wade —le regañó el señor Sullivan—. Se trata de ganar.
Lanier y Chilcott casi olían el dinero. 80 por ciento de la herencia bruta para sus clientes, menos impuestos y otras hierbas, y su pequeño bufete procesalista de diez hombres se llevaría más de dos millones en concepto de honorarios. Además, quizá no hubiera que esperar mucho. Una vez desestimado el testamento manuscrito, se procedería con el anterior. La mayor parte de la herencia era en efectivo. Quizá pudiera evitarse una legitimación larga.
Herschel estaba en Memphis, desde donde iba y venía al juicio con sus dos hijos. La familia Dafoe se alojaba en la casa de invitados de un amigo, cerca del club de campo. Todos estaban de buen humor, con ganas de recibir el dinero y seguir con sus vidas. Wade los llamaría cuando acabara el vino o para que le felicitasen.
Una hora después de su conversación con Tully Still, Ozzie estaba apoyado en el capó de su coche patrulla, fumándose un puro delante de la casa de Jake con su abogado favorito.
—Dice Tully que es un diez a dos —dijo.
Jake resopló.
—Tampoco me sorprende mucho —contestó.
—Bueno, pues parece que ha llegado la hora de plegar la silla e irte a casa, Jake. Se acabó la fiestecita. Consigue algo para Lettie y sal pitando. No necesita mucho. Llega a un acuerdo de una vez, antes de que la decisión recaiga en el jurado.
—No, si ya lo hemos intentado, Ozzie. Esta tarde Harry Rex ha hablado dos veces con la gente de Lanier y se han reído de él. Cuando la otra parte se ríe de ti no puedes llegar a ningún acuerdo. Ahora mismo aceptaría un millón.
—¡Un millón! ¿Cuántos negros de esta zona tienen un millón, Jake? Piensas demasiado como un blanco. Consigue medio millón, o un cuarto; lo que sea, hombre, pero algo.
—Mañana volveremos a intentarlo. Primero a ver cómo va la mañana. Luego, a la hora de comer, hablaré con Wade Lanier, que sabe de estas cosas. Salta a la vista que domina el tema. Se ha visto varias veces en la misma situación que yo. Espero poder hablar con él.
—Habla deprisa, Jake, y desmárcate de este maldito juicio. Con este jurado no puedes hacer nada. No tiene ningún parecido con lo de Hailey.
—No, la verdad es que no.
Jake le dio las gracias y entró en casa. Carla ya estaba en la cama, leyendo, preocupada por su marido.
—¿Qué pasaba? —preguntó mientras se desvestía Jake.
—No, nada, Ozzie, que está preocupado por el juicio.
—¿Y qué hace a estas horas rondando por aquí?
—Ya le conoces. Nunca duerme.
Jake se tumbó al pie de la cama y le frotó las piernas a Carla debajo de la sábana.
—Tú tampoco. ¿Puedo preguntarte algo? Estás en medio de otro juicio importante. Hace una semana que no duermes ni cuatro horas, y cuando duermes lo haces mal, con pesadillas. No comes bien. Estás adelgazando. La mitad del tiempo te lo pasas distraído, en tu mundo. Vas todo el día estresado, susceptible y a veces hasta tienes náuseas. Mañana por la mañana te despertarás con un nudo en el estómago.
—¿Y la pregunta?
—¿Se puede saber por qué quieres ser abogado litigante?
—No sé si es el mejor momento para preguntarlo.
—Pues sí, es el momento perfecto. ¿Cuántos juicios con jurado has tenido en los últimos diez años?
—Treinta y uno.
—Y en todos has perdido sueño y peso, ¿no?
—Creo que no. La mayoría no son tan importantes como este, Carla. Ni de lejos. Esto es una excepción.
—Lo que quiero decir es que los juicios son muy estresantes. ¿Para qué los quieres?
—Porque me encantan. Es lo que tiene ser abogado. Estar en la sala, con el jurado delante, es como estar en el ruedo o en la cancha. La competición es dura. Hay mucho en juego. Manda la estrategia. Al final hay uno que gana y otro que pierde. Cada vez que traen al jurado y lo hacen sentarse noto un chute de adrenalina.
—Y mucho ego.
