Jake y Harry Rex se escaparon de Clanton. Conducía Jake. Se alejaron a gran velocidad por el campo, lejos de la pesadilla del juzgado. No querían arriesgarse a un encuentro fortuito con Lettie o Portia, ni con los otros abogados, ni con nadie que hubiera presenciado la sangría.
Harry Rex era de los que siempre llevaban la contraria. Si un día de juicio iba bien, podía darse por sentado que él solo vería cosas negativas. Si el día era malo, podía mostrarse de un optimismo alucinante respecto al siguiente. Jake conducía hecho una furia, esperando alguna observación de su compañero de trinchera que pudiera animarle, aunque solo fuera un momento, pero lo que obtuvo fue lo siguiente:
—Más vale que te bajes del burro y llegues a un acuerdo con el hijo de puta ese.
Jake no contestó hasta casi dos kilómetros después.
—¿Por qué crees que Wade Lanier estaría dispuesto a hablar de acuerdos justo ahora, si acaba de ganar el caso? Este jurado no le daría a Lettie Lang ni cincuenta dólares para la compra. Ya les has visto las caras.
—¿Sabes qué es lo malo, Jake?
—Todo es malo. Más que malo, peor.
—Lo malo es que te hace cuestionar a Lettie en general. A mí no se me había pasado por la cabeza que pudiera haber manipulado a Seth Hubbard para que rehiciera el testamento. No es tan marrullera, ni él era tan tonto. Pero ahora, de repente, al darte cuenta de que ya lo había hecho, te dices: «Pues mira, podría ser un precedente. ¿Y si esta chavala sabe más de testamentos y derecho sucesorio de los que nos pensamos?». No sé, te altera.
—Entonces ¿por qué lo tapa? Te apuesto lo que quieras a que nunca le ha contado a Portia, ni a nadie, que la pillaron los Pickering. Supongo que hace seis meses debería haber sido bastante listo para preguntárselo: «Oye, Lettie, ¿has convencido alguna vez a alguien de que cambie su testamento y le añada un buen pellizco para ti?».
—¿Por qué no se te ocurrió?
—Supongo que por idiota. Ahora mismo me siento bastante estúpido.
Pasaron dos kilómetros, tres…
—Tienes razón —dijo Jake—. Te hace cuestionarlo todo. Y si nosotros pensamos así, imagínate el jurado.
—Al jurado lo has perdido, Jake, y no lo recuperarás. Has llamado a tus mejores testigos, has expuesto tus argumentos casi a la perfección, has reservado para el final a tu estrella y ella lo ha hecho muy bien. Luego, en cuestión de minutos, te ha destrozado el caso un testigo sorpresa. Del jurado puedes olvidarte.
Pasaron otros dos kilómetros.
—Un testigo sorpresa —dijo Jake—. Eso es motivo de revocación, seguro.
—No pondría la mano en el fuego. No puedes llegar tan lejos, Jake. Tienes que pactar antes de que decida el jurado.
—Tendré que renunciar como abogado.
—Pues renuncia. Has ganado un dinero. Ahora quédate al margen. Piensa un poco en Lettie.
—Mejor no.
—Lo entiendo, pero ¿y si se va del juzgado sin llevarse ni un céntimo?
—Quizá se lo merezca.
Frenaron en el aparcamiento de grava de la tienda de los Bates. El único vehículo extranjero era el Saab rojo. Todos los demás eran camionetas, ninguna de menos de diez años. Hicieron cola mientras la señora Bates les llenaba pacientemente los platos de verdura, y el señor Bates cobraba tres dólares cincuenta a cada cliente, té helado dulce y pan de maíz incluidos. La gente casi se chocaba y no había asientos libres.
—Aquí —dijo la señora Bates con un gesto de la cabeza.
Jake y Harry Rex se sentaron en una barra pequeña, no muy lejos de los enormes fogones de gas cubiertos de cazos. Podían hablar, pero con precaución.
