Los abogados se reunieron con el juez Atlee en su despacho a las nueve menos cuarto del miércoles por la mañana, y estuvieron de acuerdo en que no había peticiones pendientes ni puntos que aclarar antes de que se reanudara el juicio. Por tercer día consecutivo su señoría estuvo muy animado, casi más de la cuenta, como si la emoción de un juicio importante le hubiera rejuvenecido. Los abogados habían pasado la noche en vela, trabajando o preocupados, y su aspecto delataba la crispación que sentían por dentro. En cambio el viejo juez estaba listo para continuar.
Una vez en la sala dio la bienvenida a todo el mundo, agradeció a los espectadores su vivo interés por el sistema judicial e indicó al ujier que hiciera pasar al jurado. Cuando este último se hubo sentado, Atlee saludó efusivamente a sus miembros y les preguntó si tenían algún problema. ¿Algún contacto no autorizado? ¿Algo sospechoso? ¿Estaban todos bien de salud? Muy bien, señor Brigance, pues adelante.
Jake se puso en pie.
—Señoría —dijo—, los proponentes llaman a la señora Lettie Lang.
Portia le había dicho que no se pusiera nada ceñido, ni entallado, ni remotamente sexy. Por la mañana, mucho antes de desayunar, habían discutido sobre el mejor modelo, y había ganado Portia. Era un vestido azul marino de algodón, con un cinturón holgado; bonito, pero nada que no se pudiera poner una asistenta para ir a trabajar. Lettie nunca lo habría elegido para ir a la iglesia. En los pies unas sandalias planas. Ni joyas ni reloj. Nada que pudiera indicar que disponía de algún ahorro o que pudiera tenerlo en perspectiva. Durante el último mes había dejado de teñirse las canas. Ahora llevaba el pelo al natural, y aparentaba todos y cada uno de sus cuarenta y siete años.
Al prestar juramento lo hizo poco menos que tartamudeando. Miró a Portia, que estaba sentada detrás de la silla de Jake. Su hija le sonrió en señal de que ella también tenía que hacerlo.
La sala estaba llena, pero nadie dijo nada cuando Jake se acercó al podio. Preguntó a Lettie su nombre, su dirección y su trabajo, preguntas fáciles a las que contestó sin problemas. Nombres de sus hijos y nietos. Sí, el mayor, Marvis, estaba en la cárcel. Su marido era Simeon Lang, que ahora estaba en prisión pendiente de que le imputasen. Hacía un mes que Lettie había pedido el divorcio, y esperaba que se lo concediesen en cuestión de semanas. Unos cuantos datos de su pasado: escuela, iglesia, trabajos anteriores… Todo estaba en el guión, y a veces las respuestas sonaban mecánicas, acartonadas, como si se las supiera de memoria (y así era, en efecto). Lettie miró al jurado, pero se puso nerviosa al darse cuenta de que la estaban observando. En momentos de nerviosismo, según le habían indicado sus adiestradores, tenía que mirar directamente a Portia. Hubo veces en que no logró apartar la vista de su hija.
Jake llegó por fin al tema de Seth Hubbard, o simplemente el señor Hubbard, como tenía que llamarle siempre Lettie durante la vista. Nunca Seth. Tampoco señor Seth. El señor Hubbard la había contratado hacía tres años como asistenta. ¿Cómo se había enterado Lettie de que buscaba una? De ninguna manera. La había llamado él por teléfono, y le había dicho que un amigo sabía que no tenía trabajo. Daba la casualidad de que él buscaba a una asistenta a media jornada. Lettie habló de su experiencia con el señor Hubbard, de sus reglas, costumbres y rutinas, y más tarde de sus preferencias culinarias. Los tres días por semana se habían convertido en cuatro. El señor Hubbard le había subido un par de veces el sueldo. Como viajaba mucho, Lettie se quedaba a menudo en su casa sin nada que hacer. En tres años el señor Hubbard no había recibido una sola visita, ni había comido con nadie. Lettie conocía a Herschel y Ramona, pero los había visto muy poco. Ramona venía una vez al año, unas pocas horas, y las visitas de Herschel no eran mucho más frecuentes. No conocía a ninguno de los cuatro nietos del señor Hubbard.