—Toneladas. Nunca verás a un abogado litigante de éxito sin ego. Es un requisito indispensable. Para querer trabajar en esto hay que tener ego.
—Pues entonces debería irte bien.
—Vale, reconozco que de ego voy sobrado, pero quizá esta semana me lo dejen por los suelos. Quizá necesite que me consuelen.
—¿Ahora o en otro momento?
—Ahora. Hace ocho días.
—Cierra con pestillo.
Lucien se quedó inconsciente a más de diez mil metros de altura, mientras sobrevolaban Mississippi. Cuando el avión aterrizó en Atlanta, el personal de a bordo ayudó a bajarle y dos guardias se lo llevaron en silla de ruedas a la puerta de embarque del vuelo a Memphis. Cruzaron varias salas de espera, cuyos bares no le pasaron desapercibidos. Cuando los guardias le aparcaron en su sitio, les dio las gracias, se levantó y dio tumbos hasta el bar más próximo para pedir una cerveza. Se estaba conteniendo. Estaba siendo responsable. Durmió entre Atlanta y Memphis, donde aterrizaron a las siete y diez de la mañana. Le bajaron del avión a rastras y avisaron a seguridad, que llamó a la policía.
Fue Portia quien respondió el teléfono en el bufete. Jake estaba en el piso de arriba, repasando testimonios a la desesperada.
—Jake —le dijo Portia por el intercomunicador—, es Lucien, a cobro revertido.
—¿Dónde está?
—No lo sé, pero la voz la tiene fatal.
—Acepta y pásame la llamada.
Segundos después Jake levantó el auricular.
—Lucien —dijo—, ¿dónde estás?
Con un gran esfuerzo, Lucien logró transmitir el mensaje de que se encontraba en la cárcel municipal de Memphis, y de que necesitaba que Jake fuera a buscarle. Se le trababa la lengua, y hablaba de manera errática. Estaba como una cuba, no había más que oírle. Por desgracia no era nada nuevo para Jake, que reaccionó con enfado e indiferencia.
—No me dejan hablar —farfulló Lucien de modo casi ininteligible.
De repente pareció que le gruñera a otra persona. Jake se lo imaginó perfectamente.
—Lucien —dijo—, dentro de cinco minutos salimos para el juzgado. Lo siento.
En realidad no lo sentía. Que Lucien se pudriera en la cárcel.
—Tengo que llegar, Jake. Es importante —dijo Lucien, arrastrando tanto las palabras que se repitió tres veces.
—¿El qué es importante?
—Tengo una declaración. La de Ancil, Ancil Hubbard. Una declaración jurada. Es importante Jake.
Jake y Portia cruzaron la calle a toda prisa y entraron en el juzgado por la puerta trasera. En el vestíbulo de la planta baja estaba Ozzie, hablando con un conserje.
—¿Tienes un minuto? —le preguntó Jake.
No habría podido estar más serio. Diez minutos después Ozzie y Marshall Prather salieron de Clanton para Memphis.
—Ayer te eché en falta —dijo el juez Atlee cuando entró Jake en su despacho.
Ya habían empezado a llegar los abogados para la previa informativa matinal.
—Lo siento, señoría, pero es que me lie con cosas del proceso —contestó Jake.
—Ya, ya me lo imagino. Señores, ¿alguna consideración preliminar esta mañana?
Los letrados de la parte impugnadora sonrieron apesadumbrados e indicaron que no con sus cabezas.
—Pues sí, señoría, una —dijo Jake—. Hemos localizado a Ancil Hubbard en Juneau, Alaska. Está vivo, pero no puede venir con tan poca antelación para el juicio. Al ser parte interesada en la causa debería ser incluido en ella, por lo que solicito la anulación del juicio y propongo que volvamos a empezar cuando Ancil pueda estar aquí.
—No ha lugar —dijo sin vacilar el juez Atlee—. No podría contribuir en nada a establecer la validez del testamento. ¿Cómo le han encontrado?
—Es bastante largo de contar, señoría.
—Tiempo habrá. ¿Algo más?
—Por mi parte no.
—¿Están preparados sus próximos testigos, señor Lanier?
—Sí.
—Pues adelante.