De todos modos daba igual. Ni uno solo de los comensales sabía que en la ciudad se estuviera celebrando un juicio, y menos que Jake lo tuviera todo en contra. Encaramado a un taburete, inclinado hacia su plato, miró con tristeza a la multitud.
—Eh, que tienes que comer —le dijo Harry Rex.
—No tengo hambre —dijo Jake.
—¿Me das tu plato?
—Quizá. Me da envidia toda esta gente. No tienen que volver al juzgado.
—Yo tampoco. Te has quedado solo, chaval. Se te ha jodido tanto el caso que ya no tiene remedio. Me las piro.
Jake arrancó un trocito de pan de maíz y se lo metió en la boca.
—¿Tú no estudiaste derecho con Lester Chilcott?
—Sí. El más capullo de toda la facultad. Al principio era simpático, pero luego consiguió trabajo en un bufete grande de Jackson y ¡pam! De la noche a la mañana se volvió un borde de campeonato. Cosas que pasan, supongo. No es el primero. ¿Por qué?
—Acércate esta tarde y tantéalo con discreción, a ver si están dispuestos a pactar.
—Vale. ¿Qué tipo de acuerdo?
—No sé, pero si se sientan a hablar algo acordaremos. Yo creo que, si renuncio, el juez Atlee se pondrá al frente de las negociaciones y se asegurará de que le toque algo a todo el mundo.
—Así me gusta. Vale la pena intentarlo.
Jake consiguió comer un poco de okra frita. Harry Rex casi había terminado, y miraba su plato de reojo.
—Oye, Jake, tú jugabas a fútbol americano, ¿verdad?
—Lo intentaba.
—Que sí, que sí. Me acuerdo de cuando eras quarterback de la birria de equipo de Karaway, que si no me equivoco no ha ganado ni una temporada. ¿Cuál fue la peor paliza que os llevasteis en el terreno de juego?
—En tercero los de Ripley nos ganaron cincuenta a cero.
—¿Cómo ibais en la media parte?
—Treinta y seis a cero.
—¿Y no seguiste jugando?
—Sí, era el quarterback.
—Vaya, que en el descanso sabías que no ganaríais, pero fuiste el primero en salir el campo en la segunda parte y seguiste jugando. No renunciaste, y ahora tampoco puedes renunciar. Ahora mismo parece bastante dudosa la victoria, pero tienes que volver al campo, aunque sea a rastras. De momento parece que lo tienes todo perdido y el jurado observa todos tus movimientos. Pórtate bien, cómete la verdura y vámonos.
A la hora de comer el jurado se desperdigó. A la una y cuarto volvía a estar reunido en la sala de deliberaciones, hablando del caso en corrillos y en voz baja. Estaban sorprendidos y desconcertados. La sorpresa era que el juicio se hubiera puesto en contra de Lettie Lang de una manera tan brusca. Antes de la aparición de Fritz Pickering se habían ido acumulando pruebas que dejaban muy claro que Seth Hubbard era un hombre que hacía siempre lo que quería, y que sabía perfectamente lo que hacía. Ahora se había producido un vuelco y Lettie era objeto de un profundo recelo. Hasta los dos miembros negros del jurado, Michele Still y Barb Gaston, parecían estar abandonando el barco. El desconcierto nacía de no saber qué iba a pasar. ¿A quién llamaría Jake a declarar para poner remedio a los destrozos? ¿Había vuelta atrás? Y si el jurado rechazaba el testamento manuscrito, ¿qué pasaría con el dinero? Había muchas preguntas por responder.
Tanto se hablaba sobre el caso que el presidente, Nevin Dark, se sintió obligado a recordarles que a su señoría no le parecían bien esas conversaciones.
—Hablemos de otra cosa —dijo con educación y sin ánimo de ofender a nadie, ya que a fin de cuentas no era el jefe.
A la una y media entró el ujier e hizo el recuento.
—Vamos —dijo.
Los doce le siguieron a la sala de vistas. Una vez sentados miraron a Lettie Lang, que no apartaba la vista de su cuaderno de notas. Tampoco su abogado les lanzó una de sus sonrisas de buen chico, sino que se quedó arrellanado en la silla, mordisqueando un lápiz e intentando aparentar tranquilidad.