—Aunque no trabajaba los fines de semana, así que no sé quién venía —dijo—. Podría ser que el señor Hubbard recibiera a mucha gente.
Lettie procuraba mostrarse ecuánime, pero solo hasta cierto punto.
—Los lunes sí trabajaba, ¿verdad? —preguntó Jake, ciñéndose al guión.
—Sí.
—¿Y vio alguna señal de que hubiera habido invitados durante el fin de semana?
—No, nunca.
A esas alturas no entraba en sus planes ser amable con Herschel y Ramona. Tampoco entraba en los de ellos serlo con Lettie, y a juzgar por sus declaraciones era lícito prever que dirían bastantes mentiras.
Después de una hora en el banquillo Lettie se encontró más cómoda. Sus respuestas eran más claras y espontáneas, y de vez en cuando sonreía al jurado. Jake abordó el tema del cáncer de pulmón. Lettie describió a las enfermeras que había tenido su jefe, tan poco convincentes que al final el señor Hubbard le había preguntado a ella si estaba dispuesta a trabajar cinco días por semana. Describió los peores momentos, en los que la quimio había dejado al señor Hubbard al borde de la muerte, hasta el punto de que no podía ir solo al baño ni comer sin ayuda.
«Que no te vean conmovida —le había dicho Portia—. No delates ningún tipo de emoción por el señor Hubbard. El jurado podría llevarse la impresión de que existía un vínculo emocional entre los dos. Por supuesto que lo hubo, como entre cualquier persona agonizante y su cuidador, pero no lo reconozcas al testificar».
Jake trató lo básico, pero no dedicó mucho tiempo al cáncer del señor Hubbard. Ya lo haría Wade Lanier, seguro. Preguntó a Lettie si había firmado alguna vez un testamento. La respuesta fue que no.
—¿Ha visto alguno?
—No.
—¿El señor Hubbard le habló alguna vez del suyo?
Lettie consiguió soltar una risita, que le salió bordada.
—El señor Hubbard era muy reservado —dijo—. Conmigo nunca hablaba de negocios ni de nada así. Nunca decía nada sobre su familia, o sobre sus hijos… Qué sé yo. No era su forma de ser.
Lo cierto era que Seth le había prometido dos veces que le dejaría algo en herencia, pero del testamento no había hablado. Lettie se lo había comentado a Portia, y la opinión de esta última había sido que, si lo reconocía, Wade Lanier y los abogados de la otra parte le darían una importancia que no tenía. Lo tergiversarían, lo exagerarían y lo convertirían en algo letal. «¡Conque habló usted con él del testamento!», bramaría Lanier ante el jurado.
Hay cosas que es mejor no decir. Nadie se enteraría. Seth estaba muerto, y de Lettie no saldría.
—¿Hablaron alguna vez sobre su enfermedad, y de que se estuviera muriendo? —preguntó Jake.
Lettie respiró profundamente y pensó en la pregunta.
—Sí, claro. A veces le dolía todo tanto que decía que se quería morir. Supongo que es natural. En sus últimos días el señor Hubbard sabía que le quedaba poco tiempo, y me pidió que rezara con él.
—¿Y usted rezó con él?
—Sí. El señor Hubbard creía mucho en Dios. Quería dejarlo todo en regla antes de irse.
Jake hizo una pequeña pausa teatral para que el jurado se impregnara de la imagen de Lettie y su jefe rezando juntos, en vez de haciendo lo que la mayoría de la gente creía que habían hecho. Después pasó a la mañana del 1 de octubre del año anterior, y Lettie contó su versión. Habían salido de la casa hacia las nueve, con Lettie al volante del Cadillac último modelo del señor Hubbard. Era la primera vez que le hacía de chófer. Él nunca se lo había pedido. También fue la primera y última vez que estuvieron juntos en un coche. Al salir de casa ella había hecho el comentario tonto de que nunca había conducido un Cadillac, y él había insistido en que lo hiciera. Lettie, nerviosa, había ido despacio. El señor Hubbard se había tomado un café en vaso de cartón. Parecía relajado, sin dolores, disfrutando de la conducción tensa de Lettie por una carretera prácticamente sin coches.