Ahora que tenía al jurado totalmente en el bolsillo, lo que menos deseaba Wade Lanier era cansarlo. Estaba resuelto a prescindir de todo lo accesorio y acelerar al máximo el veredicto. Ya había planificado el resto del juicio con Lester Chilcott. El jueves lo dedicarían por entero a llamar a sus testigos restantes. Si a Jake le quedaba algo, podría llamar a testigos de refutación. Ambos letrados pronunciarían sus conclusiones finales el viernes a media mañana. Después de la comida, el caso quedaría en manos del jurado. Dada la inminencia del fin de semana, y teniendo en cuenta que la decisión ya estaba tomada, lo lógico era que tuvieran preparado el veredicto mucho antes de las cinco, la hora en que cerraba sus puertas el juzgado. Wade y Lester llegarían a Jackson a tiempo para cenar tarde con sus esposas.
Dos letrados tan curtidos como ellos no deberían haber cometido la imprudencia de planificar el resto del juicio.
El primer testigo a quien llamaron Lanier y Chilcott el jueves por la mañana fue un oncólogo jubilado de Jackson, el doctor Swaney, que durante varias décadas había simultaneado el ejercicio de su profesión con las clases en la facultad de medicina. Su currículum era tan impecable como sus modales. Su forma de hablar, con el típico acento gangoso de las zonas rurales, no tenía nada de pretenciosa. Su credibilidad era absoluta. Usando el menor número posible de términos médicos, explicó al jurado el tipo de cáncer del que había muerto Seth Hubbard, con especial hincapié en los tumores que se habían extendido a su médula y sus costillas. Describió el intenso dolor que provocaban. Él había tenido a cientos de pacientes con dolencias similares y podía decir que los dolores eran de los más intensos que se pudiera imaginar. No cabía duda de que el Demerol era uno de los fármacos más eficaces del mercado. Una dosis oral de cien miligramos cada tres o cuatro horas entraba dentro de lo normal, y aliviaba parcialmente el dolor. Al mismo tiempo, solía provocar somnolencia, torpeza mental, mareos, en muchos casos náuseas, e incapacidad para realizar muchas funciones de rutina. Quedaba rotundamente descartado conducir. Tampoco convenía, por supuesto, tomar decisiones importantes bajo los efectos de tanto Demerol.
Ya hacía años que Jake había aprendido que no servía de nada discutir con los auténticos expertos. Los falsos a menudo daban la oportunidad de brindarle al jurado una carnicería, pero no los de la solvencia del doctor Swaney. Durante el contrainterrogatorio dejó bien claro que ni el propio médico de Seth Hubbard, el doctor Talbert, estaba seguro de cuánto Demerol había tomado durante los días anteriores a su muerte. El testigo estuvo de acuerdo en que eran puras conjeturas, aunque recordó educadamente a Jake que no es habitual que los pacientes sigan comprando un fármaco caro si no piensan usarlo.
El siguiente perito era otro médico, el doctor Niehoff, de la facultad de medicina de la UCLA. A los jurados de pueblo es fácil que los expertos venidos de muy lejos para hablar ante ellos los impresione. Nadie lo sabía mejor que Wade Lanier. Un experto de Tupelo se habría ganado la atención del jurado y uno de Memphis aún habría sido más creíble, pero si el testigo era de California comerían de su mano.
Por diez mil dólares más gastos, todo a cargo de Wade Lanier, el doctor Niehoff explicó al jurado que llevaba veinticinco años investigando y tratando el dolor en pacientes de cáncer. Gran conocedor de los tumores de los que se estaba hablando, describió con pelos y señales sus efectos en el cuerpo. Había visto a personas que lloraban y gritaban durante mucho tiempo, que adquirían una palidez cadavérica, que vomitaban de modo incontrolable, que rogaban ser medicados, que se desmayaban y hasta que suplicaban morir. Era bastante habitual pensar en el suicidio, y no eran pocos quienes llegaban a cometerlo. El Demerol era uno de los tratamientos más extendidos y eficaces. En aquel punto, el doctor Niehoff se salió del guión e incurrió en una retahíla de tecnicismos, como tan a menudo les ocurre a los expertos que no pueden resistir la tentación de impresionar a sus oyentes. Se refirió al fármaco como clorhidrato de meperidina y dijo que era un analgésico narcótico, un opiáceo contra el dolor.