—Señor Lanier —dijo el juez Atlee—, puede llamar a su próximo testigo.
—Sí, señor. Los impugnadores llaman al señor Herschel Hubbard.
Herschel subió al banquillo, sonrió al jurado con cara de lelo, juró decir solo la verdad y empezó a responder a una larga serie de preguntas triviales. Wade Lanier le había preparado bien. Fueron abordando todos los aspectos de la anodina existencia del testigo, con el sesgo favorable de siempre: Herschel recordó con gran cariño su niñez junto a sus padres y su hermana, y lo bien que lo pasaban en familia. El divorcio había sido doloroso, sí, pero lo habían superado a base de perseverancia. Con su padre tenía una relación muy estrecha, hablaban mucho y se veían siempre que podían, aunque claro, estaban los dos muy ocupados. Ambos eran grandes hinchas de los Atlanta Braves. Seguían religiosamente al equipo y hablaban a menudo de los partidos.
Lettie se quedó estupefacta mirando a Herschel. Nunca había oído decir nada a Seth Hubbard sobre los Atlanta Braves. Tampoco le constaba que viera partidos de béisbol por la tele.
Cada temporada intentaban ir al menos una vez a Atlanta para ir a algún partido. ¿Cómo? ¿Qué? Para Jake, y cualquiera que hubiera leído las declaraciones de Herschel, fue una novedad. Herschel nunca había hablado de aquellas excursiones con su padre. Por desgracia poco se podía hacer. Para demostrar la inexistencia de los viajes a Atlanta habría hecho falta indagar a fondo durante dos días. Si Herschel quería inventarse cosas sobre su padre y él, a esas alturas Jake no se lo podía impedir. Además, tenía que andarse con cuidado. El escaso crédito que le quedase ante el jurado podía salir muy dañado por un ataque a Herschel. Primero perdía a su padre, y luego le excluían de su testamento de la manera más cruel y humillante. Lo más fácil y natural para el jurado sería compadecerse de él.
Por otra parte, ¿cómo discutir con un hijo que había tenido poca relación con su padre pero que ahora juraba lo contrario? Imposible. Jake sabía que era una discusión de la que no podía salir ganador. Tomaba notas, escuchaba la novela e intentaba poner cara de póquer, como si estuviera yendo todo a pedir de boca. De lo que no era capaz era de mirar al jurado. Había un muro de por medio, situación que nunca había vivido.
Finalmente llegaron al tema del cáncer de Seth y Herschel se puso muy serio, hasta el punto de contener las lágrimas. Explicó lo espantoso que había sido ver secarse y arrugarse a un hombre tan activo y vigoroso por la enfermedad. Seth había intentado dejar de fumar muchas veces, y ambos, padre e hijo, habían tenido conversaciones muy íntimas sobre el tabaco. Herschel lo había dejado a los treinta años, y le había rogado a su padre que siguiera su ejemplo. Durante los últimos meses de Seth, Herschel iba a verle siempre que podía. Hablaban de la herencia, sí. Seth había dejado muy claras sus intenciones. Quizá no había sido demasiado generoso con Herschel y Ramona cuando eran pequeños, pero quería que a su muerte se quedaran con todo. Les había asegurado que tenía preparado un testamento perfectamente legal que les pondría a salvo de cualquier preocupación económica, además de asegurar el futuro de sus hijos, esos nietos a quienes tanto quería.
Hacia el final ya no era el mismo. Hablaban mucho por teléfono, y al principio Herschel se fijó en que a su padre le fallaba la memoria. No se acordaba del resultado del partido de béisbol de la noche anterior. Se repetía constantemente. Divagaba sobre las World Series, aunque el año pasado no la hubieran jugado los Braves, pero él creía que sí. El viejo perdía facultades. Daba tanta pena…
Herschel había tenido las lógicas reservas sobre Lettie Lang. Limpiaba y cocinaba bien, y atendía bien a su padre, pero cuanto más tiempo llevaba trabajando en la casa, y cuanto más enfermo se ponía Seth, más le intentaba proteger. Hacía como si no quisiera a Herschel ni Ramona cerca. Más de una vez Herschel había llamado a su padre por teléfono y Lettie le había dicho que no podía ponerse porque se encontraba mal. Intentaba apartarle de su familia.