Jake le preguntó de qué habían hablado durante los diez minutos de trayecto. Lettie pensó un poco y miró fugazmente al jurado, que seguía muy atento.
—Hablamos de coches —dijo—. Él dijo que a muchos blancos ya no les gustan los Cadillac, porque hay muchos negros que los llevan. Me preguntó por qué para una persona negra era tan importante un Cadillac, y yo le dije que ni idea, que nunca había querido tener uno ni lo tendría. Mi Pontiac es de hace doce años. De todos modos, luego dije que es porque es el coche más bonito, y así le demuestras a la gente que has triunfado. Tienes trabajo, unos cuantos ahorros y no te ha ido del todo mal en la vida. Algo funciona. Nada más. El señor Hubbard dijo que a él los Cadillac también le habían gustado desde siempre, que el primero lo había perdido en el primer divorcio y el segundo en el segundo, pero que desde que había renunciado al matrimonio ya no le había molestado nadie a él ni a sus Cadillac. Lo dijo con bastante gracia.
—O sea, ¿que estaba de buen humor, bromista, como si dijéramos? —preguntó Jake.
—Sí, aquella mañana estaba de muy buen humor. Hasta se rio de mí, de cómo conducía.
—¿Y estaba lúcido?
—Totalmente. Dijo que yo estaba conduciendo su séptimo Cadillac, y que se acordaba de todos. Dijo que los cambiaba cada dos años.
—¿Sabe si esa mañana había tomado algo para el dolor?
—No, eso no lo sé. Con las pastillas era un poco raro. No le gustaba tomarlas. Las guardaba en su maletín, donde yo no pudiera tocarlas. Solo las vi una vez que estaba tumbado, con un mareo de morirse, y me pidió que se las fuera a buscar. Pero no, esa mañana no parecía que se hubiera medicado.
Lettie siguió con su relato, mientras Jake la guiaba. Llegaron al tema de la Berring Lumber Company, de la única vez que había estado Lettie en las oficinas y de que el señor Hubbard se había encerrado en su despacho mientras ella hacía la limpieza. Había pasado la aspiradora, había quitado el polvo, había limpiado casi todas las ventanas, había ordenado las revistas y hasta había fregado los platos en la pequeña cocina. No, las papeleras no las había vaciado. Entre el momento de entrar y el de salir no había hablado con el señor Hubbard ni le había visto. No tenía ni idea de qué había hecho en su despacho. Había salido con el mismo maletín que al entrar. Después de llevarle en coche a su casa, Lettie había vuelto a la suya hacia las doce del mediodía. El domingo por la noche la había llamado Calvin Boggs bastante tarde para darle la noticia de que el señor Hubbard se había ahorcado.
A las once, después de casi dos horas de declaración, Jake puso a la testigo a disposición de la parte contraria para las repreguntas. Durante un breve descanso le dijo a Lettie que había estado fantástica. Portia estaba entusiasmada, y sumamente orgullosa: su madre había guardado la compostura y había estado convincente. Harry Rex, que lo había observado todo desde la última fila, dijo que su testimonio había sido inmejorable.
A mediodía tenían todas las de perder el caso.
Estaba seguro de que esconder a un fugitivo era ilegal en todos los estados, incluido Alaska, así que no se podía descartar que le metieran en la cárcel. En aquel momento a Lucien no le preocupaba. Se despertó al amanecer, entumecido por haber pasado la noche en un sillón, durmiendo solo a ratos. La cama le había tocado a Ancil. En realidad se había ofrecido a dormir en el suelo, o en un sillón, pero Lucien temía por sus lesiones craneales y había insistido en que usara él la cama. Con un analgésico se quedó grogui. Lucien estuvo mucho tiempo a oscuras, con su último Jack Daniel’s con Coca-Cola en la mano, oyendo los ronquidos de su compañero.