Lanier le paró los pies y encarriló de nuevo su vocabulario. El doctor Niehoff le dijo al jurado que el Demerol era un analgésico de gran potencia, muy adictivo. Él lo había usado durante toda su carrera y le había dedicado múltiples artículos. Los médicos preferían administrarlo en el hospital o en la consulta, pero en casos como el de Seth Hubbard no era infrecuente permitir que el enfermo lo tomase en casa, por vía oral. Era fácil abusar de él, sobre todo cuando alguien pasaba por dolores como los de Seth.
Jake se levantó.
—Protesto, señoría —dijo—. No hay ninguna prueba de que Seth Hubbard abusara de este fármaco.
—Se admite la protesta. Cíñase a los hechos, doctor.
Jake se sentó, aliviado por que al fin se hubiera dictado a su favor.
El doctor Niehoff era un magnífico testigo, muy pródigo en detalles sobre los tumores, el dolor y el Demerol. Después de oírle declarar durante tres cuartos de hora era fácil pensar que Seth había sufrido mucho, y que lo único que paliaba sus dolores eran dosis abundantes de Demerol, un medicamento que le dejaba al borde de la inconsciencia. Según la acreditada opinión del doctor, Seth Hubbard se había visto tan gravemente afectado en sus facultades mentales por las dosis diarias y el efecto acumulado de aquel fármaco que durante los últimos días no podía haber pensado con lucidez.
Durante el contrainterrogatorio Jake perdió aún más terreno. Cuando intentó argumentar que el doctor Niehoff ignoraba por completo la cantidad ingerida por Seth, el experto le «aseguró» que cualquier persona con dolores como los de Seth habría estado desesperada por tomar Demerol.
—Si le habían recetado las pastillas, señor Brigance, es que las tomaba.
Después de unas cuantas preguntas inútiles, Jake se sentó. Los dos médicos habían conseguido justo lo que pretendía Wade Lanier. En ese momento, al parecer del jurado y de prácticamente todos los presentes, Seth era un hombre desorientado, mareado, adormilado, aturdido e incapaz de conducir. Por eso se lo había pedido a Lettie.
Resumiendo, que no tenía capacidad para testar.
Después de diez minutos de descanso Lanier llamó a declarar a Lewis McGwyre. Al haber sido apartado del caso su bufete con tan poca elegancia, y excluido por tanto de los honorarios, McGwyre se había negado a declarar, así que Lanier había hecho algo impensable: citar judicialmente como testigo a otro abogado. Gracias a ello dejó rápidamente establecido que en septiembre de 1987 McGwyre había redactado un largo testamento para Seth. Después de la admisión del documento como prueba, McGwyre abandonó el banquillo, y aunque tuviera muchas ganas de quedarse y ver el juicio su orgullo no se lo permitió y salió a toda prisa de la sala junto a Stillman Rush.
Duff McClennan tomó su lugar, prestó juramento y procedió a explicar al jurado que era abogado experto en fiscalidad en un bufete de Atlanta con trescientos empleados. Desde hacía treinta años estaba especializado en planificación sucesoria. Redactaba extensos testamentos para gente rica que quería reducir al mínimo el impuesto de sucesión. Había estudiado el inventario de bienes presentado por Quince Lundy, y también el testamento escrito y firmado por Seth Hubbard. A continuación Lanier proyectó en una gran pantalla una serie de cálculos, y McClennan se embarcó en una tediosa explicación sobre cómo devoraban herencias desprotegidas los impuestos de sucesión federales y estatales. Pidió disculpas por lo enrevesado, contradictorio y abrumadoramente anodino de «nuestro querido código fiscal», y también por sus complejidades.
—No lo he escrito yo, sino el Congreso —dijo dos veces.
Lanier sabía de sobra que aquel testimonio provocaría el aburrimiento, si no la repulsa, del jurado, así que se esmeró en agilizarlo y limitarlo a los puntos más destacados, sin desempolvar la mayor parte del código.
No sería Jake quien protestase y alargara la agonía. El jurado ya estaba nervioso.
Por fin McClennan llegó a sus anheladas conclusiones.
—En mi opinión —dijo— el importe total de los impuestos, estatales y federales, será del 51 por ciento.
Lanier escribió en negrita en la pantalla «12 240 000 dólares en impuestos».