Lettie miró al testigo con rabia, sacudiendo lentamente la cabeza.
Fue una magnífica interpretación. Al final Jake estaba casi demasiado atónito para pensar o moverse. Gracias a una preparación muy hábil, y sin duda exhaustiva, Wade Lanier había pergeñado un relato ficticio que habría sido la envidia de cualquier padre e hijo.
Jake se acercó al podio.
—Señor Hubbard —preguntó—, ¿en qué hotel solían alojarse usted y su padre cuando iban a ver a los Braves?
Herschel entornó los ojos y abrió la boca, pero sin decir nada. Los hoteles llevan un registro que se puede consultar. Finalmente se recuperó.
—Bueno… —dijo—. En varios.
—¿El año pasado fueron a Atlanta?
—No, papá estaba demasiado enfermo.
—¿Y el anterior?
—Sí, creo que sí.
—O sea, que fueron en 1986. ¿A qué hotel?
—No me acuerdo.
—Vale. ¿Contra qué equipo jugaron los Braves?
También los partidos y las temporadas se pueden consultar.
—Pues… la verdad es que no estoy muy seguro. Puede que contra los Cubs.
—Podemos verificarlo —dijo Jake—. ¿Qué fechas eran?
—Uy, yo con las fechas soy malísimo.
—Bueno, pues en 1986. ¿Ese año fueron a Atlanta a ver algún partido?
—Sí, creo que sí.
—¿En qué hotel se hospedaron?
—Puede que el Hilton, aunque no estoy seguro.
—¿Contra quiénes jugaron los Braves?
—A ver… Seguro no estoy, pero sé que un año los vimos jugar contra los Phillies.
—¿En 1986 quién jugaba de tercer base para el equipo de los Phillies?
Herschel tragó saliva y clavó la vista al frente como si le hipnotizasen unos faros. Le temblaban los codos. Miraba mucho al jurado de reojo. Le habían pillado mintiendo. La obra maestra de ficción de Lanier tenía sus lagunas.
—No lo sé —dijo al fin.
—¿No se acuerda de Mike Schmidt, el tercer base más importante de la historia del béisbol? Aún juega, y va lanzado al Hall of Fame.
—Pues no, lo siento.
—¿Quién era el centrocampista de los Braves?
Otra pausa embarazosa. Estaba claro que Herschel no tenía ni idea.
—¿Le suena de algo Dale Murphy?
—Ah, sí, claro, Dale Murphy.
Herschel estaba dando claras muestras de ser un mentiroso, o como mínimo de adornar mucho las cosas. Jake podría haber seguido hurgando en su testimonio, pero no tenía garantías de volver a acertar, así que siguió el dictado de su intuición y se sentó.
La siguiente fue Ramona, que poco después de haber prestado juramento ya lloraba. Aún no podía creer que su querido «papá» hubiera estado tan perdido y angustiado como para quitarse la vida. Con algo de tiempo, sin embargo, Lanier consiguió tranquilizarla y guiarla trabajosamente por el guión del testimonio. Siempre había sido la niña de los ojos de su papi. Nunca se cansaba de él. Seth la adoraba, y a sus hijos también. Iba a visitarlos a menudo a Jackson.
Tampoco en este caso tuvo Jake más remedio que admirar a Wade Lanier. En diciembre había preparado muy bien a Ramona para su declaración, y le había enseñado el arte del amago. Sabía que durante el juicio a Jake le sería imposible rebatir su testimonio, así que de lo que se trataba era de dar unas cuantas migajas durante la toma de declaraciones, las justas para responder con vaguedad a las preguntas y cargar después las tintas delante del jurado.