Se vistió sin hacer ruido y salió. En el vestíbulo no había nadie, tampoco polis que buscasen a Ancil. Pidió un café y unos muffins en el bar de la esquina y se los llevó a la habitación, donde Ancil, ya despierto, veía las noticias locales.
—No han dicho nada —informó a Lucien.
—No me extraña —contestó este último—. Dudo que hayan traído a los sabuesos.
Comieron, se turnaron para ducharse y vestirse, y dejaron la habitación a las ocho de la mañana. Ancil llevaba el traje negro, la camisa blanca y la corbata con estampado de cachemira de Lucien, así como la gorra del día anterior, muy calada para que no se le viese la cara. Recorrieron deprisa tres manzanas hasta llegar al bufete de Jared Wolkowicz, un abogado recomendado por Bo Buck, el barman del Glacier Inn. Lucien había ido a verle el día anterior, había contratado sus servicios y había organizado la declaración. En la sala de reuniones ya había un taquígrafo y un cámara esperando. En un extremo de la mesa, el señor Wolkowicz se puso en pie, levantó la mano derecha, repitió las palabras del taquígrafo y juró decir la verdad. Después se colocó delante de la cámara y empezó a hablar.
—Buenos días. Me llamo Jared Wolkowicz y soy abogado colegiado del estado de Alaska. Estamos a miércoles 5 de abril de 1989. Me encuentro en mi despacho jurídico de Franklin Street, en el centro de Juneau, Alaska. Me acompañan el señor Lucien Wilbanks, de Clanton, Mississippi, y una persona cuyo nombre es Ancil F. Hubbard y que actualmente reside aquí en Juneau. El objetivo de esta declaración es recoger el testimonio del señor Hubbard. No tengo ningún conocimiento de la causa que nos ha traído aquí. Mi papel se limita a dar fe de que la grabación de lo que ocurra en esta sala es fidedigna. Si alguno de los letrados o jueces que participan en la causa desea hablar conmigo, puede llamarme por teléfono.
Wolkowicz se levantó de la silla. Lucien avanzó y prestó juramento ante el taquígrafo antes de situarse él también frente a la cámara.
—Me llamo Lucien Wilbanks —dijo—, y tanto el juez Atlee como los letrados que participan en el pleito por el testamento de Seth Hubbard me conocen muy bien. En colaboración con Jake Brigance y otras personas he logrado encontrar a Ancil Hubbard, he pasado varias horas con él y no me cabe la menor duda de que es el hermano que dejó Seth Hubbard al morir. Nació en el condado de Ford en 1922. Su padre era Cleon Hubbard, y su madre Sarah Belle Hubbard. En 1928 su padre, Cleon, contrató los servicios de mi abuelo, Robert E. Lee Wilbanks, para representarle en un pleito por unas tierras. Dicho pleito tiene importancia para el día de hoy. Aquí está Ancil Hubbard.
Lucien desocupó la silla. Ancil se sentó en ella, levantó la mano derecha y juró decir la verdad.
Wade Lanier abrió su venenoso contrainterrogatorio con preguntas sobre Simeon. ¿Por qué estaba en la cárcel? ¿Le habían imputado? ¿Con qué frecuencia le había visitado Lettie? ¿Impugnaría Simeon el divorcio? Fue una forma cruda pero eficaz de recordarle al jurado que el padre de los cinco hijos de Lettie era un borracho que había matado a los hijos de los Roston. En cinco minutos Lettie se estaba secando las lágrimas, y Lanier había quedado como un cabrón, pero le daba igual. Ahora que a Lettie le podían las emociones, nublando por unos instantes su buen juicio, Lanier hizo un rápido cambió de marchas y tendió su trampa.
—Dígame una cosa, señora Lang: ¿dónde trabajó antes de ser empleada del señor Hubbard?
Lettie se enjugó una lágrima con el dorso de la mano e intentó ordenar sus ideas.
—Pues… Con los señores Tingley, aquí en Clanton.
—¿De qué trabajaba?
—De asistenta.
—¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?
—Exactamente no lo sé, pero unos tres años.
—Y ¿por qué lo dejó?