La diversión acababa de empezar. McClennan había analizado el testamento elaborado por Lewis McGwyre. Se trataba fundamentalmente de una serie de fideicomisos complejos e interrelacionados que, tras otorgar sendos millones de dólares a Herschel y Ramona, inmovilizaban el resto durante muchos años y se lo iban dosificando a la familia. Ni McClennan ni Lanier tuvieron más remedio que desmenuzarlo. Jake vio que en el jurado empezaba a dormirse más de uno. Hasta la versión aligerada de McClennan sobre la intención del testamento era densa, y a veces cómicamente impenetrable. Sin embargo, Lanier tenía muy claro su objetivo, así que continuó y empezó a proyectar los números en la pantalla. La conclusión fue que con el testamento de 1987, según el peritaje de McClennan, los impuestos solo ascenderían a «91 000 000 dólares, entre los del estado y los federales, dólar arriba dólar abajo».
La diferencia de 3 140 000 dólares apareció en grandes números en la pantalla.
Quedaba muy claro, el testamento ológrafo de Seth, escrito a toda prisa, le salía muy caro a la herencia. Otra prueba más de que no pensaba con claridad.
En la facultad de derecho Jake había aprendido a esquivar los temas tributarios, y llevaba diez años disuadiendo a cualquier posible cliente que necesitara asesoría en cuestiones fiscales. Sabiendo tan poco del tema, no habría podido aconsejarle. Cuando Lanier puso al testigo a su disposición, renunció a contrainterrogarle. Sabía que el jurado estaba aburrido, con ganas de irse a comer.
—Se levanta la sesión hasta la una y media —anunció el juez Atlee—. Señor Brigance…
Jake vio frustrados sus planes de interceptar a Wade Lanier y preguntarle si podían hablar cinco minutos. Fue a ver al juez Atlee en su despacho. Después de quitarse la toga y encender su pipa, su señoría se le quedó mirando.
—No estás contento con mis decisiones —dijo con calma.
Jake resopló por la nariz.
—La verdad es que no. Ha dejado que Wade Lanier se apoderara del juicio con un par de trucos sucios, un par de testigos sorpresa que yo no había tenido la oportunidad de preparar.
—Pero tu cliente ha mentido.
—No es mi cliente; mi cliente es la sucesión, pero reconozco que Lettie no ha dicho la verdad. La han pillado desprevenida, señoría. Ha sido una emboscada. Cuando se le tomó declaración dejó muy claro que no se acordaba de todas las familias blancas para las que había trabajado. El episodio de los Pickering fue tan desagradable que estoy seguro de que intentó olvidarlo. Lo más importante es que Lettie no sabía nada del testamento manuscrito. Yo podría haberla preparado, señor juez. Por eso lo digo. Podría haber suavizado el impacto, pero usted ha permitido la emboscada y el juicio ha dado un vuelco en cuestión de segundos.
Jake lo dijo mirando al viejo juez con mala cara, pese a ser muy consciente de que a Reuben V. Atlee no se le podía regañar. En aquel caso, sin embargo, el juez se equivocaba, y Jake estaba indignado con la injusticia. A esas alturas no tenía nada que perder. ¿Por qué no ponerlo todo encima de la mesa?
El juez dio unas caladas a la pipa, como si se comiera el humo, que a continuación soltó.
—No estoy de acuerdo, pero bueno, espero que sepas mantener la dignidad. En mi sala los letrados no dicen palabrotas.
—Lo siento. A veces digo tacos en el calor de la batalla. Dudo que sea el único.
—No estoy tan seguro de que el jurado haya dado un vuelco, como dices tú.
Jake vaciló, y estuvo a punto de recordarle al juez que no sabía casi nada de jurados. Trataba con muy pocos. De hecho era una parte del problema. En su sala era el jefe supremo, como juez y jurado, y podía darse el lujo de admitir todas las pruebas, cribarlas, separar el grano de la paja y emitir un dictamen que le pareciera justo.
Pero no, no pensaba discutir.
—Juez —dijo—, tengo mucho trabajo.
El juez Atlee señaló la puerta con un gesto. Jake se fue. A la salida del juzgado le abordó Harry Rex.
—Ozzie ha llamado al bufete —le dijo—. Dice que aún están en la cárcel de Memphis, intentando sacarle. De momento no consiguen que le pongan fianza.