Su testimonio fue una mezcla teatral de emotividad, mala interpretación, mentiras y exageraciones. Jake empezó a mirar con disimulo al jurado para ver si alguno de sus miembros sospechaba algo. Durante una de las lloreras de Ramona, Tracy McMillen, la número dos, vio que Jake la miraba y frunció el ceño como si dijese: «Pero ¡habrase visto…!».
Al menos fue como lo interpretó Jake, aunque podía equivocarse. Estaba demasiado afectado para poder fiarse de su intuición. Dentro del jurado, Tracy era su favorita. Hacía dos días que intercambiaban miradas, y casi habían llegado al punto de coquetear. No era la primera vez que Jake se aprovechaba de ser atractivo para ganarse a alguien de un jurado, ni sería la última. Echó otro vistazo y pilló a Frank Doley lanzándole otra de esas miradas «estoy impaciente por destrozarte» marca de la casa.
Wade Lanier no estuvo perfecto. Alargó demasiado el interrogatorio de Ramona, y más de uno empezó a distraerse. La voz de Ramona era irritante, y su llanto un truco fácil y cansino. Los que la miraban sufrían tanto como ella. Cuando Lanier, finalmente, dijo «No tengo más preguntas», el juez Atlee se apresuró a dar un golpe de martillo.
—Un cuarto de hora de descanso —dijo.
El jurado abandonó la sala, que se quedó casi vacía. Ni Jake ni Lettie se movieron de la mesa. Había llegado el momento de dejar de ignorarse. Portia acercó su silla para que los tres pudieran hablar en voz baja, muy pegados.
—Jake, lo siento —fue lo primero que dijo Lettie—. ¿Qué he hecho?
Se le empañaron enseguida los ojos.
—¿Por qué no me lo habías dicho, Lettie? Si hubiera sabido lo de los Pickering, podría haberme preparado.
—Es que no tuvo nada que ver con lo que han contado, Jake. Te juro que nunca hablé con la señora Irene de ningún testamento. Nunca jamás. Ni antes de que lo escribiese ni después. Ni siquiera sabía que existiese, hasta que esa mañana fui a trabajar y se armó un berenjenal. Te lo juro, Jake. Tienes que dejar que se lo explique al jurado. Puedo hacerlo. Puedo conseguir que me crean.
—No es tan fácil. Ya lo hablaremos más tarde.
—Tenemos que hablar, Jake. Herschel y Ramona mienten por los codos. ¿No puedes impedirlo?
—No me parece que el jurado se esté creyendo gran cosa.
—Ramona les cae mal —dijo Portia.
—Se entiende. Tengo que ir corriendo al lavabo. ¿Alguna noticia de Lucien?
—No. A la hora de comer he mirado si había mensajes en el contestador. Unos cuantos abogados, unos cuantos reporteros y una amenaza de muerte.
—¿Una qué?
—Un tío que decía que como ganes tanto dinero para los negros volverán a quemarte la casa.
—Qué simpático. En el fondo me gusta. Me trae recuerdos entrañables del juicio de Hailey.
—Lo he grabado. ¿Quieres que se lo diga a Ozzie?
—Claro.
Harry Rex pilló a Jake a las puertas del baño.
—He hablado con Chilcott —dice—. No quieren pactar. No les interesa negociar. De hecho, casi se me ha reído en la cara. Dice que aún tienen alguna sorpresa más.
—¿Qué? —preguntó Jake, presa del pánico.
—Bueno, no me ha dado detalles, claro. Estropearía la emboscada, ¿no?
—No aguantaré otra emboscada, Harry Rex.
—No pierdas la calma, que lo estás haciendo muy bien. Dudo que Herschel y Ramona hayan convencido a muchos en el jurado.
—¿Qué me aconsejas, que vaya a por ella?
—No, no te precipites. Si la acosas lo único que hará será ponerse otra vez a llorar. Al jurado lo tiene harto.
Cinco minutos después Jake se acercó al podio.