—Porque murieron. Los dos.
—¿Le dejaron dinero en sus testamentos?
—Si lo hicieron, nadie me avisó.
La respuesta hizo sonreír a una parte del jurado. A Wade Lanier no le hizo gracia el chiste.
—Y antes de los Tingley ¿dónde trabajaba? —prosiguió.
—Mmm… Antes de eso fui cocinera en el colegio de Karaway.
—¿Cuánto tiempo?
—Creo que dos años.
—Y ¿por qué se fue?
—Porque encontré trabajo con los Tingley y prefería hacer de asistenta que de cocinera.
—Muy bien. ¿Dónde trabajó antes del colegio?
Lettie se quedó callada, intentando acordarse.
—Antes del colegio —dijo finalmente— trabajé para la señora Gillenwater, aquí en Clanton, de asistenta.
—¿Cuánto tiempo?
—Más o menos un año, hasta que ella se fue a vivir a otro sitio.
—Antes de la señora Gillenwater ¿dónde trabajó?
—Mmm… Pues creo que con los Glover, en Karaway.
—¿Cuánto tiempo?
—Tampoco me acuerdo exactamente, pero unos tres o cuatro años.
—No, si no le pido detalles, señora Lang. Usted acuérdese de todo lo que pueda, ¿vale?
—Vale.
—Antes de los Glover ¿dónde trabajó?
—Pues con la señorita Karsten, aquí en Clanton. Con ella estuve seis años. Era mi preferida. No quería irme, pero murió repentinamente.
—Gracias. —Lanier hizo anotaciones en su libreta, como si estuviera descubriendo algo nuevo—. Bueno, señora Lang, como simple resumen: trabajó tres años para el señor Hubbard, tres para los Tingley, dos en el colegio, uno para la señora Gillenwater, tres o cuatro para los Glover y seis para la señorita Karsten. Según mis cálculos son aproximadamente veinte años. ¿Le parece correcto?
—Sí, año más año menos —dijo Lettie con seguridad.
—¿Y no ha trabajado para nadie más en los últimos veinte o veintipocos años?
Lettie sacudió la cabeza. No.
Algo tenía Lanier entre ceja y ceja, pero Jake no podía detenerle. Las inflexiones de su voz, los vagos atisbos de sospecha, las cejas arqueadas, lo neutro de sus frases… Trataba de disimular, pero los oídos y los ojos avezados de Jake detectaron problemas.
—Son seis trabajos en veinte años, señora Lang. ¿Cuántas veces la han despedido?
—Ninguna. Bueno, me dieron de baja después de morir el señor Hubbard, y de ponerse enferma la señorita Karsten, y de fallecer los señores Tingley, pero siempre fue porque ya no había trabajo, no sé si me explico.
—¿Nunca la han despedido por trabajar mal, o por algo mal hecho?
—No, nunca.
Lanier se apartó bruscamente del podio y miró al juez Atlee.
—Ya he terminado, señoría. Me reservo el derecho de volver a llamar más tarde a esta testigo.
Volvió a su mesa con aires de suficiencia. En el último segundo Jake vio que le guiñaba el ojo a Lester Chilcott.
Lettie acababa de mentir, y Lanier estaba a punto de dejarla en evidencia. Jake, sin embargo, no tenía ni idea de qué se avecinaba, por lo que tampoco podía evitarlo. Su intuición le pedía apartar a Lettie del banquillo. Se levantó.
—Señoría —dijo—, los proponentes no tienen nada más que alegar.
—¿Tiene usted más testigos, señor Lanier? —dijo el juez Atlee.
—Sí.
—Pues llame al primero.
—Los impugnadores llaman al señor Fritz Pickering.
—¿Quién? —soltó Jake.
—Fritz Pickering —repitió Lanier en voz alta, con sarcasmo, como si Jake fuera duro de oído.
—No me suena de nada. No está en su lista de testigos.
—Está fuera, en la rotonda —le dijo Lanier a un ujier—. Esperando.
Jake sacudió la cabeza, mirando al juez Atlee.
—Si no está en la lista de testigos no puede declarar, señor juez —dijo.