Jake frunció el ceño.
—¿Fianza sobre qué?
—Le acusan de ebriedad en público y resistencia a las fuerzas del orden. Es Memphis. En cuanto pillan a alguien sacan a relucir lo de la resistencia.
—Creía que Ozzie tenía contactos en la ciudad.
—Pues los estará buscando. Ya te avisé de que era un error mandar a Alaska a ese borracho.
—¿Sirve de algo decirlo ahora?
—No. ¿Qué vas a comer?
—No tengo hambre.
—Pues vamos a tomar una cerveza.
—No, Harry Rex. Hay jurados que se ofenden si el abogado apesta a alcohol.
—¡No me digas que aún te preocupa el jurado!
—Déjame en paz, hombre.
—Esta tarde tengo que ir al juzgado de Smithfield. Que tengas suerte. Después me paso.
—Gracias.
Al cruzar la calle para ir a su despacho, Jake cayó en la cuenta de que Harry Rex no se había perdido ni una palabra del juicio desde el lunes por la mañana.
Dewayne Squire era el vicepresidente de la Berring Lumber Company. El jueves antes del suicidio había discutido con Seth por una gran remesa de madera de pino para una compañía texana de revestimiento para suelos. A Squire, que era quien había negociado el acuerdo, le sorprendió saber que su jefe había llamado a la compañía para negociar otro a menor precio. Estuvieron toda la mañana del jueves dando vueltas al tema. Ambos estaban disgustados, y convencidos de tener la razón, pero en un determinado momento Squire se dio cuenta de que Seth no era el mismo de siempre. Arlene Trotter no pudo asistir al choque, porque no estaba en la oficina. En un momento dado Squire entró en el despacho de Seth y se lo encontró con la cabeza apoyada en las manos, quejándose de mareos y náuseas. Más tarde, cuando hablaron, Seth ya no recordaba los detalles del contrato. Dijo que Squire había negociado un precio demasiado bajo, y volvieron a discutir. Hacia las tres de la tarde, cuando Seth se marchó, ya estaba cerrado el acuerdo, por el que Berring acabaría perdiendo unos diez mil dólares. Que Squire recordase, Seth nunca había perdido tanto dinero en un contrato con un cliente.
Calificó a su jefe de desorientado, errático. La mañana siguiente Seth vendió la explotación de Carolina del Sur y perdió una buena cantidad de dinero.
Jake era muy consciente de que Wade Lanier estaba echando el resto para que el caso quedara en manos del jurado antes del fin de semana. Había que ganar tiempo, así que en el contrainterrogatorio sacó los números de Berring y los repasó con Squire. El año más rentable de los últimos cinco había sido 1988, aunque en el último trimestre después de morir Seth habían caído en picado los ingresos. Mientras el jurado se mostraba distraído, Jake y Squire hablaron de los resultados de la empresa y sus contratos, estrategias, costes, problemas laborales, amortización de las instalaciones…
—No se entretenga, señor Brigance —dijo dos veces su señoría, pero sin insistir demasiado, porque el señor Brigance ya estaba disgustado con él.
Después de Dewayne Squire, Lanier llamó a declarar al señor Dewberry, un agente inmobiliario especializado en granjas y clubes de caza que explicó que días antes de la muerte de Seth había hecho negocios con él. A Seth le interesaba comprar doscientas hectáreas en el condado de Tyler para un club de caza. Hacía cinco años que buscaba terrenos con Dewberry, pero nunca acababa de decidirse. Al final pagó por una opción a un año sobre las doscientas hectáreas, pero después se puso enfermo y perdió interés. Justo antes del vencimiento de la opción llamó varias veces a Dewberry, que no sabía que se estaba muriendo ni tenía la menor idea de que estuviera medicándose con analgésicos. Un día Seth quería ejercitar la opción, y al siguiente no. Hubo varias ocasiones en que no se acordó del precio por hectárea, y una vez se olvidó de con quién estaba hablando por teléfono. Su conducta se hizo cada vez más imprevisible.
Durante las repreguntas Jake consiguió perder un poco más de tiempo. Al final de la tarde del jueves el juicio casi estaba parado. El juez Atlee levantó temprano la sesión.