—Veamos, señora Dafoe —dijo—. Su padre murió el 2 de octubre, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuándo le vio por última antes de morir?
—No llevaba la cuenta, señor Brigance. Era mi papá.
—¿No es cierto que le vio por última vez a finales de julio, más de dos meses antes de su muerte?
—No, eso no es verdad. Nos veíamos muy a menudo.
—La última vez, señora Dafoe. ¿Cuándo fue la última vez?
—Ya le digo que no llevaba la cuenta. Debió de ser un par de semanas antes de que muriera.
—¿Está segura?
—Bueno, no del todo. ¿Usted se apunta todas las veces que va a ver a sus padres?
—No soy el testigo, señora Dafoe. Soy el abogado que le hace las preguntas. ¿Está segura de que vio a su padre un par de semanas antes de que muriera?
—Bueno, segura del todo no puedo estar.
—Gracias. ¿Y sus hijos, Will y Leigh Ann? ¿Cuándo fue la última vez que vieron a su abuelo antes de que muriera?
—Pues mire, señor Brigance, no tengo ni idea.
—Pero ha declarado que le veían muy a menudo, ¿no?
—Claro. Querían mucho a su abuelito.
—¿Y él a ellos?
—Los adoraba.
Jake sonrió y se acercó a la mesa donde se guardaban las pruebas. Cogió dos hojas y miró a Ramona.
—Este es el testamento que escribió su padre el día antes de morir. Ha sido aceptado como prueba, y el jurado ya lo ha visto. En el sexto párrafo su padre escribió (cito): «Tengo dos hijos, Herschel Hubbard y Ramona Hubbard Dafoe, padres a su vez, aunque no sé de cuántos hijos, ya que hace un tiempo que no los he visto». Fin de la cita.
Dejó otra vez el testamento encima de la mesa.
—Por cierto —preguntó—, ¿cuántos años tiene Will?
—Catorce.
—¿Y Leigh Ann?
—Doce.
—O sea, ¿que hace doce años que tuvo a su último hijo?
—Sí, eso es verdad.
—¿Y su propio padre no sabía si había tenido más hijos?
—El testamento no es creíble, señor Brigance. Cuando lo escribió, mi padre no estaba en su sano juicio.
—Supongo que eso lo decidirá el jurado. No tengo más preguntas.
Jake se sentó y recibió un mensaje de Quince Lundy donde ponía: «Muy bien. La has destrozado». En ese momento del juicio, de su carrera e incluso de su vida, Jake necesitaba ánimos.
—Gracias —dijo, acercándose a Lundy.
Wade Lanier se levantó.
—Señoría —dijo—, los impugnadores llaman al señor Ian Dafoe, esposo de Ramona Hubbard.
Ian subió al banquillo. Seguro que iba preparado y estaba a punto de inventarse otro evocador relato de otros tiempos. Durante la declaración, Quince Lundy le pasó otra nota a Jake donde ponía: «Se están esforzando demasiado por convencer al jurado. Me parece que no les sale bien».
Jake asintió con la cabeza, buscando una oportunidad, alguna palabra perdida que pudiera aprovechar para volverla en contra del testigo. Después del melodrama de su mujer, la declaración de Ian resultó tan sosa como inofensiva. Contestó igual a muchas preguntas, pero sin la misma emoción.
Gracias a diversas fuentes, muchas de ellas extraoficiales, Jake, Harry Rex y Lucien habían encontrado algunos trapos sucios sobre Ian. Hacía cierto tiempo que su matrimonio hacía aguas. Prefería estar lejos de casa, echando la culpa de sus ausencias al trabajo. Era muy mujeriego, y su mujer muy bebedora. Además, algunos de sus negocios zozobraban.
La primera pregunta del contrainterrogatorio de Jake fue la siguiente:
—Ha dicho que es promotor inmobiliario, ¿verdad?
—Correcto.
—¿Es usted el propietario total o parcial de la empresa KLD Biloxi Group?
—Sí.
—¿Y esa empresa está intentando renovar el centro comercial Gulf Coast de Biloxi, en Mississippi?