—Aun así le llamo —dijo Lanier.
Fritz Pickering entró en la sala y siguió a un ujier hasta el banquillo.
—Protesto, señoría —dijo Jake.
El juez Atlee se quitó las gafas de lectura y miró a Wade Lanier con cara de pocos amigos.
—Bueno —dijo—, vamos a tomarnos un cuarto de hora de descanso. Recibiré a los abogados a puerta cerrada. Solo a los abogados, sin asistentes ni empleados.
Sacaron rápidamente al jurado de la sala, mientras los abogados seguían al juez por el pasillo del fondo hasta su angosto despacho. Atlee no se quitó la toga. Se sentó y puso la misma cara de perplejidad que Jake.
—Adelante, hable —le dijo a Lanier.
—Señoría, al no tratarse de un testigo probatorio no existe la necesidad de dárselo a conocer a la otra parte. La finalidad de este testimonio no es aportar pruebas, sino poner en tela de juicio la credibilidad de otro testigo. No me vi en la obligación de añadirle a la lista, ni de divulgar su nombre en modo alguno, porque en ningún momento tuve la seguridad de que le llamaría. Ahora, a raíz del testimonio de Lettie Lang y de que no haya dicho la verdad, de pronto este testigo es crucial para la causa.
El juez Atlee exhaló, mientras todos los abogados de la sala se devanaban los sesos en busca de tal o cual artículo del derecho procesal. De lo que apenas cabía duda en aquel momento era de que Lanier dominaba a fondo las reglas sobre la recusación de testigos. Era su emboscada, planeada al milímetro con Lester Chilcott. Jake habría querido explayarse en una argumentación tan razonable como persuasiva, pero toda su destreza hizo aguas de forma penosa.
—¿Qué dirá el testigo? —preguntó el juez Atlee.
—Lettie Lang trabajó para su madre, la señora Irene Pickering. Fritz y su hermana despidieron a Lettie porque la hermana encontró un testamento manuscrito que dejaba cincuenta mil dólares en efectivo a Lettie. Acaba de decir al menos tres mentiras. La primera es que en los últimos veinte o veintipocos años solo ha trabajado para las personas a las que me he referido yo. La señora Pickering la contrató en 1978, y el despido fue en 1980. La segunda mentira es que no la han despedido nunca como asistenta, cosa que no es cierta. Y la tercera es que ha dicho que nunca ha visto un testamento. El día en que la echaron, Fritz y su hermana le enseñaron el testamento manuscrito. Es posible que haya una o dos más, aunque ahora mismo no se me ocurren.
Jake estaba encorvado, con un nudo en el estómago, la visión borrosa y el rostro lívido. Era imperativo decir algo inteligente, pero se había quedado en blanco. De pronto se le encendió la bombilla.
—¿Cuándo encontró a Fritz Pickering? —preguntó.
—No le he conocido hasta hoy —dijo Lanier, pagado de sí mismo.
—No es lo que le he preguntado. ¿Cuándo se enteró de lo de los Pickering?
—Durante la revelación de pruebas. Es otro ejemplo de que hemos trabajado más que ustedes, Jake. Hemos encontrado a más testigos. Hemos buscado por todas partes, trabajando como mulas. No sé a qué se han dedicado ustedes.
—Pues la normativa le exige presentar los nombres de sus testigos. Hace dos semanas vertió sobre la mesa cuarenta y cinco nuevos nombres. No está siguiendo las reglas, Wade. Señoría, se trata de una clara infracción de las normas.
El juez Atlee levantó la mano.
—Basta. Déjenme pensar un momento.
Se levantó para acercarse a su mesa y sacar una pipa de un soporte donde había una docena. La llenó de Sir Walter Raleigh, la encendió, lanzó hacia el techo una densa nube de humo y se quedó pensativo. En un lado de la mesa estaban Wade Lanier, Lester Chilcott, Zack Zeitler y Joe Bradley Hunt, esperando en un silencio complacido la decisión que marcaría definitivamente el rumbo del juicio. En el otro lado solo estaba Jake, tomando notas que ni él mismo podía descifrar. Se encontraba mal. Las manos le temblaban sin remedio.