—Sí.
—¿Diría usted que es una empresa solvente?
—Depende de la definición de «solvente».
—Bueno, definámoslo así: ¿es verdad que hace dos meses el First Gulf Bank demandó a su empresa, KLD Biloxi Group, por impago de una línea de crédito de dos millones de dólares?
Jake tenía en la mano varias hojas unidas por un clip. Podía demostrarlo.
—Sí, pero habría que explicar muchas más cosas.
—No se las he pedido. ¿Y es verdad que el mes pasado su empresa recibió otra demanda de un banco de Nueva Orleans, el Picayune Trust, por dos millones seiscientos mil dólares?
Ian respiró profundamente.
—Sí —dijo al final—, pero aún no se han resuelto las demandas, y nosotros nos hemos querellado contra ellos.
—Gracias. No tengo más preguntas.
Ian bajó del banquillo a las cinco menos cuarto. Por un momento el juez Atlee se planteó levantar la sesión hasta el jueves por la mañana.
—Señoría —dijo solícito Wade Lanier—, podemos llamar a un testigo que acabará en poco tiempo.
Si Jake hubiera tenido alguna idea de lo que se avecinaba habría perdido un poco más de tiempo con Ian y así esquivar otra emboscada al menos hasta el día siguiente. Pero al final el jurado se acostó con una opinión aún más negativa que antes sobre Seth Hubbard y sus debilidades.
—Llamamos a Julina Kidd —dijo Lanier.
Jake reconoció enseguida uno de los cuarenta y cinco nombres del vertido de testigos de Wade Lanier de dos semanas antes. Había intentado llamarla dos veces por teléfono, pero había sido inútil. La trajeron de una sala de testigos, y un ujier la acompañó al banquillo. Siguiendo instrucciones bastante claras y firmes de Wade Lanier, se había puesto un vestido azul barato que se parecía al de Lettie. Nada ceñido, ni sexy, ni que resaltara un tipo que, en general, llamaba la atención. Tampoco llevaba joyas, ni ningún detalle de elegancia. Julina se esforzaba al máximo por dar impresión de sencillez, aunque fuera imposible.
El mensaje era sutil, si Seth había intentado ligar con aquella mujer negra tan atractiva, habría hecho lo mismo con Lettie.
Julina subió al banquillo y sonrió nerviosamente al jurado. Lanier la guio por una serie de preliminares antes de ir al grano. Le dio unos documentos.
—¿Puede identificar estos papeles, por favor? —le pidió.
Julina les echó un vistazo.
—Sí —dijo—, es una denuncia de acoso sexual que le puse a Seth Hubbard hace unos cinco años.
Jake se levantó.
—Protesto, señoría —dijo casi gritando—. No debería admitirse, a menos que el letrado pueda explicarnos qué importancia tiene para el caso.
También Lanier se había levantado.
—Importancia tiene, y mucha, señoría —dijo con una voz resonante.
El juez Atlee levantó las dos manos.
—Silencio —dijo. Consultó el reloj, miró al jurado e hizo una pausa de un segundo—. Vamos a descansar cinco minutos, pero que nadie se mueva. Señores letrados, reúnanse conmigo en mi despacho.
Se dirigieron hacia allí rápidamente. Jake estaba tan furioso que habría podido dar un puñetazo, y a Lanier se le veían ganas de liarla.
—¿Qué va a declarar? —preguntó el juez Atlee cuando Lester Chilcott cerró la puerta.
—Trabajó en una de las empresas de Seth Hubbard —dijo Lanier—, al sur de Georgia. Fue donde se conocieron. Él se le echó encima, la obligó a acostarse con él y luego, cuando decidió que ya no le interesaba, la despidió. La denuncia de acoso la zanjaron con un acuerdo extrajudicial.
—¿Y de eso hace cinco años? —preguntó Jake.
—Sí.
—¿Qué importancia tiene para lo que nos ocupa hoy? —preguntó el juez Atlee.