Wade Lanier se había sacado de la manga un truco sucio magistral, y exasperante. Al mismo tiempo, Jake tenía ganas de pillar a Lettie y echarle una buena bronca. ¿Por qué no había dicho nada sobre los Pickering, si desde octubre habían pasado juntos una cantidad innumerable de horas?
Su señoría echó más humo por la boca.
—Es demasiado importante para descartarlo —dijo—. Permitiré que testifique el señor Pickering, pero dentro de unos límites.
—Juicio por emboscada —dijo Jake con rabia—. Será automáticamente revocable. Dentro de dos años empezaremos desde cero.
—Sermones no, Jake —le espetó el juez Atlee con la misma rabia—. A mí no me ha revocado nunca el Tribunal Supremo, nunca.
Jake respiró hondo.
—Perdón —dijo.
Las explicaciones de Ancil duraron cincuenta minutos. Al final se secó los ojos, dijo que estaba demasiado cansado para continuar y salió de la sala. Lucien le dio las gracias a Jared Wolkowicz por haberles abierto su bufete. No le había dicho que Ancil era un prófugo.
De regreso al hotel vieron a varios policías al acecho en una esquina y decidieron refugiarse en un bar. Ocultos en una mesa intentaron hablar de cualquier cosa. Lucien aún estaba afectado por lo que había contado Ancil, pero ninguno se encontraba de humor para insistir en el tema.
—Tengo pagadas dos noches más en el hotel —dijo Lucien—. Son tuyas. Yo me voy. Puedes quedarte la ropa, la pasta de dientes y todo lo demás. En el armario hay unos chinos viejos con trescientos dólares en el bolsillo delantero. Son para ti.
—Gracias, Lucien.
—¿Qué planes tienes?
—No lo sé. Ganas de ir a la cárcel no tengo, así que lo más seguro es que me marche de la ciudad, como siempre. Desapareceré y ya está. Estos payasos no me pueden pillar. Para mí es pura rutina.
—¿Adónde irás?
—Pues mira, igual me doy un garbeo por Mississippi, ya que mi querido hermano me tenía en tanta estima. ¿Cuándo podría ver alguna parte de su herencia?
—A saber. Ahora mismo se están peleando por ella. Podría tardar un mes o cinco años. Tienes mi número. Llámame dentro de unas semanas y nos pondremos al día.
—Lo haré.
Lucien pagó los cafés y salieron por una puerta lateral. Se despidieron en un callejón. Lucien iba al aeropuerto y Ancil, al hotel. Cuando llegó le estaba esperando el detective.
En una sala tan abarrotada como silenciosa, por no decir estupefacta, Fritz Pickering contó su historia hasta el último y devastador detalle. Lettie la escuchó completamente derrotada, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo, hasta que cerró los ojos de dolor. De vez en cuando sacudía la cabeza como si no estuviera de acuerdo, pero en toda la sala no había nadie que la creyese.
Mentiras, mentiras, mentiras.
Fritz enseñó una copia del testamento manuscrito de su madre. Jake protestó en contra de su admisión, con el argumento de que no se podía demostrar que fuera la letra de Irene Pickering, pero el juez Atlee a duras penas le oyó. El documento pasó a engrosar las pruebas. Wade Lanier le pidió a su testigo que leyera el cuarto párrafo, el que dejaba cincuenta mil dólares a Lettie Lang. Pickering lo hizo despacio y en voz alta. Unos cuantos miembros del jurado sacudieron la cabeza en señal de incredulidad.
Wade Lanier siguió a mazazo limpio.
—O sea, señor Pickering, que usted y su hermana hicieron sentarse a Lettie Lang en la mesa de la cocina y le enseñaron el testamento manuscrito de su madre, ¿correcto?
—Correcto.
—Es decir, que si antes ella ha declarado no haber visto nunca un testamento, ha mentido, ¿correcto?
—Supongo que sí.
—Protesto —dijo Jake.
—No ha lugar —bufó en el estrado su señoría.
Estaba claro, al menos para Jake, que ahora el juez Atlee era el enemigo. Consideraba a Lettie una mentirosa, pecado, desde su punto de vista, superior a cualquier otro. Durante su trayectoria como juez había mandado a la cárcel a varios litigantes sorprendidos en el acto de mentir, pero siempre en litigios por divorcio. Una noche entre rejas hacía milagros en lo que respectaba a la búsqueda de la verdad.
El riesgo que corría Lettie no era ir a la cárcel, opción muy preferible, dicho fuera de paso; en aquel momento atroz en que el jurado se removía en sus asientos y miraba a todas partes, su riesgo era el de perder más o menos veinte millones de dólares, previo impuestos, claro.
Cuando un testigo dice la verdad, y esa verdad es dolorosa, el abogado procesalista no tiene otra opción que atacar su credibilidad. Jake permaneció inmutable, como si ya se esperase todo lo que decía Fritz, pero en su fuero interno buscaba desesperadamente una brecha. ¿Qué ganaba Fritz declarando? ¿Por qué perdía el tiempo?
—Señor Brigance —dijo el juez Atlee cuando Lanier cedió el turno.
Jake se levantó enseguida y fingió todo el aplomo que le fue posible. La regla número uno de los abogados procesalistas es no hacer nunca una pregunta si no se sabe la respuesta, pero cuando te enfrentas a una derrota segura no hay reglas que valgan, así que disparó a ciegas.
—Señor Pickering —dijo—, ¿cuánto le pagan por esta declaración?
La bala dio entre los ojos. Pickering se quedó boquiabierto, e incluso perdió un poco el equilibrio, mientras miraba a Wade Lanier desesperado. Lanier se encogió de hombros y asintió. «Dilo, que tampoco pasa nada».
—Siete mil quinientos dólares —contestó Fritz.
—Y ¿quién se los paga? —inquirió Jake.
—El cheque venía del bufete del señor Lanier.
—¿Qué fecha llevaba el cheque?
—No me acuerdo exactamente, pero lo recibí hace más o menos un mes.
—O sea, que lo pactaron hace aproximadamente un mes. Usted aceptó venir a declarar y el señor Lanier le mandó el dinero, ¿no?
—Exacto.
—¿Y no es cierto que pidió más de esos siete mil quinientos? —preguntó Jake, siempre a ciegas, sin ningún conocimiento de los hechos pero con una corazonada.
—Bueno, sí, pedí más.
—Quería como mínimo diez mil, ¿verdad?
—Algo así —reconoció Fritz, con otra mirada a Lanier.
Jake le estaba leyendo el pensamiento.
—Y le dijo al señor Lanier que si no le pagaban no declararía, ¿verdad?
—Entonces no hablaba con el señor Lanier, sino con uno de sus investigadores. Al señor Lanier no le he conocido hasta esta mañana.
—Da igual. No estaba dispuesto a declarar gratis, ¿verdad que no?
—No.
—¿Cuándo llegó de Shreveport?
—Ayer a última hora de la tarde.
—Y ¿cuándo se irá de Clanton?
—Lo antes que pueda.
—Un viaje rápido, vaya. ¿Como de veinticuatro horas?
—Algo así.
—Siete mil quinientos dólares por veinticuatro horas. Es un testigo caro.
—¿Me lo pregunta?
Jake estaba teniendo suerte, pero sabía que no podía durar. Miró sus notas, garabatos ilegibles, y cambió de rumbo.
—Señor Pickering, ¿Lettie Lang no le explicó que no había tenido nada que ver con la elaboración del testamento de su madre?
Jake no tenía ni idea de lo que había hecho Lettie. Aún no había hablado con ella sobre el incidente. Sería una conversación desagradable, que probablemente mantuvieran a la hora de comer.
—Fue lo que dijo.
—¿De dónde ha sacado usted la copia del testamento?
—La había guardado.
En realidad la había recibido por correo, sin remitente, pero ¿quién podía enterarse?
—Nada más —dijo Jake al sentarse.
—Se levanta la sesión hasta la una y media —anunció el juez Atlee.