—Pues mucha, señoría —dijo Lanier tan tranquilo, beneficiándose de meses de preparación. Jake, tomado por la más absoluta sorpresa, casi estaba demasiado furioso para pensar—. Tiene que ver con el tema de la influencia indebida —añadió Lanier—. La señorita Kidd era empleada de Seth, como la señora Lang. Seth tenía tendencia a seducir a mujeres que trabajaban para él, sin distinciones de color. Esta debilidad le hacía tomar decisiones que no se sostenían económicamente.
—¿Jake?
—Eso son chorradas. En primer lugar, señor juez, no tendría que poder declarar porque hasta hace dos semanas no estaba en la lista de testigos, lo cual contraviene claramente las normas. En segundo lugar, lo que hizo Seth hace cinco años no tiene nada que ver con su capacidad para testar en octubre pasado. Y obviamente no hay ni la más pequeña prueba de que Seth intimase con Lettie Lang. Me da igual a cuántas mujeres se tirara hace cinco años, blancas o negras.
—A nosotros nos parece probatorio —dijo Lanier.
—Chorradas. Probatorio lo es todo.
—Esa boca, Jake —advirtió el juez Atlee.
—Perdón.
El juez Atlee levantó una mano y se hizo silencio. Encendió una pipa, expulsó una gran bocanada de humo, dio un paseo hasta la ventana y regresó.
—Me gusta su argumento, Wade —dijo—. Las dos mujeres eran empleadas suyas. Voy a dejar que testifique.
—¿Alguien quiere el reglamento? —dijo Jake.
—Ven a verme al final de la vista, Jake —dijo el juez Atlee con severidad, antes de otra nube de humo. Dejó la pipa—. Sigamos —dijo.
Los abogados volvieron a sus puestos en la sala. Portia se inclinó hacia Jake.
—¿Qué ha pasado? —susurró.
—Nada, que el juez se ha vuelto loco.
Julina contó su historia a un público que apenas respiraba. Su repentino ascenso, el pasaporte nuevo, el viaje con su jefe a Ciudad de México, el hotel de lujo con habitaciones contiguas, las relaciones sexuales, y después el sentimiento de culpa. Al volver, Seth la había despedido de inmediato y había hecho que la acompañasen a la calle. Después ella le había denunciado, y él se había apresurado a pactar.
El testimonio no tenía relevancia para el pleito sobre el testamento. Era escandaloso, memorable sin duda, pero al oírlo Jake se convenció de que el juez Atlee había cometido un error garrafal. El juicio estaba perdido, pero el recurso parecía tener cada vez más posibilidades. Jake se lo pasaría en grande dejando en evidencia los trucos de Wade Lanier ante el Tribunal Supremo de Mississippi, y le procuraría una gran satisfacción revocar por fin al juez Reuben V. Atlee.
Reconoció en su fuero interno que si ya estaba pensando en el recurso la causa estaba perdida. Solo dedicó unos minutos al contrainterrogatorio de Julina Kidd, los suficientes para sonsacarle que cobraba por testificar. Ella no quiso decir la cantidad. Obviamente, Lanier había hablado a tiempo con ella.
—O sea, que cambió sexo por dinero, y ahora un testimonio por dinero, ¿no, señorita Kidd? —preguntó.
Era una pregunta dura, de la que se arrepintió enseguida. Ella no había hecho otra cosa que contar la verdad.
Julina se encogió de hombros, pero no contestó. Posiblemente fuera la respuesta con más clase del día.
A las cinco y media el juez Atlee levantó la sesión hasta el jueves por la mañana. Jake se quedó en el juzgado hasta mucho después de que se fueran los demás. Conversó en voz baja con Portia y Lettie, tratando de asegurarles que la situación no era tan mala como lo era en realidad, pero fue un esfuerzo inútil.
Finalmente el señor Pate empezó a apagar las luces, y Jake se marchó.
No pasó por el despacho del juez Atlee, como le habían pedido, sino que se fue a su casa. Necesitaba algo de calma con las dos personas a quienes más quería, las dos que siempre le verían como el mejor abogado del mundo.